Por Mario Rapoport
En la
celebración del Día de la Industria, el Presidente de la Nación exaltó
como único camino posible el librecambio y la apertura completa del
sector externo. Pero también cuestionó en duros términos las principales
ideas de Aldo Ferrer. El investigador, economista e historiador Mario
Rapoport analiza aquí las consecuencias del modelo que propone Macri,
tanto en el país como en el mundo de las multinacionales, y explica por
qué existe otra manera para alcanzar el desarrollo.
Parece que
los últimos huracanes en Florida le han dado razón a los críticos del
calentamiento global defendido por Trump. Quizás, anticipándose a la
catástrofe unos días antes en el “festejo” anual de los industriales
argentinos, el presidente Mauricio Macri exaltó como único camino
posible para el desarrollo de nuestra economía el libre cambio y la
apertura completa del sector externo. No mencionó la razón por la cual
con la aplicación de ese tipo de políticas, basadas en el endeudamiento
proveniente del exterior y la dependencia de los mercados mundiales, se
llegó en el pasado a profundas crisis, como las más recientes de 1981 y
2001, en muchos sentidos similares por sus características a las que se
produjeron a fines del siglo XIX, ya que todas ellas tuvieron por causa
ese endeudamiento. Quizás lo pensó como un recurso contra el
calentamiento global. Pero la congelación de la mayor parte de los
sueldos y jubilaciones de los habitantes del país no es una señal de
inteligencia en este sentido. Tanto ese calentamiento como la creación
voluntaria de icebergs polares (poblaciones incluidas) causan iguales
desgracias a la naturaleza y a las sociedades. El huracán de la
globalización es para la sociedad tan feroz como los naturales. Pero el
discurso del presidente no terminó allí, tuvo como colofón una dura
crítica a algunas de las mas conocidas ideas de Aldo Ferrer, profesor de
muchas generaciones de economistas entre los que me incluyo, como la de
“vivir con lo nuestro”, dado que la misma supone -según Macri- que el
mundo es una amenaza y nos conduce a encerrarnos en nosotros mismos, a
aislarnos, todo lo contrario de lo que necesitamos para poder
recuperarnos y no perder el tren de la globalización en curso, ahora
transformada en un peligroso huracán económico.
Sin duda el
presidente desconoce en parte o en su totalidad el pensamiento de
Ferrer, quien estudió históricamente el proceso de globalización en
extensos y documentados libros. De su análisis se deducen tres
principios que recorren toda su obra. En primer lugar advierte que ese
proceso de globalización no es reciente, tiene mas de cinco siglos, y el
propio desarrollo latinoamericano, que constituye su preocupación
esencial, debe comprenderse dentro de la dinámica y líneas de fuerza del
mismo. En segundo término, señala que cada país tiene recursos
naturales y humanos propios; culturas, estructuras e instituciones
diferentes, que conforman sus identidades nacionales, cuyo grado de
conciencia y vigor determina el tipo de inserción, más o menos exitosa,
en la economía y en la política mundiales. Por último, y no menos
importante, concluye que el principal dilema que deben resolver los
países de nuestro subcontinente reside en saber si el empuje para que
esto sea posible vendrá precariamente, como en el pasado, por la vía
corta y estrecha de la valorización de los recursos naturales, es decir
de una primarización de sus economías, que los sumió en el subdesarrollo
y los hizo totalmente dependientes de los mercados mundiales, creando
desigualdades inaceptables en nuestra población y destruyendo los
últimos fragmentos de economía de bienestar que aún disponíamos. Ferrer se
pregunta si esos países podrían acceder, aplicando políticas diferentes,
a procesos de desarrollo tecnológico que los acerquen o pongan a la par
de las economías líderes del mundo. Cierto es que algunos iniciaron un
incierto proceso de industrialización por sustitución de importaciones
pero en respuesta a ello se produjo a través de movimientos de capital
una financiarización de sus economías que los llevó a padecer graves
crisis, recibiendo de lleno, además, el impacto de las que azotan al
mundo. Lo
fundamental del aporte de Ferrer va más allá de un análisis histórico de
la conformación de un mercado mundial o de lo que hoy se llama
globalización: consiste en tratar de explicar, entre otras cosas, las
causas por las cuales algunas civilizaciones, países y territorios que
alguna vez tuvieron niveles de ingreso y de vida parecidos a los de las
regiones avanzadas del mundo, cada uno con sus propias peculiaridades,
se fueron retrasando paulatinamente, en parte por razones propias y en
parte inducidas por el control y las ambiciones de aquellas. Los motivos
son evidentes. Las locomotoras de las economías dominantes como la
británica, la estadounidense y la alemana, permitieron desarrollar una
formidable revolución industrial, a través de sus mercados internos
(luego externos) que incluían bien o mal a la mayoría de sus
poblaciones. Ahora, sin embargo, en esas mismas potencias los vagones
que llevaban detrás se han ido reduciendo. Los trenes de la
globalización son ocupados por una parte pequeña de la población del
mundo. Se han roto las cadenas de la producción y del empleo y la
valorización financiera exige con preferencia jugadores de ruleta aunque
más sofisticados que en el pasado.
Como el
huracán Irma se acentúan nuevos desequilibrios profundos en la economía
central del sistema. Colin Crouch, de la Academia Británica, cree por un
lado que no existe verdaderamente libre comercio en el mundo, porque
una parte sustancial de él (el 80%) esta compuesto por transferencias
entre las mismas multinacionales. Señala, además, que en ese primer
mundo que algunos elogian, las políticas actuales “nos han llevado a una
trampa. Podemos asegurar nuestro bienestar colectivo sólo si permitimos
a un número muy pequeño de individuos convertirse en extremadamente
ricos y políticamente poderosos. La esencia de esta trampa es lo que
está ocurriendo con los ex llamados Estado de Bienestar como Alemania.
Los gobiernos hacen profundos recortes en los servicios sociales, en los
programas de salud y educación, las jubilaciones y la ayuda a los
pobres y desempleados para calmar las inquietudes de los mercados
financieros: los operadores de esos mercados son los mismos que se
beneficiaron del rescate bancario (sus operaciones han quedado
garantizadas por el gasto del Estado que creó la deuda pública). Un número
reciente del Le Monde Diplomatique francés calificó como una descenso al
infierno el otrora llamado milagro alemán, que nunca tuvo tan poca
demanda de empleos y que, para colmo, a fin de solucionar el problema
puso en funcionamiento mecanismos burocráticos que lo único que
consiguen son ocupaciones absurdas o del más bajo nivel posible para
aquellos que los demandan cualquiera sea su calificación (aunque la
mayor edad influye). Son los principios del ordoliberalismo alemán, que
es la forma en que Alemania adoptó el “laisser-faire” a través de
medidas como éstas, que aun siguiendo el juego del mercado igual
considera que la libre concurrencia no se desarrolla espontáneamente. El
Estado debe organizarla y hacer respetar sus reglas edificando un marco
juridico, técnico, social, moral y cultural adaptado al mismo. Pero no
de la manera del viejo Estado de Bienestar sino aceptando la existencia
de desempleados o trabajadores pobres a quien se les ofrece trabajos
denigrantes físicos y humanos. Como en la Argentina, el peso del aparato
judicial y político en relación a los trabajadores y futuros
desempleados forma parte de una primera etapa de este proceso. El
incremento de las desigualdades sociales es su consecuencia inmediata
antes del desamparo total de gran parte de la población.
Thomas
Piketty aboga a su vez, en un libro reciente, que se necesita otro tipo
de globalización y que el triunfo de Trump se explica por las
desigualdades y pobreza que se han multiplicado en las últimas décadas
en los Estados Unidos, señalando que con sus políticas discriminatorias y
de un proteccionismo burdo van a incrementar allí los niveles de
desigualdad. Pero también crítica los gigantescos tratados de libre
intercambio que habían propuesto y siguen tratando de concretar los
neoliberales. A través de ellos los países grandes quieren todo a cambio
de no ofrecer nada en sus mercados obturados por el proteccionismo,
salvo la protección de sus propias inversiones, reemplazando con sus
sistemas judiciales los de los países deudores, como nos ha ocurrido a
nosotros con los fondos buitres. En cambio,
conceptos como el de “vivir con lo nuestro” es interpretado por muchos
equivocadamente. Significa saber cómo insertarse mejor en los mercados
mundiales a partir de las propias condiciones nacionales, manteniendo y
protegiendo el mercado interno para no perder calidad de vida y poder
transformarlo con el tiempo, como hicieron otros países hoy
desarrollados, en una base de sustentación de sus economías. Según
Ferrer, la Argentina puede ser una gran exportadora de productos
primarios pero eso apenas beneficia directamente a menos de la mitad de
la población, mientras que el país es siempre dependiente, como una hoja
al viento, de los vaivenes de la economía internacional. Por el
contrario, es preciso asegurar el comando propio de la conducción
económica, establecer las etapas del propio proceso de desarrollo y
defender en cada momento los intereses nacionales a través de su mercado
interno, y de su propia capacidad productiva lo que le permitirá
agregar valor a sus exportaciones tradicionales y crear nuevos polos
tecnológicamente competitivos de desarrollo hacia afuera. A lo que debe
agregarse, como señala Daniel Heymann, que la generación del ingreso que
se produce a través del crecimiento económico puede no ser la más
aceptable si no tiene en cuenta la cuestión distributiva. Esos son las
principios básicos para poder proyectarse exitosamente en un mundo cada
vez más complejo y difícil y no sufrir las consecuencias de una
presencia irresponsable en el mismo como le ocurrió a la Argentina en el
pasado reciente cuando se endeudó fuera de su capacidad de pago, siguió
ciegamente los consejos de organismos internacionales y abrió sus
compuertas con amplitud sin tener asegurado su frente interno. “Vivir
con lo nuestro” no significa encerrarse en si mismo, sino hacer los que
hicieron aquellos que llegaron a la cima en distintos momentos
históricos. Partieron de su defensa de lo propio y se transformaron en
protagonistas de la economía mundial aunque ahora se hallen en
dificultades.
John Maynard
Keynes afirmaba algo parecido en plena crisis mundial,en un artículo de
1933 sobre la autosuficiencia nacional: “Como la mayoría de los
ingleses, he sido educado en el respeto del libre cambio” pero,
reconocía luego, “mis esperanzas, mis preocupaciones y mis temores han
cambiado”, en forma similar a lo que le ocurría a la mayor parte de su
generación en el mundo entero. Ya no estaba “persuadido que los
beneficios económicos de la división internacional del trabajo sean
comparables a lo que fueron”, aunque un nivel elevado de especialización
internacional continuaba siendo necesario en un mundo racional. Sin
embargo, para una gama cada vez más extendida de productos industriales,
e incluso agrícolas, Keynes no creía que las pérdidas económicas
debidas a la autosuficiencia “sean superiores a las ventajas” que pueden
obtenerse en el marco de una misma organización económica y financiera
nacional. Y enfatizaba: “Produzcamos en nuestro país cada vez que sea
razonable y prácticamente posible, y sobre todo, hagamos lo necesario
para que las finanzas sean nacionales”
La
interacción entre los Estados y los mercados es para ambos, tanto para
Ferrer como para Keynes, un eje determinante en el proceso de
globalización, que aún en los períodos de mayor liberalización comercial
y económica estuvo marcada por la acción permanente de esos Estados
tanto al interior de cada país como en las relaciones económicas
internacionales. Del mismo modo juega la interacción entre el mercado
internacional y el interno mientras que la Argentina se insertó en el
mundo sobre la base casi exclusiva de sus presuntamente inagotables
recursos naturales.
En Estados
Unidos se creó, en cambio, hace más de 100 años la Comisión
Internacional de Comercio (USA International Trade Comission) que es la
que se encarga de proteger el valor de los bienes que se exportan e
importan y pese al discurso oficial librecambista, en la práctica emplea
numerosos métodos proteccionistas. Alfred A. Eckes Jr., nombrado como
uno de sus miembros por ocho años, hizo un enjundioso libro sobre la
historia del comercio exterior norteamericano desde la independencia a
nuestros días y no tiene pelos en la lengua para describir sus acciones.
Por eso reconoce que durante todo el período de ascenso de la potencia
norteamericana hasta la gran depresión y en muchos productos como los
agrícolas aun después, ese comercio fue abiertamente proteccionista y
esto es lo que le permitió superar ya a principios del siglo pasado a
Gran Bretaña, con productos tecnológicamente superiores o nuevas
materias primas que superaban a las viejas. Nunca trataron de olvidar su
mercado interno ni dejaron de dirigir su propia economía.
Hoy Donald
Trump, con las formas de un boxeador de barricada, plantea algo parecido
pero no igual porque al mismo tiempo destruye las últimas instituciones
de bienestar creadas bajo el gobierno de Roosevelt, luego disueltas en
gran medida y rescatadas en una pequeña parte por Obama. En un mundo
competitivo, feroz, cada vez más conducido por las finanzas
especulativas que se aprovechan de la debilidad estructural de la
periferia subdesarrollada y atentan contra la población de sus mismos
países, los planteos de Ferrer no son “aislacionistas”, en un globo que
constituye la única superficie que tenemos para asentar nuestros pies.
Consisten en darnos la posibilidad de que el mismo no se reduzca para
nosotros en una islita perdida del mapa, como la de Robinson Crusoe, a
la espera de un barco salvador que nos alcance los productos necesarios
para sobrevivir.
* Profesor emérito de la Universidad de Buenos Aires.
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