Rosas

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martes, 28 de agosto de 2018

Pavón y sus consecuencias

Por José María Rosa

Chocan cerca de la estancia de Palacios, junto al arroyo Pavón en la provincia de Santa Fe, los ejércitos de Urquiza y Mitre. A Urquiza, a pesar de Caseros, lo rodea el pueblo entero; Mitre representa la oligarquía porteña. Aquél es un militar de experiencia, éste ha sido derrotado hasta por los indios en Sierra Chica. El resultado no parece dudoso, y todos suponen que pasará como en Cepeda, en octubre de 1859, cuando el ejército federal derrotó a los libertadores.  Parece que va a ser así. La caballería de Mitre se desbanda. Ceden su izquierda y su derecha ante las cargas federales. Apenas si el centro mantiene una débil resistencia que no puede prolongarse, y Mitre como Aramburu en Curuzú Cuatiá, emprende la fuga. Hasta que le llega un parte famoso: “¡No dispare, general, que ha ganado!”. Y Mitre vuelve a recoger los laureles de su primera –y única– victoria militar. 
¿Que ha pasado? Inexplicablemente Urquiza no ha querido coronar la victoria. Lentamente, al tranco de sus caballos para que nadie dude que la retirada es voluntaria, ha hecho retroceder a los invictos jinetes entrerrianos. Inútilmente los generales Virasoro y López Jordán, en partes que fechan “en el campo de la victoria” le demuestran el triunfo obtenido. Creen en una equivocación de Urquiza. ¡Si nunca ha habido triunfo más completo! Pero Urquiza sigue su retirada, se embarca en Rosario para Diamante, y ya no volverá de Entre Ríos.
¿Qué pasó en Pavón? Es un misterio no aclarado todavía. Se dice que intervino la masonería fallando el pleito en contra del pueblo, sin que Urquiza pagara las costas (las pagó el país), que un misterioso norteamericano de apellido Yatemon fue y vino entre uno y otro campamento la noche antes de la batalla concertando un arreglo, que Urquiza desconfiaba del presidente Santiago Derqui, que estaba cansado y prefirió arreglarse con Mitre, dejando a salvo su persona, su fortuna y su gobierno en Entre Ríos. Todo puede conjeturarse. Menos que lo que dirá en su parte de batalla: que abandonó la lucha “enfermo y disgustado al extremo por el encarnizado combate”. ¡Urquiza con desmayos de niña clorótica!

La masacre del pueblo
Derqui ingenuamente intentará la resistencia. El grueso del ejército federal está intacto y lo pone a las órdenes de Juan Saa, mientras espera el regreso de Urquiza. Lo cree enfermo y le escribe deseándole “un pronto restablecimiento para que vuelva cuanto antes o ponerse al frente de las tropas”. Pero Urquiza no vuelve, no quiere volver. A cuarenta días de la batalla, el 27 de octubre, el inocente Derqui todavía escribe al sensitivo guerrero interesándose por su salud y rogándole que “tome el mando”.   La trompetería oligárquica anuncia la gran victoria, aunque Mitre no puede mover a los suyos de la estancia de Palacios porque no tiene caballada. Sarmiento, desde Buenos Aires, le escribe el 20 de septiembre: “No trate de economizar sangre de gauchos. Este es un abono que es preciso hacer útil al país. La sangre es lo único que tienen de seres humanos” (Archivo Mitre, tomo IX, pág. 363). Para Urquiza quiere medidas radicales “o Southampton o la horca”. En Southampton pasaba su ancianidad, pobre pero jamás amargado, Juan Manuel de Rosas.
Ni uno ni otro. Urquiza no será un prófugo. Quedará en Entre Ríos y no perderá ni el gobierno de esa provincia ni una sola de sus muchas vacas. Derqui, Pedenera, Saa, el Chacho Peñaloza, Virasoro, Juan Pablo López esperan que vuelva Urquiza de Entre Ríos y en una sola carga desbarate las atemorizadas tropas mitristas. Por toda la República, de Rosario al Norte, vibra el grito ¡Viva Urquiza! en desafío a los oligarcas: todos llevan al pecho la roja divisa federal con el dístico “Defendemos la ley federal jurada. Son traidores quienes la combaten”. Urquiza tiene trece provincias consigo y un partido que es todo, o casi todo, en la República. Se lo espera con impaciencia. Derqui suponiendo que es el obstáculo para el regreso del general, opta por eliminarse de la escena y en un buque inglés se va silenciosamente a Montevideo, renunciando la presidencia. Lo reemplaza Pedernera, que tiene toda la confianza de Urquiza. Pero Urquiza no viene.
Entonces las divisiones mitristas a las órdenes de Sandes, Iseas Irrazabal Flores, Paunero, Arredondo (todos jefes extranjeros) entran implacables en el interior o cumplir el consejo de Sarmiento. Hombre encontrado con la divisa federal es degollado; si no lo llevan es mandado a un cantón de fronteras a pelear con los indios. No importa que tenga hijos y mujer. Es gaucho, y debe ser eliminado del mapa político. Todo el país debe “civilizarse”.
Venancio Flores, antiguo presidente uruguayo, a las órdenes de los porteños, sorprende en Cañada de Gómez el 22 de noviembre al grueso del ejército federal que sigue esperando órdenes de Urquiza. Ahí están sin saber a quién obedecer, ni qué hacer. Flores pasa tranquilamente a degüello a la mayoría e incorpora a los otros a sus filas. Nuestras guerras civiles no se habían distinguido por su lenidad precisamente, pero ahora se colma la medida. Hasta Gelly y Obes, ministro de Guerra de Mitre, se estremece con la hecatombe: “El suceso de la Cañada de Gómez –informa– es uno de los hechos de armas que aterrorizan al vencedor... Este suceso es la segunda edición de Villamayor, corregida y aumentada”. (En Villamayor, Mitre había hecho fusilar al coronel Gerónimo Costa y sus compañeros por el solo delito de ser federales).
Esa limpieza de criollo que hace el ejército de la Libertad entre 1861 y 1862 es la página más negra de nuestra historia, no por desconocida menos real. Debe ponerse el país “a un mismo color” eliminando a los federales. Como los incorporados por Flores desertan en la primera ocasión, en adelante no habrá más incorporaciones: degüellos, nada más que degüellos. No los hace Mitre, que no se ensucia las manos con esas cosas; tampoco Paunero ni Arredondo. Serán Flores, Sandes, Irrazabal, todos extranjeros. Y los ejecutores materiales tampoco son criollos: se buscan mafiosos traídos de Sicilia: “En la matanza de la Cañada de Gómez –escribe José María Roxas y Patrón a Juan Manuel de Rosas-, los italianos hicieron despertar en lo otra vida a muchos que, cansados de los trabajos del día, dormían profundamente“ (A. Saldías: La evolución republicana, pág. 406).
Así avanza la ola criminal, estableciendo “El reinado de la libertad“, como dice La Nación Argentina, el diario de Mitre.
Sarmiento sigue con sus aplausos: “Los gauchos son bípedos implumes de tan infame condición, que nada se gana con tratarlos mejor”, dice el apóstol de la civilización. Los pobres criollos que caen en manos de los libertadores, sólo pueden exclamar ¡Viva Urquiza! al sentir el filo de la cuchilla. Algunos consiguen disparar al monte a hacer una vida de animales bravíos.
Seguirá la matanza en Córdoba, San Luis, Mendoza, San Juan, La Rioja, mientras se oiga el ¡Viva Urquiza! en alguna pulpería o se vea la roja cinta de la infamia. Que viva Urquiza mientras mueren los federales. Y Urquiza vive tranquilo en su palacio San José de Entre Ríos, porque ha concertado con Mitre que se le deje su fortuna y su gobierno a condición de abandonar a los federales. Dentro de poco hará votar por Mitre en las elecciones de presidente.
“Pavón no es solo una “victoria militar –escribe Mitre o su ministro de Guerra– es sobre todo el triunfo de la civilización sobre los elementos de la barbarie”.

El Chacho Peñaloza
Fue entonces que se alzó la noble figura del general Ángel Vicente Peñaloza, llamado el “Chacho” por todos. Era brigadier de la Nación y jefe del III ejército nacional acantonado en Cuyo. Al ver que los libertadores proceden de esa manera, escribe a uno de ellos, el general Antonino Taboada, el 8 de febrero de 1862: “¿Por qué hacen una guerra a muerte entre hermanos con hermanos?”, contraria a la hidalguía de la raza. No hay objeto porque Urquiza ya no vuelve más y los federales han aceptado su derrota. Pero de allí a exterminarlos, va mucho “¿No es de temer que las generaciones futuras nos imitaran tan pernicioso ejemplo?”.
La carta es tomada como una provocación, y Peñaloza queda despojado de su rango militar y declarado indigno de vestir el uniforme. Las tropelías siguen: degüellos, saqueos, raptos, violaciones. En Guaja, Sandes ordena quemar la casa del Chacho, después de saquearla.  Peñaloza se revuelve como un jaguar herido. No tiene tropas de línea, ni armas, ni jefes, pero su grito de guerra resuena por todos los contrafuertes andinos, y van a reunírseles cientos, miles, de paisanos que llegan con su caballo de monta y otro de tiro, agenciado quién sabe cómo. Con media tijera de esquilar fabrican una lanza acoplándola a una caña Tacuara. Y el “Chacho” empieza sus victoriosas marchas y contramarchas de La Rioja a Catamarca, de Mendoza a San Luis. La montonera crece y se hace imbatible. Poco pueden contra ella los ejércitos de línea formados por milicos enganchados o condenados a servir las armas: las cargas de los jinetes llanistas desbaratan a los ejércitos de la libertad.  Le ofrecen la paz, y el Chacho la acepta porque es un ingenuo. Cree en la sinceridad y buena fe de los libertadores. El no pelea para imponerse a nadie, sino para defender a los suyos. En La Banderita el 30 de mayo se firma el compromiso: no se perseguirá más a los criollos, y Peñaloza desarmará su montonera. José Hernández, el autor de Martín Fierro, cuenta la entrega de los prisioneros tomados por el Chacho: “Ustedes dirán si los he tratado bien –pregunta éste– ¡Viva el general Peñaloza! fue la respuesta. Después el riojano pregunto: ‘¿Y bien? ¿Dónde está la gente que ustedes me apresaron? ¿Por qué no responden? ¡Qué! ¿Será verdad lo que se ha dicho? ¿Será verdad que los han matado a todos?’ Los jefes de Mitre se mantenían en silencio, humillados. Los prisioneros habían sido fusilados sin piedad, como se persigue y se mata a las fieras de los bosques; sus mujeres habían sido arrebatadas por los vencedores”. (Vida del Chacho, pág. 176).

La ley marcial
Todo es mentira en los libertadores. No habrá paz. Al Chacho lo han engañado valiéndose de su buena fe de caballero y de criollo. Apenas se licencia el ejército federal, que Sarmiento -ahora gobernador de San Juan y director de la guerra– incita a Mitre a no cumplir el compromiso: “Sandes está saltando por llegar a La Rioja y darle una buena tunda al Chacho. ¿Qué regla seguir en esta emergencia? Si va, déjelo ir. Si mata gente, cállese la boca”.   Recomienza la persecución de la gente. “Quiero hacer en La Rioja una guerra de policía –escribe Mitre a Sarmiento–. Declarando ladrones a los montoneros sin hacerles el honor de considerarlos partidarios políticos ni elevar sus depredaciones al rango de reacciones, lo que hay que hacer es muy sencillo.” (Domingo F. Sarmiento, Obras Completas, XIX, pág. 292). No dice lo que es sencillo, porque hay cosas que Mitre no escribe y debe ser entendido a medias palabras. Pero Sarmiento, que tiene otra pasta, reúne a los jefes militares, les lee instrucciones de Mitre y acota: “Está establecido en este documento la guerra a muerte. Es permitido quitarles la vida donde se los encuentre”.
Con todo hay en Mitre y Sarmiento un homenaje al derecho. Mitre debe dictar una cátedra para decir que debe aplicarse a la gente del Chacho la guerra de policía, Sarmiento debe aclararla que es “a muerte”, que Sandes y los suyos no tengan escrúpulos. Un siglo más tarde, la ley marcial se aplicará en la Argentina –sin retorcerla, ni interpretarla, ni valerse de subterfugio alguno– a todo prisionero vencido, aún a quienes se entregan voluntariamente, aún a los tomados antes de iniciarse las operaciones. Pero no estoy escribiendo sobre años tan estúpidamente crueles, de retroceso moral tan manifiesto, sino sobre cosas ocurridos hace un siglo cuando Sarmiento y Mitre –algo distintos a sus sucesores de 1956– debían explicar con razonamientos especiosos, pero razonamientos al fin, por qué aplicaban la ley marcial a los adversarios.
Tiempos que Chacho con su generosidad criolla temía que llegaran si los libertadores de 1861-62 encontraban quiénes los tomaran como modelo. “¿No es de temer que las generaciones futuras nos imitarán tan pernicioso ejemplo?”. ¿Imitarán?

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