Por Miguel Angel Scenna
El hecho de ser el Presidente de la República el conductor y
cabeza visible del Ejecutivo, lo expone en permanente escaparate frente a la
atención pública. De allí que frecuentemente sea blanco del afecto o desdén de
los ciudadanos, según simpaticen o no con su persona. Y una de las maneras más
corrientes entre nosotros de expresar adhesión o repulsa, es colgar un mote al
apellido legal. También se dan casos en que el sobrenombre laminar, de
entrecasa, del Presidente, trascienda al círculo íntimo y se generalice en el
ámbito nacional. Recordemos algunos
casos. Mitre fue llamado permanentemente Don Bartolo desde sus tiempos de
coronel, con gran disgusto de su parte, que prefería el legítimo Bartolomé. En
cuanto a Sarmiento, sabemos que fue El Loco por antonomasia, o Don Yo, y que
nunca se resignó del todo a tales apodos. Avellaneda fue llamado Chingolo
porque su baja estatura y altos tacones lo obligaban a caminar a pasos cortos,
casi a saltitos como un pájaro.
Julio Argentino Roca fue Indiscutiblemente el
Zorro como reconocimiento unánime a su Insuperada astucia, y él recogió el
apodo con evidente placer. Juárez Celman, aborrecido por los porteños, fue para
ellos El Burrito Cordobés. Carlos Pellegrini, con su apellido y hermosa estampa
da Vercingetorix criollo, fue para amigos y enemigos El Gringo y por su parte
nunca renegó del nombre que la dio el pueblo. Menos suerte tuvo Luis Sáenz
Peña, El Pavo para la oposición, por su opaca personalidad, carente de decisión
y energía. En cambio su Hijo fue Roque I por el fastuoso tren protocolar que
impuso en la Casa Rosada A Victorino de la Plata lo llamaron El Coya por su
innegable sangre India, no desmentida por una larga estadía de veinte años en
Londres (dicen que hablaba Inglés con tonada salteña).
Todos sabemos que a Yrigoyen lo llamaron El Peludo por su
escasa propensión a mostrarse en público o exhibir dotes oratorias. Y tal vez
haciendo juego de palabras, Alvear fue El Pelado, apodo que no necesita
explicación mirando un retrato de don Marcelo. Posteriormente a su caída y
hasta su muerte, Yrigoyen pasó a ser El Viejo, Al general Uriburu se lo conocía
en los cuarteles como von Pepe por su devota admiración por el ejército alemán
del Káiser; tras la revolución del 30. Los radicales lo llamaron de dos
maneras; para unos era Ocho y Veinte por la dirección de las guías de su espeso
bigote. Otros, jugando con su apellido, lo llamaron Arreburro.
Años después, con la revolución del 43 y la emergencia al
plano presidencial del general Ramírez, hizo que todo el país se enterara del
apodo que sus compañeros de armas le endosaran desde sus tiempos de Colegio
Militar; Palito, por la menuda y esquelética figura del mandatario. Para todo
el mundo y sin disidencias, Farrell fue El Mono, y también en este caso basta
ver una fotografía para explicárselo todo. En cuanto a Perón, en su segunda
Presidencia vio resurgir un viejo sobrenombre de sus años juveniles, y como
Pocho se lo conoció en el país entero.
Aramburu fue El Vasco, no sólo por el apellido sino por su rostro francamente
euskera. Y Frondizi no pudo ser sino El Flaco por su magra silueta. Respecto a
lllia, la blanca cabellera, los hombros caídos y modales pausados impusieron el
apodo de El Viejo, sobrenombre que también aplicaron ahora los peronistas para
referirse a su líder. Y terminemos esta rápida secuencia recordando el
sobrenombre de Lanusse, Impuesto por sus camaradas de armas en gracia a que no
se tiñe los cabellos: Cano.
"EL GENERAL". — Síntoma preciso del ascendiente
alcanzado por un Presidente, aún fuera del poder, es el reemplazo de su nombre
y apellido por título o grado erigido en paradigma. Así. Desde principios de
siglo hasta 1934, cuando se hablaba del Doctor, no hacía falta aclarar que se hacía
referencia a Yrigoyen, puesto que en un mundo pululante de doctores, no había
más "Doctor" que el jefe radical. Algo similar ocurre con los
militares, y si tenemos en cuenta que desde Urquiza a Lanusse se han sucedido
36 Presidentes, 16 de los cuales fueron hombres de armas, no es extraño que siempre
haya habido un General —y uno solo— para la expectativa pública.
Desde 1860 a 1906 El General por antonomasia fue Bartolomé
Mitre. A su fallecimiento, el titulo fue heredado por Julio A. Roca, que lo
retuvo hasta su muerte. Al desaparecer el conquistador del Desierto en pleno
auge de los gobiernos civiles y la profesionalización del Ejército, nadie
recogió por el momento el galardón extraoficial, y ya no hubo un General en
boca del pueblo, sino todos los generales del escalafón, que cumplían sus
funciones en el anonimato.
Las cosas variaron a partir de 1930. Pero ni Uriburu ni
Justo alcanzaron a trascender con su grado más allá del circulo de adictos. Lo
mismo ocurriría con Ramírez y Farrell, que tampoco lograron llegar al plano
popular. La costumbre se reencendió con Perón y nuevamente hablar de El General
significó referirse a un preciso y determinado personaje. Todavía hoy lo
conserva entre la masa de sus adictos. Posteriormente, ni Lonardi. ni Ongania,
ni Levingston —el primero y al último por su breve paso por el poder, el
segundo por su escasa popularidad— ganaron mérito» suficiente» para lograr el título.
Solamente Aramburu fue el General para buena parte de los argentinos. Resta
Lanusse, que aun siendo teniente general, no es aún El General. Quien retome el
tema en el futuro podrá aclarar el enigma y decir si lo consigue, así como si
ese futuro nos depara todavía más Generales. ♦
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