Rosas

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domingo, 31 de marzo de 2019

Los APODOS de los Presidentes (1862-1943)


Por Miguel Angel Scenna
El hecho de ser el Presidente de la República el conductor y cabeza visible del Ejecutivo, lo expone en permanente escaparate frente a la atención pública. De allí que frecuentemente sea blanco del afecto o desdén de los ciudadanos, según simpaticen o no con su persona. Y una de las maneras más corrientes entre nosotros de expresar adhesión o repulsa, es colgar un mote al apellido legal. También se dan casos en que el sobrenombre laminar, de entrecasa, del Presidente, trascienda al círculo íntimo y se generalice en el ámbito nacional.  Recordemos algunos casos. Mitre fue llamado permanentemente Don Bartolo desde sus tiempos de coronel, con gran disgusto de su parte, que prefería el legítimo Bartolomé. En cuanto a Sarmiento, sabemos que fue El Loco por antonomasia, o Don Yo, y que nunca se resignó del todo a tales apodos. Avellaneda fue llamado Chingolo porque su baja estatura y altos tacones lo obligaban a caminar a pasos cortos, casi a saltitos como un pájaro. 
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Julio Argentino Roca fue Indiscutiblemente el Zorro como reconocimiento unánime a su Insuperada astucia, y él recogió el apodo con evidente placer. Juárez Celman, aborrecido por los porteños, fue para ellos El Burrito Cordobés. Carlos Pellegrini, con su apellido y hermosa estampa da Vercingetorix criollo, fue para amigos y enemigos El Gringo y por su parte nunca renegó del nombre que la dio el pueblo. Menos suerte tuvo Luis Sáenz Peña, El Pavo para la oposición, por su opaca personalidad, carente de decisión y energía. En cambio su Hijo fue Roque I por el fastuoso tren protocolar que impuso en la Casa Rosada A Victorino de la Plata lo llamaron El Coya por su innegable sangre India, no desmentida por una larga estadía de veinte años en Londres (dicen que hablaba Inglés con tonada salteña).
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Todos sabemos que a Yrigoyen lo llamaron El Peludo por su escasa propensión a mostrarse en público o exhibir dotes oratorias. Y tal vez haciendo juego de palabras, Alvear fue El Pelado, apodo que no necesita explicación mirando un retrato de don Marcelo. Posteriormente a su caída y hasta su muerte, Yrigoyen pasó a ser El Viejo, Al general Uriburu se lo conocía en los cuarteles como von Pepe por su devota admiración por el ejército alemán del Káiser; tras la revolución del 30. Los radicales lo llamaron de dos maneras; para unos era Ocho y Veinte por la dirección de las guías de su espeso bigote. Otros, jugando con su apellido, lo llamaron Arreburro.
 Años después, con la revolución del 43 y la emergencia al plano presidencial del general Ramírez, hizo que todo el país se enterara del apodo que sus compañeros de armas le endosaran desde sus tiempos de Colegio Militar; Palito, por la menuda y esquelética figura del mandatario. Para todo el mundo y sin disidencias, Farrell fue El Mono, y también en este caso basta ver una fotografía para explicárselo todo. En cuanto a Perón, en su segunda Presidencia vio resurgir un viejo sobrenombre de sus años juveniles, y como Pocho se lo conoció en el país entero.  Aramburu fue El Vasco, no sólo por el apellido sino por su rostro francamente euskera. Y Frondizi no pudo ser sino El Flaco por su magra silueta. Respecto a lllia, la blanca cabellera, los hombros caídos y modales pausados impusieron el apodo de El Viejo, sobrenombre que también aplicaron ahora los peronistas para referirse a su líder. Y terminemos esta rápida secuencia recordando el sobrenombre de Lanusse, Impuesto por sus camaradas de armas en gracia a que no se tiñe los cabellos: Cano.
 "EL GENERAL". — Síntoma preciso del ascendiente alcanzado por un Presidente, aún fuera del poder, es el reemplazo de su nombre y apellido por título o grado erigido en paradigma. Así. Desde principios de siglo hasta 1934, cuando se hablaba del Doctor, no hacía falta aclarar que se hacía referencia a Yrigoyen, puesto que en un mundo pululante de doctores, no había más "Doctor" que el jefe radical. Algo similar ocurre con los militares, y si tenemos en cuenta que desde Urquiza a Lanusse se han sucedido 36 Presidentes, 16 de los cuales fueron hombres de armas, no es extraño que siempre haya habido un General —y uno solo— para la expectativa pública.
 Desde 1860 a 1906 El General por antonomasia fue Bartolomé Mitre. A su fallecimiento, el titulo fue heredado por Julio A. Roca, que lo retuvo hasta su muerte. Al desaparecer el conquistador del Desierto en pleno auge de los gobiernos civiles y la profesionalización del Ejército, nadie recogió por el momento el galardón extraoficial, y ya no hubo un General en boca del pueblo, sino todos los generales del escalafón, que cumplían sus funciones en el anonimato.
 Las cosas variaron a partir de 1930. Pero ni Uriburu ni Justo alcanzaron a trascender con su grado más allá del circulo de adictos. Lo mismo ocurriría con Ramírez y Farrell, que tampoco lograron llegar al plano popular. La costumbre se reencendió con Perón y nuevamente hablar de El General significó referirse a un preciso y determinado personaje. Todavía hoy lo conserva entre la masa de sus adictos. Posteriormente, ni Lonardi. ni Ongania, ni Levingston —el primero y al último por su breve paso por el poder, el segundo por su escasa popularidad— ganaron mérito» suficiente» para lograr el título. Solamente Aramburu fue el General para buena parte de los argentinos. Resta Lanusse, que aun siendo teniente general, no es aún El General. Quien retome el tema en el futuro podrá aclarar el enigma y decir si lo consigue, así como si ese futuro nos depara todavía más Generales.

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