Muchos detractores de Federico Pinedo, jefe del bloque de Senadores del PRO, sacaron a relucir recientemente la línea genealógica del político. No sólo la que conduce directamente a su madre, sino también la que lleva a su bisabuelo y abuelo, dos conservadores también llamados Federico Pinedo. El primero fue intendente de Buenos Aires en 1893 y ministro de Justicia e Instrucción Pública en 1906. El segundo, un extraño socialista pro británico, fue ministro de Economía en 1933, 1940 y 1962 bajo tres presidentes de triste recuerdo: Agustín P. Justo, Ramón Castillo y José María Guido. El general Justo y el conservador Castillo son figuras centrales de la llamada “década infame” (1930-1943), una etapa de fraudes electorales, corrupción política y orientaciones económicas del Reino Unido, que se benefició con las exportaciones de carne argentina, la concesión de todo el transporte público y la creación de un Banco Central diseñado en Londres.
Quince días después, la goleta de guerra Sarandí, a las órdenes del teniente coronel de marina José María Pinedo, de 38 años, parte hacia las islas con Mestivier, su joven esposa y 25 soldados del Regimiento Patricios al mando del teniente primero José Gomila. Pinedo, hijo y hermano de militares, ha ingresado a la marina en marzo de 1816, a la edad de 20 años, mientras el país luchaba por su independencia. Durante la guerra con Brasil, la goleta Sarandí ha sido una de las naves más heroicas bajo el mando del almirante Guillermo Brown. Las instrucciones que lleva Pinedo, firmadas por el ministro de Guerra y Marina, Juan Ramón Balcarce, son claras: “El comandante de la goleta Sarandí guardará la mayor circunspección con los buques de guerra extranjeros, no los insultará jamás; mas en el caso de ser atropellado violentamente [...] deberá defenderse de cualquier superioridad de que fuere atacado con el mayor valor, nunca se rendirá a fuerzas superiores sin cubrirse de gloria en su gallarda resistencia […y] no podrá retirarse de las islas Malvinas mientras no le fuera orden competente para efectuarlo”.
Dos meses más tarde, los acontecimientos demostrarán que Pinedo no estaba a la altura de las instrucciones.
La expedición arriba a Puerto Soledad el 7 de octubre. Pinedo sale a recorrer en su goleta las costas de las islas y regresa el 30 de diciembre, con la idea de festejar el nuevo año en tierra. El oficial se encuentra con un desastre: un ex esclavo negro que revistaba en el Regimiento Patricios, Manuel Sáenz Valiente, y seis soldados se han amotinado y asesinado al sargento mayor Mestivier, mientras Gertrudis Sánchez daba a luz. Los insubordinados también mataron a un comerciante y a su mujer, robaron caballos y huyeron al campo. El ayudante mayor Gomila no sólo no intervino sino que obligó a la viuda de Mestivier a convivir con él. Con ayuda de los peones malvineros y la tripulación de un barco francés, Pinedo encarcela a los insurrectos. Los mortificados colonos de la isla celebran el Año Nuevo quizá con la esperanza de un futuro de paz y prosperidad. Pero el drama recién comienza. El 2 de enero de 1833 llega la fragata de guerra inglesa Clio, al mando del capitán John James Onslow, de apenas 23 años de edad e hijo de un almirante de la Corona. El marino le comunica a Pinedo que tiene orden de ocupar el archipiélago en nombre de Gran Bretaña y le da plazo hasta el día siguiente para arriar la bandera argentina y retirarse. Pinedo, quien seguramente era un lobo de mar muy prudente, considera que no tiene ninguna posibilidad de enfrentarse a la Clio. Al mañana siguiente ordena a sus hombres que embarquen y ofrece trasladar a Buenos Aires a los pobladores que quieran abandonar Puerto Soledad. La mayoría comienza a preparar su equipaje. Antes de abandonar ese territorio que le resulta tan hostil, el cauto hombre de armas redacta un documento que nombra “comandante político y militar” de las Islas Malvinas al capataz “Juan Simón”. Se trata de Jean Simon, que, además de francés, es analfabeto. A las nueve de la mañana del 3 de enero de 1833, mientras el decidido Onslow ordena izar la bandera británica en medio de redoble de tambores, el prudente Pinedo observa la ceremonia desde la Sarandí. Antes de mediodía, un oficial inglés llega a la goleta con la enseña azul y blanca doblada, y un mensaje que expresa que las fuerzas de ocupación habían encontrado “esa bandera extranjera en territorio de Su Majestad”. A las cuatro de la tarde del día siguiente, el teniente coronel de la marina de guerra argentina ordena levar anclas y poner rumbo a Buenos Aires a toda velocidad. En Puerto Soledad quedan apenas 26 personas: 21 hombres, tres mujeres y dos niños. A eso se reduce la población de lo que poco tiempo antes era un laborioso establecimiento ganadero. El capitán Onslow parte en la fragata Clio el 14 de enero, luego de encomendar la custodia del pabellón inglés a William Dickson, un irlandés encargado del almacén de víveres del poblado. La misión de Dickson es enarbolar la bandera los días domingo y cuando se presenten naves extranjeras, incluidas las argentinas.
INDULGENCIA MILITAR
Cuando la Sarandí llega a Buenos Aires y Pinedo informa al gobierno, las autoridades ordenan una investigación y se forma un tribunal militar. Al concluir el proceso, la sentencia se cumple el 8 de febrero de 1833. El negro Sáenz Valiente, asesino de Mestivier, es fusilado en la Plaza de Marte (actual Plaza San Martín, en Retiro) después de amputársele la mano derecha. Sus seis cómplices también terminan acribillados contra el paredón. Los siete cadáveres son colgados durante cuatro horas. Otros dos soldados, que habían profanado el cadáver de Mestivier, fueron condenados a recibir cien y doscientos palos tras los muros del cuartel. El tribunal militar es mucho más benigno con el teniente primero José Gomila, a quien le correspondía el mando de la tropa y tenía atribuciones de vicegobernador de las Malvinas. Lo condena a dos años con media paga en algún fortín de la provincia de Buenos Aires “a su elección”.
El teniente coronel José María Pinedo declara que sus oficiales y toda la tripulación, “exceptuando uno, eran ingleses”, que sus instrucciones “le prohibían hacer fuego a ningún buque de guerra extranjero” y que él era quien “tenía que romper el fuego con una nación en paz y amistad con la República Argentina”. El tribunal que lo juzga es indulgente. Lo condena a una suspensión de cuatro meses sin goce de sueldo, le prohíbe estar al mando de buques y lo destina al Ejército de tierra. Pero en 1834, ante la falta de oficiales, es reincorporado a la Marina y destinado a tareas de vigilancia en el Río de la Plata. Y en la Armada termina su carrera tranquilamente a pesar de sus reiteradas conductas poco honorables. Siempre logra “zafar” gracias al prestigio de su valeroso hermano Agustín, quien en 1833 encabezó la llamada Revolución de los Restauradores y en 1835 había sido designado ministro de Guerra por Juan Manuel de Rosas. Pinedo fallece tranquilamente en Buenos Aires en 1885, a los 90 años. A lo largo del tiempo, los cronistas oficiales irán arreglando de a poco los detalles de su “gesta” y justificarán su cobarde inacción en las Islas Malvinas. En 1890, la Marina de Guerra compra en los astilleros británicos de Yarrow una torpedera de 39 metros de eslora y la bautiza con su nombre. Y en 1938 también rebautiza como Pinedo a un viejo barreminas adquirido en Alemania.
Su hermano Agustín no tiene tanta suerte. El 3 de febrero de 1852 muere de insolación durante la batalla de Caseros.
La Armada de la República Argentina y la Academia Nacional de Historia son exquisitamente benévolas con los “héroes” de linaje patricio. Y con más razón cuando sus descendientes terminan emparentados por vía matrimonial –como es el caso de los Pinedo– con apellidos como Zuberbühler, Rodríguez Larreta, Álzaga Unzué, Del Pont, Zemborain, Miguens Basavilbaso, Blaquier, Lanusse.



Vivían
en el mundo de la Razón, de las ideas: y como el país se resistía a
caber en ellas, ellos prefirieron seguir afirmando su mundo mental, que
fue llamado el de la Civilización, antes que dejarse bañar por la
geografía física y espiritual de la patria, designada con el nombre de
Barbarie. Mientras todo el país, formado en la tradicional escuela
política y española de los cabildos que consolidaban el ámbito de la
libertad y autonomía provincial, de acuerdo con ello exigía a través de
los caudillos el régimen de la federación: ellos, de acuerdo con sus
lecturas y sus ideas, exigían la centralización en un gobierno unitario,
avasallador de la vida de los municipios y provincias. En momentos en que los indios alcanzaban con
sus malones regiones situadas a no más de veinte kilómetros de la
capital, ellos traían el alumbrado a gas y el empedrado; y reunían
diputados impecablemente vestidos de frac y de levita para redactar
constituciones que luego los jefes provinciales iban a desconocer
sistemáticamente. Cuando la Confederación Argentina, conducida por
la mano dura de su encargado de Relaciones Exteriores, enfrentó a
Francia y a Inglaterra que querían imponer la supremacía de su comercio,
ellos prefirieron el destierro en Montevideo financiado por el dinero
de las potencias agresoras, en vez de la muerte tras luchar en la Vuelta
de Obligado, como murieron el veinte de noviembre de 1845,
doscientos cincuenta argentinos cuya valor señaló, en aquel entonces, la
prensa de todo el mundo. Frente a un pueblo que con las primeras
palabras castellanas había aprendido la señal de la cruz y el
padrenuestro, ellos levantaron una política de reforma religiosa,
decidida en las reuniones ocultas de las logias, de modo que <.se
pueblo pudo reunirse para combatirlos alrededor de una bandera montonera
que llevaba inscripto el lema "Religión o Muerte", escogido por
Facundo. José Hernández asistió a la lucha enconada de los dos sectores.
Tenía algo que ver con uno de los bandos por su afición a la lectura,
su origen porteño, los primeros años de instrucción escolar pasados en
la ciudad, su exigencia de una Constitución Nacional que por lo menos durante un tiempo creyó salvadora. Pero
su amor al gaucho y las bajas clases urbanas, una parte de la tradición
familiar, los diez años que vivió dedicado a las tareas del campo y
totalmente apartado de la instrucción libresca por prescripción médica
y, sobre todo, el cariño entrañable hacia la tierra y el espíritu, lo
llevaron a una militancia fervorosa en el partido federal, dentro del
cual luchó sin tregua con las armas o las letras durante todo el
transcurso de su vida aventurera. Su pensamiento político,
como el de San Martín, el de Artigas, el de la última época de Alberdi y
más cercanamente el de Leopoldo Lugones, ha sido dejado de lado. Todos,
y entre ellos Hernández, pertenecen políticamente al sector de los
derrotados oficíales. Carlos Alberto Leuman en la "Idea general de
la vida de José Hernández", que introduce su excelente edición crítica
del Martín Fierro, señala un acontecimiento que, entre tantos, puede ser
tomado como signo. Hernández acababa de publicar "La vuelta de Martín
Fierro" y decidió enviar algunos ejemplares de su poema a ciertas
figuras de trascendencia política, incluso enemigos como Sarmiento y
Mitre. El general porteño recibió un ejemplar con una dedicatoria de su
autor que decía así: "Hace veinticinco años que formo en las filas de
sus adversarios políticos — pocos argentinos pueden decir lo mismo". Y
tras considerar los versos de nuestro poema nacional, Mitre contesta el
envío con una carta crítica donde declara no tomar en cuenta palabras
"que no tienen certificado en la república platónica de las letras".