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miércoles, 30 de noviembre de 2022

El Plan Maitland

Por el Prof. Jbismarck

Ese plan, fue considerado por el gobierno del primer ministro William Pitt el Joven, pero su gobierno cayó en 1801 y el Plan Maitland pasó al olvido. Pitt volvió al gobierno en 1804 pero las idas y vueltas políticas hicieron que el plan dejara de ser una prioridad de la política exterior británica, aunque no por mucho tiempo.  En 1808, Inglaterra y España eran “aliadas” ante Napoleón, quien había nombrado a su hermano, José Bonaparte, como “Rey de España e Indias”. San Martín combatía como parte de las fuerzas españolas de la resistencia a Napoleón establecidas en Cádiz, fuerzas que eran españolas pero antimonárquicas. Había varios oficiales escoceses en el ejército británico que peleaba codo a codo junto con el español, y en ese ámbito San Martín se había hecho amigo de James Duff, (Lord Mac Duff), IV conde de Fife, con quien generó una relación de gran confianza. En 1811, San Martín habría conocido los pormenores de aquel plan (el Plan Maitland) a través de Duff. (segun Rodolfo Terragno).  Después de apropiarse de la península ibérica, Napoleón veía con buenos ojos tomar las colonias españolas en América. Tanto británicos como españoles estaban de acuerdo en que había que evitar ese movimiento. En el ejército español había españoles nacidos en América, como San Martín, y se decidió enviarlos a América para que formaran ejércitos. Muchas reuniones entre militares hispanoamericanos, varias de ellas en el ámbito de logias masónicas que compartían, fueron tejiendo la trama de lo que sería la emancipación americana. Antes de viajar hacia el Río de la Plata, San Martín pasó cuatro meses en Londres;  Siendo aliada de España ante Napoleón, Gran Bretaña ya no podía atacar las colonias españolas en América en forma directa. Pero seguía interesada en echarles mano, por supuesto. Entonces comenzó a ayudar a los revolucionarios hispanoamericanos facilitándoles acceso a su información estratégica, inteligencia, espías y datos provenientes de sus agentes en las colonias. Su interés era ganar mercados, influencia política y contactos económicos que derivaran en negocios duraderos para la Corona. En otras palabras, otra forma de dominar la región. España y Gran Bretaña se habían disputado posesiones más allá del mar durante toda su historia y había muchas formas de hacerlo, no sólo a gravés de conflictos armados.
Thomas Maitland, prestigioso militar escocés, nacido en las cercanías de Edimburgo en 1759, había ccombatido en campañas militares en India, Haití, Jamaica, Ceylán, las islas Jónicas, etc; tenía un curriculum más que respetable y era escuchado y consultado. En 1799, Maitland recibe de Sir John Hippisley (miembro del Parlamento a quien conocía de las campañas en India) el encargo de diseñar un plan para la conquista de las colonias españolas en América. Hippisley era un hombre de grandes influencias y proporcionó a Maitland amplia información para desarrollar el plan, con numerosos informes provenientes de sus contactos en América, fundamentalmente de los jesuitas y de los agentes británicos, que estaban (tanto unos como otros) por todos lados. Maitland escribe entonces un texto inicial del plan y lo entrega al secretario de guerra Henry Dundas (luego Vizconde de Melville). A estas alturas, mucho antes de lo que terminó siendo el Plan Maitland, se pensó inicialmente en un ataque directo sobre el Río de la Plata para capturar Buenos Aires y Montevideo. Pero tanto Dundas como Maitland no estaban del todo convencidos. Estaban de acuerdo en la importancia de “asegurar nuevos mercados”, pero querían adoptar una visión abarcadora de la cuestión y considerar un plan para tomar “toda Hispanoamérica”.  Entonces Maitland confeccionó un plan definitivo que ya no tomaba como objetivo primordial “asestar un golpe” sino acabar con el imperio español en América. Dundas creía que para lograr eso había que dominar el Río de la Plata y Caracas. Para Maitland, en cambio, la clave del poder español en América estaba en la costa occidental: en Lima y en Quito. Maitland no creía que un ataque (aún siendo exitoso) a Caracas y Buenos Aires lograra quebrar el dominio español. Para él lo fundamental era llegar a Perú y Quito. “Es menester observar que la razón por la cual los españoles han asignado importancia a sus posesiones orientales (Buenos Aires, Montevideo, Caracas) es que ellas sirven como defensa para proteger sus posesiones occidentales, más valiosas sin duda.” La costa del Caribe y las pampas no tenían oro ni plata; en cambio, en los territorios en los que Francisco Pizarro había sometido a los incas sí había ese tipo de riquezas, y en cantidad.  En base a esas premisas se diseñó entonces el plan definitivo, que seguiría estos pasos:
Primero, controlar Buenos Aires. El plan contemplaba una operación con más de cinco mil efectivos de infantería y caballería, y una artillería acorde. Esto nunca logró hacerse exitosamente, ya que las dos invasiones inglesas (1806 y 1807) fueron rechazadas. Pero claro, con la estrategia apropiada todo se logra… y resultó que todos los demás puntos del plan se lograron por completo, y sin que los británicos se ensuciaran (demasiado) las manos.
Segundo, ubicar un ejército en Mendoza. “Enviar un cuerpo a tomar posiciones al pie de la falda oriental de los Andes, para cuyo propósito la ciudad de Mendoza es la más indicada.”
Tercero, coordinar las acciones con un ejército del otro lado de la cordillera. Necesitarían para eso unos tres mil quinientos soldados, que llegarían por vía marítima, la mitad en barcos desde el Cabo de Buena Esperanza y la mitad desde la India, vía Australia. Había opciones para tomar por asalto Valparaíso y Santiago y planes para utilizar indios locales para reforzar sus fuerzas.
Cuarto, cruzar los Andes. Contemplaba “alguna dificultad, pero con tropas nuestras a ambos lados de la cordillera la ruta es viable; incluso ha sido utilizada frecuentemente para importar negros a Chile”.
Quinto, controlar Chile. Destituir al gobierno realista y formar allí una base de operaciones “desde la cual dirigir nuestros objetivos y esfuerzos hacia las provincias más ricas” de las colonias españolas. Para esta tarea se unificarían las fuerzas terrestres que habían cruzado los Andes con las fuerzas que llegarían por mar, como se había planeado.
Sexto, embarcarse hacia Perú. Desde aquí, “Perú quedaría ciertamente expuesto a ser capturado”. Se intentaría evitar toda violencia innecesaria: “tomar el puerto del Callao y luego Lima podría resultar exitoso”, pero se agrega, con prudencia estratégica, que “este triunfo, que podría darnos gran riqueza, nos exigirá que seamos capaces de mantenernos y permanecer allí en paz, ya que de otro modo terminaría provocando la aversión y hostilidad de los habitantes a cualquier conexión o relación futura con Gran Bretaña”. Para evitar eso, llegaba el último paso del plan:
Séptimo, “el fin de nuestra empresa debería ser, indudablemente, la emancipación de Perú y Quito”.
Es indisimulable la coincidencia entre el Plan Maitland, diseñado en 1800, y la campaña del general San Martín muchos años después. San Martín no tuvo que tomar Buenos Aires (primer paso del plan); llegó desde Londres en 1812 y aunque la independencia aún no había sido proclamada, la ciudad cabeza del virreynato estaba liberada de hecho de España. Cuando San Martín llegó al Río de la Plata, España era algo así como “una propiedad” de Francia, y el rey español estaba preso en Francia. Los criollos estaban gobernándose solos y los virreyes, monárquicos, pretendían ejercer el poder. San Martín fue enviado al Ejército del Norte, pero regresó aduciendo problemas de salud y luego se trasladó a Mendoza. Allí se unió a O’Higgins y cruzó los Andes. San Martín llegó a un buen acuerdo con Nacunán, cacique de los pehuenches, que permitió a San Martín cruzar por sus tierras en el valle de Uco, camino a Chile. Una vez en Chile, luego de Chacabuco, Cancha Rayada y Maipú, O’Higgins pasó a gobernar Chile, mientras San Martín sostenía que a partir de entonces “deberíamos dirigir todos nuestros esfuerzos contra los realistas del Perú”. Compró barcos ingleses, reclutó marinos británicos, que estuvieron al mando de todas las naves con el almirante Thomas Cochrane a la cabeza, y se embarcó hacia Perú, que planeaba conquistar con “un triunfo pacífico, fruto de la irresistible necesidad”. Finalmente, en julio de 1821, proclamó la independencia del Perú. Faltaba Quito; para ello, San Martín envió al general Francisco Salazar como embajador ante el gobierno de Guayaquil con las instrucciones de trabajar por la incorporación de Guayaquil al Perú, y envió tropas de apoyo a Bolívar, que había sitiado a los realistas en Quito.
El Plan Maitland se había cumplido. Gran Bretaña pretendía una América loteada, no unida (salvo en lo refrente a independencia de España), en la que ningún país fuera bioceánico; así, ninguno tendría gran poder de negociación ante el Imperio Británico, por entonces dueño y señor de los mares. Buenos clientes, buenos mercados, buenas condiciones comerciales para extender sus negocios y sus intereses políticos.Dundas, Secretario de Guerra inglés, recibió el plan de Maitland y se dispuso a discutirlo con el autor. En general estaba de acuerdo pero no quiso limitarse a un "beneficio parcial"; pretendía una "visión general" considerando tomar "toda Hispanoamérica". Maitland elaboró entonces el plan definitivo, que ya no se limitaba a "asestar un golpe", sino a "acabar con todo el poderío colonial de España en América"
Dundas creía que para lograrlo, había que tomar Buenos Aires y complementarlo con un ataque a Caracas, pero Maitland no estaba de acuerdo con esa estrategia: pensaba que el poder español en América estaba en la costa occidental, y consideraba que controlando Buenos Aires, bastaría asegurarse el control de Perú para terminar con las colonias españolas en América. La otra diferencia con Dundas era que, previamente a controlar Perú, debía hacerse base en Chile con un ejército que traspusiera la cordillera de los Andes; un aguegado significativo respecto a los planes precedentes.
Texto del plan definitivo
Estimado señor:
Hace un tiempo tuve el honor de someter a su consideración el borrador de un plan para atacar los asentamientos españoles en el Río de la Plata.
Mi objeto era procurar a Inglaterra un beneficio grande, aunque en cierto modo limitado, abriendo un nuevo y extenso mercado para nuestras manufacturas. Ignorando cuán sensible era el asunto, o si la toma de esos asentamientos coloniales españoles podría satisfacer al Gobierno de Su Majestad, me limité a planear la mera obtención de un beneficio temporario, aunque considerable, y decliné entrar en la consideración de un proceso más amplio, que tuviera como objetivo la emancipación de esas inmensas y valiosas posesiones y la apertura de una fuente de permanente e incalculable beneficio para nosotros, resultado de inducir a los habitantes de los nuevos países a abrir sus puertos y recibir nuestras manufacturas, de Gran Bretaña y de la India.

Desde entonces, sin embargo, he tenido el honor de conversar con usted, y le he encontrado inclinado, antes que a obtener un beneficio parcial, a adoptar una visión general del asunto. En consecuencia he volcado mi atención a Sudamérica en su conjunto, a fin de considerar cómo se puede hacer impacto en todas las colonias españolas sin emplear una parte muy considerable de nuestras fuerzas disponibles ni trastornar de ninguna manera cualquier otro objetivo del corriente año.

Dada la inmensa extensión de las posesiones españolas, y las diferencias de situación y clima, así como la conocida debilidad del gobierno español, es difícil mencionar una parte de esas posesiones que no sea extremadamente vulnerable a •una empresa militar de cualquier tipo, pero debe observarse que esas mismas causas contribuirán grandemente a obstaculizar el éxito de un plan destinado a tener efecto sobre el conjunto de las posesiones.

Se requiere, por lo tanto, una cuidadosa consideración antes de decidirse por un plan que, además de procurarnos inmediata posesión de alguno de esos países, también tenga un poderoso efecto sobre los otros y los induzca a compartir nuestros objetivos.
Es igualmente difícil, desde tan lejos, concertar un plan tal que le permita a una fuerza que actúe en la costa occidental [sobre el Océano Pacífico], cooperar y comunicarse con otra fuerza que debe actuar en el este, de modo de operar unificadamente, en frecuente y efectivo contacto con los Ministros de su Majestad.
Me parece perfectamente claro que, cualquiera sea la extensión que le demos a nuestras operaciones hacia el este del Cabo de Hornos, esas operaciones no pueden sino tener un efecto lento, y de ninguna manera seguro, sobre las posesiones españolas en Sudamérica.
Una expedición a Caracas desde las Antillas, y una fuerza enviada a Buenos Aires, podrían realmente proveer a la emancipación de los colonos españoles en las posesiones orientales, pero el efecto de tal emancipación, aunque considerable, no podría jamás ser tenido por seguro en las más ricas posesiones de España en la costa del Pacífico, y es menester observar que la razón por la cual los españoles han asignado importancia a sus posesiones orientales es que ellas sirven como defensa para proteger sus más valiosas posesiones occidentales.
Es razonable imaginar que, si bien nosotros, desde nuestro superior conocimiento y habilidad, podemos sentirnos capaces de llevar a cabo una operación en el oeste de Sud América, la ignorancia y el prejuicio de los españoles los inducirá a suponer que semejante esfuerzo es impracticable. Confiando en la supuesta fuerza de su situación local, y no obstante el recelo que nuestras operaciones en el este puedan provocar, ellos se sentirán aun capaces de mantenerse firmes en las más ricas posesiones al oeste.
Por lo tanto, yo concibo que, con vistas a un impacto sobre el conjunto de las posesiones españolas en Sud América, nada sustancial puede lograrse sin atacar por ambos lados, aproximadamente al mismo tiempo, con un plan y una coordinación tales que nos permitan reducirlos, por la fuerza si fuera necesario, en todas sus inmensas posesiones sobre el Océano Pacífico. (Tachado: Y es con este propósito que ahora tengo el honor de someter a usted el siguiente detalle de un plan que, sin ser muy optimista ofrece a mi juicio una clara posibilidad, al mismo tiempo que me parece único modo practicable de alcanzar tamaño objetivo nacional)
En el Este, como ya lo indicara en mi anterior escrito, yo humildemente he concebido un ataque sobre Buenos Aires que, para darle una alta probabilidad de éxito, se realizaría cn 4.000 efectivos de infantería, 1.500 de caballería desmontada y una proporción de artillería.
Esta expedición deberá partir en mayo, para llegar a la boca del Río de la Plata hacia fines de julio, con lo cual tendría tres meses para actuar, antes de que comiencen las fuertes lluvias. Una vez capturadas Buenos Aires y Montevideo, su objetivo debería ser enviar un cuerpo a tomar posición al pié de la falda oriental de los Andes, para cuyo propósito la ciudad de Mendoza es indudablemente el lugar más indicado.
La formación de la expedición naval que debe llegar por el Pacífico es un asunto de mayor dificultad y, a mi entender, sólo puede practicarse del siguiente modo; Yo propondría que la fuerza fuera la siguiente:
Infantería 3.000; Caballería desmontada 400 con una proporción de artillería Esa fuerza debería ser reunida y empleada en la siguiente manera.
1.500 infantes, o dos regimientos, deben dirigirse de Inglaterra al Cabo de la Buena Esperanza en barcos destinados en última instancia a Sud América. La infantería a bordo debe desembarcar en el Cabo y ser reemplazada por igual número de efectivos, destinados al objetivo final, que han de ser enviados inmediatamente a Bottany Bay, donde se efectuará el rendezvous de toda la expedición.
Los otros mil quinientos infantes serán provistos por la India, desde donde se dirigirán, apenas estén listos, directamente a Bottany Bay. Allí debe ensamblarse todo e impartirse las últimas órdenes.
El objetivo de esta fuerza, en mi opinión, debe ser indudablemente Chile, y mi razón para creer esto es que, en primer lugar, Chile está a barlovento del rico asentamiento de Perú en México [sic]. Tomando Chile, cortaremos las provisiones de grano, que son absolutamente esenciales para la existencia de las otras provincias. Y estableciendo una comunicación con una fuerza que actúe en el este, le daremos solidez y estabilidad al conjunto de nuestra operación.
Si el plan fuera exitoso en toda su extensión, el Perú quedaría inmediatamente expuesto a ser ciertamente capturado y, alimentando a nuestra fuerza en Buenos Aires, últimamente podríamos extender nuestra operación hasta desmantelar todo el sistema colonial, aun por la fuerza si resultare necesario.
En cuanto a la fuerza del este, su poderío debe naturalmente asegurarnos contra el fracaso. En cuanto a la fuerza del oeste, puede ser apropiado hacer una o dos observaciones.
Si resultara que los españoles tienen la fuerza suficiente para hacer que un inmediato ataque sobre Valparaíso o Santiago resulte desventajoso en el primer momento, nuestra fuerza debe dirigirse al río Bío-Bío y obtener refuerzos mediante un trato con los indios, que son muchos y se hallan constantemente en hostilidad con los españoles. Así los describe el muy inteligente, aunque desafortunado navegante Juan Francisco de La Pérouse: "Es impropio dar a esa gente el nombre de súbditos del Rey de España, con quien ellos están casi siempre en guerra. La función del Comandante español es, en consecuencia, de gran importancia. El está al mando de las tropas regulares y de la milicia, lo cual le da gran autoridad sobre todos los ciudadanos. Además, tiene a su cargo exclusivo el gobierno del país y está obligado a pelear y negociar incesantemente".
Si acaso algún accidente impidiera que la fuerza occidental tuviera éxito en primera instancia y en la medida deseable, entonces parece haber poca duda de que adoptando este modo alternativo de operar se podría últimamente alcanzar el mismo fin.
En suma, así como no me cabe la menor duda sobre la posibilidad de llevar a cabo el plan expuesto, tampoco dudo de su éxito inmediato y de su resultado final, que dejará completamente abierto todo el comercio con las colonias españolas, proveyéndonos un beneficioso medio de disponer de nuestras manufacturas, lo cual impediría cualquier recesión comercial al restablecerse la paz con España, que nosotros naturalmente debemos buscar, pero que requiere adoptar algunas medidas para asegurar la libertad de comercio con las colonias españolas. Si nosotros aseguramos eso, estaremos en una situación de esplendor comercial y naval infinitamente más grande que la que tenemos actualmente.
Hay una serie de consideraciones vinculadas a este asunto que necesitan alguna explicación, sobre todo aquellas que conciernen a la recompensa.
En todos los planes que yo he visto, los emolumentos de los individuos parecían ser la parte más importante a considerar. Para mí es realmente lo último en lo que hay que pensar, y no vacilo en decir que el servicio es de una naturaleza diferente a la de cualquier otro que se haya intentado hasta ahora, de modo que las reglas necesarias para su éxito deben ser propias de esta operación. Nadie puede querer impedir que los hombres que se embarcan para una expedición tan remota reciban todo tipo de beneficios, acordes a su situación, siempre que tales beneficios no operen contra el objeto mismo que el gobierno ha tenido en cuenta al formar la expedición.
Se me ha ocurrido, por lo tanto que, así como por un lado, yo otorgaría como premio todo tipo de propiedad pública, por otro lado prohibiría que se considerase a ese efecto propiedad privada alguna.
El cruce de los Andes desde Mendoza hacia las partes bajas de Chile es una operación de cierta dificultad que toma cinco o seis días. Aun en verano, el frío es intenso, pero con tropas a ambos lados, cuesta suponer que nuestros soldados no pudieran seguir una ruta que ha sido adoptada desde hace tiempo como el canal más apropiado para importar negros a Chile.
Expondré ahora, con la mayor brevedad posible mi visión sobre este muy importante asunto, avanzando sobre lo ya dicho. Cuanto más lo pienso, más me convenzo de que, a fin de lograr nuestro objetivo, es indispensable prestar atención ambas posiciones (sobre el Pacífico y sobre el Atlántico). Primero, no se puede hacer un impacto sobre el conjunto si no se ataca por ambos lados. Segundo, un ataque sobre ambos lados sin conexión o relación entre ambos, aun cuando sean exitosos, no nos conduciría a nuestro gran objetivo, que es abrir el comercio de toda Sudamérica.
El destino de las fuerzas es una decisión que ofrece alguna dificultad.
La perspectiva de un beneficio inmediato, e inmensa riqueza, naturalmente inclinará a los participantes de esta operación a dirigir sus miradas, de inmediato, a las ricas provincias de Perú y Quito. Pero confieso que no puedo evitar este sentimiento: semejante intento, por más que pudiera obtener un rápido éxito, de ninguna manera conduciría, al final, a la emancipación de esas provincias, ni a asegurarnos a nosotros los beneficios del comercio permanente con esos países.
Un golpe de mano en el puerto del Callao y la ciudad de Lima podría resultar probablemente exitoso, y los captores podrían obtener mucha riqueza, pero ese triunfo, a menos que fuéramos capaces de mantenernos en el Perú, terminaría provocando la aversión de los habitantes a cualquier conexión futura, de cualquier tipo, con Gran Bretaña.
Por la información que yo he podido examinar, el clima en Perú y Quito no sólo es, como en todos los países tropicales, altamente desfavorable a la constitución de los europeos, sino que tiene, además, sus propios males locales.
Cualquiera sea la fuerza que nosotros podamos poner en tierra, por un lado el clima tórrido debilitaría nuestra facultad para actuar, y por otro lado, las enfermedades del país disminuirían diariamente nuestro número.
La posesión de una inmensa riqueza terminaría, a mi juicio, introduciendo la codicia entre las tropas y la situación de aislamiento en la cual ellos se encontrarían, sin ninguna información ni comunicación con su país nativo, indudablemente provocaría una disposición general al retorno, tan pronto como la avaricia hubiera sido suficientemente saciada.
De semejante plan de operaciones, confieso ya mismo que no veo cómo podría derivarse un probable beneficio, que fuera honorable para nosotros como pueblo, o nos resultare permanentemente beneficioso.
Con vistas entonces, a un efecto general y permanente al este del Cabo de Hornos, parece indispensable ocupar en primera instancia alguna posición que no sólo preserve la salud de nuestras tropas, sino que abra una vía de comunicación con nuestras tropas al este del Cabo de Hornos (en el Río de la Plata), permitiéndonos finalmente atacar las provincias tropicales con mayor grado de seguridad sobre el éxito y estabilidad del logro.
Considero que el único modo eficaz de llevar a adelante nuestros planes seria emplear nuestras fuerzas en primera instancia contra Chile, y mi punto de vista sobre el plan bajo el cual debería operarse es como sigue:
Quizás sea necesario manifestar que mi opinión ha sido fuertemente influida por el relato hecho, sobre esta mismo asunto, por un Monsier Nonerón, ingeniero jefe de Monsier De La Pérouse. Siendo ingeniero francés de alto rango y dada la naturaleza de los servicios que estaba prestando debemos dar cierto crédito a su juicio y discernimiento.
Este ingeniero, por un lado, no especifica el número de hombres que debe desembarcar un enemigo, pero como por otro lado dice cual es la fuerza que puede ser opuesta a tal enemigo, estamos en condiciones de formarnos un prudente juicio del cual sería el resultado de una operación militar, limitada a los esfuerzos de su propia fuerza, sin tener en cuenta la situación política del país.
Este hombre parece opinar que, por un lado, cualquier esfuerzo militar que descansare sólo en su propia fuerza fracasaría inevitablemente; y que cualquier otro que se hiciera en concertación con los indios inevitablemente tendría éxito; lo que con la independencia de sus juicios, me parece tan perfectamente fundado en los principios de una sabia política y sentido común que no tengo dudas en decir que me parece la única línea que podemos prudentemente adoptar. La medida del éxito era al final la aniquilación del poder español.
Sin embargo, para poder hacer esto con eficacia. será necesario primero un perfecto entendimiento con los indios, mucho antes de que nuestra fuerza militar aparezca en la costa de Chile, lo cual puede ser logrado mediante una comuniación que debemos establecer con ellos desde Buenos Aires.
Para cumplir este objetivo, debe ser uno de los asuntos de mayor atención para el oficial que se envíe a Buenos Aires. Los indios sudamericanos, según se afirma universalmente, poseen muchas cualidades de los indios norteamericanos, particularmente la de la inviolabilidad del secreto.
Nuestros planes pueden, por lo tanto, ser tranquilamente explicados a ellos, quienes están completamente preparados para actuar, tan pronto como nuestra fuerza arribe a la boca del Bío-Bío, el río que separa el territorio español del indígena.
El establecimiento de esta comunicación no puede ser asunto de gran dificultad y como nosotros, de hecho, no podemos tener ningún objetivo que no esté perfectamente de acuerdo con sus sentimientos, no puede caber duda sobre nuestro éxito.
La fuerza que partirá de Botany Bay deberá dirigirse directamente a la bahía de Concepción y, en coordinación con los indios, destituir al actual gobierno de Chile, al mismo tiempo que ocuparse de abrir una rápida comunicación con las fuerzas de Buenos Aires.
Logrado este último propósito, el conjunto de nuestras posiciones obtendría de inmediato un grado de estabilidad y solidez mayor que cualquier posesión de los españoles en sus otros asentamientos, tanto en el este como en el oeste: una comunicación directa se abriría inmediatamente con Inglaterra para recibir instrucciones y enviar tropas, que ya no sería necesario transportar en barcos a través del Cabo de Hornos.
Chile se convertiría en un punto desde el cual podríamos dirigir nuestros esfuerzos contra las provincias más ricas. Una vez que hubiésemos adquirido la sólida posesión de la primera, la naturaleza y forma de nuestras expediciones contra las otras serían muy diferentes. Sin ir más lejos, entonces, con la adquisición de Buenos Aires y Chile habríamos logrado nuestro propósito en gran medida y, dada la coherencia de nuestros planes, estar en posesión de esos dos puntos haría, sin duda, que el efecto de tales expediciones fuera naturalmente sólido, permanente y beneficioso.
El fin de nuestra empresa sería indudablemente la emancipación de Perú y México [Quito], lo cual sólo se podrá lograr mediante la inmediata posesión de Chile .

(*) Terragno Rodolfo. "Maitland & San Martin". pps. 83 a 98. Edit. Sudamericana 2012. El Plan Maitland fue descubierto por Terragno en 1981 en archivos ingleses, luego de permanecer oculto hasta entonces. La traducción del original pertenece a R.Terragno

Rincón de López

 Por el Prof. Jbismarck

Agustina Teresa López de Osornio, hija de Clemente López de Osornio, sargento mayor de milicias, comandante de fronteras y rico hacendado en el pago de la Magdalena (provincia de Buenos Aires), dueño de la estancia “El Rincón de López”, heredada luego por su hija y donde se criaron Juan Manuel de Rosas y sus nueve hermanos vivos (los otros diez murieron).  “El Rincón de López” ha trascendido por ser una de las primeras estancias de frontera sobre el río Salado. Clemente López de Osornio fue capitán del Cuerpo de Blandengues, creado en 1752 para el cuidado de la frontera. De esta manera, adquirió tierras dentro de los campos reales que la Junta Gubernativa de Hacienda facilitaba a todo aquel que quisiera explotarlas para el abastecimiento de la ciudad de Buenos Aires. Su vida transcurrió entre su casa de la calle Santa Lucía, las guardias de la frontera y sus campos, “La Vigilancia” y “Las Víboras”, también en el pago de la Magdalena. Pronto, obtuvo autorización para fundar una nueva estancia-fuerte denominada “La del Medio” y posteriormente otra, el “Rincón del Salado”, que habría de completar así una inmensa faja de tierras en la frontera sur. Dicha faja comprendió tierras ubicadas desde el pago de la Magdalena hasta las márgenes del río Salado, alcanzando unas noventa leguas cuadradas. El trabajo en el campo prosperaba y, en 1765, Clemente López, junto con Juan Noario Fernández y Juan Blanco, solicitaron y obtuvieron del Cabildo la concesión exclusiva para proveer el abastecimiento de carnes a la ciudad de Buenos Aires. También criaba mulas, que eran enviadas a Tucumán a cambio de carretas y, con esas carretas, se transportaban a sus campos de la Magdalena las vituallas necesarias para sostener a la población allí existente. Solía llevar una manada de yeguas y dos mulas cargueras con sendos fardos de azúcar y yerba para los indios amigos. Con el paso del tiempo, logró que se le concediera la posesión de las tierras colindantes a las suyas hasta llegar al “Rincón del Salado”; de esta manera, la reducción jesuíta Nuestra Señora en el Misterio de su Concepción de los pampas quedó bajo su custodia, y se estableció que, si sus descendientes defendían esas tierras hasta cumplir los cuarenta años de posesión, pasarían a ser de su propiedad. Ese fue uno de los motivos por el cual se estableció de manera definitiva y la estancia pasó a ser conocida como “El Rincón de López”.   Esta estancia fue heredada por la hija mayor de Clemente López, Agustina, casada con León Ortiz de Rozas, quienes obtuvieron la propiedad en 1811. Allí, hicieron construir una casa de forma rectangular, con paredes anchas de barro, entre 45 cm y 60 cm, que solo permitían sostener una azotea (que fue agregada en 1900) para otear el horizonte, y tres escalones circundantes. Tenía un techo de tejas a cuatro aguas, sustentado por columnas que formaba una alta y ancha galería, rodeada de un monte de talas. Allí transcurrió gran parte de la infancia y juventud de los hermanos Ortiz de Rozas.  La estancia “El Rincón de López” se convirtió, para Juan Manuel de Rosas, en su cuna de formación de estanciero. Aprendizaje que volcará, posteriormente, en la escritura de sus “Instrucciones para la administración de estancias”, donde evidencia el profundo conocimiento que había adquirido sobre las tareas rurales. Allí, dedica un capítulo entero a la administración del campo, otro a las poblaciones y el personal, y los demás al cuidado de las especies caballar, vacuna, lanar y demás. La buena observancia de estas reglas permitiría una marcha segura y exitosa de los negocios.  
El ambiente familiar de Juan Manuel estuvo signado, según la visión de su sobrino Lucio V. Mansilla, por la presencia materna. Agustina López de Osornio, mujer de carácter altivo y autoritario, mandó a su hijo a aprender las primeras letras (leer, escribir y contar) a la escuela particular de Francisco Xavier de Argerich, una de las mejores de la época, pero no al colegio para formarse en alguna de las profesiones liberales de entonces. Luego, lo colocó en una tienda para que aprendiera el oficio, pero no duró mucho tiempo, lo cual generó un enfrentamiento con su madre, de quien seguramente había heredado su carácter. Castigado por la desobediencia, decidió escapar de su casa paterna a la de sus primos Anchorena, aunque luego le fue reconocida su vocación por el trabajo de campo. Para Carlos Ibarguren, Rosas fue un autodidacta “que no tuvo apego a las teorías.; la vida tal cual era, en su fuerza elemental y áspera, fue su gran maestra”. Mansilla nos cuenta que: “Siendo sus padres pudientes, y hacendados por añadidura, en cuanto eso implica en el Río de la Plata tener estancia [...] era candidato natural para reemplazar a sus padres en el gobierno administrativo de las propiedades rurales que poseían”. En 1811, a la edad de 18 años, y lejos de la efervescencia política de la Buenos Aires independiente, pasó, por orden de su padre, a dirigir la estancia “El Rincón”. Así lo hizo durante un tiempo, pero las desavenencias con su madre signaron su camino hacia la independencia definitiva. Años más tarde, ya en el exilio, le diría a Josefa Gómez, su amiga, lo siguiente: “Ningún capital quise recibir de mis padres [...] lo que tengo lo debo puramente al trabajo de mi industria y al crédito de mi honradez. El fruto de ese trabajo es lo que me han confiscado mis contrarios políticos. Entregué las estancias a mis padres cuando mi hermano Prudencio estuvo por su edad y conducta en estado capaz de administrarlas” Si bien la familia vivía en la ciudad y su casa era visitada por las múltiples relaciones, producto de los cruzados parentescos (Anchorena, García de Zúñiga, Arana, Aguirre, Pueyrredón, Beláustegui y otras) y del cultivo de amistades con las grandes familias de entonces (Terrero, Dorrego, Ezcurra, Costa, Pacheco, Guido, Alvear, Olaguer Feliú, Pinedo, Maza, Soler, Viamonte, Sáenz Peña, Alzaga y otras), también pasaba largas temporadas en la estancia “El Rincón”, donde hasta su misma madre, Agustina López, montaba a caballo, mandaba a parar rodeo, contaba e inspeccionaba la hacienda, ordenaba los apartes y llevaba cuenta de la administración de todo el establecimiento. Incluso, ya anciana y tullida, cuenta su nieto Lucio V. Mansilla, seguía ocupándose de todo: de la casa, de la familia, de los parientes, de las relaciones y de los intereses, compraba y vendía casas, mandaba a construir y a reedificar, descontaba dinero, hacía obras de caridad y amparaba a cuantos podía en su casa.  En las tertulias organizadas por los Rozas, se concertaron los matrimonios de casi todos sus hijos. Gregoria se casó con Felipe Ignacio Ezcurra y Arguibel (nieto de Felipe Arguibel, el albacea de la sucesión de López de Osornio) y tuvieron cuatro hijos; Andrea con Francisco Saguí (condiscípulo de Juan Manuel en la escuela de Francisco Argerich), y Juan Manuel con Encarnación Ezcurra (hermana de Felipe Ignacio). Estos tres enlaces, dice María Sáenz Quesada (2005, p. 25), tuvieron lugar entre 1813 y 1815, años más tarde se concretarían el de Prudencio con Catalina Almada, en primeras nupcias, con quien tuvo once hijos, y con Etelvina Romero, en segundas nupcias, con quien tuvo un hijo más; María Dominga (Mariquita) se casó con Tristán Ñuño Valdez y Silva, oriundo de Colonia del Sacramento, con quien tuvo tres hijos; Manuela con Henry William Bond (un médico estadounidense proveniente de Maryland que se instaló en el Río de la Plata en 1820) y tuvieron tres hijos; Mercedes con Miguel Rivera (proveniente del Alto Perú, estudió Medicina y llegó a ser cirujano mayor del ejército y profesor en la universidad), con quien tuvo cinco hijos; y Agustina con el general Lucio N. Mansilla, que era viudo y padre de tres hijos. Las excepciones fueron Gervasio y Juana de la Cruz que permanecieron solteros. Las tertulias continuaron durante el gobierno de Rosas. Así, mientras este atendía los asuntos de Estado en casa de sus suegros los Ezcurra, Encarnación y su hermana María Josefa atendían la amistad que les propiciaba Pascuala Beláustegui, esposa del jurisconsulto Felipe Arana, Estanislada Arana, hermana de este último y esposa de Nicolás Anchorena, Paulita y Jacobita Torres Agüero, hermanas de Eustaquio y Lorenzo Torres Agüero, ambos también jurisconsultos, entre tantas otras.


Las armas utilizadas en nuestra independencia

 Por le Prof. Jbismarck

La región había sido invadida y conquistada por fuerzas británicas en 1806 y 1807. La crisis resultante de sendos ataques había fortalecido de milicias urbanas cuyas más grandes unidades estaban en manos de hispanoamericanos. Al estallar la revolución en mayo de 1810, sus líderes echaron mano de dichas milicias para imponerse fácilmente a los partidarios del virrey. Pero mientras el gobierno revolucionario se esforzaba por transformar sus milicias en verdaderos regimientos de línea, la reacción realista tomaba forma en la ciudad amurallada de Montevideo (sede local de la marina real) y en los gruesos contingentes provenientes del virreinato del Perú. La lucha se daría entonces en estos dos frentes al que se sumaría luego, con la caída de los patriotas en Chile, un tercero a lo largo de los Andes. Lo más grave, resultaría ser la división interna del territorio a partir de la oposición de los pueblos situados sobre los frentes de combate ante la dirección centralista y autoritaria de Buenos Aires (los pueblos del Litoral bajo el mando de José Artigas, los del norte con Martín Miguel de Güemes). Cansados de soportar sobre sus espaldas lo peor del costo de la guerra, estos pueblos se levantarían en armas contra el gobierno central y terminarían destruyéndolo en 1820, lo que abriría un período en que las provincias seguirían existiendo en total autonomía. Entre las armas blancas y las de fuego, la cultura militar española moderna daba su preferencia a las segundas, rodeándolas de un prestigio especial, sobre todo en el caso de la artillería. Según los parámetros militares de la época, el fuego de infantería debía ser el arma predominante de todo ejército civilizado. En teoría, un soldado bien entrenado podía recargar y abrir fuego hasta tres veces por minuto, pero en las condiciones reales del combate lo más común era que la tropa tardase hasta un minuto en recargar.  Los partidarios de la fusilería aportaban argumentos de peso: el fusil podía alcanzar a un enemigo a 150 metros, podía ser fabricado en serie y cualquier persona podía aprender a utilizarlo en escazas semanas. El soldado no disparaba así contra otro soldado, sino sobre un batallón entero o sobre la masa enemiga. Ahora bien, los batallones de infantería bien entrenados no abundaban en el Río de la Plata revolucionario. El examen de los cadáveres tras las batallas confirmaba una y otra vez que la mayoría de los caídos presentaban heridas de arma blanca, siendo muy pocos los muertos por una bala de fusil.  La solución era obvia: si el oneroso fuego producía poco efecto había que privilegiar el uso de la bayoneta, cuya utilización no presentaba costo material alguno. Como los combates napoleónicos lo habían demostrado, un ejército revolucionario bien motivado podía hacer un uso devastador de la bayoneta decidiendo la batalla en una única carga triunfal. Se vio entonces desde los primeros combates que los soldados, al recibir la orden de cargar a la bayoneta, tenían una tendencia a quedarse clavados en su lugar, continuando el uso del fuego hasta agotar sus cartuchos. Unas horas antes de la decisiva batalla de Tucumán, el general Belgrano hizo saber a sus comandantes de batallón que el plan de acción se reduciría a cargar inmediatamente a la bayoneta sobre la línea contraria. Como muchos de sus inexpertos infantes no poseían bayoneta se distribuyeron largos cuchillos para ser amarrados en su lugar.  De este modo, el desprecio por las armas de fuego y la utilización ostentosa del arma blanca se transformaron en rasgos profundamente anclados,  Este tipo de actitudes respecto del uso del fuego eran aún más marcadas en la caballería, que siguió una evolución cargaran a la bayoneta y sable en mano a los enemigos que tengan al frente. Las primeras unidades de caballería revolucionaria, formadas en esta tradición, encontraron en las primeras campañas de la Guerra de la Independencia dificultades extremas para cumplir su misión en el campo batalla. Armados de pistolas, carabinas y fusiles, estos jinetes se batían, incluso cuando lo hacían de a caballo, como verdaderos infantes. José María Paz nos ha legado algunas páginas de ese momento en que los jinetes del Río de la Plata tuvieron que reaprender, literalmente, a hacer la guerra a caballo. Según su autorizada opinión, de hecho, hasta 1814 la caballería patriota no merecía siquiera el nombre de tal. Como explica: Las armas de fuego eran útiles en las escaramuzas de avanzada, pero al momento de la batalla la carabina era un instrumento inútil en manos del jinete.  El caballo se sobresaltaba con las detonaciones y recargar un arma de avancarga mientras se sostenían las riendas era una tarea ardua. De modo que, en la práctica, el jinete llegaba al campo de batalla con la carabina cargada, avanzaba hasta ponerse a tiro, disparaba en dirección del enemigo con muy poco efecto y partía hasta la retaguardia para recargar tranquilo, volviendo largo rato después. Paz confiesa con candidez que una vez comenzado el combate, él y sus colegas no sabían demasiado qué hacer, pero como el resto del ejército se batía, ensayaron algunos esbozos de carga que hicieron huir a la aún peor caballería realista. En un momento dado, y sin saber cómo, Paz se encontró a la cabeza de una sección de dragones que cargaba, no sobre la caballería, sino sobre la infantería enemiga, bien formada en línea. Estos infantes venían de abrir fuego, por lo que se encontraban con las armas descargadas. Los dragones avanzaron entonces sin dificultad, carabina en mano. Ahora bien, a medida que los dragones se acercaban al galope, los infantes instintivamente comenzaron a apiñarse hasta formar una masa compacta e impenetrable. Paz lo describe así: “Se siguieron unos instantes de silencio, de mutua ansiedad y de sorpresa. Si hubiésemos tenido armas adecuadas, era cosa hecha, y el batallón enemigo era penetrado y destruido. Finalmente, algunos infantes recargaron sus fusiles, dispararon y los dragones se retiraron a toda velocidad. Para entonces ya todo el ejército revolucionario huía y la campaña estaba perdida. La guerra en el extremo sur del continente requeriría de diez años más de esfuerzos para recuperar lo perdido en Vilcapugio. Esta impresión se reforzaría aún más en la batalla de Ayohuma, algunas semanas más tarde, en que la escena se repitió casi idéntica  Se hizo así evidente a los jefes de la caballería que un cambio de armamento era indispensable. Para reducir el análisis a sus rasgos básicos, digamos que la reforma comenzó en Buenos Aires a fines de 1812 con la organización del nuevo regimiento de Granaderos a Caballo. Con la onerosa creación de este cuerpo el gobierno pretendía dar un nuevo modelo a la caballería de sus ejércitos. Como en un laboratorio, se aplicaría la nueva táctica francesa napoleónica, privilegiando el uso de la carga a fondo al arma blanca en el momento decisivo del combate. Los granaderos hicieron sus primeras armas en el combate de San Lorenzo, el 3 de febrero de 1813, sobre las barrancas del río Paraná. Dicho día, el escuadrón de elite se ocultó tras un convento mientras que un batallón de 250 infantes realistas desembarcaba para saquear los alrededores. Sin ningún tipo de preámbulo, los jinetes se lanzaron a la carga sable en mano y masacraron a la infantería. El pequeño combate al arma blanca conquistó inmediatamente la imaginación del público local: en una sola carga, elegante y poderosa, 120 jinetes habían matado más de 40 enemigos y herido a otros 15. Tanto a un nivel discursivo como táctico, la victoria de San Lorenzo marcó a EL SABLE, San Martín había prohibido estrictamente a sus hombres que se sirviesen de sus armas de fuego (por ordenanza los granaderos portaban tercerola). En el parte oficial de la jornada, rápidamente publicado por el gobierno, el coronel decía que la victoria era fruto de “una carga sable en mano”. La expresión se volvería famosa y haría escuela.  Los soldados del regimiento practicaban cotidianamente su esgrima y lo mejor de la sociedad porteña se acercaba al cuartel a observarlos . El espectáculo era interesante. El entrenamiento consistía en una carrera donde se simulaba el corte a sable de las cabezas enemigas: se plantaban en el piso una cantidad de estacas con una sandía clavada en su extremo, luego los granaderos se lanzaban a toda carrera en sus grandes caballos, golpeando a derecha e izquierda. San Martín había prometido a sus reclutas que las cabezas de los realistas explotarían de la misma forma que las sandías, y su promesa fue cumplida. Cadáveres humanos cortados de parte a parte, cabezas separadas del tronco, miembros seccionados, cráneos prolijamente divididos en mitades, cañones de fusil partidos en dos .La esgrima del sable de caballería era bastante rudimentaria, con seis golpes de corte y uno de estoque, más las defensas. El sable utilizado por los granaderos no era en sí mismo diferente del utilizado en otras unidades. Era un sable corvo de caballería, bastante pesado, de unos 90 centímetros de largo. Su particularidad residía más bien en su afilado, sobre el que las fuentes se explayan en diversas ocasiones.  

La caballería se había vuelto un arma temible y desde entonces reinaría suprema sobre los campos de batalla del cono sur del continente.  En apenas unos meses, los húsares, dragones y cazadores de la patria mostraban el mismo apego a la carga frontal y al combate cuerpo a cuerpo. La utilización del arma de fuego se había vuelto un gesto de indecisión y de debilidad .  Un joven oficial de caballería, Gregorio Aráoz de Lamadrid, era considerado uno de los maestros en este tipo de lances. Una noche, marchando con su patrulla de caballería por terreno montañoso, fue divisado por el centinela del campamento enemigo, que dio el quién vive. Sabiendo que las fuerzas realistas eran mucho más numerosas y que no tardarían en estar sobre ellos, Lamadrid ordenó por lo bajo a uno de sus ayudantes que abriese fuego sobre el centinela. Cuando partió el tiro gritó a plena voz, simulando enojo: “¡No hay que tirar un tiro, carabina a la espalda y sable a la mano! ¡A degüello!”  La utilización de la lanza conoció por parte de la tropa una resistencia sorprendente. Primero por que la eficacia de la lanza en la carga frontal era evidente, particularmente para atacar a la infantería: sólo el largo de la lanza podía dar al jinete la posibilidad de golpear a un infante armado de fusil y bayoneta antes de que éste clavase su arma en el pecho del caballo. Segundo, porque la lanza y la pica han sido siempre –a causa de su utilidad para conducir al ganado– las armas típicas de los pueblos ganaderos como el rioplatense. Tercero, porque en la región que nos compete la lanza era utilizada con gran provecho por los guerreros indígenas, quienes gracias a ella habían derrotado en más de una ocasión a las tropas de línea de caballería. En todo caso, el desagrado de la tropa para con la lanza causaba serios inconvenientes a la organización de la caballería revolucionaria, teniendo en cuenta que las armas de fuego y los sables eran siempre insuficientes y caros. Pero esta actitud fue completamente trastocada tras el combate del Ombú. Dicha acción, en efecto, fue decidida por un gran choque de caballería entre los mejores escuadrones rioplatenses y sus pares, muy famosos, del estado de San Pablo. Luego de repetidas cargas los primeros lograron acorralar a los segundos contra el margen de un río no practicable. Una última carga contra los brasileños atrapados produjo una mortandad muy elevada. Ya dueños del campo de batalla, los soldados rioplatenses tuvieron tiempo de recorrer el escenario del reciente combate, constatando con sus propios ojos que la mayor parte de los enemigos muertos presentaban heridas de lanza. Desde ese momento el prestigio de esta arma fue general y ya nadie pondría en duda su utilidad. Sólo el remington, medio siglo más tarde, pondría fin a su reinado.

Manuel Gálvez escribe acerca del coronel Perón

El artículo de Manuel Gálvez, que se reproduce por significado y perdurabilidad, había sido publicado primitivamente en el diario El Pueblo. El retrato que el gran escritor revisionista —a quien en España se compara con Benito Pérez Galdós— realiza del coronel Perón y la pintura del momento político del país hacen de este artículo, verdaderamente, una pieza de antología.   Soy uno de los pocos argentinos que pueden elogiar a los gobernantes con la conciencia tranquila. Nadie, salvo que no me conozca o que sea un perverso,
puede creer que lo hago por adulación. A nada aspiro, y por dos razones: una sordera terrible, que me impediría desempeñar cargo alguno, y mis trabajos literarios e históricos, que no me permiten perder el tiempo. Es un lugar común, en el ambiente literario, que soy el único escritor que sólo ha querido ser escritor. Otros fueron, o son, universitarios, o periodistas, o políticos. Mi única ambición terrena es vivir lo suficiente para escribir los quince libros que aún me faltan escribir.  Esto establecido, diré que voy a elogiar entusiastamente al coronel Perón por su obra social. No lo conozco ni siquiera de vista. No he tenido el placer de estrechar su mano. Tampoco conozco a amigos suyos. Mi opinión sobre él y su obra, que
daré con toda serenidad, es la opinión de un patriota.  Es también la opinión de quien, desde su adolescencia, ha sentido agudamente la justicia social. Fui a los veinte años tolstoiano y después simpaticé con otras doctrinas revolucionarias. No me llevaron a ellas ni el esnobismo, ni el propósito de llamar la atención, ni la envidia, ni la venganza. Fui hacia ellas empujado por una
honda piedad hacia los proletarios y hacia obreros.
Tiempos brutales aquellos! He visto con mis ojos cargar a la policía montada y dejar en la calle muertos y heridos, sólo porque eran huelguistas que iban en manifestación. Esto sucedía en los años en que gobernaba Roca. En 1913, a principios del año, publiqué un libro titulado La inseguridad de la vida obrera. Es una obra muy documentada sobre el paro forzoso. Tres años atrás, al partir para Europa, el Gobierno me designó delegado a una conferencia que iba a celebrarse en París sobre ese grave mal. No tenía obligación de presentar ese informe de 436 páginas, pero el asunto me apasionó. Ni un centavo me pagó el Gobierno por mi labor. Publicado en uno de los boletines del Departamento de Trabajo, obtuvo repercusión. El doctor Justo, jefe del Partido Socialista, me citó en el Congreso y dos proyectos sobre agencias de colocación o bolsas de trabajo, basados en mi libro, fueron presentados a la Cámara de Diputados: uno del socialista Alfredo L. Palacios, que leyó varios párrafos míos, y  otro de los Diputados católicos Bas y Cafferata. Hace cuarenta, treinta años, las palabras “justicia social” tenían un sentido revolucionario. Ni los gobernantes, ni los ricos, se interesaban por los sufrimientos del pueblo que trabaja. Debo exceptuar a Joaquín V. González, que en 1903, siendo Ministro del Interior —¡Ministro de Roca!—, presentó al Congreso un proyecto de ley del trabajo, que nunca fue siquiera considerado por las Cámaras.  Todo cambió con el advenimiento de Yrigoyen al poder. Sea que lo hiciese con espíritu harto sentimental o paternal, y que en su obra no hubiese contenido alguno, el hecho es que, por primera vez, un presidente argentino demostraba amor al 
pueblo. Él también propuso una ley del trabajo, ciertamente notable, y que tampoco trató el Congreso. Yo ignoraba la obra de Yrigoyen a favor del obrero y el desheredado en general, cuando pensé en escribir su biografía. Al enterarme de lo que hizo, y que ahora nos parece poco, lo admiré de veras.  He traído a colación estos recuerdos, algunos de carácter personal, porque deseo que los lectores que sólo me juzgan como novelista o literato sepan que no hablo de cosas que ignoro, sino de asuntos que estudié y conozco. En diversos libros he mostrado cómo siento la inquietud y padecimientos del pueblo. La Revolución del 4 de Junio significa para los proletarios, y en cuanto proletarios, el más grandioso acontecimiento imaginado. Y dentro de la Revolución de Junio,nada tan maravilloso para esos hombres como la obra del coronel Perón. 
Es enorme cuanto se ha hecho y no voy a enumerarlo aquí. Basta con recordar los beneficios que han logrado, en pocos meses, numerosos gremios obreros. Los mismos trabajadores lo han dicho, y de modo elocuente. Otras obras que se han comenzado y han de realizarse. Y todo esto, ¿se habría logrado si existiera el Congreso? ¡Jamás! No hay hombres más egoístas, más sensuales, que buena parte de nuestros politiqueros. La clase proletaria debe abrir los ojos. Lo que no 
consiguieron Joaquín V. González ni Hipólito Yrigoyen, porque las Cámaras no consideraron siquiera las grandes leyes obreras que proponían, lo van dando al pueblo, mediante decretos, rápidamente puestos en práctica, los hombres que nos gobiernan desde el 4 de junio.  El coronel Perón es un nuevo Yrigoyen. Pero, además de la grandeza de corazón tiene méritos que no tuvo Yrigoyen: una actividad asombrosa, la despreocupación de la politiquería, el don de la palabra y un sentido panorámico y profundo de la cuestión obrera. Y a esos dones se debe agregar la suerte de no tener un Congreso de egoístas y politiqueros que lo obstaculice.  Veo al coronel Perón como a un hombre providencial. Creo que las masas —que ya lo adoran— así lo van comprendiendo en su formidable instinto. Es un conductor de hombres, un caudillo y un gobernante de excepción. Aquí, donde faltan los hombres de gobierno, pues la verdad es que ningún partido tiene hoy una gran figura, la aparición inesperada de este soldado, que posee la intuición maravillosa de lo que el pueblo necesita, es un acontecimiento trascendental. Quiera Dios inspirarle siempre, guiarle por el buen camino, para bien de la Patria y del Pueblo.
Ningún gobernante de esta tierra ha dicho jamás palabras tan bellas, tan penetradas de humanidad como las que pronuncia con frecuencia el coronel Perón.Nadie habla como él de la justicia social. Yo he leído con emoción muchos de sus párrafos. En Rosario dijo: “Queremos que desaparezca de nuestro país la explotación del hombre por el hombre, y que cuando este problema desaparezca, igualemos un poco las clases sociales para que ya no haya, como he dicho ya, en este país, hombres demasiado pobres ni hombres demasiado ricos”. Y en este mismo estupendo discurso declaró que para él la justicia superior a las demás justicias era la justicia social. Las palabras y la obra del coronel Perón colman mis esperanzas de que ha de organizarse en esta Patria un mundo mejor. ¡Sí!, no debe haber hombres ni demasiado ricos ni demasiado pobres. Las grandes fortunas son tan injustas como las grandes pobrezas. Todos somos iguales ante la muerte y ante Dios, pero también debemos serlo, dentro de lo posible, en las realidades de la vida. Las palabras del coronel Perón son verdaderamente cristianas, patrióticas y salvadoras.  No obstante, habrá que luchar para establecer la justicia social como él la quiere. Los poderosos, las empresas capitalistas, los ricos, los serviles ante toda riqueza,
los hombres sin corazón y hasta algún gobierno extranjero, se han de oponer a nuestra justicia social. Las clases privilegiadas no se conformarán con perder uno solo de sus privilegios, y calumniarán y mentirán y pretenderán burlarse, como ya empiezan a hacerlo, con sus estúpidos chistes. Pero todos los patriotas y todo el pueblo estaremos con este gobierno, que defiende con tanta energía y coraje los fueros de la soberanía en el orden externo; y en el interno la justicia social.   Manuel Gálvez

Fuente: Revista Primera Plana Nº 489, 13 de junio de 1972.

Juicio de hijos naturales contra la sucesión del Restaurador

Por el Prof. Jbismarck

María Eugenia Castro y Juanita Sosa fueron dos de las mujeres del Restaurador. La primera, llegó a la casa a los 13 años. Luego tuvo un hijo natural a los 18 años con un sobrino de los Ezcurra. Eugenia cuidó a Encarnación en el lecho de muerte; luego se hicieron amantes. Eugenia tuvo cinco hijos de Rosas (6 en total), fue la oficial pero escondida detrás de un biombo en la alcoba del Gobernador. Le fue leal hasta el fin de sus días. Tras la muerte de Rosas, la descendencia natural intentó iniciar un litigio para reclamar la herencia. Manuelita, que los había tratado como hermanos durante las mieles del poder, hizo caso omiso y señaló que sólo recibió parte de la herencia MATERNA. La “edecanita”, fue una de las amigas íntimas de Manuelita. De mucho menor linaje, vivió en Palermo con la familia. También visitó las habitaciones de Rosas, pero su alegría y voluptuosidad la colocaron en otro lugar. Disfrutó de las fiestas y la desmesura del poder.  El Restaurador quiso casarse con ella...pero Manuelita fue claro "Con Eugenia o con ninguna" Juanita fue internada en el Hospital de Mujeres Dementes. Juanita no estaba bien y no tuvieron alternativa. Murió en el hospicio, sola y en silencio.  En 1886 Adrián Gaitán inició una demanda contra la Sucesión de Juan Manuel de Rosas, Expediente N° 2507/1886. En 1886, Adrián Gaitán, en representación de su esposa Angela Rosas [Castro], presentó una petición de herencia y demás derechos y acciones que le correspondían contra Manuela Rosas de Terrero o cualquier otra persona que resultare poseedora de bienes que fueron de Juan Manuel de Rosas (f. 1). En f. 20, Gaitán informa que Rosas llamaba a su finada esposa “el soldadito” y que desde que se instaló en Southampton había mantenido con ella una constante correspondencia epistolar, “pues tenía por ella especial ternura siendo objeto de la misma distinción por parte de Manuela Rosas de Terrero, su cariñosa hermana. Estas relaciones a tan larga distancia [...] revelan claramente los vínculos de la sangre que hasta en los menores detalles se manifestaban” (f. 20v). Para corroborar esto, presentó como documentos seis cartas autógrafas, tres de Juan Manuel de Rosas y tres de Manuela Rosas. Las dos primeras, fechadas el 6 y 8 de junio de 1855, dirigidas a Angela, Rosas le informaba sobre el envío de una libranza de 100 pesos m/c, y la tercera, del 30 de abril de 1870, dirigida a Eugenia Castro, le dice que no podía enviarle nada, ya que continuaba pobre. Lo interesante de estas tres cartas es la despedida, mientras que con Angela se despide como “tu afectísimo paisano”, con Eugenia lo hace como “tu afectísimo patrón” (fs. 22 y 22v). Respecto a las cartas de Manuela Rosas, que esta envió desde Londres, una, el 23 de enero de 1864, le dice que le va a enviar retratos de la familia y que en su álbum conserva el que ella oportunamente le mandó; la siguiente, del 5 de octubre de 1864, Manuela remarca que “siempre se descubre en tu fisonomía la gracia inolvidable de nuestro querido viejito. Mi querido tatita no te olvida jamás” (f. 23); y la última, del 23 de octubre de 1876, en respuesta a una anterior enviada por Angela, le dice: “A tatita le remití tu carta, y estoy cierta que la muerte de Eugenia le habrá causado gran pesar. Siempre se acuerda del Soldadito, y lo mismo Máximo te recuerda como si te estuviera viendo”. Concluye como “tu afectísima patraña Manuela Rosas de Terrero”. Para el representante legal de Gaitán, “en todas ellas [las cartas] campea el mismo estilo, y en cada término se descubren las afecciones é intimidades de los miembros de una sola familia, que á larga distancia se comunican sus impresiones” (f. 22). Esta demanda fue claramente rechazada por Manuela Rosas, representada por su hijo Manuel Terrero, quien esgrimió no solo fundamentos legales y judiciales, sino que también expresó ser de público conocimiento la confiscación que el Estado hizo de los bienes de su abuelo Juan Manuel de Rosas por decreto del 16 de febrero de 1852 y por ley del 29 de julio de 1857. Los bienes que poseía Manuela Rosas correspondían a su herencia materna (fs. 27-37v). Después de muchas idas y vueltas, finalmente, no se hizo lugar a la demanda (fs. 82-84v).

En 1886, Nicanora, Justina y Adrián Castro Rosas interpusieron una demanda sobre petición de herencia a los herederos de J. M. de Rosas. Esta demanda fue contestada por Máximo Terrero quien dijo que: “Que D. Juan Manuel de Rosas, fallecido el año 1877, no dejó más que deudas contraídas durante su destierro, sin que sus legítimos herederos hayan recibido un solo peso de nadie ni menos del gobierno de la Provincia de Buenos Aires que mantiene confiscados sus bienes en virtud de la ley de 1857, de suerte que aún en la hipótesis de que los demandantes tuvieran algún derecho hereditario, no es contra mi esposa [Manuela Rosas], sino contra el gobierno de dicha provincia y el de la nación por los terrenos de Palermo que posee, que la acción de petición de herencia sería procedente”. También invocó excepciones de falta de personalidad en los demandantes y defecto legal en el modo de proponer la demanda (La Nación, 18 de agosto de 1886.

jueves, 24 de noviembre de 2022

El azul turquí en las banderas de Rosas

 Por Mario Golman.

Iniciado el segundo gobierno de Juan Manuel de Rosas (1835-1852), se producen significativos cambios en la bandera argentina. Uno de ellos consiste en suprimir el celeste de las franjas exteriores, imponiéndose el uso del azul turquí. En esta nota se examinan los posibles motivos. Juan Manuel de Rosas dominó la escena política nacional, gobernando la provincia de Buenos Aires con facultades extraordinarias concedidas por la Legislatura. Fue, también, el encargado de las relaciones exteriores de la Confederación Argentina. Un hombre decidido a imponer sus ideas sin contemplaciones. Autoritario y obstinado, no admitió neutrales. Tuvo un primer mandato de tres años (1829 a 1832) y otro desde 1835 al 3 de febrero de 1852; este último, caracterizado por una abierta lucha fratricida entre federales y unitarios.  Durante 1836, el histórico pabellón argentino celeste, blanco y celeste sufrió profundas modificaciones. Se reemplazó, de hecho, por un emblema cuyas franjas exteriores eran azul turquí; se cambió el color del sol –de amarillo oro a colorado– y se agregaron gorros de la libertad rojos. En los de uso militar llevó escritas leyendas de vivas a la Federación y de muerte a los unitarios.  En una carta dirigida al gobernador de Santiago del Estero, Juan Felipe Ibarra, fechada el 11 de junio de 1836, Rosas afirmaba con contundencia: … El color verdadero [de la bandera nacional] porque está ordenado y en vigencia… es el azul turquí… muy distinto del celeste.   La Real Academia Española define en el primer diccionario académico, el de Autoridades (1726), al azul turquí como … el perfecto azul… sin otra mezcla alguna y en la última edición (la 23.ª de 2014) como ... azul muy oscuro.  Analicemos los argumentos más conocidos a favor del azul turquí en la bandera:

1.- El azul oscuro resiste por más tiempo que el celeste a las inclemencias del tiempo, prolongando el uso de la enseña. Es cierto, pero no resulta un motivo de peso para cambiar el color originario de la bandera; simplemente alcanza con sustituirla por una nueva cada vez que pierde la coloración celeste.

2.- Según las normas de la heráldica, el azul intenso o azur –y no el celeste– debe ser el color de las franjas exteriores en el pabellón argentino.  Al respecto, nos ilustra Francisco Gregoric: La vexilología (disciplina que estudia las banderas) es diferente de la heráldica (ciencia y arte del estudio de los escudos de armas), con la que no comparte las mismas reglas. Un ejemplo es el empleo de los colores. En heráldica existen pocos colores para formar los escudos, mientras que en vexilología hay infinitas variantes. Por caso, en heráldica solamente existe un azul de tonalidad media, mientras que en vexilología se consideran múltiples matices, entre ellos el azul celeste o claro, propio de la bandera nacional argentina.   De hecho, el celeste se utiliza en más banderas. Así, las de la Serenísima República de San Marino, República de Guatemala, Gran Ducado de Luxemburgo y Estado Libre de Baviera, entre otras, lo tienen como uno de sus colores.  Es evidente que no se siguieron las directivas de la heráldica para establecer los colores argentinos. 

3.- Rosas considera que según está escrito en la ley de 1818 –que crea el pabellón de guerra– el “azul” es el turquí; el perfecto azul, sin mixturas con el blanco   Repasemos primero la norma aprobada por el Congreso de Tucumán el 20 de julio de 1816: Elevadas las Provincias Unidas en Sudamérica al rango de una nación, después de la declaratoria solemne de su independencia, será su peculiar distintivo la bandera celeste y blanca que se ha usado hasta el presente… en clase de bandera menor.  Por su parte, la ley del 25 de febrero de 1818 establecía: Que sirviendo para toda bandera nacional los dos colores blanco y azul en el modo y forma hasta ahora acostumbrada, sea distintivo particular de la bandera de guerra un sol pintado en medio de ella.  A juicio del autor, el razonamiento de Rosas no es el correcto, ya que la ley de 1818 simplemente define, sobre la base de la disposición de 1816 –que reconoce a la celeste y blanca como bandera menor–, el pabellón de guerra y lo caracteriza con el dibujo del sol en el medio de la franja blanca. No se anula, no se reemplaza la ley de 1816, solo se la complementa, confirmándonos que, tanto la insignia nacional menor como la de guerra deben respetar un diseño básico común: tres franjas horizontales e iguales, celeste en los extremos y blanco al medio. Ello constituye “la forma” y “el modo” habitual de uso de nuestra bandera.   En 1818, los legisladores no escribieron “azul turquí” ni “azul oscuro”, solo redactaron “azul”. Sin duda, aplicaron la definición del primer diccionario: … el que semeja al de los cielos, tonalidad que en el vocabulario popular llamamos “celeste”.. 

4.- El celeste es el color adoptado por los unitarios.  Durante el gobierno de Rosas lo usaron los opositores para identificarse; pasó a ser un sinónimo de “maldad de los unitarios” y se proscribió en el territorio de la Confederación Argentina. Este sí parece un buen argumento para desplazar al celeste en la bandera y cambiarlo por el tono contrapuesto del azul, mucho más oscuro.

En síntesis, descartadas las tres primeras razones, no debe sorprender que la real intención de Juan Manuel de Rosas para eliminar el celeste fuese la coacción política, basado en el odio a sus enemigos. El celeste era el color de los seres incivilizados, de los “salvajes unitarios”; mandó entonces usar el turquí, un azul muy oscuro, forzando la interpretación de la ley de 1818.  Desde los orígenes de nuestra patria, el celeste exhibió una abundante y variada evidencia de uso corriente en banderas y en escarapelas, para ser reconocido, junto al blanco, como color nacional. En la historiografía vexilológica argentina, el empleo del azul turquí —generalizado por imposición— queda restringido al período conocido como “La Época de Rosas”.   

(*) Vexilólogo y conferencista. Autor de La Divisa Punzó y la Bandera Federal (2017).

 el segundo gobierno de Juan Manuel de Rosas (1835-1852), se producen significativos cambios en la bandera argentina. Uno de ellos consiste en suprimir el celeste de las franjas exteriores, imponiéndose el uso del azul turquí. En esta nota se examinan los posibles motivos. Por Mario Golman.

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 Gentileza Mario Golman

Por Mario Golman (*)

Juan Manuel de Rosas dominó la escena política nacional, gobernando la provincia de Buenos Aires con facultades extraordinarias concedidas por la Legislatura. Fue, también, el encargado de las relaciones exteriores de la Confederación Argentina. Un hombre decidido a imponer sus ideas sin contemplaciones. Autoritario y obstinado, no admitió neutrales. Tuvo un primer mandato de tres años (1829 a 1832) y otro desde 1835 al 3 de febrero de 1852; este último, caracterizado por una abierta lucha fratricida entre federales y unitarios.

Durante 1836, el histórico pabellón argentino celeste, blanco y celeste sufrió profundas modificaciones. Se reemplazó, de hecho, por un emblema cuyas franjas exteriores eran azul turquí; se cambió el color del sol –de amarillo oro a colorado– y se agregaron gorros de la libertad rojos. En los de uso militar llevó escritas leyendas de vivas a la Federación y de muerte a los unitarios.

En una carta dirigida al gobernador de Santiago del Estero, Juan Felipe Ibarra, fechada el 11 de junio de 1836, Rosas afirmaba con contundencia: … El color verdadero [de la bandera nacional] porque está ordenado y en vigencia… es el azul turquí… muy distinto del celeste.

La Real Academia Española define en el primer diccionario académico, el de Autoridades (1726), al azul turquí como … el perfecto azul… sin otra mezcla alguna y en la última edición (la 23.ª de 2014) como ... azul muy oscuro.

Analicemos los argumentos más conocidos a favor del azul turquí en la bandera:

1.- El azul oscuro resiste por más tiempo que el celeste a las inclemencias del tiempo, prolongando el uso de la enseña.

Es cierto, pero no resulta un motivo de peso para cambiar el color originario de la bandera; simplemente alcanza con sustituirla por una nueva cada vez que pierde la coloración celeste.

2.- Según las normas de la heráldica, el azul intenso o azur –y no el celeste– debe ser el color de las franjas exteriores en el pabellón argentino.

Al respecto, nos ilustra Francisco Gregoric: La vexilología (disciplina que estudia las banderas) es diferente de la heráldica (ciencia y arte del estudio de los escudos de armas), con la que no comparte las mismas reglas. Un ejemplo es el empleo de los colores. En heráldica existen pocos colores para formar los escudos, mientras que en vexilología hay infinitas variantes. Por caso, en heráldica solamente existe un azul de tonalidad media, mientras que en vexilología se consideran múltiples matices, entre ellos el azul celeste o claro, propio de la bandera nacional argentina.

De hecho, el celeste se utiliza en más banderas. Así, las de la Serenísima República de San Marino, República de Guatemala, Gran Ducado de Luxemburgo y Estado Libre de Baviera, entre otras, lo tienen como uno de sus colores.

Es evidente que no se siguieron las directivas de la heráldica para establecer los colores argentinos.

3.- Rosas considera que según está escrito en la ley de 1818 –que crea el pabellón de guerra– el “azul” es el turquí; el perfecto azul, sin mixturas con el blanco.

Repasemos primero la norma aprobada por el Congreso de Tucumán el 20 de julio de 1816: Elevadas las Provincias Unidas en Sudamérica al rango de una nación, después de la declaratoria solemne de su independencia, será su peculiar distintivo la bandera celeste y blanca que se ha usado hasta el presente… en clase de bandera menor.

Por su parte, la ley del 25 de febrero de 1818 establecía: Que sirviendo para toda bandera nacional los dos colores blanco y azul en el modo y forma hasta ahora acostumbrada, sea distintivo particular de la bandera de guerra un sol pintado en medio de ella.

A juicio del autor, el razonamiento de Rosas no es el correcto, ya que la ley de 1818 simplemente define, sobre la base de la disposición de 1816 –que reconoce a la celeste y blanca como bandera menor–, el pabellón de guerra y lo caracteriza con el dibujo del sol en el medio de la franja blanca. No se anula, no se reemplaza la ley de 1816, solo se la complementa, confirmándonos que, tanto la insignia nacional menor como la de guerra deben respetar un diseño básico común: tres franjas horizontales e iguales, celeste en los extremos y blanco al medio. Ello constituye “la forma” y “el modo” habitual de uso de nuestra bandera. 

En 1818, los legisladores no escribieron “azul turquí” ni “azul oscuro”, solo redactaron “azul”. Sin duda, aplicaron la definición del primer diccionario: … el que semeja al de los cielos, tonalidad que en el vocabulario popular llamamos “celeste”..

4.- El celeste es el color adoptado por los unitarios.

Durante el gobierno de Rosas lo usaron los opositores para identificarse; pasó a ser un sinónimo de “maldad de los unitarios” y se proscribió en el territorio de la Confederación Argentina. Este sí parece un buen argumento para desplazar al celeste en la bandera y cambiarlo por el tono contrapuesto del azul, mucho más oscuro.

En síntesis, descartadas las tres primeras razones, no debe sorprender que la real intención de Juan Manuel de Rosas para eliminar el celeste fuese la coacción política, basado en el odio a sus enemigos. El celeste era el color de los seres incivilizados, de los “salvajes unitarios”; mandó entonces usar el turquí, un azul muy oscuro, forzando la interpretación de la ley de 1818.

Desde los orígenes de nuestra patria, el celeste exhibió una abundante y variada evidencia de uso corriente en banderas y en escarapelas, para ser reconocido, junto al blanco, como color nacional. En la historiografía vexilológica argentina, el empleo del azul turquí —generalizado por imposición— queda restringido al período conocido como “La Época de Rosas”.    

(*) Vexilólogo y conferencista. Autor de La Divisa Punzó y la Bandera Federal (2017).

El835-1852), se producen significativos cambios en la bandera argentina. Uno de ellos consiste en suprimir el celeste de las franjas exteriores, imponiéndose el uso del azul turquí. En esta nota se examinan los posibles motivos. Por Mario Golman.

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 Gentileza Mario Golman

Por Mario Golman (*)

Juan Manuel de Rosas dominó la escena política nacional, gobernando la provincia de Buenos Aires con facultades extraordinarias concedidas por la Legislatura. Fue, también, el encargado de las relaciones exteriores de la Confederación Argentina. Un hombre decidido a imponer sus ideas sin contemplaciones. Autoritario y obstinado, no admitió neutrales. Tuvo un primer mandato de tres años (1829 a 1832) y otro desde 1835 al 3 de febrero de 1852; este último, caracterizado por una abierta lucha fratricida entre federales y unitarios.

Durante 1836, el histórico pabellón argentino celeste, blanco y celeste sufrió profundas modificaciones. Se reemplazó, de hecho, por un emblema cuyas franjas exteriores eran azul turquí; se cambió el color del sol –de amarillo oro a colorado– y se agregaron gorros de la libertad rojos. En los de uso militar llevó escritas leyendas de vivas a la Federación y de muerte a los unitarios.

En una carta dirigida al gobernador de Santiago del Estero, Juan Felipe Ibarra, fechada el 11 de junio de 1836, Rosas afirmaba con contundencia: … El color verdadero [de la bandera nacional] porque está ordenado y en vigencia… es el azul turquí… muy distinto del celeste.

La Real Academia Española define en el primer diccionario académico, el de Autoridades (1726), al azul turquí como … el perfecto azul… sin otra mezcla alguna y en la última edición (la 23.ª de 2014) como ... azul muy oscuro.

Analicemos los argumentos más conocidos a favor del azul turquí en la bandera:

1.- El azul oscuro resiste por más tiempo que el celeste a las inclemencias del tiempo, prolongando el uso de la enseña.

Es cierto, pero no resulta un motivo de peso para cambiar el color originario de la bandera; simplemente alcanza con sustituirla por una nueva cada vez que pierde la coloración celeste.

2.- Según las normas de la heráldica, el azul intenso o azur –y no el celeste– debe ser el color de las franjas exteriores en el pabellón argentino.

Al respecto, nos ilustra Francisco Gregoric: La vexilología (disciplina que estudia las banderas) es diferente de la heráldica (ciencia y arte del estudio de los escudos de armas), con la que no comparte las mismas reglas. Un ejemplo es el empleo de los colores. En heráldica existen pocos colores para formar los escudos, mientras que en vexilología hay infinitas variantes. Por caso, en heráldica solamente existe un azul de tonalidad media, mientras que en vexilología se consideran múltiples matices, entre ellos el azul celeste o claro, propio de la bandera nacional argentina.

De hecho, el celeste se utiliza en más banderas. Así, las de la Serenísima República de San Marino, República de Guatemala, Gran Ducado de Luxemburgo y Estado Libre de Baviera, entre otras, lo tienen como uno de sus colores.

Es evidente que no se siguieron las directivas de la heráldica para establecer los colores argentinos.

3.- Rosas considera que según está escrito en la ley de 1818 –que crea el pabellón de guerra– el “azul” es el turquí; el perfecto azul, sin mixturas con el blanco.

Repasemos primero la norma aprobada por el Congreso de Tucumán el 20 de julio de 1816: Elevadas las Provincias Unidas en Sudamérica al rango de una nación, después de la declaratoria solemne de su independencia, será su peculiar distintivo la bandera celeste y blanca que se ha usado hasta el presente… en clase de bandera menor.

Por su parte, la ley del 25 de febrero de 1818 establecía: Que sirviendo para toda bandera nacional los dos colores blanco y azul en el modo y forma hasta ahora acostumbrada, sea distintivo particular de la bandera de guerra un sol pintado en medio de ella.

A juicio del autor, el razonamiento de Rosas no es el correcto, ya que la ley de 1818 simplemente define, sobre la base de la disposición de 1816 –que reconoce a la celeste y blanca como bandera menor–, el pabellón de guerra y lo caracteriza con el dibujo del sol en el medio de la franja blanca. No se anula, no se reemplaza la ley de 1816, solo se la complementa, confirmándonos que, tanto la insignia nacional menor como la de guerra deben respetar un diseño básico común: tres franjas horizontales e iguales, celeste en los extremos y blanco al medio. Ello constituye “la forma” y “el modo” habitual de uso de nuestra bandera. 

En 1818, los legisladores no escribieron “azul turquí” ni “azul oscuro”, solo redactaron “azul”. Sin duda, aplicaron la definición del primer diccionario: … el que semeja al de los cielos, tonalidad que en el vocabulario popular llamamos “celeste”..

4.- El celeste es el color adoptado por los unitarios.

Durante el gobierno de Rosas lo usaron los opositores para identificarse; pasó a ser un sinónimo de “maldad de los unitarios” y se proscribió en el territorio de la Confederación Argentina. Este sí parece un buen argumento para desplazar al celeste en la bandera y cambiarlo por el tono contrapuesto del azul, mucho más oscuro.

En síntesis, descartadas las tres primeras razones, no debe sorprender que la real intención de Juan Manuel de Rosas para eliminar el celeste fuese la coacción política, basado en el odio a sus enemigos. El celeste era el color de los seres incivilizados, de los “salvajes unitarios”; mandó entonces usar el turquí, un azul muy oscuro, forzando la interpretación de la ley de 1818.

Desde los orígenes de nuestra patria, el celeste exhibió una abundante y variada evidencia de uso corriente en banderas y en escarapelas, para ser reconocido, junto al blanco, como color nacional. En la historiografía vexilológica argentina, el empleo del azul turquí —generalizado por imposición— queda restringido al período conocido como “La Época de Rosas”.    

(*) Vexilólogo y conferencista. Autor de La Divisa Punzó y la Bandera Federal (2017).