Rosas

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jueves, 30 de septiembre de 2021

Trescientas gargantas sangran todavía en la cañada

Por Guillermo Paniaga
Pobres infelices que esperamos mansitos tu regreso para dar por terminado lo que se había ganado en el Pavón. Como si no supiéramos, como si no te conociéramos. Ya lo habías traicionado por treinta denarios del imperio al don Juan Manuel, mirá si no nos ibas a vender a los porteños como nos vendiste a nosotros, entrerriano cagador. Bien merecida tuviste la muerte infame. No la celebró en versos del Martín Fierro el poeta ni la mentó como justiciera el gran maestre radical; aunque ellos también vieron y vivieron de primera mano las consecuencias sangrientas de tu traición.  Un mes te esperamos agrupadas las reservas en la cañada de los Gómez, hijueputa masón, mientras vos retozabas con las chinas que empleabas en el palacio y el porteño Mitre se rearmaba en el San Nicolás. Y así, entre las tetas nacientes de una sirvientita verde, con los bolsillos llenos de plata y los campos hartos de vacas, te enteraste que el salvaje Venancio Flores pasó a degüello y por la espalda a 300 de los mejores hombres de mi país. Del mío, hijueputa. Mi país. Y lo poco que te importó. Ya tenías los ríos abiertos pa' lo que gusten mandar, que se prienda fuego todo lo demás.
Te ajusticiaron antes de que lograra verte pa' decirte en la jeta mis verdades juradas y mirarte a los ojos cuando las vieras sangrar. Treinta años tragando veneno silenciado y ahora que llega mi hora no puedo guardarlas más. Te hablo a vos, fantasma hijueputa, entrerriano traidor. Te hablo a vos y me vas a escuchar.
Yo no era ni político ni masón y mucho menos de familia afortunada. Fue por una deuda de mi padre con tu compadre Virasoro que me obligaron a dejar mi casa del Rosario para unirme al ejército del Partido Federal. El correntino nos vendió hacienda flaca y corrompida y obtuvo a cambio un hombro más para cargar fusil. Fui porque no tuve más remedio pero a lo hecho pecho y a la sinrazón la justificación: la causa confederada llegó a ser tan profundamente mía como para los demás.
Y ahí reunidos en el fuego de la ranchada nos decíamos y nos creíamos las grandilocuencias de la patria unificada, que había estado bien correrlo a sablazos al don Juan Manuel en Caseros aunque se hubiera tenido que pactar con el extranjero y el salvaje enemigo de siempre. Que ahí estaban la Confederación constituida y las fronteras reconocidas como prueba de la patriada. Y te creíamos a pesar de todas tus agachadas.
Porque te creíamos, te esperábamos. Había pasado más de un mes ya desde que lo rajamos a Mitre de Pavón. Las noches se fueron haciendo poco a poco más cálidas y estiradas. Corrían el mate sobre el fuego y la ginebra bajo la sombra. Corrían las historias de los pagos y las querencias. Corrían también las miradas lujuriosas de los hombres sin hembra sobre la gurisada lampiña de nalgas apretadas; ah, si las estrellas de mi pampa gaucha hablaran, a cuánto malevo pendenciero le lloverían al paso sus mediecitas rosadas.
Por qué viniste si te querías rajar. Por qué peleaste y venciste si no querías ganar. Por qué nos dejaste en la estaqueada si no pensabas regresar.
Cayó la noche, esa noche, como una sombra blanca más. Calló la noche, esa noche, como una fiera mansa más. Y al silencio de luna llena, los pasos del sanguinario Flores se adelantaron a la orden prefijada: a degüello con la turba amarronada, ni uno vivo entre esa indiada.
Trescientas gargantas cortaron, trescientos cogotes ahogaron con su propia sangre la vida de trescientos camaradas. Trescientas cabezas que te esperaban, cercenadas al rocío de la madrugada. Trescientas gargantas sangran todavía en la cañada. Y antes de que el sol despuntara, ya el olor a muerte sobresalía de los gritos de fiera cebada que proferían los salvajes levantando de las crenchas chuscas las cabezas de la soldada.
Te esperamos para atacar y nunca atacamos. Te esperamos para pelear y nunca peleamos.
Trescientas gargantas sangran en la cañada.
Algunos vimos las sombras y como pudimos nos escapamos. ¿Cobardes? ¿Es cobarde el que huye con un puñal clavado en la espalda? El fierro del jefe enemigo y el de la traición del jefe amigo, el mismo filo.

Trescientas gargantas sangran todavía en la cañada.
En mi casa del Rosario, mi padre me recibió llorando y así se murió pobre y pidiéndome perdón. Perdón por la deuda con Virasoro que marcó mi suerte, perdón por haberme mandado a pelear bajo las órdenes del traidor.
Yo no tenía nada que perdonar a mi padre, porque él actuó siempre más allá de su voluntad. Pero vos sí que hiciste siempre lo que quisiste. Y a vos nunca te voy a perdonar.
Años esperando verte para gritarte mi furia, pero fueron otros los que te hicieron pagar. Años tragándome el veneno en esta ciudad que todavía te celebra pero ahora que muero ya no puedo callarme más.
Te encandiló la “civilización” y le diste la espalda a tu “barbarie”, te endulzaron la oreja con insultos disfrazados de lisonjas, rendiste el bastón de mando y la espada a la escuadra y el compás. Y nos dejaste allá, como prenda de sacrificio de tu liturgia de unidad.

Unidad de qué, unidad de quién. A trescientos de los mejores asesinaron esa noche de noviembre en la cañada de los Gómez. Y no existen dioses ni demonios que te lo vayan a facturar. No, Urquiza hijueputa, entrerriano traidor: es la historia de mi patria la que algún día te las va a pasar a cobrar. Porque trescientas gargantas sangran todavía en la cañada.

ZOOM SOBRE: "LA VUELTA DE OBLIGADO PARTE 4"


 

Urquiza, el Jefe Traidor a la Confederación Argentina según Domingo Faustino Sarmiento

Por el Prof. Jbismarck
La carta de Yungay, así llamada, es una de las más famosas de Sarmiento en contra de Urquiza y forma parte del gran ataque que llevó a Alberdi. Desnuda a sus enemigos sin piedad, convencido de sus verdades y arrastrado por algunos errores, posiblemente no intencionales.  Urquiza se calló, pues tenía cosas más importantes que hacer. En su carta. Sarmiento recordaba a Urquiza cómo había tratado de asegurarse el dominio de Buenos Aires y del Congreso. En efecto: había hecho nombrar diputados a Leiva, "su ministro de Entre Ríos; a Elias, a quien hacía morder con el perro Purvis para divertirse y vejarlo; al muchacho Seguí, a su edecancito, Huergo, y extraño no ver a Laguitos y a don Diógenes, y el resto de la familia en lugar de Guido, García. Anchorena. Arana, Pacheco, hombres de respeto y consideración, ya que Alsina, Pórtela. Veloz, Domínguez, Tejedor, Sarmiento y tantos otros podrían ser tachados de unitarios salvajes". 
Urquiza había insinuado a Sarmiento, en Gualeguayehú, que, no bien libertada la república, se retiraría a su casa. En vez de hacer esto había dejado dos batallones correntinos en custodia de la ciudad al mando de Piran. Los antiguos sostenedores de Rosas —Anchorena. Arana, Costa, Lagos y otros— no estaban diispuestos a servir a Urquiza. "¿Qué son los hombres —preguntaba Sarmiento a Urquiza— bestias de posta, indiferentes al que las ha de ensillar?. Los intereses de Buenos Aires unían a rosistas y antirosistas frente al enemigo común que era Urquiza. Sarmiento le aconsejaba, sabiendo' que no lo haría, disolver el Congreso que había reunido, alejar a "sus sirvientes Elias , Seguí, Leiva, Huergo, Gorostiaga, que están diciendo a gritos lo que hay en el fondo", y convocar un nuevo congreso en el cual debían entrar "los señores Alberdi, Guido, Alsína, Anchorena, López, Domínguez, Mitre, Lagos, Vélez, Carril, Pilco, los generales Pacheco, Pinto y Oro, Aberastain, Mármol, Sarmiento, hombres de saber, de prestigio, de autoridad, de conocimientos".
Sarmiento no olvidaba la muerte de Chilavert y de los cientos de la división Aquino, "degollados o fusilados en Palermo, a doscientos pasos de la puerta de su habitación, y cuya putrefacción apestaba el aire. Yo fui a ver el cadáver de Chilavert, hinchado, desfigurado, comido, supurando, diez días después de su ejecución".  El mariscal Márquez, el jefe brasileño, estaba espantado. "¿Por qué mató, general, a Chilavert al día siguiente de la batalla, después de la conversación que tuvieron? " Todo el ejército se quedó asombrado, sin saber por qué causa secreta, pues aparente no había, se deshacía de Chilavert. Muchos días después, contemplando con Mitre su cadáver desfigurado, ¿a quién habrá degollado el general en este pobre Chilavert?, me debía. No sé por qué me parece, replicábale yo, que es al artillero científico, a fin de que su Piran no tenga rival". Chilavert se había pasado a Rosas, pero no lo había servido en la mazorca ni en las expoliaciones
La alianza con el Brasil había hecho mucho daño a Urquiza. Este lo sabía y había alejado a los brasileños en todos los sentidos. Sólo había admitido su dinero. El enviado del emperador, Carnoiro Leao, había expresado ante Sarmiento: "iSí, los millones con que hemos tenido que comprarlo para derrocar a Rosas! ¡Todavía después de entrar a Buenos Aires quería que le diesen los cien mil duros mensuales mientras obscurecía el brillo de nuestras armas en Monte Caseros para atribuirse solo los honores de la victoria!". Las provincias revivían sus ataques a los" porteños. Olvidaban que si Buenos Aires habían aniquilado a las provincias "ha sido por la mano de los provincianos Benavidez. Virasoro, López, Urquiza, sus ciegos instrumentos, sus vendidos verdugos".  Urquiza era el que más prisioneros había degollado. La piel de Berón de Astrada, con la cual se hahía hecho una manea, la había sacado un muchacho que servía a la mesa de Urquiza. Nadie ignoraba que este gobernador había sido rosista hasta que comprendió que Rosas jamás iba a reunir un Congreso ni permitir la navegación en los ríos. Urquiza se rodeaba, según Sarmiento, de hombres "obscurísimos, como Elias, Seguí, Huerguito y tanto otro badulaque que ha mandado al Congreso, y el clérigo Peña, ¿hay algo más obscuro y despreciado?". 
La carta de Yungay causó sensación. Sarmiento era diputado por San Juan,  Continuó sus reflexiones políticas en otros escritos. ¿Quiénes habían impedido que se constituyese el país? los caudillos: López, Bustos, Quiroga. Urquiza no había querido tocar a los caudillos del tiempo de Rosas. La Constitución debía ser "un arreglo cntre los propietarios feudales". En veinticuatro horas, con las piezas fraguadas en Palermo, se llegó al Acuerdo de San Nicolás. Este arreglo hecho entre los lobos levantó las protestas de cinco de las diez provincias convocadas. San Juan depuso a Benavidez; Tucumán, a Gutiérrez; Córdoba, a López; Corrientes, a Virasoro, y Buenos Aires, a López 
El Congreso debía reunirse en Santa Fe , que no tenía prensa, correos, ni casi población. Urquiza había traído el Congreso frente a su casa. Sarmiento analizó todios los defectos del tratado de San Nicolás.  le escribe Sarmiento a Mitre:

«No deje cicatrizar la herida de Pavón. Urquiza debe desaparecer de la escena, cueste lo que cueste. Southampton o la horca

 

Domingo F. Sarmiento

Desde la ficción a la historia

 por Paco Cerrejón

… la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.

(Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes)

La historia, la disciplina científica, debe ser veraz pero no tiene por qué ser verosímil. En cambio la ficción debe ser verosímil pero no tiene por qué ser veraz. El catedrático de Historia de América Pablo Emilio Pérez Mallaína, en su libro sobre las Atarazanas de Sevilla comenta a Marc Bloch, cuando en su libro sobre lo que supone ser un historiador escribe «cuando en una investigación no se podía cuantificar, se imponía relatar e, incluso, era lícito sugerir siempre que el lector estuviera claramente informado sobre el principio y el final de tales conjeturas y cuáles eran las bases científicas desde las que se había proyectado nuestra imaginación». Esta apreciación traza similitudes entre el relato histórico y el ficticio, difumina un tanto sus fronteras aunque estas siguen siendo claras. El lector debe saber qué es un hecho histórico y que una interpretación o una elucubración. El historiador debe ser fiel a la realidad que investiga y cuando no pueda basarse estrictamente en hechos objetivos debe anunciarlo para evitar que una interpretación pueda ser juzgada como realidad contrastada. Debe evitar caer en la ficción. Y la ficción debe evitar caer en un exceso de verdad, debe parecerlo pero no tiene por qué serlo.  La diferencia entre el relato que desarrolla un artículo científico y una narración de ficción, ya sea cómic, novela, teatro o cine, no se encuentra, como se podría pensar en un primer momento, en la verosimilitud. Una novela histórica puede perfectamente, incluso diría que más fácilmente, resultar al lector más real que un escrito de investigación histórica. Una novela —y lo mismo vale para cualquier medio artístico de carácter narrativo— necesita ser creíble, el espectador/lector debe asumir que la mentira sea o pudiera ser real, ya se trate de una trama urbana actual o una saga espacial.  Por poner un ejemplo, un espectador que esté viendo una película de gladiadores puede seguir la trama y disfrutarla sin problema aunque las corazas que aparezcan en pantalla no correspondan a la época histórica donde se desarrolla la acción (salvo, claro está, que sea un experto en la materia). En otro lado, un texto histórico no necesita generar esa sensación de verosimilitud, su objetivo es desentrañar y comunicar la realidad del pasado aunque al lector le pueda resultar irreal. A un lector le puede parecer increíble que los marineros de la expedición de Magallanes y Elcano comieran ratas o el cuero que recubría los mástiles de las naos, pero esa incredulidad no quita ni un ápice de realidad histórica a tal hecho. Esta diferencia además de básica está llena de matices que inciden en la dicotomía entre lo real y lo aparentemente real. Lo real no tiene porque parecerlo, mientras que lo falso debe parecerlo, lo contrario, tanto en el caso de la historia como de la narración ficticia sería un fallo que tiraría por los suelos ambos trabajos y los haría inútiles para cada uno de sus propósitos.


Pero aunque ambos relatos, el histórico y el de ficción, puedan parecer antagónicos, en realidad se encuentran mucho más cerca de lo que podría parecer. Incluso se retroalimentan mutuamente. Sin el conocimiento histórico y arqueológico al que accedió Marguerite Yourcenar le hubiera sido imposible escribir la magistral Memorias de Adriano, y esta novela a su vez fue un enorme canal de difusión del conocimiento histórico de dicha época, ayudando a que mucha gente llegara a artículos científicos sobre ese periodo. La ficción es una herramienta magnífica para la difusión del conocimiento histórico, y este conocimiento es una fuente inagotable de inspiración para los creadores. Esta simbiosis es maravillosamente provechosa para ambas disciplinas, para la historia porque ofrece una divulgación a la que de otro modo le sería imposible llegar y a la narrativa porque accede a un infinito número de temas en los que tejer historias. La ficción, si es de calidad, le da vida a la historia, impregna de una pátina de verosimilitud, de poética y de identificación al relato científico sobre el pasado. El creador recrea, reinventa un hecho histórico desde su presente por lo que al mismo tiempo lo actualiza y lo hace entendible y también atractivo para nuestros ojos. De esta forma podríamos decir que desde la creación se genera una mitología del pasado, sabemos que lo que nos narran no fue exactamente como ocurrió, pero pese a esto, si el autor es honesto, certero y hábil consigue que el lector/espectador entienda hasta qué punto ese pasado es suyo, porque al conocerlo y entenderlo, al vivirlo desde la ficción lo hace propio, lo asume y lo valora. Una de las claves en este sentido se encuentra en la identificación. En la obra de ficción se logra que el lector/espectador se identifique con lo que está viendo o leyendo, lo que consigue en el caso de la historia que se valore y se precie el periodo histórico en cuestión. El ejemplo de Memorias de Adriano vuelve a ser paradigmático en este caso.

Hay casos que se encuentran en la frontera entre ficción e historia. La monumental trilogía M sobre Benito Mussolini escrita por Antonio Scuratti es uno de esos casos en los que resulta difícil separar el trabajo de reconstrucción histórica, enorme en este caso, de la ficción, de los permisos narrativos que el autor se toma para narrar la biografía del dictador fascista. El enorme aparato crítico e histórico manejado por Scuratti no lastra la narración en absoluto. Es más, Scuratti, con una notable maestría como narrador, la envuelve y la hace aún más atractiva y sugestiva. Y por el otro lado, las licencias creativas usadas para llenar aquello donde no hay constancia documental de lo hablado o lo ocurrido, encaja sin disonancias con el relato histórico. En la misma línea podríamos citar la también monumental en todos los aspectos From Hell, de Alan Moore y Eddie Campbell.Hay que advertir que esta relación también puede generar un efecto perverso. El historiador Carl Chinn, en su libro Peaky Blinders: la verdadera historia, en el que investiga la realidad histórica detrás de la serie televisiva de mismo nombre, señala el riesgo que puede conllevar de distorsión el éxito de algunas ficciones basadas en hechos pasados pero poco ancladas en lo que realmente sucedió. Advierte de cómo se puede popularizar una visión alejada de la realidad histórica que acaba dando una imagen falsa, como en el caso de esta magistral serie, que si bien parte de una realidad, los llamado Peaky Blinders, un grupo de jóvenes violentos pseudomafiosos de Birmingham en los años anteriores a la Primera Guerra Mundial, termina, en aras de la propia trama de ficción, por divergir de forma notoria hacía hechos no históricos aunque busque retratar una época pasada e incluso incluya personajes reales.

Aun así, Peaky Blinders no deja de ser una ficción de una gran calidad artística y narrativa, ya que al fin y al cabo, como señalaba en párrafos anteriores, su objetivo es contarnos una mentira verosímil. Y aunque el riesgo de distorsionar el pasado que señala Chinn es cierto, también lo es que gracias a la serie su trabajo como historiador se ha visto mucho más difundido. El gusto por la serie despierta el interés por la época. Existe pues un interesante equilibrio entre la difusión histórica que logran las ficciones y la posible desvirtuación del pasado. En este aspecto la labor de los historiadores como puntales de la realidad pasada se hace perentoria, son ellos y ellas quienes deben señalar los aciertos y los errores en estos casos y aprovechar esas corrientes de interés para fijar la realidad histórica, para separa el grano de la paja y terminar de evidenciar el valor del pasado como fuente de conocimiento.

En contraste con Peaky Blinders está la serie patria El Ministerio del Tiempo, que se ha convertido en un paradigma de la divulgación histórica. La serie parte de una premisa ya de por sí interesante, como es la existencia de un ministerio del Estado que controla una serie de puertas que permiten el viaje en el tiempo y cuya misión es evitar cambios en la historia de España. Desde este punto de partida, por sus capítulos han desfilado desde el Empecinado a Franco, pasando por Lope de Vega, Cervantes, Velázquez (que es un agente del Ministerio), Picasso, Felipe II (en una fabulosa distopía en la que logra viajar al presente y dominarlo y con ello a todo el mundo)Goya, los últimos de Filipinas y un largo etc. Han logrado que algunos de estos personajes históricos hayan sido trending topic por primera vez, como en el caso de Lope de Vega. Esta serie ha logrado despertar un interés por nuestra historia como muy pocas veces se ha visto, siendo además rigurosos en lo que a los hechos históricos se refiere. 

Un caso que se explica por sí mismo de difusión de la historia a través de la ficción es Astérix. Las aventuras del galo más universal y sus compañeros de aldea, creados por el guionista René Goscinny y el dibujante Albert Uderzo, son uno de los mayores hitos en la difusión de la historia de Roma. Con todas las licencias que se quieran y son muchas, Goscinny y Uderzo recrean la Roma histórica y sus principales protagonistas. Si cuando hablaba anteriormente, en el caso de la serie Peaky Blinders, del riesgo de tergiversar la historia, en el caso de Astérix me atrevo a afirmar que en este cómic ese peligro desaparece principalmente por el uso del humor y la caricatura, lo que evita que el lector asuma que lo está leyendo es un fiel reflejo del pasado. Este uso de la imagen y del gag traza una clara frontera entre el uso de la historia como argumento y su falta de exactitud. Lo que en una ficción de corte realista puede llevar a la lectora/espectadora a confundir ficción con realidad histórica, en el caso de Astérix se salva por la exageración que conlleva el humor como base narrativa. Sabemos que los personajes y que la historia nos hablan del pasado romano pero al mismo tiempo sabemos de forma intuitiva que no es real lo que nos narran. Esto es una ventaja que posee el cómic frente a los medios audiovisuales, la imagen dibujada ayuda a separar realidad de ficción en la mente del lector. Un plus al valor de esta impagable saga.

Álvaro Solano, en su artículo «Entre el papel y el celuloide. La ficción histórica y la divulgación de la Edad Media» publicado en Roda da Fortuna. Revista Eletrônica sobre Antiguidade e Medievo 2016, Volumen 5, Número 1-1 cita al profesor J. E. Ruiz-Doménec cuando escribe «el auge de la novela histórica nace del anhelo del público por conocer las caras del pasado, un anhelo que no consigue satisfacer con los libros de historia, dominados por una jerga profesional que les ha ido alejando poco a poco del público. La novela histórica ocupa el lugar que en otro tiempo tuvieron los relatos de los grandes historiadores». Este es otro riesgo que puede entreverse en la relación que estamos analizando, el que la ficción histórica se apropie en exclusividad de la misión divulgativa que debe poseer toda publicación histórica. Más allá de que algunos, a veces muchos, artículos científicos se escriban para uso interno, casi exclusivo de los historiadores, lo que limita sobremanera la capacidad divulgativa, lo cierto es que el papel de divulgador de la ficción histórica no puede ni sobreponerse ni sustituir al de los propios historiadores. Son dos formas distintas y complementarias. Los historiadores se harían un flaco favor a sí mismos y a su disciplina si regalaran la función divulgativa a las narraciones de ficción. En este caso el riesgo de desvirtuar el conocimiento del pasado es innegable.

Para este tema resulta tremendamente útil el cómic El tesoro del Cisne Negro, del guionista Guillermo Corral y del historietista Paco Roca. Esta obra, basada en hechos reales, narra todo el proceso de gestión arqueológica, administrativa y política que conllevo la recuperación del tesoro de la fragata Mercedes, que expolió la empresa cazatesoros Odyssey Marine Exploration. De hecho el propio guionista fue uno de los protagonistas de aquellos hechos. En este caso, además de rescatar un episodio de nuestra historia reciente, señala la importancia de la arqueología para el patrimonio nacional, tanto físico, con las monedas recuperadas, como inmaterial, por el valor histórico de los restos y por el empeño de un país y su gobierno en rescatar su patrimonio expoliado. Aunque la historia se centra en los trámites políticos, administrativos y judiciales en torno a la recuperación del tesoro, los autores también aprovechan para recrear el último viaje de la fragata y su naufragio. Así que por un lado tenemos la historia de la recuperación del tesoro, la de la fragata y de trasfondo de todo el cómic la reflexión sobre la importancia del patrimonio histórico. Esta obra, además de por sus valores artísticos, destaca por aunar una doble faceta divulgadora, la de la historia en sí y la del proceso actual de recuperación de la misma y todo ello en un único discurso narrativo. Y lo mismo se puede decir de su adaptación televisiva realizada por Alejandro Amenábar.

Un ejemplo del modo de hacer ficción histórica es el making off del cómic La aventura de la primera vuelta al mundo, que puede explicar de primera mano cómo se trabaja desde el ámbito narrativo para casar el relato de ficción con la realidad histórica que se quiere narrar, los encuentros y desencuentros entre la ficción y la historia. Y servirá además para ejemplificar muchas de las ideas que se plantean en este texto. Esta obra nació con el objetivo marcado de difundir la gesta que Fernando de Magallanes y Juan Sebastián Elcano llevaron a cabo hace quinientos años, su función era y es puramente divulgativa. Se tenía claro que el cómic debía ser riguroso históricamente y al mismo tiempo atractivo para el público al que iba destinado, jóvenes principalmente, aunque también se buscaba que los adultos pudieran disfrutarlo. Es decir, no es una obra infantil, pese a que mucha gente lo entendió así al tratarse de un cómic (sic).

Aclarado esto, importante para entender el modo de difusión, a quién y cómo se dirige la obra, el principal reto tanto del guionista, Rafael Marín, como por el coordinador del libro (y dibujante en el mismo también) Abel Ippólito y del asesor histórico, Manuel Parodi, fue casar el ritmo y las necesidades del relato con los hechos históricos de la gesta. Por supuesto se tuvieron que hacer correcciones, como por ejemplo quitar caballos de algunas viñetas al no estar incluidos estos animales en las cinco naos.

También se tomaron algunas licencias históricas. En este sentido creo que es bastante esclarecedor el capítulo en el que (ojo, spoiler) muere Magallanes. Este episodio de la narración fue encargado a Diego Galindo, un autor con un estilo gráfico y narrativo cercano al género superheroico. Su elección para este capítulo no fue casual, se quería dar un enfoque que enfatizara el tono bélico de la escena. Además se trataba de uno de los momentos clave de todo el viaje y que va a marcar el futuro de la expedición. La muerte de Magallanes debía tener toda la carga emocional y dramática que se pudiera dar, tanto desde el guion como desde el dibujo, y por ello y no sin varias deliberaciones y debates, se decidió faltar a la realidad histórica, al menos en la forma. En el cómic Magallanes muere al ser atravesada su coraza por una lanza. No se sabe exactamente cómo murió el portugués, pero sí que no pudo morir de esta forma, aquellas tribus no poseían lanzas que pudieran atravesar una coraza de acero.

¿Por qué se decidió mantener este error histórico? Por varias razones a las que se llegó tras mucho pensarlo. Primero, porque se trataba de algo anecdótico en la expedición, no la muerte en sí de Magallanes, sino el cómo murió. Para el peso de la gesta en la historia, para su importancia naval y para la propia expedición, lo importante fue la muerte, el que falleciera de una forma u otra, atravesado por mil flechas o por una lanza, que el golpe definitivo fuera en el pecho o en la cabeza, no cambia sustancialmente ni la importancia de este hecho ni sus consecuencias. Era por tanto un detalle menor. La carga dramática de la escena, tanto en lo que respecta al guion como al dibujo y la narrativa, es magnífica y logra transmitir toda la importancia del momento. Con solo cuatro cartelas de texto y la viñeta, sin marco, en la que vemos a Magallanes con el rostro descompuesto, atravesado el pecho por la lanza, se consigue transmitir al lector la importancia crucial del episodio. Por ello, en aras de la narración, de hacer atractiva la historia que se narraba, de despertar en el lector el interés por esa historia y sabiendo que no se trataba de un detalle definitorio, se decidió mantener ese «error». Este ejemplo da a entender razonablemente la diferencia entre una narración histórica y una ficción, cuales son los límites y las obligaciones.

Sin duda este tema daría para mucho más y no son cientos sino miles los ejemplos que se podrían analizar. Al fin y al cabo la relación entre historia y ficción viene desde muy atrás, podría decirse incluso que la necesidad que surge en el ser humano de contar historias está unida inseparablemente de su necesidad de conocer la historia, de que le narren su propio pasado. Muchas de las pinturas rupestres cuentan historias sobre las partidas de caza, que no dejan de ser hechos históricos de esas mismas tribus. Así, los primeros hechos históricos de los que tenemos constancia nos llegan en forma de narración pictórica. La historia y la ficción unidas desde su propio nacimiento. Es Homero quien imaginó la historia griega y cuyo legado es la base de buena parte del conocimiento histórico de aquella época.

Roque Sáenz Peña en la Presidencia

 Por Natalio Botana ("El Orden Conservador")

Figueroa Alcorta —escribe Miguel Angel Cárcano— «no tenía en el círculo de sus amigos una personalidad de tanta notoriedad y relieve como Sáenz Peña». La sucesión estaba en marcha. Ya habíamos subrayado —adrede— el papel de Sáenz Peña en el autonomismo pellegrinista. Pero su antirroquismo venía de antigua data. Se había formado en su juventud en el viejo alsinismo; defensor de Avellaneda, luego «Juarista» (uno de los últimos ministros del presidente derrotado en el noventa), Sáenz Peña encabezó el movimiento modernista, impulsado desde la provincia de Buenos Aires por el gobernador Julio Costa, que lo hizo candidato firme en las elecciones presidenciales de 1892 y que sólo pudo desbaratar Roca, logrando la adhesión del P. A. N. y del mitrismo a la candidatura de su padre. Elegido senador por la provincia renunció poco tiempo después. Retomó a la actividad pública para participar en la coalición opositora que alentó la política de las paralelas en 1898. Cuatro años más tarde, Sáenz Peña encabezó la lista «demócrata» de 1902; acompañó a C. Pellegrini en la Convención de Notables de 1904 y en 1906 fue electo diputado por la «Coalición Popular». No asumió la banca y aceptó un cargo diplomático de ministro plenipotenciario ante los gobiernos de España, Portugal, Suiza e Italia, prolongando así una exitosa carrera en el campo de las relaciones exteriores, que alcanzó momentos culminantes hacia fines de la década del ochenta con motivo de la Conferencia Panamericana en 1889.

La trayectoria de Sáenz Peña evoca, en gran medida, el perfil de un opositor interno frente al predominio de la fracción roquista en la política nacional: una actitud de distanciamiento y de intentos frustrados durante los veintiséis años que transcurrieron entre 1890 y 1916. Dentro de la clase gobernante, Sáenz Peña rompía lanzas con la hegemonía gubernamental sin emigrar jamás hacia las fuerzas políticas que, al situarse fuera del cuadro establecido, impugnaban la legitimidad del régimen desde la oposición externa. Más bien, su acción pública revela las reglas no escritas del control institucional que un grupo gobernante, percibido como oligárquico, ejercía sobre aquéllos dispuestos a participar en un hipotético juego competitivo.

Sáenz Peña programó su candidatura desde Europa.  Allí se puso de acuerdo con Indalecio Gómez, viejo colega en el movimiento modernista del 91, acerca de la estrategia del próximo gobierno. Gómez era también un consecuente antirroquista. Una fiel amistad con J. M. Estrada, a la cual no eran ajenas convicciones comunes, motivó su incorporación, en 1889, a la Unión Católica. En 1892 Gómez fue electo diputado por Salta, su provincia natal; obtuvo su reelección en 1896 y a caballo entre ambos períodos llegó a ocupar la vicepresidencia segunda de la Cámara entre 1894 y 1897. Permaneció, pues, en el parlamento hasta el filo del siglo. En 1904, I. Gómez era ferviente pellegrinista; un año después, M. Quintana, le confió la representación diplomática, con sede en Berlín, ante Alemania, Austria-Hungría y Rusia.   Modernismo, política de las paralelas, pellegrinismo: tres momentos opositores compartidos por un antiguo juarista y un militante católico. El movimiento reformista del centenario cobraba cuerpo en Roque Sáenz Peña e Indalecio Gómez: juntos en la ciudad de Lucerna, el futuro presidente y su ministro del Interior trazaron los lineamientos de la reforma política de 1912.

La campaña electoral se organizó en torno de la «Unión Nacional», un movimiento que en poco tiempo cubrió todo el país sin sufrir fisura alguna. Frente a esta coalición de origen bonaerense, bien apoyada, de inmediato, por los gobiernos de provincia, apenas despuntó la simbólica oposición de los republicanos-mitristas que levantaron la candidatura de E. Udaondo.   El clima de la campaña, los discursos y las propuestas que se desgranaron en los actos públicos, poco desmintieron el sesgo optimista del centenario. La candidatura de Sáenz Peña nacía como un intento, de cuyo éxito nadie dudaba, que tenía el «sugestivo poder de borrar /…/ las líneas divisorias que nos habían dejado las antiguas luchas». El candidato arrastraba consigo el apoyo de los que «desde hace largos años concentran a su alrededor los prestigios de la intelectualidad, de la fortuna y del trabajo»; su figura, engarzada con una larga tradición venía a redimir de males una peculiar época oscura, hecha a la medida de personajes reprochables como «el general Roca ha sido precisamente después de realizada la Unión Nacional, el más ilustre enemigo de la democracia argentina». (A. Beccar Varela. La reforma electoral. Contribución a su estudio. Bs. As. Imprenta de la Prisión Nacional, 1911)

Para hacer más eficaz el contraste, se resaltaba la presencia en la Unión Nacional de los «sobrevivientes de la junta revolucionaria de 1890», de Romero, Goyena y Demaría que, lejos esta vez de las lilas de la Unión Cívica pretendidamente alineada tras Udaondo, desmentían las críticas provenientes del bando republicano acerca del pasado juarista de Sáenz Peña.

La justificación de la candidatura exime de mayores comentarios. La propaganda electoral proponía a Sáenz Peña como un conciliador de tendencias, cobijadas bajo la percepción de una Argentina «favorecida por un clima privilegiado, con los frutos óptimos de todas las zonas, regida por leyes sabias y con una constitución admirable, dirigida por gobernantes mancomunados en un solo propósito patriótico…». Exultaciones que, sin embargo, no debían favorecer excesos en un país amparado, «hasta que llegue el mayor grado de su desarrollo, por una política que basada en los principios e inspirada en los fines liberales de nuestra constitución liberal, reúna todas las características de una democracia conservadora». Entre los prolijos análisis de la política económica que efectuaba Federico Pinedo (padre) y algún devaneo retórico inspirado en una visión cósmica del desarrollo constitucional, la campaña afrontaba la oposición de importantes diarios porteños y no eludía advertencias para precaverse de enemigos amenazantes.

Esas amenazas se encamaban en el radicalismo, formado por los restos de aquel gran partido que ha veinte años fundaron Del Valle y Alem …que proclama la revolución, levantando un programa de sufrimiento y de muerte», cuya dirección interna, irresponsable y absoluta, es una triste muestra de lo que sería su gobierno real.  La lectura de los discursos electorales y las formas de organización y de reclutamiento, califican a la Unión Nacional con el signo de una fuerza política de carácter tradicional. Como el P. A. N., la Unión Nacional constituía un eficaz vehículo para comunicar oligarquías locales y gobiernos provinciales bajo la protección de una presidencia que no escatimaba recursos —la intervención federal, la clausura del Congreso, el estado de sitio— para hacer efectivo su poder y su influencia electoral. Pero mientras los viejos arreglos, que gestaban candidaturas, manipulaban una ideología funcional con la estructura política, la Unión Nacional reorientó, con un brusco golpe de timón, ese mensaje ideológico y contradijo el sistema electoral vigente mediante un proyecto reformista, que Sáenz Peña proclamó en su discurso-programa pronunciado en la plaza Retiro en el mes de agosto de 1909. Allí manifestó sus propósitos institucionales y los tradujo en un lenguaje que mucho recuerda la profesión de fe de un creyente. «Dejadme creer —dijo en aquella circunstancia— que soy pretexto para la fundación del partido orgánico y doctrinario que exige la grandeza argentina; dejadme la confianza de que acabaron los personalismos y volvemos a darnos a las ideas».

Sáenz Peña regresó a Europa desde donde impuso la candidatura de Victorino de la Plaza para la vicepresidencia. A fin de año tuvo lugar la proclamación oficial. El resto de los cargos, en el orden nacional y en las provincias, se adjudicaron sin consultar a las asambleas o a las convenciones de las agrupaciones de distritos. Tres meses después, en abril de 1910, las listas de la Unión Nacional se impusieron en todo el país sin atisbo alguno de resistencia electoral, pese a la participación del P. Socialista (en la Capital) y de la fracción cívica-republicana que apoyó la candidatura de Udaondo. Los radicales permanecieron en la abstención.

Acallados los festejos del Centenario, no decrecieron los signos inquietantes. El temor de una conspiración radical, presentida por los gobernantes, acompañó el regreso de Sáenz Peña, ya electo presidente. Desembarcó en Buenos Aires de noche, sin pública acogida y fuertemente custodiado. De inmediato rompió la incomunicación y buscó entrevistarse con el personaje que despistaba los servicios de seguridad y evocaba las mayores amenazas: Hipólito Yrigoyen y Roque Sáenz Peña conversaron días antes que tuviera lugar la asunción del mando.  Yrigoyen rechazó la propuesta de integrar un gabinete de coalición en el próximo gobierno y mantuvo invariable su exigencia acerca de la modificación del registro y de la ley electoral, decisiones, ambas, que debían implementarse con intervenciones federales en todas las provincias para garantizar los nuevos comicios. Sáenz Peña no aceptó el temperamento intervencionista, pero ambos coincidieron en la necesidad impostergable de la reforma electoral.

Juró el cargo de Presidente el 12 de Octubre de 1910. Ausente la legitimidad de origen, Sáenz Peña justificó el proceso electoral que lo llevó a la primera magistratura, magnificando la participación de votantes en la Capital Federal: «son pocos, lo reconozco, pero nunca se vieron más ciudadanos». Casi una excusa, como él mismo lo reconoció, «que he necesitado hacer para fundar mi autoridad de gobernante, autoridad que procede de esa fuente democrática de imperfección universal, discutida eternamente bajo todos los sistemas representativos».   Los reformadores emprendían un plan que poco desmentiría el ritmo vertiginoso, o la velocidad de los cambios a los cuales estaba habituada la Argentina de ese entonces. Inmersos en una sociedad distinta, aquejados por la mala conciencia derivada de una política distante de los valores que hacía suyos la crítica moral, los nuevos gobernantes asumían la tarea de reparar una fórmula y un régimen. Buscaron un método: la reforma deliberada; quizá, definieron una meta: la conservación del poder y de su posición social, ambas cosas reconciliadas, esta vez, con una práctica institucional menos imperfecta o más coherente con los principios proclamados. En todo caso, se apresuraron a materializar las intenciones y emprendieron los estudios para reformar la ley electoral. Conocían estos menesteres; entendían de antecedentes y de legislación comparada y sabían que, desde hacía ya una década, el país había penetrado, a tientas y con frustraciones sucesivas, en un territorio donde la inocencia de los propósitos debía chocar, necesariamente, con la predicción estratégica acerca de los resultados.

La Batalla de la DIGNIDAD

por José Luis Muñoz Azpiri (h)

El principal episodio bélico de la intervención anglo-francesa de 1845 fue la batalla de la Vuelta de Obligado, empeñado en el Paraná el 20 de noviembre de 1845, a los pocos meses de haberse roto las hostilidades. La victoria favoreció a los invasores. Los cañones atacantes eran de mayor alcance que las baterías patriotas y transformaron el combate, durante algún tiempo, en una carnicería impune. Los primeros defensores murieron en las barrancas cantando el Himno Nacional; los últimos, faltos ya de municiones, tras ocho horas de combate, cayeron contraatacando a las tropas de desembarco. Fue el episodio más heroico y más dramático de la historia argentina. José de San Martín, telamón de la patria, escribió a Rosas desde Europa, al conocer el denuedo de la jornada: “Los interventores habrán visto que los argentinos no son empanadas que se comen sin más trabajo que el de abrir la boca…. Es contienda es en mi opinión, de tanta trascendencia como la de nuestra emancipación de España”.

       Florencio Varela y otros iniciadores de la tradición autolesionista que aún nos aflige, saludaron como un triunfo de la civilización la derrota y el luto de Obligado. Sin embargo, debieron confesar que nunca, desde la paz napoleónica, la “Grande Paix”, como se decía entonces, los ingleses y franceses habían hallado tal resistencia ante un ataque armado. En nombre de los argentinos expatriados en el Uruguay, Varela había viajado precisamente a Europa para solicitar la intervención armada contra sus compatriotas, ofreciendo en pago la creación de un Estado mesopotámico libre que mantendría vínculos comerciales directos con Londres, a través de los ríos liberados.

       El 28 de septiembre de 1845 los almirantes de las escuadras interventoras Inglefield y Lainé bloquearon los puertos y costas de la provincia de Buenos Aires y se dispusieron a abrir a cañonazos la navegación del Paraná, para llevar auxilios a Corrientes, aliada de Montevideo, y en guerra, a la sazón, contra Buenos Aires. Era deseo de éstos franquear por la fuerza una vía libre hacia el lejano Paraguay, especie de Eldorado para la imaginación europea de aquel entonces. Las naves extranjeras recorrían ya a título de soberanas las aguas del río Uruguay y habían conseguido ocupar con mercenarios italianos la isla de Martín García, llave de los ríos, además de asaltar e incendiar a Gualeguaychú – repugnaba a los ingleses saquear en persona a sus connacionales que eran dueños del comercio -, cosechando un botín de decenas de miles de libras.
“Who by murder earn their bread and by robbery
British lads so sharp and keen
Gringos too, so base and mean
To count the money yet unseen and shame defy”
(¿Quiénes mediante el crimen y el robo ganan su pan con el escándalo y la vergüenza? 
Pues jóvenes británicos, ladinos y ansiosos, junto con gringos tan bajos y ruines como para contar las monedas de un botín que todavía no ha caído en sus manos).
Esta letrilla apareció publicada en el “British Packet” del 14 de febrero de 1846.
       Rosas se propuso detener o entorpecer el avance de las fuerzas navales aliadas a través del Paraná y con tal propósito, ordeno emplazar una treintena de cañones, en baterías improvisadas, en la Vuelta de Obligado, punto del distrito bonaerense de San Pedro donde el río tiene una anchura de unos ochocientos metros y forma un codo acentuado, en dirección norte, muy difícil de remontar con la navegación a vela. Dispuso, a la vez, tender de costa a costa una cadena sostenida por veinte lanchones, botes y chatas, no tanto con el propósito de que sirvieran de obstáculo al paso de los barcos enemigos cuanto para demostrar simbólicamente que la llave de los ríos era argentina y sólo podría manejarla el extranjero mediante el uso de la violencia.

       La escuadra invasora, fuerte de diez barcos, cuatro de ellos vapores, armada con cien cañones y proyectiles novísimos, como el obús “Paixhan”, protegía un convoy de noventa naves, organizado en Montevideo para transportar artículos comerciales y pertrechos y armas a Corrientes y el Paraguay. El río debía abrirse por la fuerza, conforme a órdenes recibidas por el capitán Charles Hothman, jefe, en la ocasión, de las fuerza inglesas, y R. Tréhouart, de las de Francia. En la antevíspera del encuentro, el general Lucio Mansilla, héroe de la independencia y hermano político de Rosas que comandaba la defensa del paso, redactó una arenga de tono encendido y contenido preciso, en la recordaba que “los insignificantes restos de salvajes unitarios que han podido salvar de la persecución de los victoriosos ejércitos de la Confederación y Orientales Libres en las memorables batallas de Arroyo Grande, India Muerta, y otras… han procedido infame y brutalmente y son el origen de la intervención armada con que los marinos de Francia e Inglaterra vienen navegando las aguas del Gran Paraná, sobre cuyas costas estamos para privar la navegación bajo de otra bandera que no sea la nacional”.
       La locución señalaba con exactitud el origen de la intervención, la doctrina de los ríos y el deber del patriotismo nacional.

       Se repetía la historia de Trafalgar, donde las naves españolas eran cazadas y hundidas a distancia por bocas de fuego de mayor alcance. Después de ocho horas de rudo cañoneo, cuando las granadas aliadas habían producido una horrorosa mortandad y no quedaban ya proyectiles a la defensa, ésta última cedió y la marinería inglesa desembarcó en la costa. Los atacados, con su jefe a la cabeza cumplieron entonces “un último y desesperado esfuerzo”, según el corresponsal de guerra de “El Nacional” de Montevideo que fue testigo del encuentro. El general Mansilla, resuelto evidentemente a no sobrevivir al desastre, encabezó un ataque a la bayoneta y cayó herido en el vientre, por una granada, antes de poder superar la barrera de proyectiles. Prácticamente todos los defensores de las baterías murieron en sus puestos, inclusive varias mujeres cantineras que se negaron a abandonar a sus esposos, hijos o hermanos al iniciarse el bombardeo. El río, la costa, el talud, la barranca, el monte, se transformaron virtualmente en un cementerio de cadáveres insepultos.
       El parte del almirante aliado rindió involuntariamente testimonio del heroísmo de los defensores al declarar: “Siento vivamente que esta gallarda proeza se haya logrado a costa de tal pérdida de vidas – se refería a las bajas del atacante -; pero, considerada la fuerte posición del enemigo y la obstinación con que fue defendida, debemos agradecer a la Providencia que no haya sido mayor”.

       Por la mañana se efectuó un nuevo desembarco con participación de la infantería de marina francesa, la cual conquistó algunas banderolas que se alzaban al frente de las tiendas y fueron exhibidas hasta no hace mucho, como trofeo de guerra, junto al sepulcro de Napoleón, en París, y llevó prisioneros a un sargento semimoribundo y varias mujeres heridas. Un cuadro dantesco se descubrió ante uno de los oficiales que pisó tierra: “Nuestros hombres vieron más de quinientos cadáveres; el sitio estaba completamente cubierto de muertos, gran número de los cuales yacía hecho trizas por efecto de las bombas”, el mismo testigo calculó que el número de heridos superaba el millar.
       La escuadra prosiguió su avance hacia el Norte. Al llegar a San Nicolás, en el paso del Tonelero, fue cañoneada nuevamente, esta vez con éxito, y el bombardeo se repitió en san Lorenzo, frente al campo de batalla de San Martín. Toda la ribera, hasta el río Paraguay, se mostró hostil a los invasores; día a día resonaba la metralla entre el juncal y los talas. La operación comercial resultó un “fiasco” clamoroso en Corrientes y Asunción, donde Hotham y sus intérpretes se esforzaron en demostrar inútilmente que los ríos quedaban abiertos a la navegación; pero, ¿quién habría de arriesgarse a mantener y solventar un tráfico que necesitaba, para sostenerse, del apoyo de toda una flota de cien cañones?
       Al fracaso comercial se unió, posteriormente, el militar. Al pasar la armada de vuelta, por Quebracho, la fuerza de Mansilla le disparó mil cuatrocientos cañonazos y más de veinte mil tiros de fusil, consiguiendo desorganizar el convoy e incendiar siete barcos, con las únicas bajas de un muerto y cuatro heridos. Para entonces Urquiza derrotaba en Laguna Limpia a la vanguardia correntina del general Paz, director de la guerra contra Rosas, que había firmado un convenio secreto con el Paraguay, mediante el cual se comprometía a despojar a Corrientes de parte de su territorio a cambio de diez mil soldados.
La escuadra encontróse de retorno en Montevideo, al año de la partida, diezmada por el hambre, el fuego, el escorbuto y el desaliento producido por el fracaso de la operación comercial. A partir de entonces, ni una sola barca se atrevió a remontar los ríos.
       La consecuencia más importante de la batalla de Obligado y encuentros conexos, según asegura un estudioso norteamericano, fue exaltar el patriotismo del pueblo argentino hasta un grado sin precedentes, pues, como dijo San Martín, “todas las facciones se unieron para oponerse a los extranjeros que trataban de desmembrar el país.”
       La batalla se libró en 1845, el mismo año de la aparición del “Facundo” y la instalación del primer molino de harina y primer alambrado. Las fuerzas nacionales defendieron el principio de la soberanía de los ríos, actualmente reconocido por el derecho internacional y aplicado en la jurisdicción del territorio bajo su dominio. Fue un combate librado contra un enemigo externo, que hizo declarar al Libertador su estupor, al no poder concebir “que haya americanos que por un indigno espíritu de partido se unan al extranjero para humillar su patria… Una tal felonía ni el sepulcro la puede hacer desaparecer”, a las órdenes de un guerrero de la Independencia, que comandaba tropas del ejército y la armada y de los partidos del norte de la provincia. La batalla no resultó un triunfo, pero si la guerra de la cual Obligado fue el episodio culminante: Mansilla y San Pedro ganaron, en realidad, la Guerra del Paraná. En tal modo debemos festejar esta guerra como una victoria argentina ¿No se celebran acaso como fastos nacionales la campaña paraguaya de Belgrano y el triunfo de Mitre sobre López, al recordar las gloriosas derrotas de Tacuarí y Curupaytí?

       La guerra de 1845 terminó, en efecto, con las victoriosas convenciones Arana-Southern y Arana-Lepredour, por las cuales el invasor reconocía los derechos argentinos y se comprometía respetarlos en lo sucesivo, saludando con 21 añonazos la bandera adversaria. Los triunfos argentinos en los combates de San Lorenzo, Quebracho y Costa Brava, a más de la gran victoria moral de Obligado y la inteligente guerra diplomática empeñada por el canciller Arana, decidieron ese resultado.
       Al igual que en Malvinas, esperemos que ese grito de “O juremos con gloria a morir”; que aún sobrevive en esas voces acalladas por la metralla injusta y cuyo eco decidiera la guerra de Obligado y Malvinas, concite el sentimiento patriótico argentino en este nuevo aniversario de la batalla y borre con el oportuno desagravio el trazado de la infausta política del “realismo periférico” que no hace mucho ha injuriado los sepulcros y la memoria de nuestros muertos.

 

Juan Manuel de Rosas según Henry Stanley Ferns

 H.S.Ferns. (fue un historiador de las relaciones anglo-argentinas nacido en Canadá. Ferns es recordado por la biografía crítica del primer ministro canadiense William Lyon Mackenzie King, de la que fue coautor con Bernard Ostry, The Age of Mackenzie King: The Rise of the Leader. Fecha de nacimiento16 de diciembre de 1913 Fecha de la muerte19 de febrero de 1992. Investigador canadiense, residente en Gran Bretaña desde 1949. Decano y docente de la la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad de Birmingham)

“Bajo la dictadura de Rosas se produjo cierto movimiento de progreso sobre el cual las generaciones posteriores pudieron construir. En la extensa provincia de Buenos Aires se mantuvo la paz durante un largo período de tiempo. La frontera se desplazó hacia el sur y hacia el este, se eliminaron las perturbaciones sociales se conservó la independencia nacional. Había seguridad de la propiedad para todos aquellos que obedecieran a las autoridades públicas. Se respetaron cuidadosamente los derechos de los extranjeros conseguidos por tratados. El desarrollo comercial de la cría del ganado ovino agregó variedad y fuerza a a economía. Fue posible la acumulación de riquezas en manos privadas, tanto nacionales como extranjeras” (H.S.Ferns. Escritor canadiense radicado en Inglaterra. Gran Bretaña y Argentina en el siglo XIX.p.221)

"El régimen del general Rosas no se presentó de pronto al mundo para que se lo admirara o se lo vilipendiara, según el gusto o los intereses, ni asumió repentinamente un carácter definitivo, que lo distinguiera de sus predecesores y de sus sucesores. Surgió lentamente y su carácter se fue formando en gran medida respondiendo a las circunstancias y por designio del personaje que le dio nombre. Como fue durante muchos años la figura central de una controversia política, hasta el punto que terminó por convertirse casi en una figura simbólica. Rosas parecía asumir un carácter moral único. Para el estudioso de las actividades ordinarias de su gobierno, realizadas mes a mes y año a año, su política no presenta contraste de blanco o negro. Cuando dijimos que el general Rosas defendió con ahínco la independencia de la República Argentina, resistiendo a la intervención extranjera y la independencia de la provincia de Buenos Aires dentro de la Confederación de provincias argentinas, dijimos todo lo que puede decirse sobre sus principios. Todo lo demás era cuestión de oportunidad y acomodación de desarrollo y de presiones ejercidas primero y en un punto y luego en otro. Esto acaso explique los repetidos fracasos de sus enemigos, ya que ellos siempre tendieron a juzgarlo por sus declaraciones mas extremas y sus peores actos, lo cual les impidió apreciar sus condiciones para las negociaciones sagaces y solapadas". (Gran Bretaña y Argentina en el siglo XIX.p.222)

"La única Ocasión en que el Gobierno británico fue más allá de las palabras en su trato con al Argentina, esto es durante la turbulenta época del general Rosas, quedó derrotado y admitió con toda franqueza que había sido derrotado." (H.S.Ferns.Gran Bretaña y Argentina en el siglo XIX.p.486)


Roberto M. Ortiz y el “Fraude Patriótico”

 Por el Prof. Jbismarck

«En síntesis, señor presidente, corresponde el rechazo de lo anulación de las elecciones de lo provincia de Buenos Aires por las siguientes razones, entre las otras que he tenido ocasión de exponer. »Primero: Porque dichas elecciones, con todas sus deficiencias, no han sido objeto de pruebas legales que las invaliden.   »Segundo: Porque los antecedentes expuestos y los irregularidades de los comicios de la U.C.R. en las últimas elecciones de la Capital de la República y la posición de ese partido con respecto a la actuación de sus dirigentes con anterioridad al 6 de setiembre, le quitan autoridad política para impugnarlas.   »Tercero: Porque los órganos más representativos de la prensa nacional, de las faenas vivas y los hombres de trabajo, nos piden la iniciación inmediata de la obra de legislación.  »Cuarto: Porque dicha obra sólo es posible con el funcionamiento normal del Parlamento, que se vería inmediatamente perturbado con la anulación de elecciones y celebración de otras nuevas. »Quinto: Porque la ausencia de la labor parlamentaria durante otro año, perturbaría seriamente la vida económica, financiera e institucional de la República, contribuyendo a debilitar aun más el prestigio del Parlamento argentino y poniendo en peligro la estabilidad de nuestras instituciones».       ADOLFO MUGICA (defendiendo el fraude y padre del extraordinario Sacerdote Carlos Mugica)

Ortíz:  Nace en Buenos Aires, el 24 de septiembre de 1886. Fallece en Buenos Aires, el 15 de julio de 1942. En el otoño de 1937, cuando llegó el momento de consagrar la fórmula oficialista para las elecciones del año siguiente, Justo indicó que debía reiterarse el esquema de la Concordancia (presidente antipersonalista-vicepresidente conservador) y nombró candidato a su ministro de economía, Roberto M. Ortiz. 

La designación de Miguel Angel Cárcano, ministro de agricultura de Justo, firmante del pacto Roca-Runciman y miembro de la Sociedad Rural Argentina, despertó quejas entre los demócratas progresistas, que en su lugar propusieron a Robustiano Patrón Costas.  Las fuerzas negociaron y finalmente eligieron al jurista Ramón A. Castillo, ministro de Justicia en el gabinete justista. Finalmente, se consagró la fórmula Ortiz-Castillo, que se enfrentaría a los radicales Alvear y Mosca y a los socialistas Nicolás Repetto y Arturo Orgaz.  El 5 de septiembre de 1937 se realizaron las elecciones nacionales. La fórmula Ortiz-Castillo, consiguió 1.100.000 votos y la de Alvear-Mosca 815.000. Estos resultados fueron la evidencia de lo que se conoce como «el fraude patriótico». Así lo describió, Federico Pinedo, años después: «Los procedimientos que se usaron en estos comicios hacen imposible catalogar esas elecciones entre las mejores, ni entre las buenas, ni entre las regulares que ha habido en el país». Ortiz asume el 20 de febrero de 1938, y su gabinete lo integran: Interior: Diógenes Taboada; Relaciones Exteriores: José María Cantilo; Hacienda: Pedro Groppo; Justicia e Instrucción Pública: Jorge E. Coll; Guerra: general Carlos D. Márquez; Marina: contraalmirante León L. Scaso; Agricultura: José Padilla; Obras Públicas: Manuel R. Alvarado

Las elecciones se celebraron en un clima de violencia, a tal punto que los radicales de la provincia de Buenos Aires no pudieron votar.  Roberto Ortiz intentó impulsar sin resultado reformas que permitieran restablecer un régimen democrático. En este aspecto no dudó en intervenir la Provincia de Buenos Aires, gobernada por el célebre caudillo conservador Manuel Fresco, luego de las elecciones legislativas fraudulentas de febrero de 1940, impidiendo la asunción como gobernador de Buenos Aires de Alberto Barceló.  

En términos económicos, cuando Ortiz asume la crisis ya había disminuido: había un peso fuerte (el dólar estaba a 3,80 pesos), la desocupación iba en baja y la industrialización aumentaba. Ortiz continuó con obras que se iniciaron en la gestión de Justo: la construcción de la Avenida General Paz y una ruta a Mar del Plata, entre otras. Mientras, el presidente se encontraba sometido a una rigurosa dieta a causa de su diabetes.  El proceso de crecimiento industrial continuaba su ascenso a pesar de la guerra, o —con mayor exactitud— a causa de la disminución de las importaciones. Nuevas industrias comenzaron a surgir, reclamando más obreros, y las antiguas incrementaban la producción. Los brazos no podían venir del extranjero El interior los ofrecería en grandes cantidades. Todavía no se los llama «cabecitas negras», pero se vuelcan sobre la urbe en proporciones crecientes.   De acuerdo con Germani, los «desniveles en la distribución geográfica de la población son naturalmente el resultado de las migraciones internas y externas. La región Litoral y la Capital Federal han recibido el mayor número de inmigrantes extranjeros y a la vez, han atraído de manera considerable a los argentinos nacidos en otras regiones. Y en verdad es esto último lo que ha caracterizado el proceso en las últimas dos décadas».Así puede entenderse, a manera de ejemplo, el crecimiento de población del Gran Buenos Aires (aportes migratorios más aumento vegetativo), que ha llegado a convertirse en la «cabeza de Goliat» a que hizo referencia Ezequiel Martínez Estrada en uno de sus libros.  Ese crecimiento obrero es presentido oscuramente por algún diputado conservador como Reynaldo Pastor, que por supuesto no podrá escapar a sus esquemas mentales, y dirá en tono paternalista: «El día que nuestros obreros se acostumbren a que los hombres ricos, los grandes industriales, los altos funcionarios del gobierno al igual que los políticos que actúan en las altas esferas, los escuchen y se muestren sensibles a sus necesidades y prueben en esa forma que tienen un espíritu permeable para resolverlas, ese día van a dejarse alentar tantas rebeldías y el obrero argentino comprenderá que tiene una noble misión que cumplir en nuestro pueblo y en nuestra sociedad, comprenderá que él es, al igual que cualquier otro, un factor de progreso, un factor de respeto, un factor de trabajo y de cultura en el país. Digo estas palabras porque abrigo la esperanza de que ellas han de llegar al seno de algunos hogares argentinos y a la intimidad de hombres que puedan contribuir a orientar la actual situación social»

Claro que eso no podía satisfacer a «nuestros obreros», que se cansaban de enviar petitorios y notas al Congreso de la Nación en busca de una justicia que sistemáticamente les era negada en todos los ámbitos. Es que el Congreso adquiere en años de la presidencia de Ortiz —y luego de Castillo— el inconfundible tono de los cuerpos colegiados en decadencia. Conservadores y radicales se unían para apoyar dictámenes vergonzosos, como el relativo a los resultados de la investigación sobre las concesiones eléctricas de la Capital Federal. Lisandro de la Torre había muerto por propia determinación, el 5 de enero de 1939. En carta a sus dilectos amigos (en verdad su testamento) escribe: «Les ruego que se hagan cargo de la cremación de mi cadáver.  Deseo que no haya acompañamiento público, ni ceremonia laica ni religiosa alguna, ni acceso de curiosos y fotógrafos a ver el cadáver, con excepción de las personas que ustedes especialmente autoricen. Si fuera posible, deberá depositarse hoy mismo mi cuerpo en el Crematorio e incinerarlo mañana temprano, en privado.  Mucha gente buena me respeta y me quiere y sentirá mi muerte. Eso me basta como recompensa. No debe darse una importancia excesiva al desenlace final de una vida, aun cuando sean otras las preocupaciones vulgares. Si ustedes no lo desaprueban desearía que mis cenizas fueran arrojadas al viento. Me parece una forma excelente de volver a la nada, confundiéndose con todo lo que muere en el Universo».   En la década del treinta, su autoinmolación (y es época de suicidas: Lugones, Alfonsina Storni, Quiroga…) fue quizás la última advertencia frente a la insensibilidad ambiente. La guerra mundial primero, y los sucesos políticos de los años por venir en el ámbito nacional, harán que su gesto se oscurezca en el tiempo.

El presidente Ortiz, casi desde el comienzo de su gestión, sufre los efectos de una grave enfermedad que provocará, sucesivamente, su alejamiento y delegación de funciones en el vice Castillo, su renuncia a la primera magistratura y su fallecimiento. Dos acontecimientos políticos van a marcar esos primeros años: la intervención a la provincia de Catamarca —tierra natal del vicepresidente—, que habrá de provocar resquemores entre los miembros de la coalición gubernativa (conservadores y antipersonalistas); y la intervención a la provincia de Buenos Aires, con motivo de los fraudulentos comicios del 25 de febrero de 1940, convocados por el gobernador saliente Fresco. El candidato de Fresco, que logró imponerse en las instancias partidarias del conservadorismo bonaerense a Antonio Santamarina, era Alberto Barceló, «patrón» de Avellaneda que buscaba ampliar ahora su radio de acción. La intervención frustrará sus aspiraciones, pero en cambio Barceló llegará a ocupar una banca en el Senado, en representación del mismo distrito.  Estos y otros factores comenzarán a alinear tras de Ortiz a sectores del radicalismo alvearista, en su repetida aspiración de llegar al poder entrando en el juego oficialista. Ortiz, entonces, será visto como un demócrata que busca borrar los estigmas de su propia ascensión al poder, tratando de volver por los fueros del voto secreto y el comicio limpio. Pero,en lo económ  ico, en lo social y en todo lo que no se refiere al limitado tema del sufragio, su actitud no va a diferir, al menos en lo esencial, de lo hecho o dicho por su antecesor Justo. Algún conservador, muchos años después, definirá con acierto la posición del presidente Ortiz diciendo que «constituyó un verdadero plano inclinado hacia el radicalismo, al que protegía visiblemente, al extremo de haber intervenido, entre otras, a las provincias de Catamarca —sede política de su propio compañero de fórmula, injustamente agraviado por tal medida— y de Buenos Aires, considerada como el principal baluarte del conservadorismo». El Parlamento, en 1940, dedicará largas horas de sesión al affaire de las tierras de El Palomar que, «pese a sus proporciones reducidas frente a la inmoralidad reciente —unos escasos centenares de miles de pesos— salpicó hasta alguna esfera allegada al Poder Ejecutivo» Lo importante no es la magnitud del negociado, ni que resulten implicados legisladores (uno de ellos se suicida y el otro es excluido de la Cámara de Diputados), ni que el ministro de Guerra, general Márquez, y el propio presidente Ortiz se alarmen.

Roberto M. Ortiz envía al Parlamento su renuncia, que muestra desagrado ante las conclusiones elaboradas por la Comisión Investigadora del Senado (Palacios, Gilberto Suárez Lago, Héctor González Iramain). En sesión de asamblea (24 de agosto de 1940) presidida por el senador Robustiano Patrón Costas, los legisladores oficialistas y de la oposición se deshacen en consideraciones sobre la sensibilidad aguzada del primer mandatario y votan por el rechazo de su renuncia. Una sola voz se levanta para mostrar su disconformidad, votando por la aceptación; es Sánchez Sorondo.  «El ámbito político y administrativo estaba desprestigiado por episodios que tuvieron repercusión en la opinión pública y mostraron la corrupción difundida: como el negociado sobre compra de tierras en El Palomar para el ejército, en el que se defraudaron al Estado importantes sumas de dinero, en cuya operación aparecieron complicados legisladores radicales y conservadores, como las trapisondas denunciadas en la lotería nacional, y otros hechos que mostraban la crisis moral dominante en las esferas políticas». Estas consideraciones pertenecen a Carlos Ibarguren

El Congreso seguirá discutiendo sobre el fraude, sobre los diplomas de algunos de sus miembros (el citado Barceló, por ejemplo, ya en 1942). En las elecciones de 1940 los radicales consiguen ochenta diputados en la Cámara baja. Pero esa mayoría, con excepciones muy limitadas, de nada les servirá, y las cosas seguirán como antes. El desprestigio que envuelve al partido (salvo las tendencias que intentaban un replanteo de la conducción) conducirá a su derrota en la Capital Federal para 1942, a manos de los socialistas.

En 1940 se funda «Acción Argentina», que nucleaba a los partidarios de la causa aliada y cuya primera Junta Ejecutiva Central integraban Federico Pinedo, Jorge Bullrich, Julio A. Noble, Victoria Ocampo, Emilio Ravignani, y Nicolás Repetto; Los oradores del acto inaugural fueron Alvear, Repetto, Bernardo Houssay y José María Cantilo. Como se ve, los contactos entre figuras representativas de diversos partidos políticos (y también personalidades independientes) son frecuentes. Ello, además de otras causas (la estrategia frentista del Partido Comunista en primer lugar), posibilitará en pocos años la aparición de la Unión Democrática.

Con todo, el asunto político más comentado por esos tiempos era, naturalmente, la enfermedad del primer mandatario, y los problemas que entrañaba su legítima sucesión. Casi un símbolo de los «tiempos republicanos» que tocaban a su fin. félix Luna habla de una conspiración «tendiente a reponer a Ortiz en la presidencia» que conocía el ministro de Guerra, general Márquez, y de la que participaban el entonces mayor Pedro Eugenio Aramburu y diputados radicales como Emir Mercader. Con asentimiento del presidente Ortiz, se acordó secretamente que un triunvirato integrada por Alvear, el dirigente socialista Mario Bravo y el general Márquez, ministro de Guerra, se haría cargo del gobierno y llamaría a elecciones. Con todo, el Ejército resultaba cada vez más requerido en el plano político, y muchos militares (los de tendencia «justista», con su avezado director técnico a la cabeza, y también los de tendencia nacionalista) empezaban a dedicarse a actividades cada vez menos específicas.

Ortiz siguió las diferentes circunstancias políticas mientras hacía reposo durante el comienzo de 1941. Cuando llegó el verano, el presidente pasó la temporada en una estancia cercana a Mar del Plata. Allí permaneció hasta fines de marzo y se enteró de la llegada de un prestigioso oculista español, Ramón Castroviejo, que venía a revisarlo. La llegada del oftalmólogo estaba auspiciada por el Departamento de Estado de los Estados Unidos, que estaba interesado en que Ortiz pudiera retomar el poder, ya que no estaba contento con el neutralismo del catamarqueño Castillo. Castroviejo llegó en mayo y estuvo un mes en la Argentina, tiempo el cual le pasó a la Embajada de Estados Unidos informes diarios. El médico llegó a la conclusión de que el mal era irreversible. Así, el 22 de junio de 1941, Ortiz presentó su renuncia a la primera magistratura. Un mes después, el ex presidente moría a causa de una afección cardiaca.