Por Natalio Botana ("El Orden Conservador")
Figueroa Alcorta —escribe Miguel Angel Cárcano— «no tenía en
el círculo de sus amigos una personalidad de tanta notoriedad y relieve como
Sáenz Peña». La sucesión estaba en marcha. Ya habíamos subrayado —adrede— el
papel de Sáenz Peña en el autonomismo pellegrinista. Pero su antirroquismo
venía de antigua data. Se había formado en su juventud en el viejo
alsinismo; defensor de Avellaneda, luego «Juarista» (uno de los últimos
ministros del presidente derrotado en el noventa), Sáenz Peña encabezó el
movimiento modernista, impulsado desde la provincia de Buenos Aires por el
gobernador Julio Costa, que lo hizo candidato firme en las elecciones
presidenciales de 1892 y que sólo pudo desbaratar Roca, logrando la adhesión
del P. A. N. y del mitrismo a la candidatura de su padre. Elegido senador
por la provincia renunció poco tiempo después. Retomó a la actividad pública
para participar en la coalición opositora que alentó la política de las paralelas
en 1898. Cuatro años más tarde, Sáenz Peña encabezó la lista «demócrata» de
1902; acompañó a C. Pellegrini en la Convención de Notables de 1904 y en
1906 fue electo diputado por la «Coalición Popular». No asumió la banca y
aceptó un cargo diplomático de ministro plenipotenciario ante los gobiernos de
España, Portugal, Suiza e Italia, prolongando así una exitosa carrera en el
campo de las relaciones exteriores, que alcanzó momentos culminantes hacia
fines de la década del ochenta con motivo de la Conferencia Panamericana en
1889.
La trayectoria de Sáenz Peña evoca, en gran medida, el
perfil de un opositor interno frente al predominio de la fracción roquista en
la política nacional: una actitud de distanciamiento y de intentos frustrados
durante los veintiséis años que transcurrieron entre 1890 y 1916. Dentro de la
clase gobernante, Sáenz Peña rompía lanzas con la hegemonía gubernamental sin
emigrar jamás hacia las fuerzas políticas que, al situarse fuera del cuadro
establecido, impugnaban la legitimidad del régimen desde la oposición externa. Más
bien, su acción pública revela las reglas no escritas del control institucional
que un grupo gobernante, percibido como oligárquico, ejercía sobre aquéllos
dispuestos a participar en un hipotético juego competitivo.
Sáenz Peña programó su candidatura desde Europa. Allí se puso de acuerdo con Indalecio
Gómez, viejo colega en el movimiento modernista del 91, acerca de la estrategia
del próximo gobierno. Gómez era también un consecuente antirroquista. Una
fiel amistad con J. M. Estrada, a la cual no eran ajenas convicciones comunes,
motivó su incorporación, en 1889, a la Unión Católica. En 1892 Gómez fue electo
diputado por Salta, su provincia natal; obtuvo su reelección en 1896 y a
caballo entre ambos períodos llegó a ocupar la vicepresidencia segunda de la
Cámara entre 1894 y 1897. Permaneció, pues, en el parlamento hasta el filo del
siglo. En 1904, I. Gómez era ferviente pellegrinista; un año después,
M. Quintana, le confió la representación diplomática, con sede en Berlín,
ante Alemania, Austria-Hungría y Rusia.
Modernismo, política de las paralelas, pellegrinismo: tres momentos
opositores compartidos por un antiguo juarista y un militante católico. El
movimiento reformista del centenario cobraba cuerpo en Roque Sáenz Peña e
Indalecio Gómez: juntos en la ciudad de Lucerna, el futuro presidente y su
ministro del Interior trazaron los lineamientos de la reforma política de 1912.
La campaña electoral se organizó en torno de la «Unión
Nacional», un movimiento que en poco tiempo cubrió todo el país sin sufrir
fisura alguna. Frente a esta coalición de origen bonaerense, bien apoyada, de
inmediato, por los gobiernos de provincia, apenas despuntó la simbólica
oposición de los republicanos-mitristas que levantaron la candidatura de
E. Udaondo. El clima de la
campaña, los discursos y las propuestas que se desgranaron en los actos
públicos, poco desmintieron el sesgo optimista del centenario. La candidatura
de Sáenz Peña nacía como un intento, de cuyo éxito nadie dudaba, que tenía el
«sugestivo poder de borrar /…/ las líneas divisorias que nos habían dejado las
antiguas luchas». El candidato arrastraba consigo el apoyo de los que «desde
hace largos años concentran a su alrededor los prestigios de la
intelectualidad, de la fortuna y del trabajo»; su figura, engarzada con una
larga tradición venía a redimir de males una peculiar época oscura, hecha a la
medida de personajes reprochables como «el general Roca ha sido precisamente
después de realizada la Unión Nacional, el más ilustre enemigo de la democracia
argentina». (A. Beccar Varela. La reforma electoral. Contribución a su estudio.
Bs. As. Imprenta de la Prisión Nacional, 1911)
La justificación de la candidatura exime de mayores
comentarios. La propaganda electoral proponía a Sáenz Peña como un
conciliador de tendencias, cobijadas bajo la percepción de una Argentina
«favorecida por un clima privilegiado, con los frutos óptimos de todas las
zonas, regida por leyes sabias y con una constitución admirable, dirigida por
gobernantes mancomunados en un solo propósito patriótico…». Exultaciones
que, sin embargo, no debían favorecer excesos en un país amparado, «hasta que
llegue el mayor grado de su desarrollo, por una política que basada en los
principios e inspirada en los fines liberales de nuestra constitución liberal,
reúna todas las características de una democracia conservadora». Entre los
prolijos análisis de la política económica que efectuaba Federico Pinedo
(padre) y algún devaneo retórico inspirado en una visión cósmica del
desarrollo constitucional, la campaña afrontaba la oposición de importantes
diarios porteños y no eludía advertencias para precaverse de enemigos
amenazantes.
Esas amenazas se encamaban en el radicalismo, formado por
los restos de aquel gran partido que ha veinte años fundaron Del Valle y Alem …que
proclama la revolución, levantando un programa de sufrimiento y de muerte»,
cuya dirección interna, irresponsable y absoluta, es una triste muestra de lo
que sería su gobierno real. La lectura
de los discursos electorales y las formas de organización y de reclutamiento,
califican a la Unión Nacional con el signo de una fuerza política de carácter
tradicional. Como el P. A. N., la Unión Nacional constituía un eficaz
vehículo para comunicar oligarquías locales y gobiernos provinciales bajo la
protección de una presidencia que no escatimaba recursos —la intervención
federal, la clausura del Congreso, el estado de sitio— para hacer efectivo su
poder y su influencia electoral. Pero mientras los viejos arreglos, que
gestaban candidaturas, manipulaban una ideología funcional con la estructura
política, la Unión Nacional reorientó, con un brusco golpe de timón, ese
mensaje ideológico y contradijo el sistema electoral vigente mediante un
proyecto reformista, que Sáenz Peña proclamó en su discurso-programa
pronunciado en la plaza Retiro en el mes de agosto de 1909. Allí manifestó
sus propósitos institucionales y los tradujo en un lenguaje que mucho recuerda
la profesión de fe de un creyente. «Dejadme creer —dijo en aquella
circunstancia— que soy pretexto para la fundación del partido orgánico y
doctrinario que exige la grandeza argentina; dejadme la confianza de que
acabaron los personalismos y volvemos a darnos a las ideas».
Sáenz Peña regresó a Europa desde donde impuso la
candidatura de Victorino de la Plaza para la vicepresidencia. A fin de año
tuvo lugar la proclamación oficial. El resto de los cargos, en el orden
nacional y en las provincias, se adjudicaron sin consultar a las asambleas o a
las convenciones de las agrupaciones de distritos. Tres meses después, en abril
de 1910, las listas de la Unión Nacional se impusieron en todo el país sin
atisbo alguno de resistencia electoral, pese a la participación del
P. Socialista (en la Capital) y de la fracción cívica-republicana que
apoyó la candidatura de Udaondo. Los radicales permanecieron en la abstención.
Acallados los festejos del Centenario, no decrecieron los
signos inquietantes. El temor de una conspiración radical, presentida por
los gobernantes, acompañó el regreso de Sáenz Peña, ya electo presidente. Desembarcó
en Buenos Aires de noche, sin pública acogida y fuertemente custodiado. De
inmediato rompió la incomunicación y buscó entrevistarse con el personaje que
despistaba los servicios de seguridad y evocaba las mayores amenazas: Hipólito
Yrigoyen y Roque Sáenz Peña conversaron días antes que tuviera lugar la
asunción del mando. Yrigoyen rechazó la
propuesta de integrar un gabinete de coalición en el próximo gobierno y mantuvo
invariable su exigencia acerca de la modificación del registro y de la ley electoral,
decisiones, ambas, que debían implementarse con intervenciones federales en
todas las provincias para garantizar los nuevos comicios. Sáenz Peña no aceptó
el temperamento intervencionista, pero ambos coincidieron en la necesidad
impostergable de la reforma electoral.
Juró el cargo de Presidente el 12 de Octubre de 1910. Ausente
la legitimidad de origen, Sáenz Peña justificó el proceso electoral que lo
llevó a la primera magistratura, magnificando la participación de votantes en
la Capital Federal: «son pocos, lo reconozco, pero nunca se vieron más
ciudadanos». Casi una excusa, como él mismo lo reconoció, «que he
necesitado hacer para fundar mi autoridad de gobernante, autoridad que procede
de esa fuente democrática de imperfección universal, discutida eternamente bajo
todos los sistemas representativos». Los
reformadores emprendían un plan que poco desmentiría el ritmo vertiginoso, o la
velocidad de los cambios a los cuales estaba habituada la Argentina de ese
entonces. Inmersos en una sociedad distinta, aquejados por la mala conciencia
derivada de una política distante de los valores que hacía suyos la crítica
moral, los nuevos gobernantes asumían la tarea de reparar una fórmula y un
régimen. Buscaron un método: la reforma deliberada; quizá, definieron una
meta: la conservación del poder y de su posición social, ambas cosas
reconciliadas, esta vez, con una práctica institucional menos imperfecta o más
coherente con los principios proclamados. En todo caso, se apresuraron a
materializar las intenciones y emprendieron los estudios para reformar la ley
electoral. Conocían estos menesteres; entendían de antecedentes y de
legislación comparada y sabían que, desde hacía ya una década, el país había
penetrado, a tientas y con frustraciones sucesivas, en un territorio donde la
inocencia de los propósitos debía chocar, necesariamente, con la predicción
estratégica acerca de los resultados.
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