Rosas

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lunes, 31 de mayo de 2021

Rosas y La Aduana de Buenos Aires.,,

 Por el Prof. Jbismarck

La "Historia oficial", el Mitromarxismo y la "Historia Social" siempre señalan que a Rosas sólo le interesaba el dominio de las Rentas de la Aduana...hoy mismo Felipe Pigna o Hernán Brienza supuestos "Progresistas" señalan lo mismo.......

¿Cómo se formaba el tesoro del encargado de las relaciones exteriores, en cuyo carácter gobernaba Rosas al país ?  ¿Cuáles fueron las rentas nacionales? La fuente exclusiva de renta era la aduana de Buenos Aires, puerto único, y como las importaciones correspondían á toda la entonces confederación, lógico era que aquella renta general costease los gastos también generales. Pero la renta principal que sirvió a Rosas fue el Banco de la Provincia; editor irresponsable de papel moneda, de curso forzoso sólo en la provincia de Buenos Aires, pues en las demás provincias corría la famosa moneda feble boliviana, —cobre amonedado con baño de plata,—y las poquísimas onzas que salían de las antiguas casas de moneda de la Rioja y Córdoba.

¿Cómo pudo Rosas hacer frente, no sólo a las necesidades ordinarias de gobierno, sino a sus incesantes guerras, comprando armas, vistiendo las tropas y procurando municiones y pertrechos bélicos? ¡pagar la deuda externa originada por el empréstito Baring? Bloqueado el puerto único por las escuadras europeas, durante las diversas intervenciones extranjeras, ¿qué renta pudo producir la aduana única? Casi nada. Sin embargo, Rosas pagaba religiosamente los haberes de la administración y los gastos de guerra.

La cuestión del tesoro es, en el fondo, el eje de toda la política argentina, desde la emancipación hasta el presente. Las luchas civiles, las disensiones partidistas, las complicaciones políticas, el enardecimiento de unitarios y federales, de porteños y provincianos, el caudillismo, todo ha nacido de ahí y ha gravitado a su derredor;  ¿no se recuerda acaso la polémica terrible que suscitó a raíz del Pacto Federal la actitud franca del gobierno de Corrientes ? El origen de aquella polémica terrible arranca de la histórica carta de don Manuel Leiva, diputado de Corrientes, a don Teodoro Acuña, a quien decía (en marzo 9 de 1832): “Buenos Aires es quien únicamente resistirá la formación del congreso, porque en la organización y arreglos que se meditan, pierde el manejo de nuestro tesoro... Nada importan la paz y la tranquilidad, si el tesoro de la nación sigue siendo el problema de si nos pertenece a todos, o sólo a los porteños, como hasta aquí”

Desde la independencia, todos los que asaltaron el poder, facciones cabildantes, metropolitanas ó provinciales, todos tuvieron por objetivo apoderarse y disponer del tesoro, que desde la época colonial estaba organizado y establecido tan sólo en el puerto y ciudad de Buenos Aires. La legislación colonial había ubicado todo el movimiento rentístico exclusivamente en la capital del virreinato: transformado éste en nación independiente, siguió rigiendo la pasada legislación, y continuaron concentrados en la ex capital virreinal el tesoro y las rentas del país entero. Con esos recursos, los gobiernos metropolitanos condujeron la guerra de la independencia y sostenían que esas rentas eran porteñas, y si Buenos Aires las empleaba en fines comunes, era en virtud de su hegemonía.   De ahí el antagonismo fundamental entre provincianos y porteños, desde la irrupción legítima de los diputados del interior a la junta de mayo, en diciembre 18 de 1810. “La capital—dijeron—no tenía títulos para elegir gobernantes para toda la colonia por sí sola; los pueblos miraban con pesar que sus representantes no hubieran sido puestos en posesión de la autoridad que le correspondía.”  La lucha entre ambas tendencias fue siempre la misma; el centralismo unitario consideraba a la nación como apéndice de la capital mientras que el federalismo reducía a la capital y a su provincia al mismo rango que las demás.  Llegamos a 1820 donde el directorio, había representado siempre un carácter nacional, cualesquiera que fuesen las tendencias individuales de sus miembros, pero se había distinguido por su carácter centralista, que culminó en la constitución unitaria de 1819.  Todo se había concentrado en la metrópoli, y las regiones con rabia, incubando un odio ciego a la ciudad orgullosa que pretendía tratarlos como habitantes de segunda.  El conflicto estalló y el año 20 produjo la humillación de la metrópoli, en las rejas de cuya plaza Victoria ataron sus caballos los montoneros de Ramírez y López; Artigas se fortaleció en los Pueblos Libres  y hasta Araoz proclamó la república de Tucumán;  se firma “el tratado del Pilar” aparecen Pagola con Carreras, con Alvear, con Soler... Rosas, con sus colorados; normaliza la situación; liquida el caos, mediante 30.000 vacas entregadas a López restablece el orden y se retira a sus faenas rurales, dejando la espada y volviendo a empuñar el arado.  Cada provincia se concentra dentro de sus límites territoriales…

Diez años después, Rosas, al subir al poder, encontró reorganizada la máquina del gobierno virreinal, depurada por la administración unitaria de Rodríguez y Rivadavia, y constituida en feudo provincial. La tomó tal como la halló, y la usó para sus miras: no buscaba, como lo habían hecho antes las facciones metropolitanas de la revolución, la simple y brutal hegemonía de la capital; la dura experiencia lo había aleccionado: los núcleos federales se apoyaron sobre la base de la autonomía de los estados y de una verdadera confederación entre los mismos. Rosas consideró que sólo podía dominarla con una dictadura; pero, pudiendo haberla ejercido de hecho — ya que poseía la fuerza — la requirió de la ley, y la ley lo autorizó en debida forma para asumir la suma del poder público.  Entonces, a la cabeza de la confederación, principió dar formas al gobierno nacional, sosteniendo un ejército, los establecimientos federales, un cuerpo diplomático, y extendiendo hábilmente la esfera de influencia del poder central. El tesoro de la Aduana fue su gran palanca: auxiliaba a las provincias pobres, les enviaba ganado, les suministraba armamento y vestuario para sus tropas, las subvencionaba cuando era indispensable. Permitiendo la transición del caos engendrado en el año 20, a la organización del 53, con una política sagaz, perseverante, inquebrantable. 

Pensar que Rosas fue únicamente un ambicioso vulgar y un simple sensualista del poder es un error.  Si hubiera sido un simple tiranuelo, un sensualista vulgar, habría fomentado el aislamiento, se habría concretado a asegurar su feudo, ahorrándose así una tarea abrumadora y peligrosa. Por el contrario, tendió siempre a unir la patria, fuerte y sólida: no quiso reconocer la segregación de las antiguas provincias argentinas, de Montevideo, del Paraguay, de Bolivia. Su política nacional y americana tendió a la reconstrucción de la nacionalidad argentina, dentro del molde histórico del virreinato.  En ese sentido, su política fue más amplia y más argentina que la de Rivadavia: quería una patria grande y fuerte, con legítima influencia continental, que sostuviera una política no sólo nacional, sino americana.  Cuando sube al poder con la plenitud de facultades, encuentra frente a su dictadura porteña la dictadura cordobesa de Paz: tiene que contemporizar. Paz lo solicita y lo halaga con que entre ambos se dividirán la república: Rosas, se niega, y se da cuenta de que era imposible organizar la nación habiendo dos cabezas. Y como en este caso, en todos los demás: paso a paso, se le verá contemporizar, dar largas, no precipitar nada. Por eso le dice a Quiroga, en 1835, que aún era prematura la organización definitiva del país: era necesario que el tiempo fuera eliminando muchos elementos perniciosos.   En esta evolución, uno de los factores que contribuyeron al éxito, fue el empleo dado por Rosas al tesoro federal. Las provincias eran pobres; su renta fiscal, un verdadero desorden. Sus gobiernos pedían al de Buenos Aires lo que necesitaban, y Rosas, con toda diplomacia, prometía siempre, cumplía lo que consideraba oportuno y, sobre todo, de carácter general. No hay tampoco que forjarse la ilusión de que las rentas aduaneras fueran extraordinarias por el contrario, había que manejarlas con toda prudencia, y a veces ni alcanzaban para los fines propiamente nacionales. Más aún: en varias ocasiones esas rentas quedaron absolutamente suprimidas.

Cuando el bloqueo francés de 1838, cuando la intervención anglo- francesa de 1848, la aduana no produjo un real. ¿Qué hizo Rosas? No existía impuesto federal alguno, ni cupos de provincia, ni contribución de otro género. Era indispensable no sólo mantener la administración, sino levantar nuevos ejércitos, sostener cruentas y largas guerras, auxiliar sin demora a las provincias confederadas, enviarles vestuarios, armas, municiones; gastar, en una palabra, lo que no se tenía. Iba en ello la existencia misma de la confederación. Entonces Rosas, que era un administrador escrupuloso, acudió sin vacilar a la economía más estricta, suprimiendo lo superfluo primero, lo útil después, y hasta lo necesario, para conservar sólo lo indispensable, que mantenía con las emisiones fiduciarias del Banco de la Provincia, gravamen que pesaba sobre Buenos Aires, pero del que aprovechaba el país entero.   Cae Rosas; el localismo porteño, asumiendo la vieja forma unitaria, triunfa en la revolución del II de septiembre, y Buenos Aires se segrega del resto del país, pero conservando el goce exclusivo del tesoro federal, de la renta aduanera, y del odioso privilegio de puerto único. Era retrotraer la cuestión al año 20. La situación se prolonga, hasta que el cansancio de Urquiza permite reincorporar la provincia a la nación, pero... a su paladar, esto es, imponiendo sus hombres y reteniendo el tesoro. Por eso decía Alberdi en 1865: “La cuestión de la capital es toda la cuestión del gobierno argentino, porque es cuestión de la renta y del tesoro. El problema argentino no es dónde ha de estar la capital, sino dónde ha de estar la aduana, el centro del tráfico, el receptáculo de la renta pública, que constituye el nervio del gobierno, no la ciudad de su residencia”.  Rosas, gracias a su gobierno y al Banco de la Provincia, salvó la nacionalidad argentina de otro caos como el del año 20, y cuyas consecuencias no pueden preverse, pues quién sabe qué desmembraciones habría costado. Su gobierno se distingue por una política financiera, firme y clara; administrar con escrupulosidad los caudales públicos, invertirlos con estrictez, evitar los déficits, y, en la penuria, suprimir todo lo humanamente suprimible, mantener lo indispensable, y sólo para ello echar mano del crédito interno, ya que las emisiones de papel moneda fueron verdaderos empréstitos indirectos que el pueblo soportó sin murmurar, porque veía cómo se manejaban las rentas fiscales.   No fue, propia y científicamente, sistema económico el de Rosas; hizo lo que la necesidad le impuso : suprimió gastos y emitió papel moneda, sin garantía. Eso no basta imitarlo : la escrupulosidad en el manejo de los dineros fiscales, la energía para no haber impuesto contribuciones forzosas ú otras exacciones vistas en otros países, es justo hacerlo notar; porque eso fue lo que le granjeó la confianza de propios y extraños, permitiéndole multiplicar las emisiones sin derrumbar la moneda, antes bien logrando valorizarla, y fortificando, a la larga, el crédito del país. 

Manuelita y el "Viejo Bruno"

Año 1842. A bordo del bergantín General Belgrano, buque insignia de la escuadra de la Confederación, se hacen grandes preparativos. No se trata felizmente de aprestos bélicos sino de un acontecimiento social: la señorita hija del gobernador ha anunciado su visita a los barcos de la flota el dia 11 de mayo Si el tiempo lo permite. Al anuncio, hecho días atrás, se agregaron bultos de ropa para renovar los gastados equipos de los marineros y doscientas llamantes banderas destinadas al adorno de los navios. La noticia causó muchos sinsabores a los responsables de la recepción. ¿Vendría Rosas?, ¿qué viento soplará? ¿qué lugar será más tranquilo para embarcar a señoras poco acostumbradas a la navegación? por fin se decidió que el traslado se realizaría en tres balleneras comandadas por el ayudante Alsogaray —que obsequió un cajón del mejor champagne para la fiesta— y por un marino muy galante y experto en acompañar damas. Al venerable almirante Brown correspondía hacer los honores de la flota.

Una brillante comitiva seguía a Manuela Rosas cuando ésta subió la escala de honor del buque insignia, engalanado con todos sus empavesados y gallardetes: estaba su prima Corina, sus amigas Arana. Beláustegui, Madero y Frank, sus tíos, el general Mansilla y Prudencio Rosas, la lnfaltable tía Agustina que no perdía ninguna diversión, el gobernador de Salta y varios personajes más. Apenas llegada a bordo, la Joven besó y abrazó al anciano almirante diciéndole:

“Antes que todo deseo conocer el camarote en que mi segundo padre reposa las fatigas de la guerra”.

Brown le contestó conmovido:

“Señorita —admito con placer su alusión.— Estas aguas devoraron a mi pobre Elisa no terminada aún la campaña del Brasil y contemplaré en la persona de Ud. el espíritu de la hija perdida, cual si ella me visitara hoy” “La amable curiosa, dice El Nacional, que era la estatua animada de la ternura, bajó la vista visiblemente emocionada”. Un pequeño incidente estuvo a punto de aguar la reunión: al recorrer la comitiva la cámara del almirante, el general Mansilla vio una cómoda butaca y aprovechó para repantigarse en ella, sin saber que era el asiento favorito del dueño de casa. Este, con las manías propias de su edad, prohibía que nadie se sentara allí y precipitándose sobre el inocente Mansilla lo tomó del brazo exclamando: “En esta silla no se sienta nadie sino yo, yo, yo..

Manuela, perspicazmente, comprendió el cariz que podía tomar el entredicho e interponiéndose abrazó a Brown diciendo:

“Hace bien mi viejo en no permitir que se invadan sus dominios”.


Se almorzó bajo un toldo dispuesto en la cubierta y el buen humor fue general. Los larguísimos brindis resultaron una ocasión más de beber a la salud de todos. Manuela lo hizo por su padre y por el que consideraba su segundo padre, el almirante. Algunos fanáticos federales enturbiaron la simpática sobremesa y nuevamente Brown se enojó; el famoso mazorquero Juan Pablo Alegre brindó “Por la importante vida de nuestro Restaurador de las Leyes y porque la sangre inmunda de los salvajes asquerosos unitarios corra como las aguas de nuestros ríos”.

Indignado, el almirante derramó su copa sobre el mantel: “Yo no quiero sangre a bordo, señor mayor, aquí estamos en una fiesta y no en un combate para recordar lo que sólo es de aquellos casos”.

Al despedirse, Manuelita solicitó permiso para arengar a los tripulantes del Belgrano y lo hizo demostrando gran aplomo en una joven de su edad. Con voz sonora y elocuente manifestó que hablaba en su calidad de hija del gobernador de Buenos Aires y Encargado de las Relaciones Exteriores de la Confederación Argentina. La breve arenga fue aclamada entusiastamente y veintiún cañonazos saludaron a los visitantes. Sólo fue de lamentar que la concurrencia, extraordinariamente alegre, se sintiera imposibilitada de continuar inspeccionando los demás barcos. Se había tomado demasiado. Hasta el anciano general, que era bastante mal bebedor, pese a su sangre irlandesa, confesó que a la tercera copa le flaquearon las piernas. El champagne de Alsogaray rindió pues sus frutos en esta agradable jornada marinera.

(Revista Historia W 30).

Cuando Juan Manuel Ortíz de Rozas se convierte en "Rosas"

 Por el Prof. Jbismarck

Don León Ortíz de Rozas y doña Agustina imaginaron una suerte de división del trabajo entre sus hijos varones, bastante verosímil para las prácticas de la época en la cual la empresa era una empresa familiar: Prudencio debía ser militar, Gervasio iniciarse como tendero para llegar a ser comerciante y Juan Manuel, el primogénito, tendría que administrar el patrimonio rural. Sin embargo, es probable que ambos esposos no estuvieran totalmente de acuerdo, y al parecer la madre pensaba que era mejor que el joven Rosas se iniciara haciendo un aprendizaje en una tienda, un espacio de formación necesario para administrar más adelante los bienes de la familia.

 A Juan Manuel no parece haberle agradado ese plan y, como su madre lo castigó por desobediente, decidió escaparse de la casa e ir a vivir y conchabarse con sus primos Anchorena dejando un papel que decía: “Dejo todo lo que no es mío, Juan Manuel de Rosas”, cambiando la zeta por una ese" El joven Juan Manuel había tomado una decisión que tendía a individualizarlo, a diferenciarlo dentro de su linaje aunque sin renegar de su pertenencia. No parece haber sido un pasajero impulso juvenil pues, desde entonces, sería simplemente “Rosas”.   En marzo de 1813, a la edad de veinte años y siendo por tanto menor de edad, Juan Manuel se casó con María Encarnación Josefa Ezcurra Arguibel, también porteña y tan sólo dos años menor. Era, por tanto, un matrimonio infrecuente entre los matrimonios de las familias elitistas, en los cuales los hombres solían ser mucho mayores que las “niñas”. Encarnación era hija de un próspero comerciante vasco que llegó a ocupar posiciones destacadas en el Consulado de Buenos Aires -Juan Ignacio Ezcurra— y de una porteña llamada Teodora Arguibel López, perteneciente a una familia extensa y de larga tradición en Buenos Aires. En rigor, se trataba de una alianza más vasta no sólo por la estrecha amistad entre los padres de ambos cónyuges sino porque su hermana Gregoria se casó con Felipe Ignacio Ezcurra y Arguibel, el hermano de Encarnación. Pese a ello, todos los biógrafos insisten en afirmar que la madre de Rosas se oponía a este casamiento hasta que se vio forzada a aceptarlo.  Desde 1808 Rosas había sido puesto por su padre al frente de la estancia, y para 1811 había conseguido confirmar sus títulos de propiedad. Pero, poco después y debido al entredicho con su madre, devolvió los campos que administraba. Así, al contraer matrimonio la pareja fijó su residencia urbana en la casa de los Ezcurra y al año siguiente tuvo su primer hijo (Juan) y tres años después una hija, Manuela. Entre ambos hubo otra hija, María de la Encarnación, pero murió a poco de nacer en 1815. A su vez, en 1814 la pareja adoptó a un niño, Pedro Pablo, que era hijo de Manuel Belgrano y María Josefa Ezcurra, hermana de Encarnación, aunque había sido anotado como huérfano.  Muchos años después, Rosas ofrecería una versión de su inicio autónomo en las actividades económicas: “Ningún capital quise recibir de mis padres, ni tener marca mía propia, ni ganados, ni tierras, ni capital mío propio, durante estuvieron a mi cargo las estancias de mis padres. [...] Salí a trabajar sin más capital que mi crédito y mi industria. Encar¬nación nada tenía tampoco, ni tenían sus padres”. Así, la imagen que a Rosas le gustaba dar era la de un hombre que se había hecho a sí mismo. Pero más allá de la veracidad de esta reconstrucción retrospectiva algo resulta claro: su “capital” inicial residía en su “crédito” y en su “industria”, es decir, en la fama y los saberes adquiridos y en las relaciones y los lazos sociales que su familia había forjado, recursos de los que Rosas supo hacer buen uso.  Después de tantear posibilidades en la Banda Oriental y dedicarse a la venta de ganado en pequeña escala, en 1815 se asoció con Luis Dorrego —hermano de Manuel— y con Juan Nepomuceno Terrero (su “primer amigo y compañero”, como lo llamaría años después) para instalar el saladero de Las Higueritas en el partido de Quilmes.


Bibliografía: Gálvez Manuel "Vida de Don Juan Manuel de Rosas"

viernes, 28 de mayo de 2021

José María Paz nos habla de Güemes

 Por el Prof. Jbismarck

‘‘Por ese tiempo apareció un caudillo, que después fue célebre en la guerra civil y en la resistencia que hizo a los españoles la Provincia de Salta. Hablo de don Martín Miguel de Güemes, simple comandante de milicias, colocado en la frontera por el General San Martín. Poseía la elocuencia peculiar que arrastra a las masas de nuestro país y que puede llamarse la elocuencia de los fogones y de los vivaques, porque allí establecen sus tribunas.

Principió por identificarse con los gauchos, adoptando su traje en la forma, pero no en la materia, porque era lujoso en su vestido, usando guardamontes y afectando las maneras de aquellas gentes poco civilizadas. Desde entonces empleó el bien conocido arbitrio de otros caudillos de indisponer a la plebe contra la clase más elevada de la sociedad. Cuando proclamaba solía hacer retirar a toda persona de educación y aun a sus ayudantes, porque, sin duda se avergonzaba de que presenciasen la imprudencia con que excitaba a aquellas pobres gentes a la rebelión contra otra clase de la sociedad.

Este caudillo, este demagogo, este tribuno, este orador, carecía hasta cierto punto del órgano material de la voz, pues era tan gangoso, por faltarle la campanilla, que quien no estaba acostumbrado a su trato, sufría una sensación penosa al verlo esforzarse para hacerse entender; sin embargo este orador, vuelvo a decir, tenía para los gauchos, tal unción en sus palabras y una elocuencia tan persuasiva, que hubieran ido en derechura a hacerse matar para probarle su convencimiento y su adhesión.

Era además, Güemes, relajado en sus costumbres, poco sobrio y HASTA CARECIA DE VALOR PERSONAL, pues nunca se presentaba en el peligro.

No obstante era adorado por sus gauchos, que no veían en su ídolo sino al representante de la infima clase, al protector y al padre de los pobres, como lo llamaban, y también, porque preciso es decirlo, AL PATRIOTA SINCERO Y DECIDIDO POR LA INDEPENDENCIA PORQUE LO ERA EN ALTO GRADO. El despreció las seductoras ofertas de los generales realistas, hizo una guerra porfiada y al fin, tuvo la gloria de morir por la causa de su elección, que era la de la América entera”.               La contradicción existente entre las primeras y las últimas palabras de Paz es evidente. Sostiene la carencia de valor personal de Güemes, pero luego arguye ser el autor de una guerra porfiada contra los realistas. Habla de sus costumbres, pero no afirma haber conversado personalmente nunca con él, lo que implica que escribe por referencias o de oídas. Se mofa de su voz, pero reconoce que con ella arrastraba a sus gauchos. Critica su intervención en la plebe, pero no reconoce su finalidad, vale decir, la de sostener la causa de la independencia.

 

viernes, 14 de mayo de 2021

Semblanza de Lamadrid por uno de los "Padres del Revisionismo"

Por Ernesto Quesada

La entrevista de Catamarca es el punto culminante de la cruzada unitaria de 1841. La estrella de Lavalle se undía ya en el ocaso: su brillo iba apagándose, se acercaba la hora fatídica de Jujuy. Lamadrid, por el contrario, se agiganta, llena el escenario, asombra a sus enemigos, y juega con el general Pacheco aquella terrible partida de ajedrez que terminó con el jaque mate de Rodeo del Medio.  Estaba entonces Lamadrid en su apogeo. Su nombre, que había tenido eco mágico en la historia de la revolución argentina, durante la épica lucha de la independencia, resonaba ahora en todos los ámbitos de la república como la trompa de Rolando en Roncesvalles, agigantando su figura en medio de aquella cruen­ta y apasionada guerra civil. Era Lamadrid una figura legenda­ria, y sus proezas de valor fabuloso durante las campañas del Alto Perú, como sus combates durante el período de las convul­siones internas, le habían conquistado con justicia la fama de un héroe. No puede decirse de él que fuera político de alcances, ni militar genial; era sólo un Murat criollo, hombre que jamás conoció el miedo, soldado de un arrojo fantástico, guerrillero incomparable, con su cuerpo acribillado de heridas y con su ánimo siempre fogoso, que lo lanzaba ciegamente al entrevero de un combate, sin calcular el número de sus enemigos y sin acordarse de las fuerzas que mandaba. Había nacido para la batalla, y sólo estaba en su elemento cuando peleaba cuerpo a cuerpo, como los semidioses mitológicos. Parecía un rezago de la edad media, un retoño de aquellos famosos varones del “reinado del puño”, que fiaban todo a su brazo y a su audacia; nada calculaba, ni jamás preveía la posibilidad de ser vencido: hasta se asombraba inge­nuamente de no resultar siempre vencedor; nada le arredraba, todo le parecía fácil, mientras blandiera una lanza y tuviera a su frente un adversario. En la batalla se transfiguraba: se olvidaba del mando, sólo veía la pelea, y se lanzaba bravio a derribar con su espada de sublime Quijote a los que osaban resistirle; mien­tras fué un simple oficial, nadie igualó sus méritos ni sobrepasó sus hazañas: era la encarnación misma del denuedo y del coraje; apenas tuvo mando, sus desaciertos fueron sin cuento, porque provenían de sus cualidades mismas: había nacido para combatir, no para dirigir. Cuando el andar del tiempo haya borrado el recuerdo de sus errores, su figura se agigantará y será, sin duda, el héroe por excelencia de las tradiciones populares, el paladín guerrero de una epopeya homérica, cuyas acciones parecerán in­creíbles, más exageradas todavía que las que puede inventar la exaltada fantasía de las leyendas nacionales ; ninguno de nues­tros guerreros puede comparársele, de ese punto de vista; ningu­no le disputará el primer puesto en la fama; las generaciones venideras lo aclamarán como el prototipo del valor argentino. Indomable era su energía, y su coraje no conoció límites: los años no hicieron mella en él; soldado a la edad en que los niños están aun en el regazo materno, era siempre el mismo soldado cuando el peso de los años pudo solo disputarle a la vida, entre­gando a la muerte un cráneo tan cubierto de cicatrices que pasará a la historia como un fenómeno singular. No había tenido escuela, ni sabía de la táctica sino lo que su larga experiencia le impedía ignorar: verdad es que no desconocía la eficacia de la artillería ni el poder de la infantería, pero para él el arma favorita era la lanza, y se arrojaba al frente de sus falanges históricas, arro­llando todo a su paso, levantando con las picas a los infantes, clavando de a caballo los cañones y penetrando en los cuadros enemigos como el huracán impetuoso, que hiende y destroza los tupidos cañaverales: el paso de sus lanzas lo marcaba el tendal de cadáveres y la nube de los fugitivos. Y abandonado a la carrera desenfrenada de los potros de la pampa, atravesaba las líneas enemigas, volvía y revolvía sus escuadrones sobre los ba­tallones más o menos disciplinados del contrario, y pasaba por sobre el campo de batalla como un Atila moderno, no dejando crecer pasto donde pisaban los cascos de sus corceles. Su fisono­mía misma era característica: nervioso hasta el extremo, ágil y vigoroso, poseía un físico de acero que desafiaba las fatigas y las privaciones: centauro incomparable, fatigaba a los gauchos más sufridos con sus marchas rápidas como el rayo, para sor­prender al enemigo, que miraba sus apariciones temibles como un azote del cielo. 

En los momentos en que dejaba a Catamarea para inter­narse en la Rio ja y emprender la ruidosa y última campaña de Cuyo,, era sin duda el mismo Lamadrid de la acción incomparable de Tambo Nuevo, pero quizá no era el Lamadrid que pasará a la leyenda, que ha de amar representárselo joven, fogoso, vi­brante, arremetiendo con un puñado de hombres á ejércitos en­teros — y saliendo victorioso. Se comprende, pues, sin esfuerzo que, al conocer el avance de Lamadrid, Aldao se sobrecogiera de temor y enviara a Oribe carta tras carta, solicitando ayuda, rogándole viniera él mismo y se lanzara a retaguardia del invasor 

El general Oribe se dio perfecta cuenta dé la extraordinaria gravedad de la situación. Pero ambicionada medirse con Lavalle, y perseguir a Lamadrid habría sido abandonar a aquél. Escogió entonces el mejor de sus jefes, y envió á Cuyo al general Pacheco.  El “presidente” Oribe nunca miró con buenos ojos al gene­ral Pacheco; los laureles que éste le arrebatara en el Quebracho Herrado, decidiendo la batalla con su caballería, lo llevaron a Oribe a incomodar a Pacheco con hostilidades míseras que lo indujeron a éste a renunciar a su mando (67). Pero Rosas no podía tolerar semejante cosa, y fué necesario someterse a las exigencias de la situación y soportar en silencio los efectos de la malevolencia y de la encubierta envidia del “presidente” Oribe. Porque Pacheco era el primer oficial de la confederación, y Rosas lo sabía muy bien: era el único tal vez a quien este manda­tario respetaba.

viernes, 7 de mayo de 2021

"Yo he visto descuartizar el cadáver de mi ..." Por Victoria Romero de Peñaloza

El ensañamiento con el cadáver del general Angel Vicente Peñaloza es uno de los episodios más penosos y reprobables de la historia argentina, tanto como matar al caudillo entregado e indefenso. La comisión que fue a pactar la paz con “El Chacho reconoció el patriotismo de éste, entendiendo, luego de años de persecución, que era “el único elemento de orden” que existía en La Hioja, y que no solamente no había que echarlo, sino “pedirle por favor que no se vaya”, todo lo cual ha documentado en un interesante estudio Isaac Castro.  Verdaderamente terrible, por el directo testimonio que implica y por la humillación que se ve pretendió imponerse a la esposa del Chacho, es la carta que la misma dirigió a Urquiza, que alude a las estremecedoras circunstancias en que el caudillo fue muerto, decapitado, cortadas sus orejas y descuartizado, con bárbara crueldad.

carta de Victoria Romero, esposa de Peñaloza

“Rioja, Agosto 12 de 1864

Excmo. Capitán General D. Justo José de Urquiza

De mi singular respeto:

Confiando en su reconocida prudencia, y carácter benévolo, me tomo la libertad de recomen dar a la atención de V.E. con la esperanza de que aliviará en algún tanto mis padecimientos en que la desgracia de la suerte me ha colocado, con la dolorosa pérdida de mi marido desgraciado, que la intriga, el perjurio y la traición, ha hecho que desaparezca del modo más afrentoso, y sin piedad. dándole una muerte a usanza de turco, de hombres sin civilización, sin religión; para castigo la muerte, era lo bastante, pero no despedazar a un hombre como lo hace un león; el pulso tiembla. señor general: haber presenciado y visto por mis propios ojos descuartizar a mi marido dejando en la orfandad a mi familia, y a mí en la última miseria, siendo yo la befa y ludibrio de los que antes recibieron de mi marido y de mi, todas las consideraciones y servicios que estaban a nuestros alcances. Me han quitado derechos de estancia, hacienda, menaje y todo cuanto hemos poseído; los últimos restos me quitan por perjuicios que dicen haber inferido la gente que mandaba mi marido; me exigen pruebas y documentos de haber tenido yo algo; me tomaron dos cargas de petacas por mandato del señor coronel Arredondo, donde estaban todos mis papeles, testamentos, hijuelas, donaciones y cuanto a mí me pertenecía.  Se me volvió la ropa mía de vestir, de donde resulta que no tengo como acreditar ni de los dos mil pesos que V. E. tuvo a bien donarme para mi, por hacerme gracia y buena obra, por lo que suplico a v. E. se digne informar sobre esto al juez de esta ciudad, para que a cuenta de esto me deje parte del menaje de la casa, siquiera por esta cantidad que expreso. Lo pase bien, señor general, sea feliz y dichoso, que yo no cesaré en mis preces de encomendarlo al Supremo Ser lo conserve por dilatados años al lado de su amable familia, con salud, prosperidad y dicha.

Y no ofreciéndole otra cosa, soy de V. E. su affma. S.S. que le ofrece el más humilde acatamiento y las mejores consideraciones de aprecio y respeto.

Q B. L. M. de V. E.

Victoria Romero de Peñaloza”.


jueves, 6 de mayo de 2021

Rosas licencia a sus tropas a orillas del Napostá....(1834)

 

Acampó en febrero de 1834 en las márgenes del arroyo Napostá, ya de regreso en su Provincia, y el 25 de mayo proclamó a sus integrantes, encomiando el resultado de los traba­jos realizados.

Vuestras armas han inferido una derrota casi completa a los indios del Desierto, castigando los crímenes y vengando los agravios de dos siglos. Las bellas regiones que se extienden hasta la Cordillera de los An­des y las costas que se desenvuelven hasta el afamado Magallanes, que­dan abiertas para vuestros hijos. Habéis excedido las esperanzas de la Patria.

cuando en julio de 1841 la Legislatura de Buenos Aires confirió al Gobernador de Buenos Aires el título de “Héroe del Desierto", agrandó en forma notable los resultados de la cam­paña, sin medir términos:

Fue libertada nuestra campaña del cruel azote que la afligía desde el tiempo de la Conquista; exterminados más de 2.000 indios belicosos que bárbaramente la talaban en sus frecuentes y sangrientas incursiones; re­dimidos más de 3.000 cautivos cristianos; ensanchados nuestros campos nada menos que hasta la intersección de los 41° latitud con los 9o de lon­gitud del meridiano de Buenos Aires, y aumentados de un modo sorpren­dente el valor de los demás.


El calificativo de “Héroe del Desierto" que se le agregó en adelante sirvió pa­ra los sarcásticos comentarios del general Tomás de Iriarte, Diputado en la Le­gislatura, quien puntualizó que era “harto significativo, si se atiende a que en­contró el desierto por donde marchó, desierto también de soldados enemigos”. De mayor envergadura fueron las resoluciones de la Sala de Representantes (6 de junio de 1834) que dispuso que la isla Choele-Choel le fuera donada en propiedad, y la entrega de una espada con vaina de oro con la inscripción "La Provincia de Buenos Aires a los servicios de su ilustre defensor", con más una medalla también de oro con círculo de brillantes (que usó rodeando el cuello de su uniforme), donde se grabó: “La expedición a los desiertos del Sud del año 33 engrandeció la Provincia y aseguró sus propiedades**. Y una banda de seda escarlata, que cruzaría del hombro derecho al costado izquierdo. La no­ta comunicando estos presentes, suscripta por el doctor Manuel V de Maza como presidente de la Cámara, fue contestada por el agraciado el 22 de julio en términos de suma modestia, ‘'anonadado de su ningún mérito para tan sin­gulares demostraciones” Rechazó en consecuencia el dominio de la isla Choe­le-Choel por tratarse de un lugar donde debería establecerse una guarnición militar, pero admitiendo que llevara su nombre, y ‘‘suplicó” que dicha do­nación "se conmute con la de otros terrenos que hoy son de propiedad del Es­tado, dándole en igual forma una extensión equivalente de 50 o 60 leguas cuadradas en cualesquier otros puntos de la campaña de la Provincia.   La sustitución propuesta fue aprobada por la Legislatura el 30 de septiembre: el cambio de la lejana isla (15 leguas) por 60 leguas cuadradas “en los puntos de la campaña de esta Provincia que él elija”.

miércoles, 5 de mayo de 2021

La ocupación chilena del Estrecho de Magallanes

 Por el Prof. Jbismarck    

La base establecida por los chilenos en Magallanes, es Fuerte Bulnes. Recién en diciembre de 1847 se conoce la noticia en Bue­nos Aires. El 15, don Felipe Arana envía nota de protesta por la usurpación del estrecho al gobierno de Chile.

La expedición había zarpado de Santiago el 21 de mayo de 1843 al mando de un yanqui, John Williams, “tomando posesión de los Estrechos de Magallanes y su territorio, en nombre de la Re­pública de Chile”, según acta remitida al presidente Bulnes. De acuerdo a lo que nos deja contado Gálvez, fue Sarmiento el promo­tor de esta ocupación en suelo argentino. En las páginas de “El Progreso”, periódico editado en Santiago, sostenido por el mi­nistro Montt y dirigido por don Domingo Faustino, éste sos­tuvo una campaña instigadora del despojo durante los días 11-12-15-16-17-19-22-23-25 y 28 de noviembre de 1842. El 11, por ejemplo, dijo: “Hablamos de su posición de depósito del co­mercio del Pacífico, de la posibilidad de abrirse una nueva vía co­mercial a estos mares por el istmo de Panamá, y las ventajas que Chile reportaría si el Estrecho de Magallanes pudiese ofrecer un tránsito sin los peligros y demoras que hacen embarazosa la vuelta del Cabo de Hornos. Para conseguir esto último, que creemos po­sible y puede realizarse prontamente, se necesita a la vez de la con­currencia del público y de la del Gobierno; y como uno y otro no se determinarían a exponer capitales y trabajos sin el íntimo con­vencimiento de la utilidad y de la posibilidad del buen éxito, nos ocuparemos de exponer nuestras ideas a este respecto, a fin de que ellas contribuyan, en lo que está a nuestro alcance (¡qué mo­desto! ) a corroborar o corregir el juicio de nuestros conciudadanos (en este caso son los chilenos) y excitar el interés activo, único mó­vil de las grandes empresas”, agregando: “El Estrecho de Magalla­nes empieza a perder entre los navegantes el poder de inspirar los temores que lo habían dejado en desuso”. El 28 cerraba su prédica con argumentos muy convincentes, casi tanto como los expuestos en días anteriores, durante los cuales probó con estadísticas, datos económicos, fluviales, climáticos, ecológicos y hasta militares, las ventajas que obtendría Chile ocupando Magallanes. Ese día 28, coronó su hazaña con interrogante para emprendedores: “¿Qué fal­ta para que todos estos bienes puedan contarse con el número de cosas positivas, para que en lugar de ser meras conjeturas e ilusio­nes, pasen a ser hechos? Nada. Pues que nada sería dar el primer paso que es mandar al Estrecho algunas compañías de soldados. 

Pa­ra Chile, el Estrecho de Magallanes se convierte en un foco de comercio, de civilización e industrias, que en pocos años puede sobreponerse a todos los centros comerciales de América del Sud. ¿Quedan dudas, después de todo lo que hemos dicho, sobre la po­sibilidad de establecer allí poblaciones chilenas? ¿Pero qué se hará para aclararlas o desvanecerlas? ¿Permanecer en la inacción meses y meses? ” Y la disculpa final: “Creemos haber tocado cuanto es­taba a nuestro alcance para ilustrar el asunto que de tanto interés nos parece para la prosperidad del país (Chile). Si no hemos lo­grado excitar el interés público, y el de las autoridades, acháquese ese defecto a nuestra inhabilidad y falta de luces. Nuestras inten­ciones servirán de disculpas”.

El 11 de enero de 1843, en “El Heraldo Argentino” de Chile, puso la firma: “Los argentinos residentes en Chile pierden desde hoy su nacionalidad. Los que no se resignen a volver a la Argen­tina, deben considerarse chilenos desde ahora. Chile puede ser, en adelante, nuestra querida patria. Todo será desde hoy para Chile”.

Don Domingo Faustino Sarmiento fue Presidente de la Repú­blica Argentina en el período 1868-1874.


sábado, 1 de mayo de 2021

La Revancha de Ituzaingó

 Por el Prof. Jbismarck

La considerable extensión del campo de batalla hizo que se la llamara de diversas maneras: Morón, le dijeron en un principio, porque su centro y su derecha quedaban en el arroyo de ese nombre; Monte Caseros o Caseros quisieron corregir los brasileños, no obstante encontrarse la estancia y palomar de Caseros a la derecha, pero allí, en Caseros, precisamente habían combatido los imperiales mientras los cuerpos argentinos y orientales lo hicieron en Morón. Un comunicado de Urquiza adoptaría definitivamente el nombre Caseros, dando, por lo tanto, la gloria del combate a la División de Marques de Souza.


Caseros era el desquite, tantas veces deseado, desde el negro día de Ituzaingó. No llegaba muy limpiamente, pero de cualquier manera ahí estaba. Con orgullo, Caxias remite el parte de la batalla al ministro de Guerra Souza e Mello:

“Habiéndose encontrado a las 6  horas del día 3 del cte. las fuerzas del Ejército Aliado con las del Ejército enemigo en los campos de Morón, se dio la batalla del mismo día como consta en el parte del Comandante de la I División del Ejército bajo mi mando. Cúmpleme comunicar a V. E., para que lo haga llegar a S. M. el emperador, que la citada 1^ División, formando parte del Ejército Aliado que marchó sobre Buenos Aires, hizo prodigios de valor recuperando el honor de las armas brasileñas perdido el 20 de febrero de 1827”

El 20 de febrero de 1827 se había librado Ituzaingó, fecha lapidada de negro en los nefastos imperiales. Había que festejar el "desquite” de una manera imborrable, y Marques de Souza pidió dos espléndidos gajes por la victoria: la entrada triunfal de los brasileños en Buenos Aires, y la devolución de las banderas imperiales tomadas en la guerra de 1825-27.

Para impedir las manifestaciones desagradables que temía Mansilla, hubo que imponer el terrorismo; ya se había empezado con Chilavert, Santa Colonia y el regimiento Aquino, cuyos cadáveres estaban pudriéndose en los caminos de acceso a Palermo o en los árboles que circundaban la Residencia. Seguiría con fusilamientos y degüellos por el menor motivo, y aun sin motivo, contra hombres y mujeres del pueblo. Entre el 3 y el 20 de febrero hubo más de 500 civiles ejecutados, dice Hortelano; César Díaz rebaja la cifra a 200; de cualquier manera es pavorosa en una ciudad de poco más de 70.000 habitantes. Lo cierto —y desconcertante para muchos- es que fueron más los fusilados en los diecisiete días que van desde Caseros al desfile de los brasileños en la ciudad, que en los veinte años del gobierno de Rosas.

El mal humor de Urquiza, dicen Sarmiento y César Díaz, testigos de presencia, había sido constante durante la marcha del Ejército Aliado. Según el primero, ese estado de ánimo lo llevó el día de la batalla a “obrar con desgano, como si no tuviera interés en el triunfo”. Llegará a su paroxismo después de la entrevista con Marques de Souza; no era esto, no, lo que se había imaginado cuando el pronunciamiento. Llegó el día de la entrada triunfal de los vencedores realizada el 20 de febrero de 1852 (25 años exactos después de Ituzaingó)

Se había fijado el recorrido: desde la plaza de Marte (San Martín) por la calle del Perú (Florida) hasta Federación (Rivadavia) ; en las gradas de la catedral esperarían las autoridades provinciales. Después llegaría el momento culminante: el desfile por la plaza de la Victoria frente a la Pirámide y bajo el arco mayor de la Recoba Vieja que tantas veces sirviera de arco de triunfo en las guerras pasadas. Exactamente el mismo trayecto proyectado en 1828 para los vencedores de Ituzaingó, que éstos no cumplieron por la revolución del 1 de diciembre.

Todas las precauciones fueron tomadas. El terror había alejado la posibilidad de desórdenes. Los brasileños entraron majestuosamente. No obstante Cegar con una hora de retraso al sitio inicial, y haberse producido ya el desfile, Marques de Souza ordenó impertérrito tomar la calle del Perú: la División llegaba de gran gala, con sus banderas verde y oro desplegadas y charangas tocando la Marcha de Caxias desde entonces conocida por “Marcha de Caseros”.

Santiago Derqui

 Por el Prof. Jbismarck

Fue de hecho y formalmente el primer presidente de la Nación Argentina, puesto que promulgó la reforma de 1860, con la presencia de Buenos Aires, y gobernó de acuerdo con ella.  Había nacido en la ciudad de Córdoba el 9 de julio de 1810, en el hogar formado por don Manuel Derqui y doña Josefa Rodríguez. A los 22 años se graduó de doctor en jurisprudencia en la Universidad de su ciudad natal, en la que poco después se desempeñó como catedrático. En 1835 era miembro de la Legislatura provincial, al producirse el asesinato de Juan Facundo Quiroga, hecho que se proyectó directamente en la vida política de Córdoba a través de los hermanos Reinafé.  Derqui, que venía actuando en la provincia bajo la bandera del federalismo, ocupó cargos oficiales durante la administración de José Vicente Reinafé; también se recuerda su actuación como encargado del recurso de fuerza contra el obispo Lascano, en conflicto con el gobernador. Cuando el 7 de agosto de 1835 el congreso de Córdoba dio por terminado el mandato de Reinafé, fue elegido gobernador Pedro Nolasco Rodríguez; pero el parentesco de éste con el anterior determinó su alejamiento, lo que abrió paso a un nuevo gobierno, que desempeñó el doctor Derqui, a quien le tocó designar los conjueces para juzgar a los Reinafé. Posteriormente, al ser elegido gobernador, por presión de Rosas, el coronel Manuel López (alias Quebracho), y producida la captura de tres de los Reinafé, el doctor Derqui y Pedro Nolasco Rodríguez fueron remitidos a Buenos Aires, acusados de complicidad en el crimen. Tiempo después, Derqui fue puesto en libertad y tomó el camino del exilio. En el Estado Oriental actuó al lado de Rivera, de quien fue secretario hasta el momento de ser designado en una misión ante el gobernador Ferré, de Corrientes, con quien formalizó un tratado de alianza contra Rosas. En esta provincia se desempeñó luego como secretario y auditor de guerra del general José María Paz, quien lo designó ministro.   Después de la derrota unitaria de Arroyo Grande buscó asilo en el Brasil.    Tras la caída de Rosas, en abril de 1852 el Director provisional Urquiza lo nombró en misión especial ante el gobierno del Paraguay, previa a! reconocimiento de la independencia de aquella república. Poco después, el mismo Urquiza lo distinguió con una banca al Congreso Constituyente de Santa Fe, ocupando la vacante dejada por el doctor Barros Pazos, que renunció. Durante el gobierno constitucional de Urquiza fue interventor nacional en la provincia de San Juan y ministro de Instrucción Pública y del Interior.


Cuando en 1859 surgieron las candidaturas de Mariano Fragueiro, Salvador María del Carril y Derqui para la presidencia, Urquiza se decidió por este último.   Acompañado por el general Juan Esteban Pedernera, pudo gobernar la Confederación durante dieciocho meses, es decir hasta la disolución del gobierno de Paraná, en noviembre de 1861. En los últimos meses de su presidencia, se separó políticamente de Urquiza. El 20 de octubre de 1861, hizo una delegación de poder a nombre del general Juan Saá, uno de los jefes del interior que había luchado hasta el fin en Pavón. Pero el 5 de noviembre de 1861, ante la imposibilidad de apuntalar militarmente la Confederación, se alejó del país y se radicó en Montevideo. Allí, a fines de 1863. asistió a los funerales realizados en memoria del general Angel Vicente Peñaloza, según consignan las crónicas periodísticas de la época. Vivió pobremente en Montevideo hasta 1864, año en que pasó a Corrientes. En esta ciudad lo sorprendió la invasión paraguaya de abril de 1865. En esta oportunidad, Derqui se negó a prestar toda colaboración al mariscal Francisco Solano López, pero se vio envuelto en un proceso que lo llevó a la cárcel, donde permaneció algunos meses. Tal era la pobreza en que se hallaba cuando ocurrió su muerte, el 5 de setiembre de 1867, que su viuda no pudo costear su entierro y fue necesario hacerlo, después de tres días, por suscripción popular.