Rosas

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domingo, 28 de febrero de 2021

EL ASESINATO DE DORREGO

 Por A. J. PÉREZ AMUCHÁSTEGUI

Dorrego dio a los unitarios la oportunidad que les faltaba para llevar a cabo sus proyectos de reivindicación. La figura del gobernador había adquirido alto prestigio en todo el país. Tanto, que el deán Gregorio Funes, representante de Bolívar en Buenos Aires, en carta al mariscal Sucre, después de señalar la bien merecida influencia que ejercía Dorrego a raíz de sus atinadas medidas de gobierno, apuntaba: “Es muy probable que, formalizada la Convención, suba a presidente de la República”.

Esa perspectiva era gravísima para los unitarios, pues con ella se aventaban absolutamente sus esperanzas de retomar jamás al poder. Como ha señalado Tomás de Iriarte en sus Memorias, en la gobernación de Buenos Aires no se comportó Dorrego como el muchacho alocado de otras horas, sino como un estadista en toda la línea. Los primeros sorprendidos fueron los unitarios, que advirtieron entonces que, para ellos, el gobernador representaba un peligro permanente. Con él se acababan los turbios negociados, las especulaciones financieras, las generosas “bonificaciones” de inversores aprovechados, los “beneficiosos” préstamos de la banca extranjera. Con él se quitaba de raíz el empaque culterano de quienes se creían, como dice Saldías, “los únicos llamados a dirigir las cosas del gobierno, poseídos de absolutismo y orgullo tradicionales”. Con él accedía al plano político la multitud, es decir los jornaleros, los artesanos, los campesinos, esa chusma que, para los hombres de levita, carecía de derechos para regir sus propios destinos. Y la logia unitaria de rancia estirpe rivadaviana estaba dispuesta a todo antes que a perder sus pretendidos privilegios. Dorrego la había desenmascarado, y tendría que purgar ese “delito”.

Además, la ira de Ponsonby contra Dorrego se había aflojado ahora sensiblemente pues, a la postre, el representante inglés había logrado el objetivo que se había propuesto; y su reemplazante en Buenos Aires, Woodbine Parish, respetaba al gobernador. Entretanto, Rivadavia había caído en desgracia con sus antiguos compinches financistas de Londres, a quienes, tal vez muy a su pesar, llevó a la quiebra. Todo se daba a favor de Dorrego en la puja política que se avecinaba tras la paz. Y esos habilísimos maestros de la artimaña política sabían bien que con Dorrego estaban destinados al fracasó. Si la paz con el Brasil les daba la oportunidad inmediata para desacreditarlo y quizá, incluso, para hacerlo caer, era indudable que muy pronto su prestigio volvería a adquirir la relevancia que merecía su conducta de estadista, sobre todo porque, a pesar de las circunstancias, había logrado ya aliviar en alguna medida las estrecheces económicas a que el país había quedado constreñido a raíz de la guerra. No; la caída debía producirse de inmediato, y ser tan violenta que evitara su eventual resurgimiento. Y como no había alternativa posible, el grupo de Rivadavia dictó la sentencia: Dorrego tenía que morir...

Juan Lavalle fue sólo el instrumento, por cierto que muy bien elegido. Ese soldado valiente, decidido, corajudo, temerario, irreflexivo, era proclive a ser convencido de que Dorrego habla traicionado al ejército de operaciones negociando una paz infamante. Y tras ello, todo cuanto se le dijera de Dorrego sería aceptado sin análisis por el ofuscado y tozudo general. La sublevación del 1 de diciembre fue incruenta, pero de inmediato llovieron al enardecido Lavalle los “sanos consejos” de quienes lo habían llevado a subvertir el orden institucional.

Salvador María del Carril, Juan Cruz y Florencio Varela, Agüero, Gallardo y algún otro “hombre de bien” cursaron sendas cartas a Lavalle para convencerlo de la imperiosa necesidad de fusilar al depuesto gobernador. A propósito, ha de señalarse que del Carril no firmó la carta, aunque Lavalle conocía quién era el remitente; Juan Cruz Varela fue más lejos, pues después de valerse del nombre del pueblo para exigir la sentencia, agregó muy suelto de cuerpo: “Cartas como estas se rompen11... Afortunadamente Lavalle no las rompió. Y allí han quedado, signados por la infamia, los nombres de quienes, al decir de Saldías, “con una convicción que abruma y una frialdad que aterra” convencieron a Lavalle de que “todo quedará esterilizado si el gobernador Dorrego no sucumbe inmediatamente” ...

Lavalle confió al remanido “juicio de la historia” el dictamen sobre su decisión. La historia no juzga, ni condena, ni perdona: se limita a comprender. El juicio corre por cuenta de cada historiador, es decir de quien investiga con seriedad hasta conocer suficientemente las intencionalidades que sustentan los hechos. Sobre esa base, y sin pretender que nuestro juicio sea “el de la historia” en tanto negamos semejante pretensión, creemos, a la luz de nuestro entendimiento, que Dorrego fue fusilado por el general vencedor Juan Lavalle en virtud de una discutible, pero en la época usual, decisión castrense. Pero esa decisión no fue un acto aislado ni contingente, sino la cristalización formal de una sentencia de muerte decretada mucho antes por la logia unitaria, que no hallaba otra solución para asegurar sus aspiraciones al poder.

Y esa planificación fría, esa resolución calculada, esa decisión categórica de quitar la vida al adversario que representa un obstáculo insalvable, es un crimen político cuyos gestores no merecen otro nombre que el de asesinos. Hora es ya, a nuestro modo de ver, de modificar las etiquetas a que nos ha acostumbrado la historiografía interesada en salvar el insalvable honor del grupo rivadaviano, y dejar de referimos al fusilamiento de Dorrego. El plomo de los fusiles fue sólo el medio (como pudo haber sido el veneno o el 'puñal si Lavalle no se hubiera cruzado en el camino) por el cual la logia unitaria llevó a cabo lo que sólo puede calificarse como asesinato de Dorrego.


sábado, 27 de febrero de 2021

EL REMINGTON

 Por el Profesor Jbismarck

Al referirse a las innovaciones realizadas por Sarmiento en el ejército de línea dice Leopoldo Lugones: "Para el armamento de tierra introdujo el rémington, elemento de combate que iba a suprimir, con la superioridad incuestionable del ejército de línea, los alzamientos campales de la guerra civil y las invasiones de los indios". Es lo que sucedió efectivamente con la adopción del arma mencionada, la cual había sido ofrecida al ministro de Guerra y Marina, en julio de 1870, por Carlos Kirschbaum, agente para el Río de la Plata de la casa Rémington.

Hasta entonces la infantería de línea había combatido con el fusil de retrocarga Enfield Sinder, de origen británico, una de cuyas últimas adquisiciones fue la realizada en 1869 por el capitán de marina Tomás J. Page. El Rémington era un fusil de un solo tiro, que se cargaba por la culata (de retrocarga), patentado hacía poco —en 1870— por Philo Rémington. Se trataba de un arma de muy sencillo manejo en lo que respecta a su mecanismo de cierre, que era del sistema denominado de bloque y a rotación retrógrada. Había sido perfeccionado en los Estados Unidos al término de la guerra de Secesión.

De acuerdo con los testimonios del general Ignacio Hamilton Fotheringham y del teniente Jorge Reyes, el ministro Gainza entregó los primeros Rémington en Paraná, por noviembre de 1873, a los efectivos de su mando; y fueron ensayados por primera vez en la batalla de Don Gonzalo, semanas después.

"Con semejante arma el éxito estaba asegurado", comenta Fotheringham en sus recuerdos de soldado. El nuevo fusil fue también decisivo en la represión del levantamiento mitrista de setiembre de 1874.


viernes, 26 de febrero de 2021

LA ZANJA DE ALSINA

 Por el Profesor Jbismarck1

La zanja ideada por el doctor Adolfo Alsina para contener los malones indios debía cubrir la frontera desde Fortín Cuatreros, en Bahía Blanca, hasta la laguna La Amarga, en el sur de Córdoba. Fue proyectada para una extensión de más de 600 kilómetros, de los cuales llegaron a construirse 374. La zanja tenía un ancho de tres metros por dos de profundidad (medidas que variaban según la naturaleza del terreno) y estaba completada con un talud.

La construcción fué dirigida por el ingeniero francés Alfred Ebelot, cuyos recuerdos reunidos en sus libros La pampa y La guerra de fronteras son vivaces y valiosos documentos. Ebelot se manifiesta entusiasmado con su obra. Sus trabajadores y los de las compañías concesionarias de la obra —dice— trabajan alegremente, bien alimentados, confortablemente instalados y recibiendo puntualmente buena paga: “En un momento escaseó el dinero, ahora tenemos más del necesario; siempre gracias al gobierno de la provincia que no se cansa... La regularidad de las raciones y la paga les causaba (a los zapadores) una alegre sorpresa Estanislao Zeballos, adversario de la zanja, ve las cosas de otro modo. Para construirla, dice, Alsina se vio “obligado a movilizar centenares de vecinos (gauchos) de Buenos Aires para que trabajaran en el foso y la muralla, desnudos, mal alimentados y constantemente a la intemperie... La deserción de estos infelices era una consecuencia natural y cuando terminaban, después de largos meses de angustia, eran licenciados, mal remunerados y a pie en medio del desierto!... Obra tan costosa, empapada con el sudor de millares de parias argentinos resultó inútil".

La zanja fue vituperada por los partidarios de la política ofensiva y total contra el indio. La llamaron “muralla china”, con clara intención peyorativa, asimilándola al estéril esfuerzo de pueblos débiles y acobardados que se refugian para no combatir. Negaron que fuera una obra nacional, ya que solamente defendía a la provincia de Buenos Aires.

Si bien la zanja no impidió por completo el paso de los indios, fue un obstáculo tremendo para sus retiradas. Tratando de recruzarla, con la impedimenta de sus saqueos, los malones eran alcanzados por las fuerzas militares y allí perdían sus arreos de ganados robados. Los malones se volvieron infructuosos porque la clave de su éxito era la sorpresa en el ataque y la velocidad en la fuga. La zanja debilitó las posibilidades de resistencia de los indios, los desalentó y fue, además, base y punto de partida seguro para el avance sobre el desierto

miércoles, 24 de febrero de 2021

Manuel Belgrano y el "Día del Inmigrante Italiano en Argentina"

 Por Julio R. Otaño

Manuel José Joaquín del Corazón de Jesús Belgrano González nació el 3 de junio de 1770 en la ciudad de Buenos Aires.  Fruto del matrimonio de Domingo Francisco María Cayetano Belgrano y Peri y María Josefa González Casero. Tuvieron 16 hijos, 7 mujeres y 9 varones. Manuel fue el 4to hijo varón. La familia era considerada de las más acaudaladas y vivía en un caserón, que estaba ubicado en el solar que corresponde al actual Avda Belgrano 430 (la casa fue demolida en 1909); Manuel entró en el Colegio de San Carlos y luego sus padres decidieron que viaje a estudiar en la Universidad de Valladolid en España; allí en 1789 se graduó de bachiller en leyes y en 1793 obtuvo la licencia para ejercer como abogado. En 1794 ya estaba de regreso en Buenos Aires nombrado como primer Secretario del Consulado de Bs As.  Domingo Belgrano era natural de Oneglia, Liguria (Italia) y fue un rico comerciante italiano; en homenaje a su hijo Manuel, se recuerda cada 3 de junio el “Día del inmigrante Italiano en Argentina”.

Monumento a Manuel Belgrano en Oneglia Italia

Monumento al Gral Belgrano en Génova Italia

Casa Natal de Belgrano…fotografía tomada en 1909, antes de su demolición.

placa en el edificio que ocupa su lugar.

Los fusilamientos de 1956

Por Pablo Vazquez

El jueves 16 de junio de 1955 una escuadrilla de la aviación naval, conducida por militares amotinados con apoyo en tierra de infantes y “comandos civiles”, ametralló y arrojó sobre la Casa Rosada, la Plaza de Mayo, y otras zonas cercanas, más de 10 toneladas de explosivos. Esta masacre tuvo como saldo a más de 350 argentinos muertos y 2.000 heridos, quedando la mayoría de ellos lisiados en forma permanente.
Tres meses después, el 16 de septiembre, un movimiento cívico-militar, con epicentro en Córdoba y otros puntos del país, se levantó en armas contra el gobierno constitucional del Presidente Juan Perón, llevándolo a éste al exilio.
El 23 septiembre el general Eduardo Lonardi y el almirante Isaac Francisco Rojas se hicieron cargo del gobierno nacional bajo el nombre de “Revolución Libertadora”. Al tiempo crearon la Junta Consultiva Nacional para asesorar políticamente al gobierno, integrada por Oscar Alende, Alicia Moreau de Justo, Miguel Angel Zabala Ortiz, Julio A. Noble, Luciano Molinas, Nicolás Repetto y Horacio Storni, entre otros políticos antiperonistas.
El 13 de noviembre de dicho año las FF. AA. deponen a Lonardi, asumiendo de facto el general Pedro Eugenio Aramburu, quien con Rojas intensificó la escalada represiva al intervenir la CGT, secuestrar el cadáver de Eva Perón, disolver por decreto al Partido Peronista, perseguir, torturar y encarcelar a militantes peronistas y anulando todos los derechos sociales alcanzados por el pueblo.
El 9 de marzo de 1956 el decreto ley 4161 prohibió – bajo pena de prisión de 6 años o más – nombrar a Perón y Evita, cantar las marchas partidarias, usar escudo peronista, leer La Razón de mi vida y los discursos o escritos de Perón, escribir las iniciales E.R, J.P o P.P o utilizar las expresiones “Tercera Posición”, “Justicialista” o “Peronismo”. Además se reimplantó la Constitución liberal de 1853, anulándose los derechos sociales de la Constitución de 1949 y las reformas de las constituciones provinciales.
Esto sería el preludio del drama argentino que alcanzará su máxima intensidad el 24 de marzo de 1976 y sus 30.000 desaparecidos. El 16 de junio de 1955 fue la verdadera fecha de nacimiento del Proceso.

Frente a este clima represivo el general Juan José Valle, que un año antes había rendido la posición rebelde del ministerio de Marina que se había sublevado contra Perón, con un grupo de oficiales del campo nacional, acompañado por militantes sindicales y peronistas, planteó – al inicio de la Proclama del “Movimiento de Recuperación Nacional”- que “las horas dolorosas que vive la República, y el clamor angustioso de su pueblo, sometido a la más cruda y despiadada tiranía, nos han decidido a tomar las armas para restablecer en nuestra patria el imperio de la libertad y la justicia al amparo de la Constitución y las leyes”.
Esta acción heroica y desesperada sufrió la infiltración de personeros de la dictadura de Rojas y Aramburu, quienes disponen reprimir a dicho movimiento usándolo como “ejemplo” ante posibles nuevos levantamientos.
Entre el 9 y el 12 de junio se produjo la salvaje represión que culminó con el fusilamiento de 33 civiles y militares en los basurales de José León Suarez, en dependencias policiales de Lanús, en La Plata y en la Penitenciaría Nacional.
Antes de ser fusilado Valle le dirá, por carta, a Aramburu: “Conservo toda mi serenidad ante la muerte. Nuestro fracaso material es un gran triunfo moral. Nuestro levantamiento es una expresión más de la indignación incontenible de la inmensa mayoría del pueblo argentino esclavizado… Sólo buscábamos la justicia y la libertad del 95% de los argentinos, amordazados, sin prensa, sin partido político, sin garantías constitucionales, sin derecho obrero, sin nada. No defendemos la causa de ningún hombre ni de ningún partido”.
Hecho de sangre ocultado en la historia oficial, fue descripto inicialmente por Rodolfo Walsh en una serie de nueve notas para la revista Mayoría de los hermanos Jacovella y luego en artículos del periódico Revolución Nacional. Walsh, de inicial militancia nacionalista en la Alianza Libertadora Nacionalista, se transformó -según sus palabras- en “un hombre de izquierda” y conspiró contra el gobierno de Perón, apoyando el golpe de 1955. Sus contactos en medios nacionalistas le permitieron difundir, como escribió él en el prólogo de la primera edición, “estos hechos tremendos para darlos a conocer en la forma más amplia, para que inspiren espanto, para que no puedan jamás volver a repetirse… El torturador que a la menor provocación se convierte en fusilador es un problema actual, un claro objetivo para ser aniquilado por la conciencia civil… bastaron seis horas de motín para que asomara su repugnante silueta”.
Dicha investigación luego se publicó en su obra Operación Masacre (1957); a la que le siguieron pocos –lamentablemente- pero buenos trabajos de Salvador Ferla en Mártires y Verdugos (1966); Daniel Brion en El Presidente Duerme (2010); y Jorge Luis Ferrari en Crónica de una revolución: El 9 de junio de 1956 en La Pampa (2012).

La implementación brutal del terrorismo de Estado marcó el camino a la aplicación del Plan Conintes, de la represión en el Frigorífico Lisandro de La Torre, de la desaparición de Felipe Vallese y la posterior ola represiva contra el campo nacional.
Sólo la resistencia popular, el unir fuerzas entre los humildes, los trabajadores y las organizaciones especiales posibilitó hacer frente a los dictadores, en una lucha de años que – si vemos algún expresiones actuales – parece que vuelven a explicitar su odio contra las causas populares. Queda en nosotros seguir desde nuestros espacios, apoyando desde la militancia enmarcada en un proyecto nacional, enfrentar a dichos “profetas del odio” con hechos, con convicción, sin miedos, recordando la gesta de los mártires de 1956, y de todas y todos los que ofrendaron su vida por una patria soberana, armados con la espada de la verdad que es el pueblo organizado.

viernes, 19 de febrero de 2021

La "Legión Paraguaya"....cipayos hay en todos lados...

 Por el Prof. Jbismarck

El 18 de diciembre de 1864 se fundó en Buenos Aires una asociación de emigrados paraguayos destinada a unificar los trabajos tendientes "a la regeneración del Paraguay”  Según el acta de fundación —conservada en el archivo del general Juan A. Gelly y Obes— los propósitos de la asociación eran:

“Rescatar la patria de las garras del tirano que la ha convertido en patrimonio suyo. "Darnos una constitución cual corresponde a un pueblo que ha adoptado la forma Republicana, que establezca y regle los altos poderes del Estado.

“Elevar al Gobierno hombres que nos traigan la consideración y aprecio de todo gobierno culto, y que merezca la confianza de los gobiernos vecinos.

"Depuestos los López del poder serán juzgados ante la Ley.

“El resumen de nuestros propósitos es hacer la luz en las tinieblas; que la civilización mate a la barbarie"

En su declaración estos emigrados —de 30 a 40 hombres en total— expresaban que podían "levantar más de 2.000 paraguayos diseminados en los Estados del litoral de la República Argentina.  Sus figuras principales eran José Segundo y Juan Francisco Decoud, Jaime Sosa, Benigno Ferreira, Carlos Loizaga, Fernando Iturburu y Cirilo Antonio Rivarola, quienes, al producirse la guerra de la Triple Alianza, amparados en el artículo 7? del tratado (la guerra no era contra el pueblo del Paraguay), organizaron la Legión Paraguaya.

Esta Legión llegó a Corrientes con las fuerzas que comandaba el general Wenceslao Paunero, jefe del primer cuerpo y muy pronto se vio dividida por graves desavenencias de sus dirigentes. Algunos de los legionarios, entre ellos Benigno Ferreira, se alejaron de dicho cuerpo y pasaron a revistar en el Ejército argentino, pero la mayoría de ellos hizo la campaña en la Legión Paraguaya.

Sosa, Ferreira y los Decoud intervinieron como gestores de la capitulación del coronel Estigarribia en Uruguayana, en setiembre de 1865.    Fernando Iturburu, por su parte, sirvió a Urquiza durante la tramitación confidencial con el general Robles, tendiente a lograr la defección de este jefe con todo su ejército.            Durante el último año de la guerra del Paraguay surgió en Asunción una segunda Legión Paraguaya, cuando 367 paraguayos opositores a López ofrecieron a los aliados un cuerpo de voluntarios para ayudar “a dar el último golpe al más cruel enemigo del pueblo paraguayo”. El pedido de este nuevo grupo fue recibido favorablemente por los gobiernos aliados. El presidente argentino Sarmiento lo aceptó oficialmente el 20 de febrero de 1869. Poco más de un mes después, el 29 de marzo, el general Emilio Mitre, oficiando de padrino de la ceremonia, entregó la bandera paraguaya a la Legión, constituida en unidad regular.

Los legionarios de Asunción tomaron parte así de la campaña denominada de la Cordillera, en los últimos meses de la guerra. El mariscal López alcanzó todavía a dirigir una protesta a Gastón de Orleáns, comandante de los aliados, al ver flamear aquella bandera frente al ejército paraguayo.

El gobierno provisional del Paraguay, surgido en junio de 1869 con la dirección de Silva Paranhos, salió de la Legión Paraguaya. Según el escritor Juan Silvano Godoy, el triunviro Cirilo A. Rivarola fue impuesto por el Brasil; Loizaga y Díaz de Bedoya, por la Argentina.

viernes, 12 de febrero de 2021

Elisa Lynch

 Por el Prof. Jbismarck

Injuriada o ensalzada hasta elevarla al heroísmo, la figura de Elisa Alicia Lynch ha pasado a la historia del Paraguay y de América sin tonos menores, porque su destino fue al fin de cuentas, participar en la epopeya de su pueblo.   Era irlandesa y había nacido en 1833 en el seno de una familia honorable y pudiente.  

Cuando tenía 17 años se casó con el doctor Javier de Quatrefages, alto funcionario francés con quien vivió tres años en París y en Argelia. Separada de su esposo, se fue a vivir con su madre y una familia amiga de Dublln a París. En este tiempo conoció al joven general Francisco Solano López, llegado a Francia en 1854. Sobre las circunstancias de su primer encuentro todo lo que se sabe es novela y leyenda, pero no historia.  Madame Lynch se defendió una vez de quienes dieron su propia versión sobre su pasado. "Los que se han empeñado en presentarme como una mujer de mala vida en París —escribió—, se encuentran descubiertos ante la evidencia de lo que dejo referido, porque falta materialmente el tiempo para que yo haya podido entregarme a esa vida licenciosa que se ha pretendido atribuirme.”

 
En París se inició el romance con López que tendría fin 15 años después, en Cerro Corá. En 1855 nació el primer hijo, Francisco Solano. El 6 de agosto de 1856, Corina Adelaida, que murió el 14 de febrero del año siguiente. Después vinieron Enrique Venancio, Carlos Honorio, Federico Llovd y Leopoldo, muerto en alta mar en 1870, cuando regresaba a Europa con su madre. Durante la guerra de la Triple Alianza, Elisa Alicia Lynch no sólo acompañó al mariscal López en toda la ruda y larga campaña, sino que realizó trabajos de cirujana en los hospitales de sangre. Se recuerda así su labor de enfermera en la sangrienta batalla de Pykysyry.   El 19 de marzo de 1870, en la trágica jornada en que fueron muertos el mariscal López y su hijo mayor Francisco (que había salido espada en mano para defender a su madre), madame Lynch cavó con sus manos, ayudada por sus hijos, las fosas destinadas a sus seres queridos.

Al término de la guerra, el gobierno surgido en Asunción la acusó de haber llevado consigo grandes riquezas materiales, lo que fue desmentido por el inventario que hicieron oficiales brasileños sobre los objetos hallados en su carruaje el día de la muerte del mariscal López. Para el ministro estadounidense en Asunción, coronel Mac Mahon, madame Lynch fue una mujer sumamente calumniada por la prensa de Buenos Aires, que le echó en cara "toda suerte de inmoralidades”      Según Carlos Guido Spano, fue una heroína, que llegó con su compañero hasta la tumba e hizo cuanto le fue dado hacer, con una energía asombrosa. “Fue una gran mujer, hermosa y muy inteligente —dice el poeta porteño—. Cuando se dirigió al Paraguay, antes de la guerra, fue aquí muy agasajada por nuestra mejor sociedad. Despues pasó otra vez por Buenos Aires en medio de la mayor indiferencia de todos. Yo fui el único que la visitó". Roberto Cunnimghame Graham recuerda: "La vi varias veces en Londres, en 1873 y 1874, subiendo a su carruaje en la casa que ocupaba. Todavía se conservaba buena moza y muy distinguida”       En los últimos años, madame Lynch vivió en París, en el Boulevard Pereire 54, donde murió el 25 de julio de 1886. Sus restos fueron llevados dos días después a un panteón del cementerio de Pere Lechaise. Sus cenizas se conservan en una urna en el Museo Militar de Asunción

El Negacionismo paraguayo.

Por Deniri Jorge Enrique

Siempre me he resistido a mencionar aquella guerra como “de la Triple Alianza”, por varias razones que no por reiteradas pierden validez. En primer término, porque tácitamente refuerza ese relato del pobre indefenso solitario, enfrentado a tres monstruos perversos. La idea tiene una raíz quijotesca, de batalla desesperada contra gigantes por más que sean molinos de viento, que siempre será seductora para las mentes que son terreno fértil a los mitos y leyendas. En segundo lugar, hablar de “alianza” pone en pie de igualdad al Brasil, con Uruguay y Argentina, lo cual nunca fue cierto, ni en la proporción de soldados empeñados en batalla, ni en el equipamiento, ni, especialmente, en el poder económico, esos dineros que desde siempre han sido el alimento necesario para librar las guerras. Aparte de los préstamos que el Imperio tuvo que hacer a sus aliados, inclusive hubo de permitirles hacer pingües negocios a su costa, como bien lo diría si pudiese hablar el puerto de Corrientes, y si hubiesen dejado memoria y deseos de que se conocieran los hechos, Bartolomé Mitre, Archibaldo Lanús y tantos otros.

Tampoco creo apropiado hablar de “Guerra Grande” o “Guerra Guazú”, porque esa es una forma de evocar aquel conflicto buena para los paraguayos, que lucharon durante cuatro años en su territorio, después de haberse pasado mano sobre mano más de medio siglo, mientras el resto de la América Española batallaba desesperadamente en pos de una emancipación que a los paraguayos, salvo las participaciones individuales, no les costó prácticamente nada.
Es que mientras el Río de la Plata armaba ejército tras ejército para luchar por la libertad común, mientras Cuyo se vaciaba de hombres y de cuanta cosa resultara útil para que San Martín pudiera cruzar aquellos “inmensos montes”, mientras los chilenos se alineaban formando bajo una Bandera común, mientras las Republiquetas con Padilla y Juana se ahogaban en sangre, y los caminos se amojonaban con cabezas patriotas cortadas; mientras los peruanos proclamaban ¡Somos libres! Como arranque de su himno, mientras Venezuela, Ecuador y Colombia empuñaban sables y lanzas, y nuestra América descubría que era capaz de producir centauros como Páez, que no sabía manejar un tenedor pero era imparable empuñando una lanza, después de haber derrotado a Belgrano aprovechando una superioridad de cinco a uno, los paraguayos continuaron su bucólica existencia colonial anterior, rota sólo cuando se dieron a sí mismos su primer dictador, el temible doctor Gaspar Rodríguez de Francia. Por lo demás, tal vez esa terrible contienda por la emancipación que el resto de América del Sud hubo de librar, tiene quizá una extraña contraparte en el nombre de un equipo de fútbol paraguayo –“Cerro Porteño”- que presumiblemente recuerda la discutible gloria adquirida en Paraguarí, donde – como dijimos -, con 5 ó 6 soldados a 1 en favor de los paraguayos, tuvo lugar “la heroica resistencia guaraní” que terminó dejándolos dueños del campo de combate.
Aquel Paraguay pergeñado por Francia, estaba cerrado a cal y canto, y con una única vía de comunicación a través del territorio misionero que se iniciaba en Itapúa, mejor dicho enfrente, en un reducto, una especie de playón para el intercambio comercial conocido como “trinchera”, aunque no lo fuera (hoy es Posadas) y remataba en San Borja.
Para asegurarse su arteria económica, Francia asoló las antiguas reducciones y se mandó una “limpieza étnica” que no dejó títere (quiero decir indio), con cabeza, las cartas en que daba sus órdenes al respecto al jefe militar de Itapúa, están en el Archivo Nacional de Asunción, y empezó a formar soldaditos a lo Federico I, porque él mismo se fijaba cómo les quedaba el uniforme, se hizo una especie de guardia pretoriana.
Todo aquel que tenía la mala idea de afectar de algún modo los intereses de Francia, aunque no se diera cuenta, era capturado e internado en el Paraguay. Si había sido prendido navegando en el río, como le pasó a algunas expediciones argentinas que pretendieron explorar el Bermejo, lo prendían y le sacaban hasta los calzones. El tiempo de su prisión sólo dependía del capricho del dictador, que terminaba pagándoles lo que se le antojaba por sus bienes, y los expulsaba luego sin más trámite. Uno de sus cautivos más famosos fue Artigas, al que por cierto no trató tan mal, habida cuenta que llegó “en mantillas” como decían nuestros antepasados. Otro fue Bonpland, que tuvo la mala idea de meterse con el cultivo de la yerba, un monopolio estatal que estaba bajo la férula de “El Supremo”. Artigas murió en Paraguay, Bonpland en Corrientes, los dos dejaron descendencia del otro lado del Paraná.
Muerto Francia, que había “nivelado” a la sociedad paraguaya terminando con todo viso aristocrático, lo sucedieron otros dos dictadores, Carlos Antonio López, y su hijo, Francisco Solano López.
Carlos Antonio, -“Añá tripón” (diablo panzudo), apodo que si mal no recuerdo le habría puesto Fulgencio Yegros (y así fue lo que le costó), fue un dictador bueno, comparativamente, si es que puede haberlo, con el que Paraguay protagonizó lo que hoy llamaríamos una “Apertura”. Como la Confederación bajo Urquiza había sancionado la libre navegación de los ríos, el Paraguay se lanzó al mar y en la adquisición y prueba de la que sería su nave insignia, hizo algunas armas en Europa el joven Francisco Solano, que era tan excepcional que a los 18 años ya ostentaba galones de general.
Con ambos, padre e hijo, el Paraguay desarrolló un acusado proceso de militarización, entendiendo como tal la compra de armamento y embarcaciones para armarlas en guerra, y la puesta sobre las armas de miles de hombres. Al respecto, me viene un nombre a la mente: “Cerro León”. Para montar su aparato bélico, echaron mano de lo mejor que había en aquella época (plena revolución industrial) a nivel mundial: Los ingleses, cosa que por cierto, cuando podían hacían todas las naciones sudamericanas.
En sus relaciones con sus vecinos, el Paraguay nunca pecó de tímido. En tiempos coloniales, las rencillas entre la ciudad de Corrientes y nuestra Señora del Pilar de Ñeembucú eran frecuentes, porque las arremetidas de los paraguayos sobre Curupaití eran constantes. Las Actas del Cabildo aportan registro de ello.
Ya en 1810, antes que Belgrano iniciara su campaña, desde Pilar una escuadrilla de 4 buques al mando de José Antonio Zabala y Delgadillo tuvo a mal traer a la ciudad, y al año siguiente, en 1811, otra escuadrilla capitaneada por el catalán Jaime Ferrer asaltó la ciudad, y hasta se dio el lujo de quemar el “Contrato Social” en la plaza. En tiempo de los Virasoro, una invasión paraguaya llegó poco menos que a Monte Caseros, siendo repelida por José Antonio, que los fue “escopeteando” hasta que los obligó a repasar el Paraná.
Francia por su parte, estuvo jugando al “pégame que te pego” con Corrientes in aeternum sobre la Tranquera de Loreto, y no era inusual que los paraguayos incursionaran arramblando con ganado y mujeres en la medida de lo posible.
También atacaban los obrajes correntinos del otro lado del Paraná y se llevaban a los obrajeros después de asolarlo todo.
Carlos Antonio por su parte,una vez fue aliado de los correntinos contra Rosas, y el General Paz ha dejado testimonio en sus Memorias de la masa informe que era su ejército y del desconocimiento absoluto del joven General de los escritos de Sun Tzé, Jomini Clausewitz, o cualquier otro teórico del arte de la guerra. Con respecto a los roces y enfrentamientos con Brasil, planteados por la navegación del río hacia Matto Grosso, antes de morir parece que Carlos Antonio le recomendó especialmente a su hijo que evitase una guerra con “El Imperio”.
Y para terminar, adelantando una gragea de la próxima nota, el “negacionismo”, grosso modo, consiste en no admitir una verdad de a puños, privilegiando, si se quiere a sabiendas, una falsedad evidente.
Y, perdonen, los dejo con la intriga de cómo casan el negacionismo y la Guerra del Paraguay.

jueves, 4 de febrero de 2021

El Restaurador a 145 años de su fallecimiento: relato de su hija Manuelita....

 Por el Prof. Julio R. Otaño

“Southampton, marzo 16 de 1877 – Cuando recibas ésta estarás ya impuesto de que mi pobre y desgraciado padre nos dejó por mejor vida el miércoles 14 del corriente. ¡Cuál es mi amargura tú lo alcanzarás, pues sabes cuánto le amaba, y haber ocurrido esta desgracia en tu ausencia hace mi situación doblemente dolorosa!  Es realmente terrible que tan pronto como nos hemos separado, desgracia semejante haya venido a aumentar el pesar de estar tan lejos uno del otro, pero queda seguro, no me abandona la energía tan necesaria en estos momentos que tanta cosa hay que disponer y atender, todo con mi consentimiento, y que sobrellevo tan severa prueba con religiosa resignación acompañándome el consuelo de haber estado a su lado en sus últimos días, sin separarme de él.  El lunes 12 fui llamada por el doctor Wibblin, quien me pedía venir sin demora.  

El telegrama me llegó a las cinco y media y yo estuve aquí a las diez y media, acompañada por Elizabeth.  El doctor me esperaba para explicarme el estado del pobre tatita.  Sin desesperar del caso, me aseguró ser muy grave, pues que, siendo una fuerte congestión al pulmón, en su avanzada edad era de temerse que le faltase la fuerza, una vez debilitado el sistema.  Al día siguiente (martes) el pulso había bajado de 120 a 100 pulsaciones, pero la tos y la fatiga le molestaban mucho, a más de sufrir un fuerte dolor en el pulmón derecho.  Este desapareció completamente en la tarde…  La expectoración, cada vez que tosía, era con sangre, y éste, para mí, era un síntoma terrible, como también la fatiga.  Esa noche del martes supliqué al doctor hablarme sin ocultarme nada, si él lo creía en peligro inmediato; me contestó que no me ocultaba su gravedad y que temía no pudiera levantarse más, pero que no creía el peligro inmediato, ni ser necesario consultar otros médicos, y como su cabeza estaba tan despejada y con una fuerza de espíritu que ocultaba su sufrimiento, embromando con el doctor, hasta la noche misma del martes, en que hablábamos, víspera de su muerte.  El doctor, como yo, convinimos no ser prudente ni necesario todavía hacer venir al sacerdote, pues su presencia pudiera hacerle creer estar próximo su fin y que esperaríamos hasta ver cómo seguía el miércoles.  Esa noche estuve con él hasta las dos de la mañana con Kate, pues Mary Ann me reemplazaba con Alice haciendo turnos para no fatigarnos.  Antes de retirarme, estuvo haciendo varias preguntas, entre otras cuándo recibiría tu carta de San Vicente y me recomendó irme a acostar, para que viniera a reponer a Mary en la mañana.  Todo esto, Máximo, dicho con fatiga, pero con tanto despejo que, cuando lo recuerdo, creo soñarlo!.  Cuando a las seis de la mañana entró Alice a llamarme porque Mary Ann creía al general muy malo, salté de la cama, y cuando me allegué a él lo besé tantas veces como tú sabes lo hacía siempre, y al besarle la mano la sentí ya fría.  Le pregunté “¿cómo te va tatita?; su contestación fue, mirándome con la mayor ternura: “no se, niña”.  Salí del cuarto para decir que inmediatamente fueran por el médico y el confesor; sólo tardaría un minuto, pues Atche estaba en el corredor; cuando entré al cuarto había dejado de existir!!!  Así, tú ves, Máximo mío, que sus últimas palabras y miradas fueron para mí, para su hija tan amante y afectuosa.  Con esta última demostración está compensado mi cariño y constante devoción.  ¡Ah, Máximo, que falta me haces!  ¡Si tú estuvieras aquí yo sólo me ocuparía de llorar mi pérdida, pero no te tengo, y es preciso que yo tome tu lugar, lo que hago con una fuerza de espíritu que a mi misma me sorprende, desde que he estado acostumbrada que, en mis trabajos y los de mi padre, tú hicieras todo por nosotros!  Pero Dios Todopoderoso, al mismo tiempo que nos da los sufrimientos, nos acuerda fuerza y conformidad para sobrellevarlos.  ¡Te aseguro que ha muerto como un justo!  ¡No ha tenido agonía, exhaló su alma tan luego que me dirigió su última mirada!  ¡Ni un quejido, ni un ronquido, ni más que entregar quietamente su alma grande al Divino Creador!  ¡Que El lo tenga en su santa gracia!  ¡Mary estaba a su lado cuando murió, y esta pobre mujer se ha conducido con él, hasta su última hora, con la fidelidad que tú conoces siempre le ha servido!  ¡Pobre tatita, estuvo tan feliz cuando me vio llegar el lunes!  Las dos muchachas están desoladas.  Madre e hija demuestran el cariño que tenían a su patrón.  Tus predicciones y las mías se cumplieron desgraciadamente, cuando le decíamos a tatita que esas salidas con humedad en el rigor del frío le habían de traer una pulmonía.  Pero su pasión por el campo ha abreviado sus días, pues por su fortaleza pudo vivir muchos años más.  En uno de los días de frío espantoso que hemos tenido, anduvo afuera, como de costumbre, hasta tarde; le tomó un resfrío y las consecuencias tú las sabes.  ¡Pobre tatita!  Estoy cierta que tu le sentirás como a tu mismo padre, pues tus bondades para él bien probaban cuánto le amabas!  A Rodrigo que ruegue a Dios por el alma de su abuelito, que tanta predilección hacía de él, y que no le escribo porque no me siento con fuerzas, ni tengo más tiempo que el que te dedico.  El doctor Wibblin es mi paño de lágrimas en estos momentos en que necesitaba una persona, a quien encargar las diligencias del funeral.  Kate, con Manuel, fueron a ver al Undertarker, al padre y demás, y todo está arreglado para que tenga lugar el martes 20 y como el pobre tatita ordenara en su testamento que sólo se diga en su funeral una misa rezada, y que sus restos sean conducidos a su última morada sin pompa ni apariencias, y que el coche fúnebre sea seguido por un fúnebre con tres o cuatro personas, los preparativos no tienen mucho que arreglar y su voluntad será cumplida, y en éste último irán el doctor, Manuel y el sacerdote, y tal vez venga el esposo de Eduardita García, pues he tenido un telegrama preguntándome cuándo tendría lugar el funeral, porque quiere asistir a él.  Eduarda me ha dirigido otro, diciéndome pone a mi disposición dos mil francos, si necesito dinero.  Esto es un consuelo en mi aflicción.   Por supuesto que se lo he agradecido, contestando que, si necesito algo, a ella mejor que a nadie recurriría, pero que, al presente, no lo necesito.  También ordena tatita que su cadáver sea enterrado dos días después de su muerte, pero esto ha sido imposible cumplirlo, pues el undertarker dijo que no tenía tiempo, porque siendo el pobre tatita tan alto era preciso hacer el cajón y el de plomo, donde está ya hoy colocado, mañana vendrá el de caoba, decente solamente, y aunque deseaba fuese el funeral el lunes, no puede ser, por ser día de San José, y así será el martes 20.  ¡Dios nuestro Señor le acuerde descanso eterno!.    En fin, no serán las cosas dispuestas como si tú estuvieras ocupado de ellas, pero haremos cuanto podamos, yo por llenar mi deber filial y el doctor el tan sagrado de amistad.  Pobre Manuel no sabe lo que le pasa, ni cómo complacerme y consolarme.  Tuya – Manuela de Rosas de Terrero”

El cortejo fúnebre salió de la iglesia católica de Saint-Joseph, en Bugle Street, era el 15 de marzo de 1877, se desvió lentamente hacia la catedral normanda de Saint-Michael, alcanzó la Calle Mayor y siguió rumbo al norte… Según narra Elsie Sandell, la historiadora oficial de la ciudad — iba el ataúd de roble, cubierto por una bandera argentina. Detrás, viajaban Manuela Rosas de Terrero, hija del muerto; Augusta Gordon, hermana del héroe de la campaña de China, y Elizabeth Adams, un ama de llaves que servía a Manuela desde su casamiento, en 1852. Las escoltaban quince jinetes, con las monturas tocadas por crespones; dos de ellos se acercaban a intervalos a las ventanillas del brougham y hablaban con las mujeres: eran Máximo Manuel y Rodrigo Thomas Terrero, de 20 y 19 años, nietos de Rosas. El féretro era de roble inglés, delicadamente barnizado y con hermosos adornos de bronce.  Servía de primer trofeo a su féretro el sable que acompañó en todas sus campañas al general San Martín, quien lo legó por testamento a Rosas. En una chapa de bronce colocada sobre la tapa, profusamente iluminada, se  leía la inscripción siguiente: “Juan Manuel de Rosas – Nació el 30 de marzo de 1793.  Falleció el 14 de marzo de 1877 (a los 83 años, 11 meses y 16 días)”.

El Hampshire Echo informa que un capellán tomó la bandera que abrazaba el féretro, la roció con agua bendita y la entregó a Manuela; la señora Sandell asegura que la bandera descendió a la fosa y que Máximo Manuel depositó sobre ella el sable corvo de las campañas de la Independencia que José de San Martín le había regalado a su abuelo. 

Según Tomás Eloy Martínez: a partir de 1880 empezó a crecer en torno de la sepultura el cementerio judío de la ciudad; Rosas descansa ahora (1973) en un vértice flanqueado por lápidas con ins­cripciones hebreas,  apenas separado de ellas por un cerco bajo y espinoso. Sobre el antiguo túmulo fue erigido un pedestal de mármol rojizo, coronado por una cruz. La cara frontal del monumento recuerda al brigadier general, «nacido en Buenos Aires el 30 de marzo de 1793, llegado a Inglaterra en 1852 y muerto en Southampton el 14 de marzo de 1877». Debajo de esa leyenda hay otra que conmemora a Manuela, «la amante hija». Detrás está Máximo, el yerno; hacia la izquierda, Rodrigo Thomas, que sobrevivió 60 años al abuelo. Treinta pasos hacia el norte, de espaldas a la capilla anglicana, asoma la sepultura de Manuel Máximo, «muerto en 1926 y nieto del Restaurador de la Argentina»