Rosas

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jueves, 4 de febrero de 2021

El Restaurador a 145 años de su fallecimiento: relato de su hija Manuelita....

 Por el Prof. Julio R. Otaño

“Southampton, marzo 16 de 1877 – Cuando recibas ésta estarás ya impuesto de que mi pobre y desgraciado padre nos dejó por mejor vida el miércoles 14 del corriente. ¡Cuál es mi amargura tú lo alcanzarás, pues sabes cuánto le amaba, y haber ocurrido esta desgracia en tu ausencia hace mi situación doblemente dolorosa!  Es realmente terrible que tan pronto como nos hemos separado, desgracia semejante haya venido a aumentar el pesar de estar tan lejos uno del otro, pero queda seguro, no me abandona la energía tan necesaria en estos momentos que tanta cosa hay que disponer y atender, todo con mi consentimiento, y que sobrellevo tan severa prueba con religiosa resignación acompañándome el consuelo de haber estado a su lado en sus últimos días, sin separarme de él.  El lunes 12 fui llamada por el doctor Wibblin, quien me pedía venir sin demora.  

El telegrama me llegó a las cinco y media y yo estuve aquí a las diez y media, acompañada por Elizabeth.  El doctor me esperaba para explicarme el estado del pobre tatita.  Sin desesperar del caso, me aseguró ser muy grave, pues que, siendo una fuerte congestión al pulmón, en su avanzada edad era de temerse que le faltase la fuerza, una vez debilitado el sistema.  Al día siguiente (martes) el pulso había bajado de 120 a 100 pulsaciones, pero la tos y la fatiga le molestaban mucho, a más de sufrir un fuerte dolor en el pulmón derecho.  Este desapareció completamente en la tarde…  La expectoración, cada vez que tosía, era con sangre, y éste, para mí, era un síntoma terrible, como también la fatiga.  Esa noche del martes supliqué al doctor hablarme sin ocultarme nada, si él lo creía en peligro inmediato; me contestó que no me ocultaba su gravedad y que temía no pudiera levantarse más, pero que no creía el peligro inmediato, ni ser necesario consultar otros médicos, y como su cabeza estaba tan despejada y con una fuerza de espíritu que ocultaba su sufrimiento, embromando con el doctor, hasta la noche misma del martes, en que hablábamos, víspera de su muerte.  El doctor, como yo, convinimos no ser prudente ni necesario todavía hacer venir al sacerdote, pues su presencia pudiera hacerle creer estar próximo su fin y que esperaríamos hasta ver cómo seguía el miércoles.  Esa noche estuve con él hasta las dos de la mañana con Kate, pues Mary Ann me reemplazaba con Alice haciendo turnos para no fatigarnos.  Antes de retirarme, estuvo haciendo varias preguntas, entre otras cuándo recibiría tu carta de San Vicente y me recomendó irme a acostar, para que viniera a reponer a Mary en la mañana.  Todo esto, Máximo, dicho con fatiga, pero con tanto despejo que, cuando lo recuerdo, creo soñarlo!.  Cuando a las seis de la mañana entró Alice a llamarme porque Mary Ann creía al general muy malo, salté de la cama, y cuando me allegué a él lo besé tantas veces como tú sabes lo hacía siempre, y al besarle la mano la sentí ya fría.  Le pregunté “¿cómo te va tatita?; su contestación fue, mirándome con la mayor ternura: “no se, niña”.  Salí del cuarto para decir que inmediatamente fueran por el médico y el confesor; sólo tardaría un minuto, pues Atche estaba en el corredor; cuando entré al cuarto había dejado de existir!!!  Así, tú ves, Máximo mío, que sus últimas palabras y miradas fueron para mí, para su hija tan amante y afectuosa.  Con esta última demostración está compensado mi cariño y constante devoción.  ¡Ah, Máximo, que falta me haces!  ¡Si tú estuvieras aquí yo sólo me ocuparía de llorar mi pérdida, pero no te tengo, y es preciso que yo tome tu lugar, lo que hago con una fuerza de espíritu que a mi misma me sorprende, desde que he estado acostumbrada que, en mis trabajos y los de mi padre, tú hicieras todo por nosotros!  Pero Dios Todopoderoso, al mismo tiempo que nos da los sufrimientos, nos acuerda fuerza y conformidad para sobrellevarlos.  ¡Te aseguro que ha muerto como un justo!  ¡No ha tenido agonía, exhaló su alma tan luego que me dirigió su última mirada!  ¡Ni un quejido, ni un ronquido, ni más que entregar quietamente su alma grande al Divino Creador!  ¡Que El lo tenga en su santa gracia!  ¡Mary estaba a su lado cuando murió, y esta pobre mujer se ha conducido con él, hasta su última hora, con la fidelidad que tú conoces siempre le ha servido!  ¡Pobre tatita, estuvo tan feliz cuando me vio llegar el lunes!  Las dos muchachas están desoladas.  Madre e hija demuestran el cariño que tenían a su patrón.  Tus predicciones y las mías se cumplieron desgraciadamente, cuando le decíamos a tatita que esas salidas con humedad en el rigor del frío le habían de traer una pulmonía.  Pero su pasión por el campo ha abreviado sus días, pues por su fortaleza pudo vivir muchos años más.  En uno de los días de frío espantoso que hemos tenido, anduvo afuera, como de costumbre, hasta tarde; le tomó un resfrío y las consecuencias tú las sabes.  ¡Pobre tatita!  Estoy cierta que tu le sentirás como a tu mismo padre, pues tus bondades para él bien probaban cuánto le amabas!  A Rodrigo que ruegue a Dios por el alma de su abuelito, que tanta predilección hacía de él, y que no le escribo porque no me siento con fuerzas, ni tengo más tiempo que el que te dedico.  El doctor Wibblin es mi paño de lágrimas en estos momentos en que necesitaba una persona, a quien encargar las diligencias del funeral.  Kate, con Manuel, fueron a ver al Undertarker, al padre y demás, y todo está arreglado para que tenga lugar el martes 20 y como el pobre tatita ordenara en su testamento que sólo se diga en su funeral una misa rezada, y que sus restos sean conducidos a su última morada sin pompa ni apariencias, y que el coche fúnebre sea seguido por un fúnebre con tres o cuatro personas, los preparativos no tienen mucho que arreglar y su voluntad será cumplida, y en éste último irán el doctor, Manuel y el sacerdote, y tal vez venga el esposo de Eduardita García, pues he tenido un telegrama preguntándome cuándo tendría lugar el funeral, porque quiere asistir a él.  Eduarda me ha dirigido otro, diciéndome pone a mi disposición dos mil francos, si necesito dinero.  Esto es un consuelo en mi aflicción.   Por supuesto que se lo he agradecido, contestando que, si necesito algo, a ella mejor que a nadie recurriría, pero que, al presente, no lo necesito.  También ordena tatita que su cadáver sea enterrado dos días después de su muerte, pero esto ha sido imposible cumplirlo, pues el undertarker dijo que no tenía tiempo, porque siendo el pobre tatita tan alto era preciso hacer el cajón y el de plomo, donde está ya hoy colocado, mañana vendrá el de caoba, decente solamente, y aunque deseaba fuese el funeral el lunes, no puede ser, por ser día de San José, y así será el martes 20.  ¡Dios nuestro Señor le acuerde descanso eterno!.    En fin, no serán las cosas dispuestas como si tú estuvieras ocupado de ellas, pero haremos cuanto podamos, yo por llenar mi deber filial y el doctor el tan sagrado de amistad.  Pobre Manuel no sabe lo que le pasa, ni cómo complacerme y consolarme.  Tuya – Manuela de Rosas de Terrero”

El cortejo fúnebre salió de la iglesia católica de Saint-Joseph, en Bugle Street, era el 15 de marzo de 1877, se desvió lentamente hacia la catedral normanda de Saint-Michael, alcanzó la Calle Mayor y siguió rumbo al norte… Según narra Elsie Sandell, la historiadora oficial de la ciudad — iba el ataúd de roble, cubierto por una bandera argentina. Detrás, viajaban Manuela Rosas de Terrero, hija del muerto; Augusta Gordon, hermana del héroe de la campaña de China, y Elizabeth Adams, un ama de llaves que servía a Manuela desde su casamiento, en 1852. Las escoltaban quince jinetes, con las monturas tocadas por crespones; dos de ellos se acercaban a intervalos a las ventanillas del brougham y hablaban con las mujeres: eran Máximo Manuel y Rodrigo Thomas Terrero, de 20 y 19 años, nietos de Rosas. El féretro era de roble inglés, delicadamente barnizado y con hermosos adornos de bronce.  Servía de primer trofeo a su féretro el sable que acompañó en todas sus campañas al general San Martín, quien lo legó por testamento a Rosas. En una chapa de bronce colocada sobre la tapa, profusamente iluminada, se  leía la inscripción siguiente: “Juan Manuel de Rosas – Nació el 30 de marzo de 1793.  Falleció el 14 de marzo de 1877 (a los 83 años, 11 meses y 16 días)”.

El Hampshire Echo informa que un capellán tomó la bandera que abrazaba el féretro, la roció con agua bendita y la entregó a Manuela; la señora Sandell asegura que la bandera descendió a la fosa y que Máximo Manuel depositó sobre ella el sable corvo de las campañas de la Independencia que José de San Martín le había regalado a su abuelo. 

Según Tomás Eloy Martínez: a partir de 1880 empezó a crecer en torno de la sepultura el cementerio judío de la ciudad; Rosas descansa ahora (1973) en un vértice flanqueado por lápidas con ins­cripciones hebreas,  apenas separado de ellas por un cerco bajo y espinoso. Sobre el antiguo túmulo fue erigido un pedestal de mármol rojizo, coronado por una cruz. La cara frontal del monumento recuerda al brigadier general, «nacido en Buenos Aires el 30 de marzo de 1793, llegado a Inglaterra en 1852 y muerto en Southampton el 14 de marzo de 1877». Debajo de esa leyenda hay otra que conmemora a Manuela, «la amante hija». Detrás está Máximo, el yerno; hacia la izquierda, Rodrigo Thomas, que sobrevivió 60 años al abuelo. Treinta pasos hacia el norte, de espaldas a la capilla anglicana, asoma la sepultura de Manuel Máximo, «muerto en 1926 y nieto del Restaurador de la Argentina» 

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