Rosas

Rosas

domingo, 28 de febrero de 2021

EL ASESINATO DE DORREGO

 Por A. J. PÉREZ AMUCHÁSTEGUI

Dorrego dio a los unitarios la oportunidad que les faltaba para llevar a cabo sus proyectos de reivindicación. La figura del gobernador había adquirido alto prestigio en todo el país. Tanto, que el deán Gregorio Funes, representante de Bolívar en Buenos Aires, en carta al mariscal Sucre, después de señalar la bien merecida influencia que ejercía Dorrego a raíz de sus atinadas medidas de gobierno, apuntaba: “Es muy probable que, formalizada la Convención, suba a presidente de la República”.

Esa perspectiva era gravísima para los unitarios, pues con ella se aventaban absolutamente sus esperanzas de retomar jamás al poder. Como ha señalado Tomás de Iriarte en sus Memorias, en la gobernación de Buenos Aires no se comportó Dorrego como el muchacho alocado de otras horas, sino como un estadista en toda la línea. Los primeros sorprendidos fueron los unitarios, que advirtieron entonces que, para ellos, el gobernador representaba un peligro permanente. Con él se acababan los turbios negociados, las especulaciones financieras, las generosas “bonificaciones” de inversores aprovechados, los “beneficiosos” préstamos de la banca extranjera. Con él se quitaba de raíz el empaque culterano de quienes se creían, como dice Saldías, “los únicos llamados a dirigir las cosas del gobierno, poseídos de absolutismo y orgullo tradicionales”. Con él accedía al plano político la multitud, es decir los jornaleros, los artesanos, los campesinos, esa chusma que, para los hombres de levita, carecía de derechos para regir sus propios destinos. Y la logia unitaria de rancia estirpe rivadaviana estaba dispuesta a todo antes que a perder sus pretendidos privilegios. Dorrego la había desenmascarado, y tendría que purgar ese “delito”.

Además, la ira de Ponsonby contra Dorrego se había aflojado ahora sensiblemente pues, a la postre, el representante inglés había logrado el objetivo que se había propuesto; y su reemplazante en Buenos Aires, Woodbine Parish, respetaba al gobernador. Entretanto, Rivadavia había caído en desgracia con sus antiguos compinches financistas de Londres, a quienes, tal vez muy a su pesar, llevó a la quiebra. Todo se daba a favor de Dorrego en la puja política que se avecinaba tras la paz. Y esos habilísimos maestros de la artimaña política sabían bien que con Dorrego estaban destinados al fracasó. Si la paz con el Brasil les daba la oportunidad inmediata para desacreditarlo y quizá, incluso, para hacerlo caer, era indudable que muy pronto su prestigio volvería a adquirir la relevancia que merecía su conducta de estadista, sobre todo porque, a pesar de las circunstancias, había logrado ya aliviar en alguna medida las estrecheces económicas a que el país había quedado constreñido a raíz de la guerra. No; la caída debía producirse de inmediato, y ser tan violenta que evitara su eventual resurgimiento. Y como no había alternativa posible, el grupo de Rivadavia dictó la sentencia: Dorrego tenía que morir...

Juan Lavalle fue sólo el instrumento, por cierto que muy bien elegido. Ese soldado valiente, decidido, corajudo, temerario, irreflexivo, era proclive a ser convencido de que Dorrego habla traicionado al ejército de operaciones negociando una paz infamante. Y tras ello, todo cuanto se le dijera de Dorrego sería aceptado sin análisis por el ofuscado y tozudo general. La sublevación del 1 de diciembre fue incruenta, pero de inmediato llovieron al enardecido Lavalle los “sanos consejos” de quienes lo habían llevado a subvertir el orden institucional.

Salvador María del Carril, Juan Cruz y Florencio Varela, Agüero, Gallardo y algún otro “hombre de bien” cursaron sendas cartas a Lavalle para convencerlo de la imperiosa necesidad de fusilar al depuesto gobernador. A propósito, ha de señalarse que del Carril no firmó la carta, aunque Lavalle conocía quién era el remitente; Juan Cruz Varela fue más lejos, pues después de valerse del nombre del pueblo para exigir la sentencia, agregó muy suelto de cuerpo: “Cartas como estas se rompen11... Afortunadamente Lavalle no las rompió. Y allí han quedado, signados por la infamia, los nombres de quienes, al decir de Saldías, “con una convicción que abruma y una frialdad que aterra” convencieron a Lavalle de que “todo quedará esterilizado si el gobernador Dorrego no sucumbe inmediatamente” ...

Lavalle confió al remanido “juicio de la historia” el dictamen sobre su decisión. La historia no juzga, ni condena, ni perdona: se limita a comprender. El juicio corre por cuenta de cada historiador, es decir de quien investiga con seriedad hasta conocer suficientemente las intencionalidades que sustentan los hechos. Sobre esa base, y sin pretender que nuestro juicio sea “el de la historia” en tanto negamos semejante pretensión, creemos, a la luz de nuestro entendimiento, que Dorrego fue fusilado por el general vencedor Juan Lavalle en virtud de una discutible, pero en la época usual, decisión castrense. Pero esa decisión no fue un acto aislado ni contingente, sino la cristalización formal de una sentencia de muerte decretada mucho antes por la logia unitaria, que no hallaba otra solución para asegurar sus aspiraciones al poder.

Y esa planificación fría, esa resolución calculada, esa decisión categórica de quitar la vida al adversario que representa un obstáculo insalvable, es un crimen político cuyos gestores no merecen otro nombre que el de asesinos. Hora es ya, a nuestro modo de ver, de modificar las etiquetas a que nos ha acostumbrado la historiografía interesada en salvar el insalvable honor del grupo rivadaviano, y dejar de referimos al fusilamiento de Dorrego. El plomo de los fusiles fue sólo el medio (como pudo haber sido el veneno o el 'puñal si Lavalle no se hubiera cruzado en el camino) por el cual la logia unitaria llevó a cabo lo que sólo puede calificarse como asesinato de Dorrego.


No hay comentarios:

Publicar un comentario