Rosas

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viernes, 12 de febrero de 2021

El Negacionismo paraguayo.

Por Deniri Jorge Enrique

Siempre me he resistido a mencionar aquella guerra como “de la Triple Alianza”, por varias razones que no por reiteradas pierden validez. En primer término, porque tácitamente refuerza ese relato del pobre indefenso solitario, enfrentado a tres monstruos perversos. La idea tiene una raíz quijotesca, de batalla desesperada contra gigantes por más que sean molinos de viento, que siempre será seductora para las mentes que son terreno fértil a los mitos y leyendas. En segundo lugar, hablar de “alianza” pone en pie de igualdad al Brasil, con Uruguay y Argentina, lo cual nunca fue cierto, ni en la proporción de soldados empeñados en batalla, ni en el equipamiento, ni, especialmente, en el poder económico, esos dineros que desde siempre han sido el alimento necesario para librar las guerras. Aparte de los préstamos que el Imperio tuvo que hacer a sus aliados, inclusive hubo de permitirles hacer pingües negocios a su costa, como bien lo diría si pudiese hablar el puerto de Corrientes, y si hubiesen dejado memoria y deseos de que se conocieran los hechos, Bartolomé Mitre, Archibaldo Lanús y tantos otros.

Tampoco creo apropiado hablar de “Guerra Grande” o “Guerra Guazú”, porque esa es una forma de evocar aquel conflicto buena para los paraguayos, que lucharon durante cuatro años en su territorio, después de haberse pasado mano sobre mano más de medio siglo, mientras el resto de la América Española batallaba desesperadamente en pos de una emancipación que a los paraguayos, salvo las participaciones individuales, no les costó prácticamente nada.
Es que mientras el Río de la Plata armaba ejército tras ejército para luchar por la libertad común, mientras Cuyo se vaciaba de hombres y de cuanta cosa resultara útil para que San Martín pudiera cruzar aquellos “inmensos montes”, mientras los chilenos se alineaban formando bajo una Bandera común, mientras las Republiquetas con Padilla y Juana se ahogaban en sangre, y los caminos se amojonaban con cabezas patriotas cortadas; mientras los peruanos proclamaban ¡Somos libres! Como arranque de su himno, mientras Venezuela, Ecuador y Colombia empuñaban sables y lanzas, y nuestra América descubría que era capaz de producir centauros como Páez, que no sabía manejar un tenedor pero era imparable empuñando una lanza, después de haber derrotado a Belgrano aprovechando una superioridad de cinco a uno, los paraguayos continuaron su bucólica existencia colonial anterior, rota sólo cuando se dieron a sí mismos su primer dictador, el temible doctor Gaspar Rodríguez de Francia. Por lo demás, tal vez esa terrible contienda por la emancipación que el resto de América del Sud hubo de librar, tiene quizá una extraña contraparte en el nombre de un equipo de fútbol paraguayo –“Cerro Porteño”- que presumiblemente recuerda la discutible gloria adquirida en Paraguarí, donde – como dijimos -, con 5 ó 6 soldados a 1 en favor de los paraguayos, tuvo lugar “la heroica resistencia guaraní” que terminó dejándolos dueños del campo de combate.
Aquel Paraguay pergeñado por Francia, estaba cerrado a cal y canto, y con una única vía de comunicación a través del territorio misionero que se iniciaba en Itapúa, mejor dicho enfrente, en un reducto, una especie de playón para el intercambio comercial conocido como “trinchera”, aunque no lo fuera (hoy es Posadas) y remataba en San Borja.
Para asegurarse su arteria económica, Francia asoló las antiguas reducciones y se mandó una “limpieza étnica” que no dejó títere (quiero decir indio), con cabeza, las cartas en que daba sus órdenes al respecto al jefe militar de Itapúa, están en el Archivo Nacional de Asunción, y empezó a formar soldaditos a lo Federico I, porque él mismo se fijaba cómo les quedaba el uniforme, se hizo una especie de guardia pretoriana.
Todo aquel que tenía la mala idea de afectar de algún modo los intereses de Francia, aunque no se diera cuenta, era capturado e internado en el Paraguay. Si había sido prendido navegando en el río, como le pasó a algunas expediciones argentinas que pretendieron explorar el Bermejo, lo prendían y le sacaban hasta los calzones. El tiempo de su prisión sólo dependía del capricho del dictador, que terminaba pagándoles lo que se le antojaba por sus bienes, y los expulsaba luego sin más trámite. Uno de sus cautivos más famosos fue Artigas, al que por cierto no trató tan mal, habida cuenta que llegó “en mantillas” como decían nuestros antepasados. Otro fue Bonpland, que tuvo la mala idea de meterse con el cultivo de la yerba, un monopolio estatal que estaba bajo la férula de “El Supremo”. Artigas murió en Paraguay, Bonpland en Corrientes, los dos dejaron descendencia del otro lado del Paraná.
Muerto Francia, que había “nivelado” a la sociedad paraguaya terminando con todo viso aristocrático, lo sucedieron otros dos dictadores, Carlos Antonio López, y su hijo, Francisco Solano López.
Carlos Antonio, -“Añá tripón” (diablo panzudo), apodo que si mal no recuerdo le habría puesto Fulgencio Yegros (y así fue lo que le costó), fue un dictador bueno, comparativamente, si es que puede haberlo, con el que Paraguay protagonizó lo que hoy llamaríamos una “Apertura”. Como la Confederación bajo Urquiza había sancionado la libre navegación de los ríos, el Paraguay se lanzó al mar y en la adquisición y prueba de la que sería su nave insignia, hizo algunas armas en Europa el joven Francisco Solano, que era tan excepcional que a los 18 años ya ostentaba galones de general.
Con ambos, padre e hijo, el Paraguay desarrolló un acusado proceso de militarización, entendiendo como tal la compra de armamento y embarcaciones para armarlas en guerra, y la puesta sobre las armas de miles de hombres. Al respecto, me viene un nombre a la mente: “Cerro León”. Para montar su aparato bélico, echaron mano de lo mejor que había en aquella época (plena revolución industrial) a nivel mundial: Los ingleses, cosa que por cierto, cuando podían hacían todas las naciones sudamericanas.
En sus relaciones con sus vecinos, el Paraguay nunca pecó de tímido. En tiempos coloniales, las rencillas entre la ciudad de Corrientes y nuestra Señora del Pilar de Ñeembucú eran frecuentes, porque las arremetidas de los paraguayos sobre Curupaití eran constantes. Las Actas del Cabildo aportan registro de ello.
Ya en 1810, antes que Belgrano iniciara su campaña, desde Pilar una escuadrilla de 4 buques al mando de José Antonio Zabala y Delgadillo tuvo a mal traer a la ciudad, y al año siguiente, en 1811, otra escuadrilla capitaneada por el catalán Jaime Ferrer asaltó la ciudad, y hasta se dio el lujo de quemar el “Contrato Social” en la plaza. En tiempo de los Virasoro, una invasión paraguaya llegó poco menos que a Monte Caseros, siendo repelida por José Antonio, que los fue “escopeteando” hasta que los obligó a repasar el Paraná.
Francia por su parte, estuvo jugando al “pégame que te pego” con Corrientes in aeternum sobre la Tranquera de Loreto, y no era inusual que los paraguayos incursionaran arramblando con ganado y mujeres en la medida de lo posible.
También atacaban los obrajes correntinos del otro lado del Paraná y se llevaban a los obrajeros después de asolarlo todo.
Carlos Antonio por su parte,una vez fue aliado de los correntinos contra Rosas, y el General Paz ha dejado testimonio en sus Memorias de la masa informe que era su ejército y del desconocimiento absoluto del joven General de los escritos de Sun Tzé, Jomini Clausewitz, o cualquier otro teórico del arte de la guerra. Con respecto a los roces y enfrentamientos con Brasil, planteados por la navegación del río hacia Matto Grosso, antes de morir parece que Carlos Antonio le recomendó especialmente a su hijo que evitase una guerra con “El Imperio”.
Y para terminar, adelantando una gragea de la próxima nota, el “negacionismo”, grosso modo, consiste en no admitir una verdad de a puños, privilegiando, si se quiere a sabiendas, una falsedad evidente.
Y, perdonen, los dejo con la intriga de cómo casan el negacionismo y la Guerra del Paraguay.

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