Rosas

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sábado, 31 de octubre de 2020

Gran Malvina 1982. Puerto Yapeyú: Una batalla correntina ignorada

Por Jorge Deniri

Han transcurrido 39 años desde que terminó nuestra guerra en el Atlántico Sur. Una contienda que ha sido una auténtica bisagra histórica para nuestro país, porque hay un “antes” y un “después” de Malvinas que conlleva cambios raigales en cuestiones que parecían inconmovibles de nuestro ser nacional. Por de pronto, aquella guerra fue la única en que debió batallar abiertamente y contra un adversario exterior el ejército conscripto. Yo diría que el verdadero quiebre de la justificación del servicio militar entre nosotros, fue la rajadura que en el contexto social generó aquella derrota, mucho antes que se produjera la muerte del soldado Carrasco.

Por entonces, como nuestro país no es un todo homogéneo, también en lo que hace al servicio militar Corrientes era diferente. Personalmente, he visto conscriptos exceptuados por razones de salud, pidiendo a los médicos que los incorporaran igual aunque sea como personal de limpieza, porque no deseaban regresar a sus pueblos con lo que sentían como un rechazo vergonzoso, un baldón. Después de años de bregar con la Historia de Corrientes, no tengo dudas que esas actitudes, y el orgullo de aquellos antiguos conscriptos correntinos de lucir su uniforme, eran el producto del ayer provincial. Un pasado de guerras exaltado como contribución fundamental de Corrientes a lo largo de todo el siglo XIX, potenciado por el quehacer esencialmente pecuario de una provincia “jineta” aislada por los ríos y los malos caminos. Gente de a caballo, “hombres del silencio” como escribiera Renée del Castillo. Una suerte de Sicilia argentina inclusive con idioma propio, y una épica que se fuera trasmitiendo de generación en generación hasta para bromear con la Argentina, Corrientes y la guerra. Hombres que, como escribió el Gato Moro, se ponían contentos ante la perspectiva de una pelea, porque eran correntinos.
La derrota lo barrió todo. Nosotros somos un pueblo que quizá con mayor celeridad que ningún otro arrastramos por el lodo al que ayer exaltábamos. Los DT de nuestro fútbol son una buena muestra, y tantas décadas después, aunque las Malvinas parecieran seguir encarnando una causa nacional, los que fueron a batallar por ellas reciben una consideración ciudadana diferenciada.
Nadie pone en duda la actuación de la aeronáutica y la aviación naval. Con aquel bautismo de fuego, con su sacrificio, sus ingentes pérdidas y las que causaron a los ingleses, entraron en el salón de la fama a nivel mundial. Nadie se arriesga a tratar de esmerilarlos, ni a ellos ni a sus acciones poco menos que suicidas. Todo lo más, entre nosotros se los hace víctimas de la llamada “conspiración del silencio”. Un poco como si no existieran.
Y cuando digo nadie, me refiero a la labor disolvente de aquellos que hace también décadas, se esfuerzan por demostrar que por un lado lucharon los conscriptos, heroicamente pese a sus pocos años (en realidad de edades análogas a las cualquier otro ejército), abandonados por sus oficiales y suboficiales, que, se pretende, se condujeron pensando solo en sí mismos cuando no cobardemente. Hay libros y producciones cinematográficas sobradas, y quien más, quien menos, todos hemos tenido acceso a ellas.
Al respecto, ¿Cómo fue la conducta de los hombres de ese regimiento correntino reforzado, el 5 de Infantería de Paso de los Libres, que se batió en Puerto Yapeyú? ¿Justifica seguir pensando en la existencia de una épica, más allá del resultado final? Como sea, aunque aquellos hechos ya estén inscriptos de modo indeleble en la Historia del pasado militar de Corrientes, cabe recordar que la épica correntina se forjó a través de señaladas victorias como Caá Guasú o Caseros, pero también con el barro amasado de duras derrotas en Pago Largo, Arroyo Grande y Vences Rincón. Porque a la hora de sacar las cuentas, hay derrotas que, merecidamente, también le otorgan al vencido su parte de gloria y su lugar en la Historia, y en realidad ese es el destilado que espero de estas notas, puesto que la obra de Arias Malatesta me dejó un poco con la sensación de que, como quien dice, “perdimos sí, pero por penales”.
Sí, allí después de días y días de luchar contra los Harriers, los Vulkan y las fragatas bitánicas, el espíritu de Mabragaña y sus soldados parece haber emergido incólume, pese a que apenas tenían como responder los ataques, y el resto del tiempo luchaban contra los enemigos más insidiosos, constantes, los que no permiten un segundo de reposo: el frío y el hambre, aislados y sin posibilidad de ayuda, más que ninguna tropa antes en nuestra historia.
Y el frío y el hambre, se potencian mutuamente, porque cuantas menos calorías se disponen más efecto hace la temperatura, enfrentada con uniformes inapropiados, porque eran los mismos que usaban en Corrientes, a lo que se sumó un duvet de origen israelí que fue su única prenda apta para el frío.
Pero hay otra cuestión que aumenta el efecto del frío, que es la humedad. La ropa mojada o simplemente húmeda agrava las consecuencias de las bajas temperaturas, y en Malvinas, basta con cavar un poco para que brote el agua, por lo que los hombres del 5 se veían obligados a dormir al costado de sus pozos, expuestos a los ataques sorpresivos.
El regimiento y las fracciones que lo reforzaban de Ingenieros, Comunicaciones y Sanidad, pertenecían todos a una Brigada correntina, pero los conscriptos no sólo eran de Corrientes, sino que también había chaqueños, formoseños y santafesinos de la cuña boscosa. Muchos de ellos eran lo que afectuosamente conocemos como “menchos”, analfabetos de nuestras campañas que saldrían sabiendo leer escribir y contar de la escuela primaria del Regimiento extinta luego junto con la conscripción.
El 2 de abril, la respuesta de los que hicieran allí su servicio, estuvo a tono con la historia grande de Corrientes. Un testigo narra que “Avanzado el día comenzaron a congregarse espontáneamente docenas de ex soldados...Sin conocer exactamente lo que sucedía...se agolpaban en el portón de acceso al cuartel de Paso de los Libres. Los ciudadanos, que ya habían cumplido con la Ley del Servicio Militar Obligatorio, querían ingresar al cuartel para volver a vestir el uniforme...Docenas de jóvenes de las clases 1962, 1961 y hasta algunos de la 1960 se agolpaban sobre la entrada. Incluso había voluntarios de mayor edad e individuos que nunca habían recibido instrucción militar. Todos querían participar...”.
Muchos de los que estaban en otros puntos, no esperaron a recibir aviso. Un ex conscripto de Las Breñas que estudiaba ingeniería, escuchó la noticia viajó a despedirse y sus padres lo llevaron a Libres “...donde lloramos y nos despedimos ante el destino incierto. Mi madre, que era docente, me dijo – Hay que cumplir con la Patria, hijo -, en aquel tiempo no hacía falta un papel para saber lo que era correcto”.
Otro ex conscripto, de Villa Ángela, que vivía en Derqui, provincia de Buenos Aires, estaba haciendo un curso de computación en la capital, cuando supo la noticia avisó a sus padres y se tomó un colectivo a Paso de los Libres.
Un Cabo 1ro formoseño, era casado con una beba de un año, y Mabragaña le dio la opción de quedarse a cuidar el cuartel, pero se fue a la casa y le dijo a la esposa: “armá la valija que te vas a Formosa...Yo me voy al sur...”.
Un conscripto de la zona rural de Goya, que integró la Compañía de Ingenieros 3 de Monte Caseros, tampoco esperó y se fue a presentar voluntario “...no tenía nada que perder, excepto la vida. Pero mis maestros me enseñaron bien que las Malvinas eran nuestras. Entonces me fui a defender lo mío”.
El espíritu de los que debieron quedarse no parece haber sido diferente, un soldado con un mes de incorporado narra que cuando el regimiento partió, “Todo el pueblo estaba presente en la estación...dos de mis amigos...se estaban yendo. Sentí ganas de mezclarme con ellos y subirme al vagón...me tuve que conformar con verlos partir y luego volver al cuartel. Fue muy emotivo”.
El 11 de abril a las dos de la mañana, partieron por tren los primeros 157 hombres del Regimiento 5, con todos los vehículos, abastecimientos y municiones.
Sin embargo, ya el 5 de abril, apenas 3 días después de retomadas las islas, escribe Arias Malatesta que “...con un llamativo grado de alistamiento, zarpó desde el puerto de Portsmouth, en Inglaterra, la mayor fuerza de tareas naval que los británicos hayan reunido desde la Segunda Guerra Mundial”.
Hasta aquí a grandes rasgos los prolegómenos de la hazaña. En la próxima nota, si Dios quiere, los hechos de armas.

LA BATALLA DE VENCES

 27 DE NOVIEMBRE DE 1847:  La noche era de luna, pero muy toldada, así es que andando por el campamento se daba uno con grupos que dormían, con caballos atados a la estaca, con carros mal colocados o con una que otra carpa fuera de línea. Sombras más oscuras y más uniformes, eran cuerpos que velaban, sentados o echados en su misma colocación ordenada. Alguna voz conocida lo hablaba a uno en la tiniebla: era un jefe amigo o algún grupo de ellos que conversaban bajo sobre los sucesos. Así llegué a la artillería, en donde pasé un rato agradablemente con Carlos Paz: estaba seguro de su fuerza, de su moral y de su destreza. ¡Pobre amigo: no lo volví a ver más!

La vigilancia era muy cuidadosa dentro y fuera del campo. La diana se tocó media hora antes que de costumbre, presumiéndose alguna operación del enemigo en la madrugada. En efecto, de día ya, se divisaron las columnas enemigas en movimiento. Detrás de las guerrillas avanzadas se veía venir una gruesa columna de infantería que se dirigía hacia el desfiladero del sud que daba entrada al campo. Con esa columna venían algunas piezas de artillería.  El general Madariaga mandó ocupar con tres batallones aquel punto amenazado. Uno de ellos lo mandaba el comandante Palma, después general Palma, tan ventajosamente conocido en el mando del 1.º de línea del ejército nacional en las batallas de Cepeda y Pavón. El segundo tenía por jefe al coronel Toledo, que apoyó la revolución del 11 de septiembre en Buenos Aires y formó con sus infantes correntinos en la plaza de Mayo. El tercero estaba mandado por el comandante Martínez. Estos jefes desprendieron pequeñas partidas que ocuparon posiciones convenientes, cambiándose tiros de fusilería que fueron aumentando a veces hasta convertirse en descargas entre aquellas fuerzas que se iban empeñando. La columna de infantería enemiga la mandaba el coronal José M. Francia, reputado por su competencia militar.

La derecha del ejército invasor, aproximó una gran columna que parecía traer su ataque por las lagunas, de ese costado. Según se dijo, pero sin afirmarlo, el mismo general Urquiza conducía esas fuerzas. Ese movimiento tenía probablemente por objeto favorecer las operaciones iniciadas por la infantería entrerriana. Ocupaban el costado izquierdo del ejército correntino, excelentes cuerpos de caballería dispuestos a recibir aquel ataque; y tenían su mando algunos jefes de muy probada importancia. Estaba entre ellos el coronel Joaquín Baltar, de justísima reputación en la guerra; lleno de servicios en las campañas del general Lavalle y en varias de la República Oriental a las órdenes de Rivera. Se contaban entre los jefes de esas fuerzas, el coronel Bernardino López, altamente estimado por su importancia; y el comandante Plácido López, hoy coronel en el ejército de la nación.

La columna enemiga se detuvo. Aquel era un ensayo, como lo dije antes, mientras la infantería tentaba abrir camino por el desfiladero del sud. Realmente, el tiroteo arreciaba pero sin propiciarles ventajas. Al caer la tarde los cuerpos enemigos se retiraron, permaneciendo a la vista hasta el anochecer. Todas las opiniones estaban contestes en la idea de que al día siguiente el ataque se haría general. Con efecto, a las siete de la mañana el enemigo estaba encima, trayendo las mismas direcciones del día anterior. Notábase, sin embargo, que sus fuerzas estaban aumentadas con reservas que estarían retrasadas. El general Madariaga se apresuró a colocar la artillería en puntos inmediatos a los batallones. Esta arma estaba admirablemente dirigida por el distinguido y simpático coronel Carlos Paz, oficial de la campaña del Brasil y del sitio de Montevideo; y lo acompañaba como segundo jefe el comandante Solano, muy respetado por sus aptitudes. Al mismo tiempo cubrió su costado derecho con una división de caballería mandada por el general Juan Pablo López (ex gobernador de Santa Fe) secundado por el coronel Paiva, uno de los mejores oficiales correntinos, y por el coronel Manuel Saavedra, jefe de la mejor escuela en su arma. Este distinguido oficial pertenecía a la familia de su nombre, tan altamente conocida y tan estimada en Buenos Aires.

El fuego recomenzó como anteriormente, por la cabecera del sud; y como antes, fué aumentando en estrépito y en volumen. Es que la artillería mezclaba ya su voz de trueno en la lucha; y uno que otro cañonazo que se cambiaban hacía poco, convirtióse en verdaderas descargas de artillería. Se peleaba con rabia. Lo atestiguaba el fuego de fusilería y lo afirmaban los cañones. Había momentos en que realmente aquel era un infierno; pero francamente, excitaba los ánimos tanto estruendo. Cuando crecía parecía que se acercase el peligro; que se viniese el enemigo encima.

De repente cesaba aquel estrépito. Se hacía el silencio por todas partes: parecía que todos los combatientes hubiesen muerto, para resucitar al rato por otro lado, más moderados y parsimoniosos, y para reventar de nuevo con mayor saña y con mayor estrago. Esas intermitencias imponen por su solemnidad. Ese silencio repentino parece una celada; ese estruendo inmenso es como un desplome. Tenía delante de mis ojos ejemplos que desmienten mis observaciones. Hay para quienes todo esto no produce emoción. El temperamento y el hábito no le dan entrada. Saben que llegado el caso todo lo vencerán con el valor. Sus nervios se mueven con la provocación pero no con el sentimiento. Estaba viendo unos cuantos soldados de la escolta del gobernador, tirados sobre el pasto, jugando a los naipes su monte preferido, riendo a carcajadas y celebrando sus dichos con una indolencia pasmosa. Esta escena tan jovial y tan tranquila, pasaba en medio de aquel cuadro de general agitación en que corría la sangre y se perdían vidas queridas. Estos soldados pertenecían a un escuadrón muy escogido y renombrado, que acompañaba al general Madariaga desde mucho tiempo. Se les nombraba con el distintivo indígena, los ñandúis; y los mandaba el coronel Alemí, soldado aguerrido, de altísima estatura, de rostro moreno, de barbas ásperas y renegridas que le llegaban hasta el estómago.   Un mandoble de Alemí, debía ser de la medida de aquel con que Plantagenet partió de un golpe su masa de armas. Esos hombres de aspecto indolente, saltaron sobre sus caballos con la celeridad de los pájaros o de las panteras a la primera señal. Eran los mosqueteros gauchos en las aventuras guaraníes. Su sensación tocante está en la lucha: las emociones comunes pasan como accidentes. El combate arrecia. Incidentes sucesivos motivan disposiciones, movimientos, refuerzos: cruzan grupos distintos, llegan y van ayudantes; se piden y se dan órdenes. La actividad crece en aquel campo donde el fratricidio implacable se reta a muerte.

¡De repente se sienten dianas! ¡Qué es esto!

«¿Se ha triunfado del enemigo? ¡Hurra! ¿De dónde vienen esos avisos de la victoria?».

Las dianas parten de la división Baltar. Llega el parte; y aquel jefe comunica que la gran columna que le traía el ataque ha vacilado y retrocedido. Otros detalles explican más el hecho celebrado. La columna de caballería que el día anterior amenazaba el costado izquierdo, penetró, en los pantanos con intención de flanquear. Se corrieron sobre ese punto dos piezas y cien infantes, cuyos fuegos llevaron perturbación al agresor, conteniéndolo entre aquellos lodazales y obligándolo a retroceder de la línea en que había ya avanzado. El fuego de la infantería era cada vez más encarnizado y más nutrido. La artillería jugaba con tesón. Sus efectos debían ser costosos de parte a parte.

Estaba visto que el general Urquiza concentraba su atención preferente en la toma del desfiladero del sud. Todo convergía a realizar esa operación. Por eso se sostenía con tal encarnizamiento el combate en aquel punto, y por eso se prodigaba allí tanta sangre preciosa. Era indispensable, por lo visto, romper aquella línea de defensa; que se tomase la posición para dar entrada a sus fuerzas. No había otra puerta; pero tomarla parecía más que difícil; quizá imposible. Los correntinos mantenían las ventajas de su posición con gran firmeza; sus enemigos tenían que retroceder a veces. La artillería de Paz hacía estragos; pero la infantería entrerriana no declinaba de su coraje y volvía a renovar su ataque. Allí estaba concentrada la batalla, el interés y la ansiedad de unos y otros. Era donde arreciaba más y más el fuego. La tenacidad podía medirse por el estruendo. Aquél era como un barómetro de muerte. ¡Nueva emoción! El Estado Mayor comunica a gran prisa que el coronel Francia, jefe de la infantería enemiga, ha muerto derribado por una bala de cañón.

¡Es realmente un acontecimiento! La importancia de Francia debía ser preciosa para el general Urquiza. Aquella pérdida hacía el desequilibrio en su contra. El coronel Francia recibió una metralla que le deshizo las mandíbulas y lo tuvo mucho tiempo entre la vida y la muerte. Este suceso y la detención de la columna que amenazaba la izquierda, se interpretaban en favor de la defensa: eran sin duda promesas venturosas.

Mientras pasaban así las cosas por la cabecera y por la izquierda del campo, la fuerte columna entrerriana, que parecía amenazar la derecha correntina, se había acercado. Penetraba ya en las extensas lagunas; y la división López, en terreno ventajoso y firme, se disponía a cargarla. La columna invasora era compuesta de lanceros. Era aquel un monte de banderolas rojas. De repente los tiradores rompieron el fuego de urna parte y de otra, pero débilmente. A poco andar aquel estruendo ha cambiado… ¡Ésas son descargas de infantería! ¡Infantería! ¿De dónde sale esa infantería por ese lado? Asalta la natural sorpresa… Los hados no siempre son propicios a la buena voluntad y al valor. El ingenio suele ser más eficaz y más certero para vencer a la fuerza.

¡Así es! Una estratagema de guerra se desarrollaba en medio de esa laguna con éxito irresistible. En esa orilla estaba la solución del combate.

Aquellas tropas distanciadas y como en acecho, respondían sin duda a una operación concertada para entrar en su oportunidad a la refriega: ésa era la oportunidad; entraban. Esa columna que traía su ataque era de mil o mil quinientos hombres. Venía bajo la dirección del general oriental Eugenio Garzón; soldado experto e ilustrado. Había colocado entre las espesas filas de sus lanceros un cuerpo de infantería, bien cubierto, y cuyos fusiles habíanse enmascarado colocándoles banderolas. A distancia conveniente el batallón echó pie a tierra, o pie al agua, con ésta a la cintura. La caballería le dió lugar y reventó la primera descarga. ¡Debió ser aquélla una gran sorpresa! Lo fué al instante muy general en el campo. Seguía el fuego graneado. Estos tiros y estas descargas debían producir natural inquietud. La aparición tan repentina de esa arma y la superioridad imponente de ella sobre la caballería, debían producir singular efecto.

El general Madariaga, que se había dirigido un instante a la infantería que se batía en el desfiladero, volvió repentinamente su caballo. A gran galope y seguido de sus ñandúis, se vino a la división López. ¡Ya era tarde! Cuando llegaba, se veía salir de las filas uno que otro soldado que abandonaba su puesto en medio de la algazara y del fuego. ¡La conmoción extraña y confusa aumentaba: ya eran grupos más numerosos los que huían!

Un oficial superior que salía, se aproximó, pero muy de paso al general y le dijo: «Señor, no he podido hacer pelear a esta gente»… Me parece que tenía él mismo bastante voluntad de irse, porque continuó al galope. Entre tanto, el general Madariaga tocaba reunión; atajaba los dispersos con la voz y con la espada. Con denuedo digno de otra suerte, se lanzaba a contener escuadrones enteros, que en grandes grupos informes o en dispersión, se retiraban. Es imposible mayor arrojo ni mayor olvido de su propia vida, en la demanda de contener aquellas multitudes impetuosas que no escuchaban ya sino a sus propios instintos. ¡No era posible hacer más!

No era posible contener aquella dispersión que se pronunciaba por completo entre una confusión incomparable, entre aquellos fuegos de fusilería y entre aquellos toques de clarines, que unas veces parecían reunión y otras animosas dianas. Y sin embargo el general Madariaga continuaba con ímpetu conteniendo las tropas que se dispersaban, envolviéndolo todo y a él mismo.

Allí lo perdí de vista. El desorden y la confusión nos separaron. Quedé un momento orientándome para poder seguirlo. ¡Imposible! El gobernador Madariaga, tan noble, tan virtuoso, tan enérgico, ¿habría salvado en medio de aquella confusión en que lo dejé?

¡Qué diera por saber todo esto! ¡Por abarcar la realidad de aquel enorme cuadro de dudas que me preocupaba! Mis interrogaciones y mis confidencias eran con las estrellas. Cabral estaba sumergido en las profundidades del sueño. Todavía se entregaba mi imaginación al vuelo de las conjeturas, queriendo desentrañar probabilidades y formular cálculos, sobre las consecuencias que habría de producir para Corrientes el desastre de una causa tan bien inspirada… pero el sueño me iba envolviendo. Tengo tiempo de pensar en todo esto con tranquilidad. Mañana habré dejado la orilla argentina y estaré en un instante en el Paso de la Patria… Me quedé dormido; pero un mal genio seguía conspirando contra mí mientras dormía, y preparándome nuevos azares… Sentí de repente que Cabral me despertaba cautelosamente.

—¿Qué hay…?

—Silencio, patrón… más bajo…

—¿Pero, qué tenemos?

—¿No sentís esa gente? Escuchá…

—Sí, siento ahora: es gente armada.

—Verdá. Es tropa de línea: fuerza del enemigo… No nos movemos. Aunque estamos retirao no alcemos la cabeza…

Era tropa regular; no cabía duda. No la podíamos ver pero sentíamos la uniformidad de su marcha, con cierto orden, el ruido acompasado de sus armas y su completo silencio. No eran éstos los pelotones, los grupos desordenados, bulliciosos, que habíamos visto antes. El oído nos estaba resolviendo la investigación en las tinieblas. Fuése alejando el ruido poco a poco, hasta perderse del todo en el espacio. «¿Qué piensas de esa gente, Cabral?». «No sé, patrón…». «Pero la verdad es que he pasado un mal rato: recién resuello fuerte. Si se desvían un poco nos pescan en el nido». «No, patrón, estábamos lejos. Yo pensaba en otra cosa». «¿En qué pensabas?». «En los caballos…». «¿Por qué en los caballos?». «Si relinchan lo que sintieron a los otros, dan aviso a la gente…». «¿Por qué no relincharían? Les debemos ese nuevo servicio a los pobres animales». «Es porque felizmente están cansados —me respondió Cabral con su adivinación de Sibila». «Entonces, hemos estado pendientes de un relincho, Cabral. ¡Venturosa fatiga que hizo prudentes a esos pobres mancarrones, y benditos nosotros que los habíamos cansado!». Estaba amaneciendo. Nos pusimos en acecho, pero no divisábamos todavía sino sombras lejanas. En aquellas regiones del planeta, la luz no va apareciendo con flemática lentitud. Los crepúsculos son de un instante. El día puede decirse que se presenta de sorpresa. Entrego esas atmósferas a los que tienen que hacer con ellas: que expliquen. ¡La aurora nos mandó una dulcísima emoción…! La casa que buscábamos se dejaba ver medio cubierta por los árboles. «¡Mira, patrón, allí está la casa!». «Pongámonos en marcha», le dije a Cabral.

«¡Aguárdate! Aquellos soldados de anoche andarán cerca. Bombiemos un poco». «Tienes razón; pero conviene andar pronto».

«Allá viene un muchacho recogiendo las vacas», y Cabral, con su agilidad habitual, galopó y se puso al lado del lejano pastor aparecido. Había hablado con él cinco minutos, cuando lo vi venir a gran prisa derecho a nuestro campamento. «¡Montá, patrón!», me dijo sin bajarse. «Montá y vamos ligero». «¿Adónde?». «Seguime no más», y se entró en el monte, no muy espeso, que teníamos al costado. Dentro del monte seguíamos galopando. Notaba inquieto a mi baqueano. ¿Qué ocurriría? «Esa gente que pasó anoche, me dijo Cabral, está en la casa. Si hubiéramos llegado temprano como pensabas nos íbamos a meter en la boca del león». «¡Diablos! ¿Y qué gente es ésa? ¿Averiguaste?». «Alcancé a ver dos soldados a pie con gorros colorados. Esto bastaba; pero le saqué al muchacho lo que pude. La fuerza llegó anoche. Es un escuadrón que marcha aprontando ganado para la división de Virasoro que viene del Uruguay, y quizá alcance a llegar mañana. Estos soldados —agregó de su caudal—, no tardarán en desparramarse para comadrear y agarrar prisioneros. Andemos pronto, patrón, para alejarnos. Por acá no estamos seguros…».

Continuamos andando ligero y nos internamos bastante en el monte. Cabral, que era gran baqueano, tomó un caminito de animales y seguimos esa huella. Veíamos a corta distancia un rancho de pobre apariencia y nos dirigimos a él. A la misma casa iba llegando un paisano, ya de edad y de buen aspecto. Se notaba que había allí familia. Cabral se adelantó un poco para tomar lenguas. El pretexto usual del poquito de agua y del fueguito le sirvió de introducción. Es el modo de explorar la buena o la mala voluntad de las gentes con que hay necesidad de entenderse. Por lo visto tuvo buena acogida mi asistente. Nos bajamos. Permanecí un poco apartado mientras Cabral continuaba su diálogo con el paisano. Una muchacha le presentó al paisano un gran mate que le pasó a Cabral y éste me lo trajo. El paisano se acercó; y conocí en el semblante de Cabral que no abrigaba desconfianza.

—Este amigo —me dijo—, también anda pasando trabajos. «¿Ha estado usted en el ejército?». «No, señor». «¿Y qué le sucede?». «Un hijo mío ha estao en la pelea». «¿Dónde está?». «Cuando llegó lo mandé a casa de una hija casada que tengo retirao de aquí. El alcalde no lo quiere y me lo puede perseguir». «¿Hay por acá un alcalde?». «Vive como a dos leguas. Malo es que se hagan autoridades para situarlas en estos distritos, si no han de hacer otra cosa que inquietar a los que no las conocen, y perseguir a sus conocidos». «Este amigo sabe que ha llegado la fuerza a la costa —me dijo Cabral—, y cree que no estamos seguros en su casa. Puede allegarse alguien y vernos. Pero nos va a ayudar mientras podamos seguir».

Las masas correntinas eran una especie de logia que se debía protección mutua, que uniformaba instintivamente sus juicios; por eso se explicaba esa cordialidad tan universal. Robustecía esas tendencias el uso de su dialecto propio, la uniformidad de sus costumbres y de sus ejercicios, la similitud de caracteres y de propensiones personales. La hospitalidad era la primera deducción de sus condiciones geniales. El correntino albergaba al que lo solicitaba (lo que es común por todos los pueblos de la República) pero, estaba pronto a dar amparo al que lo necesitaba arrostrando todas las consecuencias. Si ese amparo se ejercitaba contra la autoridad, mayor era la abnegación. No reconocían nunca un criminal, sino un perseguido. Así pues, en los lances calamitosos debían ser menos las desconfianzas y más fácil la inteligencia con esas gentes. Mi observación no se limita a excepciones; la compruebo con el ejemplo de muchos. Sea justicia merecida, sea que una providencia tutelar me protegía, el hecho es que todas las personas con quienes me iba encontrando en esta larga aventura, francamente, me obligaban. Los hallaba buenos, discretos, espontáneos. Sin esa buena fortuna, habría apurado mayores amarguras en la jornada. Así es que, no encontré rara ja buena voluntad del dueño del rancho en que estábamos. No se atrevía el pobre paisano a insinuarme que siguiéramos nuestro camino, porque el peligro en que nos hallábamos era evidente. Habría creído, como los árabes, faltar al gran precepto de su ley religiosa: a la hospitalidad…

—Mi amigo —le dije—, creo que estamos mal aquí. Le agradezco su generosidad, pero es preciso que sigamos.

Mi asistente se interpuso y me dijo:

—Mirá, patrón, ya estamos entendidos con el amigo. Nos va a esconder en lugar seguro por este día para que podamos disponer… Bueno, Cabral. En el escondite podremos corregir rumbos. Montamos; y el paisano nos llevó después de varios rodeos al sitio designado en la mayor espesura del monte. Hízonos descender a un ancho pozo formado por irregularidad del terreno. Podría decir que era un gran bajo, muy profundo, muy pastoso y muy cómodo. Nadie podría vernos aunque se aproximase un poco.

—No se muevan de aquí —dijo el paisano—, hasta que yo vuelva. Voy a saber algo por el rancho. Aquí están seguros.

Los mosquitos de esta comarca no eran tan humanitarios como sus señores: nos hacían pedazos y nos cobraban el albergue al precio de nuestra sangre

FEDERICO DE LA BARRA.— (1817-1897). Periodista y escritor argentino nacido en Buenos Aires. Alternó a veces sus tareas de escritor con la milicia y dirigió periódicos de combate en Rosario y en la capital de la República. Fué secretario del general Juan Madariaga (Corrientes) durante la campaña militar que culminó con la derrota de ese jefe en el potrero de Vences (27 de noviembre de 1847). Actuó en el sitio de Buenos Aires (1852-1853). Publicó diversos trabajos de carácter histórico, entre ellos su libro Narraciones, en que se hace una descripción muy exacta y animada de la susodicha batalla de Vences y de la retirada de los dispersos y fugitivos, entre los cuales se encontraba el mismo De la Barra. Es una de las descripciones más llenas de vida y colorido que se conocen sobre un combate de las guerras civiles argentinas.

 

 

 

ÚLTIMOS MOMENTOS DEL GENERAL JOSÉ MIGUEL CARRERA

 El ejército que lo había vencido en el Médano, formado en la plaza, pidió a gritos su muerte. El 4 de septiembre un consejo de guerra lo sentenció a ella. El 5 por la mañana se la notificaron, anunciándole que, en cuanto se confesase, sería pasado por las armas. Yo fui nombrado para auxiliarlo en su última hora.  Entré en el calabozo y lo hallé escribiendo. El oficial que mandaba la escolta era aquel célebre Pardo Barcala, que llegó a coronel y que fué fusilado en el mismo lugar que Carrera en 1834. Según la orden que recibió, le quitó el tintero y el papel en que escribía, para que no perdiera momentos que eran muy preciosos. Carrera cedió con resignación y me suplicó que concluyera la carta. 

Era dirigida a don Francisco Martínez Matta [Nieto], y comenzaba poco más o menos así: «El 31 de agosto di una batalla en el Médano y fui completamente vencido. Entregado por algunos de mis propios oficiales, me van a fusilar en este mismo momento».   La letra estaba trazada con pulso firme. «Agregue más, me dijo, que le recomiendo a Martínez mi mujer, y que mis hijos sean enviados al colegio de… (me nombró una ciudad de Estados Unidos) para que sean educados». Le prometí hacerlo, pero el oficial se llevó la carta que nunca volvió a mi poder, y no me fué posible, en consecuencia, cumplir mi promesa.

Se retiró el oficial con la carta comenzada y Carrera empezó a quejarse de la injusticia de sus enemigos, O’Higgins, San Martín y Luzuriaga; yo le dije que no era tiempo de eso y procuré traerlo al camino de la religión y del arrepentimiento, como era mi deber. He aquí, poco más o menos, el diálogo que sostuvimos:

Yo. —No, usted no es inocente como dice, sino muy culpado. Voy a demostrárselo a usted. No dudo que usted reconocerá la verdad de nuestra religión, la santidad de su autor, de quien el mismo Rousseau ha dicho que su Evangelio era demasiado divino para ser obra de un hombre. La oración del Padre Nuestro es una de las más bellas oraciones de ese Evangelio. ¿No dice él, perdónanos, Señor, nuestras deudas, como nosotros perdonamos a nuestros deudores? Perdone, usted, pues, para que Dios le perdone los infinitos males que usted ha cometido. Permanezca usted un breve momento en una dolorosa contemplación de sus culpas y tendrá usted mi absolución; mire usted que los momentos son preciosos; cada uno que pasa lleva consigo un siglo de gloria.

Así lo hizo Carrera, y acabado este acto, le invité para que marchase con recogimiento cristiano al suplicio y que al sentarse en el banquillo pidiese perdón al pueblo de Mendoza por los daños que le había causado. Así me lo prometió y seguimos pocos instantes después al oficial que vino a anunciar que era tiempo de marchar.

—Y ¿cómo se va a esta ceremonia? —me preguntó—, ¿Con el sombrero puesto o quitado?

—Con el sombrero quitado —le dije—, porque se debe reverencia a este crucifijo que lleva usted en la mano, imagen de su Dios.

Entonces se lo quitó con unos guantes y suplicó que se lo entregasen como una memoria a su buen amigo el coronel Benavente, que estaba preso en la misma cárcel.

Entraron en ese momento los reverendos padres mercedarios y le pusieron el escapulario de su orden.


Llegamos al umbral de la cárcel. Había que bajar unos escalones y yo le ofrecí mi brazo. «No, me dijo, dirían que tengo miedo». Y a pesar de los gruesos grillos que le oprimían los pies, de un salto los salvó; yo que tenía desembarazados los míos no me habría atrevido a darlo. Si hubiéramos marchado directamente al sitio de la ejecución, el tránsito habría sido de pocos pasos, pero, sin duda, con el objeto de que Carrera recorriese el cuadro, hicimos un rodeo. Durante él Carrera caminaba con la vista alta y mirando con desdeñosa sonrisa a las tropas que estaban formadas. Me acerqué a él y le recordé que ése no era el modo de la contrición cristiana, que fijase la vista en el crucifijo.

—Padre —me contestó—, no se canse usted, no me ha de hacer abandonar mis principios—. No quise, en consecuencia, hacerle más observaciones sobre este punto, pero no había pasado un minuto cuando uno de los padres mercedarios de la comitiva salió de entre sus compañeros y le dijo:

—Hermano mío, clave usted los ojos en la imagen de Nuestro Señor Jesucristo.

— ¡Qué Padre tan afligido! —le replicó Carrera, y el mercedario se retiró con la cara ardiendo.

Cuando avistamos los banquillos, un joven soldado que estaba acusado de haber sido el que mató al general Morón y que, a la par que el coronel Álvarez, era vecino de Córdoba, que había encabezado una insurrección en el Fraile Muerto en favor de Carrera, debía ser fusilado con éste, no pudo resistir este espectáculo y se desmayó. Entonces Carrera dijo:

—¡Qué muchacho!… tan valiente en la guerra y se desmaya ante la sombra de la muerte.

—En la guerra —le contesté—, el que combate está libre y no engrillado como ese pobre joven, tiene la esperanza de vencer y no la horrible realidad de una muerte infalible.

Llegado al banquillo, Carrera se opuso a que le vendaran los ojos y pidió mandar él la ejecución. Nada de esto se le concedió. Entonces se quitó y doblé) un rico poncho que llevaba puesto, y se limpió de las mangas de la chaqueta algunas ligeras motas de pelusa. Se acercó el alguacil como pidiéndole el poncho y Carrera le dijo:

—No, lo destino para el hermano de mi suegra, a quien me harán el favor de entregarlo—. Se senté) en el banquillo, y en vez de demandar perdón al pueblo de Mendoza como yo se lo había aconsejado, dijo en voz altísima—: ¡Muero por la libertad de América!

Me retiraba yo de su lado cuando me llamó para entregarme su reloj y un nudo de su pelo para que se remitiese a su esposa como una memoria suya. Mal me había separado de él, cuando la escolta descargó sus armas sobre Carrera, corriendo yo gran riesgo de ser herido por las balas que iban dirigidas a él y a sus dos compañeros. Cayó sin vida y el doctor don Clemente Godoy, que estaba a mi lado, me dijo:

—Ha muerto como un filósofo.

JOSÉ BENITO LAMAS.

(Revista Chilena de Historia y Geografía. Año XI, t. XL.).

JOSÉ BENITO LAMAS. — Sacerdote, profesor y político uruguayo. Nació en Montevideo en 1787 y murió en la misma ciudad en 1857. A los diez y seis años ingresó en la orden de San Francisco. Fué expulsado de Montevideo por Elío en 1811, a causa de sus actividades en favor de la independencia. En el Colegio de Buenos Aires enseñó filosofía y latinidad, distinguiéndose por su profunda versación en el idioma del Lacio. Con Larrañaga dirigió la enseñanza en Montevideo y tomó parte en la organización de la Biblioteca Pública (1815-1816). Recorrió las provincias del interior argentino, predicando en las principales ciudades. Se hallaba en Mendoza, en 1821, cuando se produjo el fusilamiento de José Miguel Carrera. Lamas le acompañó en sus últimos momentos y le prestó auxilios espirituales. Más tarde en Montevideo fué cura de la Matriz, vicario de la República y Senador.

SAN MARTÍN EN EL PERÚ 1821

 Junio 25 de 1821. Hoy tuve una entrevista con el general San Martín, a bordo de una goletita de su propiedad, anclada en la rada del Callao, para comunicarse con los diputados que, durante el armisticio, habíanse reunido en un buque fondeado en el puerto.  A primera vista había poco que llamara la atención en su aspecto, pero cuando se puso de pie y empezó a hablar su superioridad fue evidente. Nos recibió muy sencillamente, en cubierta, vestido con un sobretodo suelto y gran gorra de pieles, y sentado junto a una mesa hecha con unos cuantos tablones yuxtapuestos sobre algunos barriles vacíos. 

Es hombre hermoso, alto, erguido, bien proporcionado, con gran nariz aguileña, abundante cabello negro, e inmensas y espesas patillas obscuras que se extienden de oreja a oreja por debajo del mentón; su color era aceitunado oscuro, y los ojos, que son grandes, prominentes y penetrantes, negros como azabache, siendo todo su aspecto completamente militar. Es sumamente cortés y sencillo, sin afectación en sus maneras, excesivamente cordial e insinuante y poseído evidentemente de gran bondad de carácter; en suma, nunca he visto persona cuyo trato seductor fuese más irresistible. En la conversación abordaba inmediatamente tópicos substanciales, desdeñando perder tiempo en detalles; escuchaba atentamente y respondía con claridad y elegancia de lenguaje, mostrando admirables recursos en la argumentación y facilísima abundancia de conocimientos, cuyo efecto era hacer sentir a sus interlocutores que eran entendidos como lo deseaban. Empero nada había ostentoso o banal en sus palabras, y aparecía ciertamente en todos los  momentos perfectamente serio, profundamente poseído de su tema. A veces se animaba en sumo grado y entonces el brillo de su mirada y todo cambio de expresión se hacían excesivamente enérgicos, como para remachar la atención de los oyentes, imposibilitándola de esquivar sus argumentos. Esto era más notable cuando trataba de política, tema sobre que me considero feliz de haberlo oído expresarse con frecuencia. Pero su manera tranquila era no menos sorprendente y reveladora de una inteligencia poco común; pudiendo también ser juguetón y familiar, según el momento, y cualquiera que haya sido el efecto producido en su mente por la adquisición posterior de gran poder político, tengo la certeza de que su disposición natural es buena y benevolente.


Durante la primera visita que hice a San Martín, vinieron varias personas de Lima para discutir privadamente el estado de los negocios, y en esta ocasión expuso con claridad sus opiniones y sentimientos y nada vi en su conducta posterior que me hiciera dudar de la sinceridad con que entonces habló. La lucha en el Perú, decía, no es común, no era guerra de conquista y gloria, sino enteramente de opinión; era guerra de los principios modernos y liberales contra las preocupaciones, el fanatismo y la tiranía.

«La gente pregunta —decía San Martín— por qué no marcho sobre Lima al momento. Lo podría hacer e instantáneamente lo haría, si así conviniese a mis designios, pero no conviene. No busco gloria militar, no ambiciono el título de conquistador del Perú, quiero solamente librarlo de la opresión. ¿De qué me serviría Lima, si sus habitantes fueran hostiles en opinión política? ¿Cómo podría progresar la causa independiente si yo tomase Lima militarmente y aun el país entero? Muy diferentes son mis designios. Quiero que todos los hombres piensen como yo y no dar un solo paso más allá de la marcha progresiva de la opinión pública; estando ahora la capital madura para manifestar sus sentimientos, le daré oportunidad de hacerlo sin riesgo. En la expectativa segura de este momento, he retardado hasta ahora mi avance, y para quienes conozcan toda la amplitud de medios de que dispongo, aparecerá la explicación suficiente de todas las dilaciones que han tenido lugar. He estado ciertamente ganando día por día, nuevos aliados en los corazones del pueblo. En el punto secundario de fuerza militar, he sido por las mismas causas igualmente feliz, aumentando y mejorando el ejército libertador, mientras el realista ha sido debilitado por la escasez y deserción. El país ahora se ha dado cuenta de su Si o interés, y es razonable que los habitantes tengan los os de expresar lo que piensan. La opinión pública es máquina recién introducida en este país; los españoles, incapaces de dirigirla, han prohibido su uso, pero ahora experimentarán su fuerza e importancia». Domingo 16 de diciembre. La ceremonia de fundar la Orden del Sol se verificó este día en palacio.

San Martín congregó a los oficiales y civiles que iban a ser recibidos en la Orden, en uno de los salones más antiguos del palacio. Era habitación larga, angosta, vieja, con friso de madera obscuro cubierto de adornos dorados, cornisas talladas y fantásticos artesonados de relieve en el techo. El piso estaba cubierto con rico tapiz Gobelino, y a cada lado estaba adornado con larga línea de sofás y sillas de brazo de altos respaldos con perillas doradas, tallados en los brazos y patas, y asientos de terciopelo punzó. Las ventanas, que eran altas, angostas y enrejadas como de cárcel, miraban a un gran patio cuadrado, plantado con profusos naranjos, guayabos y otros frutales del país, mantenido tibio y fresco por cuatro fuentes que funcionaban en los ángulos. Por sobre la copa de los árboles, entre las torres del convento de San Francisco, se podían ver las cimas de los Andes cubiertas de nubes. Tal era el gran salón de audiencias de los virreyes del Perú.

San Martín se sentaba en el testero del salón, ante un inmenso espejo, con sus ministros a ambos lados. El presidente del Consejo, en el otro extremo del salón, entregaba a varios caballeros las cintas y condecoraciones, pero el Protector en persona les imponía la obligación, bajo palabra de honor, de mantener la dignidad de la Orden y la independencia del país.

Como medida de primordial importancia, San Martín buscaba implantar el sentimiento de la independencia por algún acto que ligase los habitantes de la capital a su causa. El 28 de julio, por consiguiente, se celebraron ceremonias para proclamar y jurar la independencia del Perú. Las tropas formaron en la plaza Mayor, en cuyo centro se levantaba un alto tablado, desde donde San Martín, acompañado por el gobernador de la ciudad y algunos de los habitantes principales, desplegó por primera vez la bandera independiente del Perú, proclamando, al mismo tiempo, con voz esforzada: «Desde este momento el Perú es libre e independiente por voluntad general del pueblo y por la justicia de su causa, que Dios defiende». Luego, batiendo la bandera, exclamó: «Viva la patria. Viva la independencia. Viva la libertad», palabras que fueron recogidas y repetidas por la multitud que llenaba la plaza y calles adyacentes, mientras repicaban todas las campanas y se hacían salvas de artillería entre aclamaciones tales como nunca se habían oído en Lima. La nueva bandera peruana representa el sol naciente apareciendo por sobre los Andes, vistos detrás de la ciudad, con el río Rimac bañando su base. Esta divisa, con un escudo circundado de laurel, ocupa el centro de la bandera, que se divide diagonalmente en cuatro piezas triangulares: dos rojas y dos blancas.

Del tablado donde estaba el pie de San Martín y de los balcones del palacio se tiraron medallas a la multitud, con inscripciones apropiadas. Un lado de estas medallas llevaba: «Lima libre juró su independencia, en 28 de julio de 1821», y en el anverso: «Baxo la protección del exercito Libertador del Perú, mandado por San Martín». Las mismas ceremonias se celebraron en los puntos principales de la ciudad, o, como se decía en la proclama oficial: «en todos aquellos parajes públicos donde en épocas pasadas se anunciaba al pueblo que debía soportar sus miserias y pesadas cadenas».

Después de hacer el circuito de Lima, el general y sus acompañantes volvieron a palacio para recibir al lord Cochrane, quien acababa de llegar del Callao.

La ceremonia fué imponente. El modo de San Martín era completamente fácil y gracioso, sin que hubiese en él nada de teatral o afectado, pero era asunto de exhibición y efecto, completamente repugnante a sus gustos. Algunas veces creí haber percibido en su rostro una expresión fugitiva de impaciencia o desprecio de sí mismo, por prestarse a tal mojiganga, pero si realmente fuera así, prontamente reasumía su aspecto acostumbrado de atención y buena voluntad para todos los que le rodeaban.

El día siguiente, domingo 29 de julio, se cantó Tedeum y celebró misa mayor en la catedral, cantada por el arzobispo, seguida de sermón adaptado a la ocasión por un fraile franciscano. Apenas terminó la ceremonia religiosa, los jefes de las varias reparticiones se reunieron en palacio y juraron por Dios y la Patria mantener y defender, con su fama, personas y bienes, la independencia peruana, del gobierno de España y de cualquiera otra dominación extranjera. Este juramento fué hecho y firmado por todo habitante respetable de Lima, de modo que, en pocos días, las firmas de la declaración de la independencia montaban a cerca de cuatro mil. Se publicó en una gaceta extraordinaria y circuló profusamente por el país, lo que no solamente dió publicidad útil al estado de la capital, sino que comprometió profundamente a quienes hubiera agradado que su adhesión a la medida hubiera permanecido ignorada.

Por la noche, San Martín dió un baile en palacio, de cuya alegría participó él mismo cordialmente; bailó y conversó con todos los que se hallaban en el salón, con tanta soltura y amabilidad que, de todos los asistentes, él parecía ser la persona menos embargada por cuidados y deberes.

En los bailes públicos y privados prevalece una costumbre extraña en este país. Las damas de todo rango no invitadas, vienen veladas y se paran en las ventanas o en los corredores, y a menudo entran en el salón. Se las llama «tapadas», porque sus rostros están cubiertos y su objeto es observar la conducta de sus amigos, que no pueden reconocerlas, a quienes atormentan con dichos maliciosos, siempre que están al alcance de su voz. En palacio, la noche deldomingo, estaban las «tapadas» algo menos adelante que de costumbre, pero en el baile del Cabildo, dado con anterioridad, la parte inferior del salón estaba llena de ellas y mantuvieron un fuego graneado de bromas con los caballeros al finalizar el baile.

BASILIO HALL

BASILIO HALL (1783-1844). — Marino escocés. Escribió varios libros sobre sus viajes por Oriente y por América: Viaje de descubierta a la costa occidental de Corea y a Lu-chú (1817); Extracto del Diario escrito en las costas de Chile, Perú y México en los años 1820, 1821 y 1822 (1824). (Hay traducción francesa de 1825); Viajes a la América del Norte (1829) y Miscelánea (1841). Hall conoció al general San Martín en el Perú y sus Extractos del viaje por las costas del Pacífico fué traducido en 1820 por el doctor Carlos A. Aldao, precisamente con el nombre de El general San Martín en el Perú. (La Cultura Argentina).

 

PANEL RECORDATORIO DE LOS 190 AÑOS DEL PACTO FEDERAL

 El próximo jueves 14 de enero a las 18,00 hs. por zoom se realizará un panel recordando los 190 años de la firma del Pacto Federal el principal pacto preexistente de la Constitución Nacional. 

ID de reunión: 739 1353 4336
Código de acceso: 6hwJvg

                          

 






domingo, 25 de octubre de 2020

Rosas y los gauchos

 Por Horacio Giberti

Su cordial actitud para con los peones y gente humilde obedece a una norma que se habría impuesto a sí mismo, como lo señalara en sus confidencias a Vázquez: «Yo, señor Vázquez, he tenido siempre mi sistema particular; conozco y respeto los talentos de muchos de los señores que han gobernado el país y especialmente de los señores Rivadavia, Agüero y otros de su tiempo; pero a mi parecer, todos cometían un grande error; los gobiernos se conducían muy bien para la gente ilustrada pero despreciaban los hombres de las clases bajas, los de la campaña que son la gente de acción. Usted sabe la disposición que hay siempre en el que no tiene contra los ricos y superiores: me pareció, pues, desde entonces muy importante conseguir una influencia grande sobre esa clase para contenerla o para dirigirla y me propuse adquirir esa influencia; por esto me fue preciso trabajar con mucha constancia, con muchos sacrificios de comodidades y de dinero, hacerme gaucho como ellos, hablar como ellos; protegerlos, hacerme su apoderado, cuidar de sus intereses» (Levene, 1927, t. I, pág. 282).

La dirección de enormes estancias que agrupaban gran número de peones, y su habilidad para granjearse las simpatías de éstos, lo convirtieron en jefe de respetables masas de hombres, capaces de entrar en acción como cuerpos de línea. «El estanciero de mucho campo y mucho ganado —señala Cárcano (1917, pág. 72)— era el hombre influyente por la cantidad de capataces, peonadas, pulperos y acarreadores que vivían a su lado». En Monte, zona de frontera, Rosas había militarizado a sus peones, los famosos Colorados, que más tarde fueron oficializados: el gobernador Rodríguez dictó un decreto por el cual Buenos Aires sólo tendría dos regimientos de caballería, de ellos uno en la Guardia del Monte (Ingenieros, 1951, t. I, pág. 587). Los Colorados eran reconocidos y asegurada la falta de competidores.

Son esas fuerzas las que comienzan a entrar en acción cuando Rosas olvida su anterior indiferencia por la política y empieza a participar en ella hacia 1820, época en que la anarquía llega a su punto máximo. No puede extrañar que el primer estanciero bonaerense luche contra los caudillos del litoral que deseaban liberarse del puerto de Buenos Aires para sus exportaciones de cuero y tasajo. El tratado de Benegas (24-11-820), que pone fin a la lucha entre Buenos Aires y Santa Fe, otorga a ésta 25.000 vacunos para compensarle los daños sufridos. Rosas garantiza el cumplimiento de la cláusula y envía al caudillo López 5.146 cabezas más de las prometidas, la estancia «El Rey» (6 leguas cuadradas) con mejoras y ganados, el derecho a recaudar el diezmo en Arrecifes y una propiedad de 32 leguas cuadradas al norte de la capital santafesina.  Rosas años más tarde dijo, «Santa Fe en armonía, paz y amistad es una columna de orden en nuestra provincia; por el contrario, en guerra o en tregua presenta el punto de apoyo a los descontentos, sediciosos, perturbadores y aspirantes; es, en suma, la columna para la anarquía en Buenos Aires. Ante tal conflicto medité que para que la paz fuera sólida, sería un arbitrio proporcionar cómo hacer propietarios en la campaña de Santa Fe y dar ocupación a sus habitantes» (lbarguren, pág. 96).

Las continuas luchas civiles eran consecuencia de rápidos cambios sociales que en pocos años privaron al gaucho de ganado y tierra ajenos, antes usados sin mayor restricción. Esos gauchos formaban una creciente masa disconforme, presa fácil de caudillejos hábiles para halagarlos y utilizarlos en su lucha por el poder. Rosas comprendió el problema y trató en toda forma de conquistar al gaucho y afianzarlo en sus estancias; lograba así soldados para la causa y paz para su trabajo.

“El gobierno no intervenía en sus dominios: pero, en cambio, Rosas mantenía en ellos una disciplina ejemplar. Más gaucho que todos los gauchos era, a la vez, su protector, Justiciero y organizador hasta lo indecible, sus establecimientos se citaban en toda la provincia como inigualables modelos de orden y de actividad. La holgazanería, la embriaguez, el robo, eran violentamente castigados; y, entre todos los castigos, se tenía por más grave la expulsión del culpable, que perdiendo el amparo de tan extraordinario amo quedaba expuesto otra vez a la persecución del gobierno».(José Ingenieros)

Respecto al gaucho desposeído y sin perspectivas, factor permanente de luchas intestinas, acota Juan Álvarez (pág. 104): «Parece que esta explicación de los hechos permite comprender por qué, desde Artigas a López Jordán, hubo permanentemente sobre el litoral millares de hombres descontentos y dispuestos a rodear, con una popularidad que no conoció la guerra contra España, a cuantos se alzaran contra el gobierno autor de las nuevas fórmulas económicas. Ella justifica que el principal aspecto de nuestras querellas intestinas fuese el reparto, entre los vencedores, del rebaño del vencido, y atribuye un sentido preciso al pacto secreto que terminó la guerra entre Santa Fe y Buenos Aires el 24 de noviembre de 1820, mediante la entrega de 25.000 cabezas de ganado. Frente al lema la pampa y las vacas para todos, alzábase el derecho de propiedad».

miércoles, 21 de octubre de 2020

30 de Octubre Día de la Marcha "San Lorenzo"

Por el Dr. Hernán Niño Alzueta en relato y el Dr. Julio R. Otaño en arreglos


 

ROSAS EN LOS ALTARES

Por Alberto Ezcurra Medrano

Nada más difícil de desarraigar que las mentiras de la historia. Casi siempre han tenido su origen en esas épocas en que el desborde de las pasiones arrastra a hombres respetables a decir que “si para llegar es necesario envolver la impostura con los pasaportes de la verdad, se embrolla: y si es necesario mentir a la posteridad, se miente y se engaña a los vivos y a los muertos”. Y como la posteridad no siempre atina a independizarse de las pasiones de antaño, suele aceptar sin beneficio de inventario, la leyenda que se dejó en herencia con el título de historia.  Tal ha sucedido en gran parte con la época de Rosas. Y uno de los mitos más arraigados acerca de ese oscurecido período de nuestra historia es el que afirma que en las fiestas parroquiales celebradas allá por el año de 1839 con motivo del fracaso de la conspiración de Maza, el retrato de Rosas fue colocado en el altar mayor de las iglesias.

Es curiosa la casi unanimidad que existe al respecto entre los historiadores y novelistas, así como la seguridad con que cada uno de ellos lanza su afirmación, a pesar de que no siempre coinciden en los detalles. Ya desde las lejanas épocas en que la emigración unitaria despotricaba contra Don Juan Manuel, Rivera Indarte escribía en “El Nacional” de Montevideo que “en el pórtico de cada templo, el clero vestido de sobrepelliz, sonando el órgano e iluminado el templo, recibía bajo palio el retrato de Rosas, y colocándolo en el altar mayor le tributaban un culto “bestial”. Florencio Varela, haciéndose eco de esta afirmación repetía el 6 de marzo de 1846 en “El Comercio del Plata” que Rosas había sido “igualado en el culto exterior al ser que no tiene igual”. Félix Frías, dice también, refiriéndose a Rosas, que “profana con sus retratos los altares”. Y otro contemporáneo de los nombrados, Santiago Calzadilla, que incidentalmente se refiere a Rosas, en una conocida obra suya, expresa que “los miembros del partido federal, con la Mazorca a la cabeza, llevaban en brazos en un gran marco el retrato , al óleo, del “gran Rozas” que entrando al templo, lo colocaban en el altar mayor, cual si fuere efigie cuya función religiosa se solemnizase así, ni más ni menos”.

Historiadores posteriores han recogido estas afirmaciones. Para nombrar uno, citaremos a Pelliza, que en su estudio de la dictadura, después de describir una de aquellas funciones religiosas, añade “que volvía a emprenderse la marcha llevando el retrato a otra iglesia donde se repetía el sacrilegio de colocarlo en el altar mayor, mientras se le hacían las demostraciones correspondientes a los santos . Pero no se crea que solo los historiadores de tendencia unitaria son los que opinan de esta manera. De los llamados rosistas, desde Saldías a Fernández García, se empeñan en que el retrato de Rosas se depositó en el altar mayor. Y precisamente son algunos autores pertenecientes a esta tendencia los que han incurrido en mayores exageraciones. Así, Dermidio T. González, autor de una pésima apología de Rosas, afirma que “llegó a ser adorada en los altares de los templos la estampa del mandatario”. Y Martín V. Lascano dice que se “llegó hasta el sacrilegio de hacer descansar el cuadro con su estampa sobre el cáliz que guardaba la forma sagrada”.

Demás está decir que los autores de textos escolares no se han substraído a la opinión general. La casi totalidad de esos textos están –salvo honrosas excepciones en estos últimos tiempos- a la altura de las Tablas de Sangre de Rivera Indarte. Y en lo que respecta al asunto del retrato, comenzaremos a citar al inefable Grosso, que después de relatar horrorizado como las víctimas de la Mazorca eran “degolladas en medio de las carcajadas de los asesinos”, nos cuenta entre otras “locuras” de aquella “época de ingrata memoria”, la de pasear por las calles el retrato de Rosas y “colocarlo en los altares de las iglesias para que se le tributasen los mismos honores que al de un santo”.  Los señores Astolfi y Migone anotan entre los factores que ayudaron a consolidar la dictadura, “la explotación del misticismo político que presentaba a Rosa como un enviado providencial, cuya imagen, incorporada a la liturgia católica, era objeto de un verdadero culto”  Y el doctor Ricardo Levene, que es toda una autoridad en la materia, sostiene que “!en las iglesias se colocaba el retrato en el altar, y los sacerdotes, desde el púlpito, exhortaban a la adoración y el culto a Rosas”. Como una de esas honrosas excepciones de que hablábamos, citaremos el texto de Cobos Daract, quien al describir las fiestas parroquiales, a pesar de presentársele una ocasión de desahogar su fobia masónica contra los representantes de la iglesia, pasa por alto el asunto del retrato, sin duda porque lo conocía mejor que sus predecesores.  Tampoco los novelistas se han independizado de la fábula. Solo citaremos a Martínez Zuviría, autor de “La Corbata celeste”, cuyo protagonista ve “los dos retratos –el de Rosas y el de su esposa– que entraban a la iglesia entre ciriales y bajo el palio de oro, para ser colocados sobre el altar, a uno y otro lado del sagrario” .

Podríamos aumentar las citas, pero ¿a qué seguir? Con las que hemos transcripto se demuestra la casi unanimidad que existe entre los autores en afirmar el hecho que calificamos de fábula. El por qué de esa unanimidad es lo que no sabemos ni nos explicamos, porque los polemistas, historiadores y novelistas, al hacer sus afirmaciones, no siempre citan las fuentes donde las han recogido. En cuanto a los que las han citado, probaremos que por descuido o por mala voluntad, no las han sabido interpretar. Y con respecto a la afirmación en sí, diremos que no la autorizan ni la tradición, ni los grabados, ni las crónicas de la época.

No la autoriza la tradición. Y por tradición entendemos, no la falsa leyenda difundida en el pueblo por los escritores unitarios y frecuentemente invocada como tal, sino la tradición autorizada por la calidad de las personas que la transmiten y su conocimiento directo de los hechos. Un venerable sacerdote que vive actualmente, nos afirma que tanto el canónico Doctor Felipe Elortondo y Palacio, como el P. José Sató, Superior de los Padres jesuitas y otros sacerdotes de la época, le han asegurado repetidas veces que el retrato de Rosas nunca se colocó en los altares. Lo que hubo, a estar a la tradición directamente transmitida por esos respetables sacerdotes, es que no pudiendo el dictador asistir a las ceremonias por causa de sus múltiples ocupaciones, consentía en que se trasladase su retrato y se colocase en la silla que a él personalmente le estaba destinada.

Tampoco dicen otra cosa los grabados y pinturas. En la Iconografía de Rosas, de Juan A. Pradére, página 220, aparece un óleo de Martín L. Boneo, que representa una ceremonia religiosa en la Iglesia de la Piedad. Allí está el retrato de Rosas; mas no sobre el altar, sino a su izquierda, en el presbiterio.

Pero lo más categórico al respecto son las crónicas aparecidas en los números de “La Gaceta Mercantil” correspondientes a los últimos meses del año 1839. Allí está la descripción detallada de las funciones parroquiales, que iremos transcribiendo en la parte pertinente al retrato:

Comenzaremos por el número correspondiente al 1° de setiembre, que describe la fiesta realizada el 1° de dicho mes en la Catedral. “En la entrada del templo se agrupaba un numeroso gentío y saliendo a la puerta el senado del Clero, fue introducido al templo el retrato de S.E. y colocado luego bajo el pabellón que le estaba preparado sobre el presbiterio”. No puede ser más claro: el presbítero no es el altar. Quizá por eso, Mármol, que transmite en su Amalia parte de esa crónica y que luego se horroriza porque el retrato era “colocado en el altar al lado del Dios crucificado por los hombres”, reemplaza la frase subrayada por un prudente etcétera.   La Gaceta del 27 de setiembre describe la fiesta celebrada el 14 en la parroquia del Socorro. Transcribimos la parte correspondiente. El retrato de S.E. fue recibido en brazos en a puerta del Templo por nuestro respetable federal provisor y el Sr. cura de la parroquia con otros Sres. Sacerdotes, vestidos de sobre-pelliz y colocado entre adornos federales de gran elegancia en el Presbiterio al lado del Evangelio”. Esto lo dice un testigo presencial, lo cual no impide que el protagonista de “La Corbata Celeste” de Martínez Zuviría, vea entrar en la Iglesia del Socorro “los dos retratos –el de Rosas y el de su esposa– entre ciriales, y bajo el palio de oro, para ser colocado sobre el altar a uno y otro lado del sagrario”.

“La Gaceta Mercantil” del 28 de septiembre, se ocupa de la función celebrada el 15 por la parroquia de la Catedral, sección Norte, en la Iglesia de Nuestra Señora de la Merced y dice: “El Sr. Provisor, el Sr. Cura Don Juan Antonio Argerich y otros Señores sacerdotes recibieron en el atrio del templo el interesante cuadro, y fue colocado cerca del Altar Mayor entre federales magníficos adornos”. Saldías, que se documenta precisamente en “La Gaceta”, al describir esta función olvida el cerca y dice que el retrato fue depositado “en el altar mayor”.

Lo mismo, con pocas variantes, se repite, en las demás parroquias. En ninguna aparece el retrato en el altar. En San Telmo, “La Gaceta” no especifica detalles; pero en Monserrat nos dice que se colocó “en el lugar destinado y como se retirase la comitiva por no empezar a función de iglesia se dejaron dos tenientes alcaldes, uno a cada lado del retrato, haciéndole guardia”. Igualmente en Balbanera el retrato es conducido “hasta colocarlo atado en el lugar que le corresponde y donde permaneció con dos centinelas”. En la función dedicada por los empleados de Aduana y resguardo y celebrada en la iglesia de Nuestra Señora de la merced, el retrato es acompañado “hasta un hermoso dosel que le estaba preparado y donde fue colocado por el Sr. provisor y el sr. Cura”. En San Miguel “fue recibido en el atrio por el Sr. Cura y otros eclesiásticos y colocado dentro del templo al lado del Evangelio”. En el Pilar se colocaron los retratos de Rosas y su esposa “en el distinguido asiento que les estaba preparado al lado del Evangelio del Altar Mayor”. Y en San Nicolás, es llevado en triunfo hasta colocarlo “en la Iglesia en un elevado asiento al lado del Evangelio”.

Pero las personas no muy versadas en el lenguaje litúrgico quizás haya dado lugar a falsas interpretaciones la expresión al lado del Evangelio. Ella no significa en el altar, sino que equivale a decir a la izquierda del altar, así como al lado de la Epístola no tiene otro significado que a la derecha del altar. Ello se comprueba comparando unas crónicas con otras. Así la crónica de “La Gaceta” del 7 de noviembre, referente a la función celebrada el 11 de octubre en la parroquia de la Catedral, sección Sur, leemos: “Allí fue depositado el retrato de S.E. y de su ilustre esposa en un magnífico asiento colocado cerca del Altar Mayor al lado del Evangelio”. Si estas últimas cuatro palabras significase en el altar, habría una contradicción evidente con las anteriores, que dicen que fue colocado cerca del altar.

Si pasamos ahora a las ceremonias parroquiales de las ciudades y pueblos de la Provincia, no haremos sino reforzar nuestra demostración. En la ciudad de San Nicolás, el retrato fue colocado “en el lugar correspondiente”. En Dolores, “en el lugar que se había preparado para colocarlo. En la Ensenada “se acomodó en la Iglesia en un magnífico asiento que se le había preparado al lado del Evangelio del Altar”. En Quilmes, “a la izquierda del altar mayor bajo un dosel de damasco punzó”. En Morón, “en un elegante dosel que de antemano estaba preparado en el templo”. Y en Lobos, “en una mesa que al efecto se hallaba federalmente adornada”. Todos estos detalles pueden leerse en los números de “La Gaceta Mercantil” correspondientes a los meses de agosto, setiembre, octubre y noviembre del año 1839.

De todo lo anteriormente dicho se desprende una conclusión: el retrato de Rosas no se colocaba en el altar sino, por lo general, en un asiento, en el presbiterio, cerca del altar, del lado del Evangelio. El hecho podrá ser criticado o no, según el criterio con que se juzgue a Rosas; pero lo indiscutible es que no constituyó profanación ni sacrilegio. Si bien es cierto que muchos concilios y pontífices prohibieron severamente a los legos o seglares el entrar en el presbiterio o coro, especialmente durante la celebración de la Santa Misa, también lo es que ya el Concilio trullano, exceptuaba el caso en que el emperador se acerque a presentar su ofrenda, y que “posteriormente la Iglesia fue dispensando en esto, concedió a las autoridades seglares, especialmente a los reyes y príncipes, el poder entrar y sentarse en el presbiterio”. Hoy figura entre los privilegios concedido a los príncipes el de ser recibidos en las iglesias “con solemnidad por los prelados y el clero, bajo palio”, y el de darles “un lugar preeminente en el presbiterio, como a los príncipes de la Iglesia”. No pudiendo asistir Rosas, ocupado en su abrumadora tarea diaria, se colocaba en su lugar el retrato. Y eso fue todo.

Queda con esto destruida una fábula que injustamente ha ensombrecido el prestigio, no solo de Rosas, sino del ilustre clero argentino de esa época, del cual formaron parte sacerdotes de la virtud e ilustración del Obispo Medrano y de los canónicos Zavaleta, García, Segurola, Pereda Saravia, Elortondo y Palacio, Argerich y otros. Ese clero, que acababa de salir de la tormenta rivadaviana que había visto a Rosas restablecer relaciones con la Silla Apostólica y favorecer en toda forma al culto católico, lo apoyó como gobernador legítimo, en quien vía además al enemigo mortal del liberalismo y al hombre que tenía la suma del poder público, sin más restricción –aparte de la de sostener la causa federal- que la de “conservar, defender y proteger la Religión Católica, Apostólica y Romana”. Por haberlo apoyado mereció la calumnia de muchos argentinos, enceguecidos por la pasión política. El tiempo, que a la larga impone la verdad, se encargará de que esas calumnias perjudiquen tan solo el prestigio de sus autores

 Fuente: Revista de Cultura "Revisión", Año 1, N° 4, Buenos Aires, diciembre de 1959, página 8.