Por Alberto Ezcurra Medrano
Nada más difícil de desarraigar que las mentiras de la historia. Casi siempre han tenido su origen en esas épocas en que el desborde de las pasiones arrastra a hombres respetables a decir que “si para llegar es necesario envolver la impostura con los pasaportes de la verdad, se embrolla: y si es necesario mentir a la posteridad, se miente y se engaña a los vivos y a los muertos”. Y como la posteridad no siempre atina a independizarse de las pasiones de antaño, suele aceptar sin beneficio de inventario, la leyenda que se dejó en herencia con el título de historia. Tal ha sucedido en gran parte con la época de Rosas. Y uno de los mitos más arraigados acerca de ese oscurecido período de nuestra historia es el que afirma que en las fiestas parroquiales celebradas allá por el año de 1839 con motivo del fracaso de la conspiración de Maza, el retrato de Rosas fue colocado en el altar mayor de las iglesias.
Es curiosa la casi unanimidad que existe al respecto entre
los historiadores y novelistas, así como la seguridad con que cada uno de ellos
lanza su afirmación, a pesar de que no siempre coinciden en los detalles. Ya
desde las lejanas épocas en que la emigración unitaria despotricaba contra Don
Juan Manuel, Rivera Indarte escribía en “El Nacional” de Montevideo que “en el
pórtico de cada templo, el clero vestido de sobrepelliz, sonando el órgano e
iluminado el templo, recibía bajo palio el retrato de Rosas, y colocándolo en
el altar mayor le tributaban un culto “bestial”. Florencio Varela,
haciéndose eco de esta afirmación repetía el 6 de marzo de 1846 en “El Comercio
del Plata” que Rosas había sido “igualado en el culto exterior al ser que no
tiene igual”. Félix Frías, dice también, refiriéndose a Rosas, que “profana con
sus retratos los altares”. Y otro contemporáneo de los nombrados, Santiago
Calzadilla, que incidentalmente se refiere a Rosas, en una conocida obra suya,
expresa que “los miembros del partido federal, con la Mazorca a la cabeza,
llevaban en brazos en un gran marco el retrato , al óleo, del “gran Rozas” que
entrando al templo, lo colocaban en el altar mayor, cual si fuere efigie cuya función
religiosa se solemnizase así, ni más ni menos”.
Historiadores posteriores han recogido estas afirmaciones.
Para nombrar uno, citaremos a Pelliza, que en su estudio de la dictadura,
después de describir una de aquellas funciones religiosas, añade “que volvía a
emprenderse la marcha llevando el retrato a otra iglesia donde se repetía el
sacrilegio de colocarlo en el altar mayor, mientras se le hacían las
demostraciones correspondientes a los santos . Pero no se crea que solo los
historiadores de tendencia unitaria son los que opinan de esta manera. De los
llamados rosistas, desde Saldías a Fernández García, se empeñan en
que el retrato de Rosas se depositó en el altar mayor. Y precisamente son
algunos autores pertenecientes a esta tendencia los que han incurrido en
mayores exageraciones. Así, Dermidio T. González, autor de una pésima apología
de Rosas, afirma que “llegó a ser adorada en los altares de los templos la
estampa del mandatario”. Y Martín V. Lascano dice que se “llegó hasta el
sacrilegio de hacer descansar el cuadro con su estampa sobre el cáliz que
guardaba la forma sagrada”.
Demás está decir que los autores de textos escolares no se han substraído a la opinión general. La casi totalidad de esos textos están –salvo honrosas excepciones en estos últimos tiempos- a la altura de las Tablas de Sangre de Rivera Indarte. Y en lo que respecta al asunto del retrato, comenzaremos a citar al inefable Grosso, que después de relatar horrorizado como las víctimas de la Mazorca eran “degolladas en medio de las carcajadas de los asesinos”, nos cuenta entre otras “locuras” de aquella “época de ingrata memoria”, la de pasear por las calles el retrato de Rosas y “colocarlo en los altares de las iglesias para que se le tributasen los mismos honores que al de un santo”. Los señores Astolfi y Migone anotan entre los factores que ayudaron a consolidar la dictadura, “la explotación del misticismo político que presentaba a Rosa como un enviado providencial, cuya imagen, incorporada a la liturgia católica, era objeto de un verdadero culto” Y el doctor Ricardo Levene, que es toda una autoridad en la materia, sostiene que “!en las iglesias se colocaba el retrato en el altar, y los sacerdotes, desde el púlpito, exhortaban a la adoración y el culto a Rosas”. Como una de esas honrosas excepciones de que hablábamos, citaremos el texto de Cobos Daract, quien al describir las fiestas parroquiales, a pesar de presentársele una ocasión de desahogar su fobia masónica contra los representantes de la iglesia, pasa por alto el asunto del retrato, sin duda porque lo conocía mejor que sus predecesores. Tampoco los novelistas se han independizado de la fábula. Solo citaremos a Martínez Zuviría, autor de “La Corbata celeste”, cuyo protagonista ve “los dos retratos –el de Rosas y el de su esposa– que entraban a la iglesia entre ciriales y bajo el palio de oro, para ser colocados sobre el altar, a uno y otro lado del sagrario” .
Podríamos aumentar las citas, pero ¿a qué seguir? Con las
que hemos transcripto se demuestra la casi unanimidad que existe entre los
autores en afirmar el hecho que calificamos de fábula. El por qué de esa
unanimidad es lo que no sabemos ni nos explicamos, porque los polemistas,
historiadores y novelistas, al hacer sus afirmaciones, no siempre citan las
fuentes donde las han recogido. En cuanto a los que las han citado, probaremos
que por descuido o por mala voluntad, no las han sabido interpretar. Y con
respecto a la afirmación en sí, diremos que no la autorizan ni la tradición, ni
los grabados, ni las crónicas de la época.
No la autoriza la tradición. Y por tradición entendemos, no
la falsa leyenda difundida en el pueblo por los escritores unitarios y
frecuentemente invocada como tal, sino la tradición autorizada por la calidad
de las personas que la transmiten y su conocimiento directo de los hechos. Un
venerable sacerdote que vive actualmente, nos afirma que tanto el canónico
Doctor Felipe Elortondo y Palacio, como el P. José Sató, Superior de los Padres
jesuitas y otros sacerdotes de la época, le han asegurado repetidas veces que
el retrato de Rosas nunca se colocó en los altares. Lo que hubo, a estar a la
tradición directamente transmitida por esos respetables sacerdotes, es que no
pudiendo el dictador asistir a las ceremonias por causa de sus múltiples
ocupaciones, consentía en que se trasladase su retrato y se colocase en
la silla que a él personalmente le estaba destinada.
Tampoco dicen otra cosa los grabados y pinturas. En la
Iconografía de Rosas, de Juan A. Pradére, página 220, aparece un óleo de Martín
L. Boneo, que representa una ceremonia religiosa en la Iglesia de la Piedad.
Allí está el retrato de Rosas; mas no sobre el altar, sino a su izquierda, en
el presbiterio.
Comenzaremos por el número correspondiente al 1° de setiembre, que describe la fiesta realizada el 1° de dicho mes en la Catedral. “En la entrada del templo se agrupaba un numeroso gentío y saliendo a la puerta el senado del Clero, fue introducido al templo el retrato de S.E. y colocado luego bajo el pabellón que le estaba preparado sobre el presbiterio”. No puede ser más claro: el presbítero no es el altar. Quizá por eso, Mármol, que transmite en su Amalia parte de esa crónica y que luego se horroriza porque el retrato era “colocado en el altar al lado del Dios crucificado por los hombres”, reemplaza la frase subrayada por un prudente etcétera. La Gaceta del 27 de setiembre describe la fiesta celebrada el 14 en la parroquia del Socorro. Transcribimos la parte correspondiente. El retrato de S.E. fue recibido en brazos en a puerta del Templo por nuestro respetable federal provisor y el Sr. cura de la parroquia con otros Sres. Sacerdotes, vestidos de sobre-pelliz y colocado entre adornos federales de gran elegancia en el Presbiterio al lado del Evangelio”. Esto lo dice un testigo presencial, lo cual no impide que el protagonista de “La Corbata Celeste” de Martínez Zuviría, vea entrar en la Iglesia del Socorro “los dos retratos –el de Rosas y el de su esposa– entre ciriales, y bajo el palio de oro, para ser colocado sobre el altar a uno y otro lado del sagrario”.
“La Gaceta Mercantil” del 28 de septiembre, se ocupa de la
función celebrada el 15 por la parroquia de la Catedral, sección Norte, en la
Iglesia de Nuestra Señora de la Merced y dice: “El Sr. Provisor, el Sr. Cura
Don Juan Antonio Argerich y otros Señores sacerdotes recibieron en el atrio del
templo el interesante cuadro, y fue colocado cerca del Altar Mayor entre
federales magníficos adornos”. Saldías, que se documenta precisamente en “La
Gaceta”, al describir esta función olvida el cerca y dice que
el retrato fue depositado “en el altar mayor”.
Lo mismo, con pocas variantes, se repite, en las demás
parroquias. En ninguna aparece el retrato en el altar. En San Telmo, “La
Gaceta” no especifica detalles; pero en Monserrat nos dice que se colocó “en el
lugar destinado y como se retirase la comitiva por no empezar a función de
iglesia se dejaron dos tenientes alcaldes, uno a cada lado del retrato,
haciéndole guardia”. Igualmente en Balbanera el retrato es conducido “hasta
colocarlo atado en el lugar que le corresponde y donde permaneció con dos
centinelas”. En la función dedicada por los empleados de Aduana y resguardo y celebrada
en la iglesia de Nuestra Señora de la merced, el retrato es acompañado “hasta
un hermoso dosel que le estaba preparado y donde fue colocado
por el Sr. provisor y el sr. Cura”. En San Miguel “fue recibido en el atrio por
el Sr. Cura y otros eclesiásticos y colocado dentro del templo al lado del
Evangelio”. En el Pilar se colocaron los retratos de Rosas y su esposa “en
el distinguido asiento que les estaba preparado al lado del Evangelio
del Altar Mayor”. Y en San Nicolás, es llevado en triunfo hasta colocarlo “en
la Iglesia en un elevado asiento al lado del Evangelio”.
Pero las personas no muy versadas en el lenguaje litúrgico
quizás haya dado lugar a falsas interpretaciones la expresión al lado
del Evangelio. Ella no significa en el altar, sino que equivale
a decir a la izquierda del altar, así como al lado de la
Epístola no tiene otro significado que a la derecha del altar.
Ello se comprueba comparando unas crónicas con otras. Así la crónica de “La
Gaceta” del 7 de noviembre, referente a la función celebrada el 11 de octubre
en la parroquia de la Catedral, sección Sur, leemos: “Allí fue depositado el
retrato de S.E. y de su ilustre esposa en un magnífico asiento colocado cerca
del Altar Mayor al lado del Evangelio”. Si estas últimas cuatro
palabras significase en el altar, habría una contradicción evidente
con las anteriores, que dicen que fue colocado cerca del altar.
Si pasamos ahora a las ceremonias parroquiales de las
ciudades y pueblos de la Provincia, no haremos sino reforzar nuestra
demostración. En la ciudad de San Nicolás, el retrato fue colocado “en el lugar
correspondiente”. En Dolores, “en el lugar que se había preparado para
colocarlo. En la Ensenada “se acomodó en la Iglesia en un magnífico
asiento que se le había preparado al lado del Evangelio del Altar”. En
Quilmes, “a la izquierda del altar mayor bajo un dosel de damasco
punzó”. En Morón, “en un elegante dosel que de antemano estaba
preparado en el templo”. Y en Lobos, “en una mesa que al efecto se
hallaba federalmente adornada”. Todos estos detalles pueden leerse en los
números de “La Gaceta Mercantil” correspondientes a los meses de agosto,
setiembre, octubre y noviembre del año 1839.
De todo lo anteriormente dicho se desprende una conclusión:
el retrato de Rosas no se colocaba en el altar sino, por lo
general, en un asiento, en el presbiterio, cerca del altar, del lado
del Evangelio. El hecho podrá ser criticado o no, según el criterio con que
se juzgue a Rosas; pero lo indiscutible es que no constituyó profanación ni
sacrilegio. Si bien es cierto que muchos concilios y pontífices prohibieron
severamente a los legos o seglares el entrar en el presbiterio o coro,
especialmente durante la celebración de la Santa Misa, también lo es que ya el
Concilio trullano, exceptuaba el caso en que el emperador se acerque a
presentar su ofrenda, y que “posteriormente la Iglesia fue dispensando en esto,
concedió a las autoridades seglares, especialmente a los reyes y príncipes, el
poder entrar y sentarse en el presbiterio”. Hoy figura entre los
privilegios concedido a los príncipes el de ser recibidos en las iglesias “con
solemnidad por los prelados y el clero, bajo palio”, y el de darles “un lugar
preeminente en el presbiterio, como a los príncipes de la Iglesia”. No pudiendo
asistir Rosas, ocupado en su abrumadora tarea diaria, se colocaba en su lugar
el retrato. Y eso fue todo.
Queda con esto destruida una fábula que injustamente ha
ensombrecido el prestigio, no solo de Rosas, sino del ilustre clero argentino
de esa época, del cual formaron parte sacerdotes de la virtud e ilustración del
Obispo Medrano y de los canónicos Zavaleta, García, Segurola, Pereda Saravia,
Elortondo y Palacio, Argerich y otros. Ese clero, que acababa de salir de la tormenta
rivadaviana que había visto a Rosas restablecer relaciones con la Silla
Apostólica y favorecer en toda forma al culto católico, lo apoyó como
gobernador legítimo, en quien vía además al enemigo mortal del liberalismo y al
hombre que tenía la suma del poder público, sin más restricción –aparte de la
de sostener la causa federal- que la de “conservar, defender y proteger la
Religión Católica, Apostólica y Romana”. Por haberlo apoyado mereció la
calumnia de muchos argentinos, enceguecidos por la pasión política. El tiempo,
que a la larga impone la verdad, se encargará de que esas calumnias perjudiquen
tan solo el prestigio de sus autores
No hay comentarios:
Publicar un comentario