Rosas

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sábado, 31 de octubre de 2020

LA BATALLA DE VENCES

 27 DE NOVIEMBRE DE 1847:  La noche era de luna, pero muy toldada, así es que andando por el campamento se daba uno con grupos que dormían, con caballos atados a la estaca, con carros mal colocados o con una que otra carpa fuera de línea. Sombras más oscuras y más uniformes, eran cuerpos que velaban, sentados o echados en su misma colocación ordenada. Alguna voz conocida lo hablaba a uno en la tiniebla: era un jefe amigo o algún grupo de ellos que conversaban bajo sobre los sucesos. Así llegué a la artillería, en donde pasé un rato agradablemente con Carlos Paz: estaba seguro de su fuerza, de su moral y de su destreza. ¡Pobre amigo: no lo volví a ver más!

La vigilancia era muy cuidadosa dentro y fuera del campo. La diana se tocó media hora antes que de costumbre, presumiéndose alguna operación del enemigo en la madrugada. En efecto, de día ya, se divisaron las columnas enemigas en movimiento. Detrás de las guerrillas avanzadas se veía venir una gruesa columna de infantería que se dirigía hacia el desfiladero del sud que daba entrada al campo. Con esa columna venían algunas piezas de artillería.  El general Madariaga mandó ocupar con tres batallones aquel punto amenazado. Uno de ellos lo mandaba el comandante Palma, después general Palma, tan ventajosamente conocido en el mando del 1.º de línea del ejército nacional en las batallas de Cepeda y Pavón. El segundo tenía por jefe al coronel Toledo, que apoyó la revolución del 11 de septiembre en Buenos Aires y formó con sus infantes correntinos en la plaza de Mayo. El tercero estaba mandado por el comandante Martínez. Estos jefes desprendieron pequeñas partidas que ocuparon posiciones convenientes, cambiándose tiros de fusilería que fueron aumentando a veces hasta convertirse en descargas entre aquellas fuerzas que se iban empeñando. La columna de infantería enemiga la mandaba el coronal José M. Francia, reputado por su competencia militar.

La derecha del ejército invasor, aproximó una gran columna que parecía traer su ataque por las lagunas, de ese costado. Según se dijo, pero sin afirmarlo, el mismo general Urquiza conducía esas fuerzas. Ese movimiento tenía probablemente por objeto favorecer las operaciones iniciadas por la infantería entrerriana. Ocupaban el costado izquierdo del ejército correntino, excelentes cuerpos de caballería dispuestos a recibir aquel ataque; y tenían su mando algunos jefes de muy probada importancia. Estaba entre ellos el coronel Joaquín Baltar, de justísima reputación en la guerra; lleno de servicios en las campañas del general Lavalle y en varias de la República Oriental a las órdenes de Rivera. Se contaban entre los jefes de esas fuerzas, el coronel Bernardino López, altamente estimado por su importancia; y el comandante Plácido López, hoy coronel en el ejército de la nación.

La columna enemiga se detuvo. Aquel era un ensayo, como lo dije antes, mientras la infantería tentaba abrir camino por el desfiladero del sud. Realmente, el tiroteo arreciaba pero sin propiciarles ventajas. Al caer la tarde los cuerpos enemigos se retiraron, permaneciendo a la vista hasta el anochecer. Todas las opiniones estaban contestes en la idea de que al día siguiente el ataque se haría general. Con efecto, a las siete de la mañana el enemigo estaba encima, trayendo las mismas direcciones del día anterior. Notábase, sin embargo, que sus fuerzas estaban aumentadas con reservas que estarían retrasadas. El general Madariaga se apresuró a colocar la artillería en puntos inmediatos a los batallones. Esta arma estaba admirablemente dirigida por el distinguido y simpático coronel Carlos Paz, oficial de la campaña del Brasil y del sitio de Montevideo; y lo acompañaba como segundo jefe el comandante Solano, muy respetado por sus aptitudes. Al mismo tiempo cubrió su costado derecho con una división de caballería mandada por el general Juan Pablo López (ex gobernador de Santa Fe) secundado por el coronel Paiva, uno de los mejores oficiales correntinos, y por el coronel Manuel Saavedra, jefe de la mejor escuela en su arma. Este distinguido oficial pertenecía a la familia de su nombre, tan altamente conocida y tan estimada en Buenos Aires.

El fuego recomenzó como anteriormente, por la cabecera del sud; y como antes, fué aumentando en estrépito y en volumen. Es que la artillería mezclaba ya su voz de trueno en la lucha; y uno que otro cañonazo que se cambiaban hacía poco, convirtióse en verdaderas descargas de artillería. Se peleaba con rabia. Lo atestiguaba el fuego de fusilería y lo afirmaban los cañones. Había momentos en que realmente aquel era un infierno; pero francamente, excitaba los ánimos tanto estruendo. Cuando crecía parecía que se acercase el peligro; que se viniese el enemigo encima.

De repente cesaba aquel estrépito. Se hacía el silencio por todas partes: parecía que todos los combatientes hubiesen muerto, para resucitar al rato por otro lado, más moderados y parsimoniosos, y para reventar de nuevo con mayor saña y con mayor estrago. Esas intermitencias imponen por su solemnidad. Ese silencio repentino parece una celada; ese estruendo inmenso es como un desplome. Tenía delante de mis ojos ejemplos que desmienten mis observaciones. Hay para quienes todo esto no produce emoción. El temperamento y el hábito no le dan entrada. Saben que llegado el caso todo lo vencerán con el valor. Sus nervios se mueven con la provocación pero no con el sentimiento. Estaba viendo unos cuantos soldados de la escolta del gobernador, tirados sobre el pasto, jugando a los naipes su monte preferido, riendo a carcajadas y celebrando sus dichos con una indolencia pasmosa. Esta escena tan jovial y tan tranquila, pasaba en medio de aquel cuadro de general agitación en que corría la sangre y se perdían vidas queridas. Estos soldados pertenecían a un escuadrón muy escogido y renombrado, que acompañaba al general Madariaga desde mucho tiempo. Se les nombraba con el distintivo indígena, los ñandúis; y los mandaba el coronel Alemí, soldado aguerrido, de altísima estatura, de rostro moreno, de barbas ásperas y renegridas que le llegaban hasta el estómago.   Un mandoble de Alemí, debía ser de la medida de aquel con que Plantagenet partió de un golpe su masa de armas. Esos hombres de aspecto indolente, saltaron sobre sus caballos con la celeridad de los pájaros o de las panteras a la primera señal. Eran los mosqueteros gauchos en las aventuras guaraníes. Su sensación tocante está en la lucha: las emociones comunes pasan como accidentes. El combate arrecia. Incidentes sucesivos motivan disposiciones, movimientos, refuerzos: cruzan grupos distintos, llegan y van ayudantes; se piden y se dan órdenes. La actividad crece en aquel campo donde el fratricidio implacable se reta a muerte.

¡De repente se sienten dianas! ¡Qué es esto!

«¿Se ha triunfado del enemigo? ¡Hurra! ¿De dónde vienen esos avisos de la victoria?».

Las dianas parten de la división Baltar. Llega el parte; y aquel jefe comunica que la gran columna que le traía el ataque ha vacilado y retrocedido. Otros detalles explican más el hecho celebrado. La columna de caballería que el día anterior amenazaba el costado izquierdo, penetró, en los pantanos con intención de flanquear. Se corrieron sobre ese punto dos piezas y cien infantes, cuyos fuegos llevaron perturbación al agresor, conteniéndolo entre aquellos lodazales y obligándolo a retroceder de la línea en que había ya avanzado. El fuego de la infantería era cada vez más encarnizado y más nutrido. La artillería jugaba con tesón. Sus efectos debían ser costosos de parte a parte.

Estaba visto que el general Urquiza concentraba su atención preferente en la toma del desfiladero del sud. Todo convergía a realizar esa operación. Por eso se sostenía con tal encarnizamiento el combate en aquel punto, y por eso se prodigaba allí tanta sangre preciosa. Era indispensable, por lo visto, romper aquella línea de defensa; que se tomase la posición para dar entrada a sus fuerzas. No había otra puerta; pero tomarla parecía más que difícil; quizá imposible. Los correntinos mantenían las ventajas de su posición con gran firmeza; sus enemigos tenían que retroceder a veces. La artillería de Paz hacía estragos; pero la infantería entrerriana no declinaba de su coraje y volvía a renovar su ataque. Allí estaba concentrada la batalla, el interés y la ansiedad de unos y otros. Era donde arreciaba más y más el fuego. La tenacidad podía medirse por el estruendo. Aquél era como un barómetro de muerte. ¡Nueva emoción! El Estado Mayor comunica a gran prisa que el coronel Francia, jefe de la infantería enemiga, ha muerto derribado por una bala de cañón.

¡Es realmente un acontecimiento! La importancia de Francia debía ser preciosa para el general Urquiza. Aquella pérdida hacía el desequilibrio en su contra. El coronel Francia recibió una metralla que le deshizo las mandíbulas y lo tuvo mucho tiempo entre la vida y la muerte. Este suceso y la detención de la columna que amenazaba la izquierda, se interpretaban en favor de la defensa: eran sin duda promesas venturosas.

Mientras pasaban así las cosas por la cabecera y por la izquierda del campo, la fuerte columna entrerriana, que parecía amenazar la derecha correntina, se había acercado. Penetraba ya en las extensas lagunas; y la división López, en terreno ventajoso y firme, se disponía a cargarla. La columna invasora era compuesta de lanceros. Era aquel un monte de banderolas rojas. De repente los tiradores rompieron el fuego de urna parte y de otra, pero débilmente. A poco andar aquel estruendo ha cambiado… ¡Ésas son descargas de infantería! ¡Infantería! ¿De dónde sale esa infantería por ese lado? Asalta la natural sorpresa… Los hados no siempre son propicios a la buena voluntad y al valor. El ingenio suele ser más eficaz y más certero para vencer a la fuerza.

¡Así es! Una estratagema de guerra se desarrollaba en medio de esa laguna con éxito irresistible. En esa orilla estaba la solución del combate.

Aquellas tropas distanciadas y como en acecho, respondían sin duda a una operación concertada para entrar en su oportunidad a la refriega: ésa era la oportunidad; entraban. Esa columna que traía su ataque era de mil o mil quinientos hombres. Venía bajo la dirección del general oriental Eugenio Garzón; soldado experto e ilustrado. Había colocado entre las espesas filas de sus lanceros un cuerpo de infantería, bien cubierto, y cuyos fusiles habíanse enmascarado colocándoles banderolas. A distancia conveniente el batallón echó pie a tierra, o pie al agua, con ésta a la cintura. La caballería le dió lugar y reventó la primera descarga. ¡Debió ser aquélla una gran sorpresa! Lo fué al instante muy general en el campo. Seguía el fuego graneado. Estos tiros y estas descargas debían producir natural inquietud. La aparición tan repentina de esa arma y la superioridad imponente de ella sobre la caballería, debían producir singular efecto.

El general Madariaga, que se había dirigido un instante a la infantería que se batía en el desfiladero, volvió repentinamente su caballo. A gran galope y seguido de sus ñandúis, se vino a la división López. ¡Ya era tarde! Cuando llegaba, se veía salir de las filas uno que otro soldado que abandonaba su puesto en medio de la algazara y del fuego. ¡La conmoción extraña y confusa aumentaba: ya eran grupos más numerosos los que huían!

Un oficial superior que salía, se aproximó, pero muy de paso al general y le dijo: «Señor, no he podido hacer pelear a esta gente»… Me parece que tenía él mismo bastante voluntad de irse, porque continuó al galope. Entre tanto, el general Madariaga tocaba reunión; atajaba los dispersos con la voz y con la espada. Con denuedo digno de otra suerte, se lanzaba a contener escuadrones enteros, que en grandes grupos informes o en dispersión, se retiraban. Es imposible mayor arrojo ni mayor olvido de su propia vida, en la demanda de contener aquellas multitudes impetuosas que no escuchaban ya sino a sus propios instintos. ¡No era posible hacer más!

No era posible contener aquella dispersión que se pronunciaba por completo entre una confusión incomparable, entre aquellos fuegos de fusilería y entre aquellos toques de clarines, que unas veces parecían reunión y otras animosas dianas. Y sin embargo el general Madariaga continuaba con ímpetu conteniendo las tropas que se dispersaban, envolviéndolo todo y a él mismo.

Allí lo perdí de vista. El desorden y la confusión nos separaron. Quedé un momento orientándome para poder seguirlo. ¡Imposible! El gobernador Madariaga, tan noble, tan virtuoso, tan enérgico, ¿habría salvado en medio de aquella confusión en que lo dejé?

¡Qué diera por saber todo esto! ¡Por abarcar la realidad de aquel enorme cuadro de dudas que me preocupaba! Mis interrogaciones y mis confidencias eran con las estrellas. Cabral estaba sumergido en las profundidades del sueño. Todavía se entregaba mi imaginación al vuelo de las conjeturas, queriendo desentrañar probabilidades y formular cálculos, sobre las consecuencias que habría de producir para Corrientes el desastre de una causa tan bien inspirada… pero el sueño me iba envolviendo. Tengo tiempo de pensar en todo esto con tranquilidad. Mañana habré dejado la orilla argentina y estaré en un instante en el Paso de la Patria… Me quedé dormido; pero un mal genio seguía conspirando contra mí mientras dormía, y preparándome nuevos azares… Sentí de repente que Cabral me despertaba cautelosamente.

—¿Qué hay…?

—Silencio, patrón… más bajo…

—¿Pero, qué tenemos?

—¿No sentís esa gente? Escuchá…

—Sí, siento ahora: es gente armada.

—Verdá. Es tropa de línea: fuerza del enemigo… No nos movemos. Aunque estamos retirao no alcemos la cabeza…

Era tropa regular; no cabía duda. No la podíamos ver pero sentíamos la uniformidad de su marcha, con cierto orden, el ruido acompasado de sus armas y su completo silencio. No eran éstos los pelotones, los grupos desordenados, bulliciosos, que habíamos visto antes. El oído nos estaba resolviendo la investigación en las tinieblas. Fuése alejando el ruido poco a poco, hasta perderse del todo en el espacio. «¿Qué piensas de esa gente, Cabral?». «No sé, patrón…». «Pero la verdad es que he pasado un mal rato: recién resuello fuerte. Si se desvían un poco nos pescan en el nido». «No, patrón, estábamos lejos. Yo pensaba en otra cosa». «¿En qué pensabas?». «En los caballos…». «¿Por qué en los caballos?». «Si relinchan lo que sintieron a los otros, dan aviso a la gente…». «¿Por qué no relincharían? Les debemos ese nuevo servicio a los pobres animales». «Es porque felizmente están cansados —me respondió Cabral con su adivinación de Sibila». «Entonces, hemos estado pendientes de un relincho, Cabral. ¡Venturosa fatiga que hizo prudentes a esos pobres mancarrones, y benditos nosotros que los habíamos cansado!». Estaba amaneciendo. Nos pusimos en acecho, pero no divisábamos todavía sino sombras lejanas. En aquellas regiones del planeta, la luz no va apareciendo con flemática lentitud. Los crepúsculos son de un instante. El día puede decirse que se presenta de sorpresa. Entrego esas atmósferas a los que tienen que hacer con ellas: que expliquen. ¡La aurora nos mandó una dulcísima emoción…! La casa que buscábamos se dejaba ver medio cubierta por los árboles. «¡Mira, patrón, allí está la casa!». «Pongámonos en marcha», le dije a Cabral.

«¡Aguárdate! Aquellos soldados de anoche andarán cerca. Bombiemos un poco». «Tienes razón; pero conviene andar pronto».

«Allá viene un muchacho recogiendo las vacas», y Cabral, con su agilidad habitual, galopó y se puso al lado del lejano pastor aparecido. Había hablado con él cinco minutos, cuando lo vi venir a gran prisa derecho a nuestro campamento. «¡Montá, patrón!», me dijo sin bajarse. «Montá y vamos ligero». «¿Adónde?». «Seguime no más», y se entró en el monte, no muy espeso, que teníamos al costado. Dentro del monte seguíamos galopando. Notaba inquieto a mi baqueano. ¿Qué ocurriría? «Esa gente que pasó anoche, me dijo Cabral, está en la casa. Si hubiéramos llegado temprano como pensabas nos íbamos a meter en la boca del león». «¡Diablos! ¿Y qué gente es ésa? ¿Averiguaste?». «Alcancé a ver dos soldados a pie con gorros colorados. Esto bastaba; pero le saqué al muchacho lo que pude. La fuerza llegó anoche. Es un escuadrón que marcha aprontando ganado para la división de Virasoro que viene del Uruguay, y quizá alcance a llegar mañana. Estos soldados —agregó de su caudal—, no tardarán en desparramarse para comadrear y agarrar prisioneros. Andemos pronto, patrón, para alejarnos. Por acá no estamos seguros…».

Continuamos andando ligero y nos internamos bastante en el monte. Cabral, que era gran baqueano, tomó un caminito de animales y seguimos esa huella. Veíamos a corta distancia un rancho de pobre apariencia y nos dirigimos a él. A la misma casa iba llegando un paisano, ya de edad y de buen aspecto. Se notaba que había allí familia. Cabral se adelantó un poco para tomar lenguas. El pretexto usual del poquito de agua y del fueguito le sirvió de introducción. Es el modo de explorar la buena o la mala voluntad de las gentes con que hay necesidad de entenderse. Por lo visto tuvo buena acogida mi asistente. Nos bajamos. Permanecí un poco apartado mientras Cabral continuaba su diálogo con el paisano. Una muchacha le presentó al paisano un gran mate que le pasó a Cabral y éste me lo trajo. El paisano se acercó; y conocí en el semblante de Cabral que no abrigaba desconfianza.

—Este amigo —me dijo—, también anda pasando trabajos. «¿Ha estado usted en el ejército?». «No, señor». «¿Y qué le sucede?». «Un hijo mío ha estao en la pelea». «¿Dónde está?». «Cuando llegó lo mandé a casa de una hija casada que tengo retirao de aquí. El alcalde no lo quiere y me lo puede perseguir». «¿Hay por acá un alcalde?». «Vive como a dos leguas. Malo es que se hagan autoridades para situarlas en estos distritos, si no han de hacer otra cosa que inquietar a los que no las conocen, y perseguir a sus conocidos». «Este amigo sabe que ha llegado la fuerza a la costa —me dijo Cabral—, y cree que no estamos seguros en su casa. Puede allegarse alguien y vernos. Pero nos va a ayudar mientras podamos seguir».

Las masas correntinas eran una especie de logia que se debía protección mutua, que uniformaba instintivamente sus juicios; por eso se explicaba esa cordialidad tan universal. Robustecía esas tendencias el uso de su dialecto propio, la uniformidad de sus costumbres y de sus ejercicios, la similitud de caracteres y de propensiones personales. La hospitalidad era la primera deducción de sus condiciones geniales. El correntino albergaba al que lo solicitaba (lo que es común por todos los pueblos de la República) pero, estaba pronto a dar amparo al que lo necesitaba arrostrando todas las consecuencias. Si ese amparo se ejercitaba contra la autoridad, mayor era la abnegación. No reconocían nunca un criminal, sino un perseguido. Así pues, en los lances calamitosos debían ser menos las desconfianzas y más fácil la inteligencia con esas gentes. Mi observación no se limita a excepciones; la compruebo con el ejemplo de muchos. Sea justicia merecida, sea que una providencia tutelar me protegía, el hecho es que todas las personas con quienes me iba encontrando en esta larga aventura, francamente, me obligaban. Los hallaba buenos, discretos, espontáneos. Sin esa buena fortuna, habría apurado mayores amarguras en la jornada. Así es que, no encontré rara ja buena voluntad del dueño del rancho en que estábamos. No se atrevía el pobre paisano a insinuarme que siguiéramos nuestro camino, porque el peligro en que nos hallábamos era evidente. Habría creído, como los árabes, faltar al gran precepto de su ley religiosa: a la hospitalidad…

—Mi amigo —le dije—, creo que estamos mal aquí. Le agradezco su generosidad, pero es preciso que sigamos.

Mi asistente se interpuso y me dijo:

—Mirá, patrón, ya estamos entendidos con el amigo. Nos va a esconder en lugar seguro por este día para que podamos disponer… Bueno, Cabral. En el escondite podremos corregir rumbos. Montamos; y el paisano nos llevó después de varios rodeos al sitio designado en la mayor espesura del monte. Hízonos descender a un ancho pozo formado por irregularidad del terreno. Podría decir que era un gran bajo, muy profundo, muy pastoso y muy cómodo. Nadie podría vernos aunque se aproximase un poco.

—No se muevan de aquí —dijo el paisano—, hasta que yo vuelva. Voy a saber algo por el rancho. Aquí están seguros.

Los mosquitos de esta comarca no eran tan humanitarios como sus señores: nos hacían pedazos y nos cobraban el albergue al precio de nuestra sangre

FEDERICO DE LA BARRA.— (1817-1897). Periodista y escritor argentino nacido en Buenos Aires. Alternó a veces sus tareas de escritor con la milicia y dirigió periódicos de combate en Rosario y en la capital de la República. Fué secretario del general Juan Madariaga (Corrientes) durante la campaña militar que culminó con la derrota de ese jefe en el potrero de Vences (27 de noviembre de 1847). Actuó en el sitio de Buenos Aires (1852-1853). Publicó diversos trabajos de carácter histórico, entre ellos su libro Narraciones, en que se hace una descripción muy exacta y animada de la susodicha batalla de Vences y de la retirada de los dispersos y fugitivos, entre los cuales se encontraba el mismo De la Barra. Es una de las descripciones más llenas de vida y colorido que se conocen sobre un combate de las guerras civiles argentinas.

 

 

 

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