El ejército que lo había vencido en el Médano, formado en la plaza, pidió a gritos su muerte. El 4 de septiembre un consejo de guerra lo sentenció a ella. El 5 por la mañana se la notificaron, anunciándole que, en cuanto se confesase, sería pasado por las armas. Yo fui nombrado para auxiliarlo en su última hora. Entré en el calabozo y lo hallé escribiendo. El oficial que mandaba la escolta era aquel célebre Pardo Barcala, que llegó a coronel y que fué fusilado en el mismo lugar que Carrera en 1834. Según la orden que recibió, le quitó el tintero y el papel en que escribía, para que no perdiera momentos que eran muy preciosos. Carrera cedió con resignación y me suplicó que concluyera la carta.
Era dirigida a don Francisco Martínez Matta [Nieto], y comenzaba poco más o menos así: «El 31 de agosto di una batalla en el Médano y fui completamente vencido. Entregado por algunos de mis propios oficiales, me van a fusilar en este mismo momento». La letra estaba trazada con pulso firme. «Agregue más, me dijo, que le recomiendo a Martínez mi mujer, y que mis hijos sean enviados al colegio de… (me nombró una ciudad de Estados Unidos) para que sean educados». Le prometí hacerlo, pero el oficial se llevó la carta que nunca volvió a mi poder, y no me fué posible, en consecuencia, cumplir mi promesa.Se retiró el oficial con la carta comenzada y Carrera empezó
a quejarse de la injusticia de sus enemigos, O’Higgins, San Martín y Luzuriaga;
yo le dije que no era tiempo de eso y procuré traerlo al camino de la religión
y del arrepentimiento, como era mi deber. He aquí, poco más o menos, el diálogo
que sostuvimos:
Yo. —No, usted no es inocente como dice, sino muy
culpado. Voy a demostrárselo a usted. No dudo que usted reconocerá la verdad de
nuestra religión, la santidad de su autor, de quien el mismo Rousseau ha dicho que
su Evangelio era demasiado divino para ser obra de un hombre. La oración del Padre
Nuestro es una de las más bellas oraciones de ese Evangelio. ¿No dice él, perdónanos,
Señor, nuestras deudas, como nosotros perdonamos a nuestros deudores?
Perdone, usted, pues, para que Dios le perdone los infinitos males que usted ha
cometido. Permanezca usted un breve momento en una dolorosa contemplación de
sus culpas y tendrá usted mi absolución; mire usted que los momentos son
preciosos; cada uno que pasa lleva consigo un siglo de gloria.
Así lo hizo Carrera, y acabado este acto, le invité para que
marchase con recogimiento cristiano al suplicio y que al sentarse en el
banquillo pidiese perdón al pueblo de Mendoza por los daños que le había
causado. Así me lo prometió y seguimos pocos instantes después al oficial que
vino a anunciar que era tiempo de marchar.
—Y ¿cómo se va a esta ceremonia? —me preguntó—, ¿Con el
sombrero puesto o quitado?
—Con el sombrero quitado —le dije—, porque se debe
reverencia a este crucifijo que lleva usted en la mano, imagen de su Dios.
Entonces se lo quitó con unos guantes y suplicó que se lo
entregasen como una memoria a su buen amigo el coronel Benavente, que estaba
preso en la misma cárcel.
Entraron en ese momento los reverendos padres mercedarios y
le pusieron el escapulario de su orden.
Llegamos al umbral de la cárcel. Había que bajar unos escalones y yo le ofrecí mi brazo. «No, me dijo, dirían que tengo miedo». Y a pesar de los gruesos grillos que le oprimían los pies, de un salto los salvó; yo que tenía desembarazados los míos no me habría atrevido a darlo. Si hubiéramos marchado directamente al sitio de la ejecución, el tránsito habría sido de pocos pasos, pero, sin duda, con el objeto de que Carrera recorriese el cuadro, hicimos un rodeo. Durante él Carrera caminaba con la vista alta y mirando con desdeñosa sonrisa a las tropas que estaban formadas. Me acerqué a él y le recordé que ése no era el modo de la contrición cristiana, que fijase la vista en el crucifijo.
—Padre —me contestó—, no se canse usted, no me ha de hacer
abandonar mis principios—. No quise, en consecuencia, hacerle más observaciones
sobre este punto, pero no había pasado un minuto cuando uno de los padres
mercedarios de la comitiva salió de entre sus compañeros y le dijo:
—Hermano mío, clave usted los ojos en la imagen de Nuestro
Señor Jesucristo.
— ¡Qué Padre tan afligido! —le replicó Carrera, y el
mercedario se retiró con la cara ardiendo.
Cuando avistamos los banquillos, un joven soldado que estaba
acusado de haber sido el que mató al general Morón y que, a la par que el
coronel Álvarez, era vecino de Córdoba, que había encabezado una insurrección
en el Fraile Muerto en favor de Carrera, debía ser fusilado con éste, no pudo
resistir este espectáculo y se desmayó. Entonces Carrera dijo:
—¡Qué muchacho!… tan valiente en la guerra y se desmaya ante
la sombra de la muerte.
—En la guerra —le contesté—, el que combate está libre y no
engrillado como ese pobre joven, tiene la esperanza de vencer y no la horrible
realidad de una muerte infalible.
Llegado al banquillo, Carrera se opuso a que le vendaran los
ojos y pidió mandar él la ejecución. Nada de esto se le concedió. Entonces se
quitó y doblé) un rico poncho que llevaba puesto, y se limpió de las mangas de
la chaqueta algunas ligeras motas de pelusa. Se acercó el alguacil como
pidiéndole el poncho y Carrera le dijo:
—No, lo destino para el hermano de mi suegra, a quien me
harán el favor de entregarlo—. Se senté) en el banquillo, y en vez de demandar
perdón al pueblo de Mendoza como yo se lo había aconsejado, dijo en voz
altísima—: ¡Muero por la libertad de América!
Me retiraba yo de su lado cuando me llamó para entregarme su
reloj y un nudo de su pelo para que se remitiese a su esposa como una memoria
suya. Mal me había separado de él, cuando la escolta descargó sus armas sobre
Carrera, corriendo yo gran riesgo de ser herido por las balas que iban
dirigidas a él y a sus dos compañeros. Cayó sin vida y el doctor don Clemente
Godoy, que estaba a mi lado, me dijo:
—Ha muerto como un filósofo.
JOSÉ BENITO LAMAS.
(Revista Chilena de Historia y Geografía. Año XI, t. XL.).
JOSÉ BENITO LAMAS. — Sacerdote, profesor y
político uruguayo. Nació en Montevideo en 1787 y murió en la misma ciudad en
1857. A los diez y seis años ingresó en la orden de San Francisco. Fué
expulsado de Montevideo por Elío en 1811, a causa de sus actividades en favor
de la independencia. En el Colegio de Buenos Aires enseñó filosofía y
latinidad, distinguiéndose por su profunda versación en el idioma del Lacio.
Con Larrañaga dirigió la enseñanza en Montevideo y tomó parte en la
organización de la Biblioteca Pública (1815-1816). Recorrió las provincias
del interior argentino, predicando en las principales ciudades. Se hallaba en
Mendoza, en 1821, cuando se produjo el fusilamiento de José Miguel Carrera.
Lamas le acompañó en sus últimos momentos y le prestó auxilios espirituales.
Más tarde en Montevideo fué cura de la Matriz, vicario de la República y
Senador.
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