Rosas

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sábado, 28 de diciembre de 2019

José de San Martín y los Escalada

Por Enrique Díaz Araujo
Estas que siguen son pellejerías; chismes de peluquería de señoras. Dicen que dicen, que me dijeron. El rumor que la familia Escalada menospreciaba a San Martín porque lo consideraban «plebeyo» y «soldadote», le habría llegado a Florencia Lanús de su pariente lejana Josefa Balcarce de Gutiérrez Estrada. O sea: lo sé, «de buena fuente», porque me lo contó la tía del suegro del cuñado
del carnicero de la sobrina del hermano del vigilante de la esquina donde vivía Fulano.
Comenzando porque los propios Escalada eran «soldadotes»: Manuel, Mariano y su tío Hilarión de la Quintana. Entonces, habrían escupido para arriba...
Segundo, porque los matrimonios en esa época eran de «conveniencia»; es decir, que se arreglaban con los padres, a quienes, por cierto, se «pedía la mano» de la novia. Luego, si los Escalada hubieran estado en desacuerdo con el postulante a marido para su hija Remedios, por militar, «plebeyo», o por lo que fuese, se podrían haber opuesto, y el matrimonio no se realizaba (ni siquiera les hubiera quedado la solución actual de convertirse en «parejeros»).
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Además, San Martín no era un «plebeyo». Era un «Don» (de-origen-noble), fijosdalgo, hijo de algo, por eso la partícula «de» entre el nombre y el apellido.  Tercero, su suegro Don Antonio José de Escalada, en carta del 11 de noviembre de 1820, de Buenos Aires al Perú, lo llamaba:
«Hijo mío muy amado, que tanto esplendor das a mi casa, a pesar de tantos enemigos envidiosos que aquí tienes» ... Tu cordial padre». Consecuentemente, San Martín lo trataba de
«padre», en su correspondencia.
Es cierto que, pasados los años se disgustó con Manuel por asuntos referidos a la administración de sus bienes. Como antes no había congeniado con Don Bernabé Escalada (hermanastro de Remedios, que se marchó a Manila), por realista. En cambio, Hilarión de la Quintana y Mariano Escalada mantuvieron larga amistad con el General; y ni qué decir, con el primo político de Remedios, Tomás Guido, el mejor amigo de San Martín.   Respecto de la suegra, Doña Tomasa de la Quintana, es de sobra conocida la carta del General a Manuel Ignacio Molina, del 16 de diciembre de 1823, en la que le expresa acerca de su hija Merceditas:
«He encontrado a mi hija buena; estoy muy contento con la docilidad que manifiesta, a pesar de la demasiada condecendencia con que ha sido educada por su abuela. Esta no quiere separarse
de ella, lo que me obligará a tener que emplear alguna violencia, y tal vez romper con una señora... quien, por otra parte, me merece consideración, pero creo que no puede tenerse la menor condecendencia cuando se trata de la educación de una hija».
De similar forma, se conoce suficientemente el pasaje de la carta a Tomás Guido, del 6 de enero de 1827, en la que al darle noticias de la educación de Mercedes, apunta:
«...cada día me felicitó más y más de mi determinación de conducirla a Europa y haberla arrancado del lado de doña Tomasa. Esta Sra. con un excesivo cariño me la había resabiado (como dicen los paisanos) en términos que era un diablotín».
Entonces, es cierto que en 1823 hubo un choque entre suegra y yerno, natural en esas circunstancias, que no fue perdurable, ni nada tiene que ver con el hipotético desdén de 1812.  En tal sentido, hay otra carta, bastante menos conocida -al menos los chatarreros no la conocen-. En esta epístola, de Julián de Gregorio Espinosa dirigida al General Fructuoso Rivera, fechada en Buenos Aires el 7 de marzo de 1829, transportada a Montevideo por Manuel de Escalada, se le informaba que:  «Hasta hoy ha estado suspensa esta carta porque ha ido retardándose la salida de nuestro amigo D.Manuel Escalada... Ya habrás conocido y tratado al General San Martín, a quien hacía tiempo que su madre política le esperaba con alojamiento en su casa, pues ella misma me lo dijo, demostrándome el placer que esperaba recibir».
Lo cual supone, cuando menos, que aquel disgusto por lo de la niña ya había sido completamente superado.  En cuanto a que San Martín era un Don Nadie en 1812 - o, como dicen los chatarreros hoy, un invento de Mitre - el viajero inglés John Parish Robertson, refiere sus experiencias de 1810 a 1817 en Buenos Aires, en particular las de las tertulias de alta sociedad. Indica que: «Aunque en las tertulias toda persona respetable era bien recibida y para ello bastaba una ligera presentación, siempre quedaban reducidas a un círculo limitado y de ahí que cada familia de figuración tuviera sus tertulianos regulares».   Concurrió a varias, empezando por la de los Escalada, acerca de la cual apunta:  «En su casa (la de don Antonio) conocí también al héroe del Río de la Plata, al general San Martín. La tertulia de don Antonio Escalada era la más agradable y por ello la más concurrida...
eran reuniones familiares; su encanto residía en la sociedad misma ».
Luego, conforme al testigo, el General no era un «parvenu», sino un contertulio cercano a la familia Escalada. Razón, pues, lleva Raúl de Labougle al afirmar que: «No era al llegar, como ha escrito erróneamente un gran historiador argentino «hombre oscuro y desvalido, que no tenía más  fortuna que su espada»... San MartÍn traía fama bien ganada de militar eximio y valeroso, y su extraordinaria personalidad no pasó nunca desapercibida.
Desde el primer momento demostró su calidad impar»  Más todavía. El Coronel Héctor Juan Piccinali ha anotado lo siguiente:
«Tampoco es dable descartar cierto parentesco político y amistad con la mujer de Antonio José de Escalada, doña Tomasa de la Quintana, hija del Brigadier José Ignacio de la Quintana y de doña Petronila Aoiz y Larrazábal. Para ello, baste recordar que don Fermín de Aoiz (Alcalde de 2° Voto en 1779) fue padrino de bautismo, por expreso poder, del hermano del Libertador,  Juan Fermín Rafael, nacido en La Calera de las Vacas (Banda Oriental del Uruguay), el 6 de febrero de 1779 y que doña
Manuela de Larrazábal era la esposa de Jerónimo Matorras, primo de la madre de San Martín, con quien ésta vino a Buenos Aires en 1767. Pero Manuela de Larrazábal era hija del General Antonio
de Larrazábal y de doña Agustina Avellaneda, bisabuelos de doña Tomasa de la Quintana, quien, por lo tanto, era sobrina nieta de la prima segunda de San Martín, hijo, como sabemos, de Gregoria Matorras, prima de aquélla. Por tanto, estas familias son evidentemente las mencionadas por San Martín cuando, en carta al Mariscal Castilla, el 11 de setiembre de 1848, le dice: « ...por otra parte, con muy pocas relaciones de familia, en mi propio país». Es decir, que entre las relaciones de familia que tenía en Buenos Aires, estaba la de su futura esposa, doña María de los Remedios Escalada.
Según tradiciones de familia que la nieta del General San MartÍn, Josefa Balcarce de Gutiérrez Estrada, le confiara a Florencia Lanús, su pariente y confidente en París, María de los Remedios de Escalada estaba perdidamente enamorada de nuestro apuesto y distinguidísimo Teniente Coronel de Granaderos, lo que parece muy natural que sucediera».  Esto es: que a los chatarreros les ha salido el tiro por la culata; y el argumento del noviazgo les ha rebotado como un
«boomerang».  Y, nada más sobre esta insignificancia, digna del enanismo mental de sus propaladores.

martes, 24 de diciembre de 2019

Alberdi: El Capital y la libre Navegación de los ríos.

Por José María Rosa
El capital extranjero:   No era fácil eliminar a todo un pueblo de su tierra: de allí el indispensable apoyo foráneo para la patriótica tarea. Las garantías individuales de la futura Constitución tendrían objeto cuidar al extranjero, al capital de afuera, y por eso no era conveniente dejarlas libradas a gobiernos que podrían tener la fuerza de aplicarlas a favor de los criollos, o sacudirse, como Rosas, en alguna crisis de exaltación nacionalista. Había que hacerlas inviolables “bajo el protectorado del cañón de todos los pueblos”, firmando “tratados con el extranjero en que déis garantías de que sus derechos serán respetados. Estos tratados serán la más bella parte de la Constitución”  Frente a ese cañón constitucional, ¿qué derechos, qué garantías, qué declaraciones podían invocar los nativos desarmados, disminuidos, despreciados, ahuyentados?. La patria no sería de ellos, que carecerían de bienes materiales; la patria sería ahora de los gringos:  ‘‘Hace dos mil años que se dijo esta palabra que forma la divisa de este siglo: Ubi bene ubi patrio”.
El cañón extranjero serviría a la nueva Patria mejor que el cañón de Obligado. Como acudiría a defender sus intereses, el cañón extranjero defendería la Constitución: ‘‘Proteged empresas particulares (fiscales ¡jamás!) para la construcción de ferrocarriles. Colmadlas de ventajas, de privilegios, de todo favor imaginable sin deteneros en medios. Preferid este expediente a cualquier otro ... Entregad todo a los capitales extranjeros. Dejad que los tesoros de fuera como los hombres, se domicilien en nuestro suelo. Rodead de inmunidades y de privilegios el tesoro extranjero para que se naturalice entre nosotros”
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La naturalización que decía no era la asimilación del capital o de los hombres foráneos al país, sino precisamente la inversa: la identidad del país con los hombres y las riquezas de afuera. No era que las empresas prescindieran de su nacionalidad de origen, tampoco que los directorios antepusieran las conveniencias argentinas a sus propios intereses, o que los accionistas perdieran su mentalidad extranjera por el hecho de cobrar dividendos argentinos. Esa no era la naturalización de Alberdi: era la del país, que al atarse al extranjero se extranjerizaría: se convertiría en colonia, en factoría. Con mentalidad de colonia, que él llamaba “mentalidad civilizada
Libre navegación  Había de renunciarse a la soberanía de los ríos navegables. porque "Dios no los ha hecho grandes como mares para que solo se naveguen por una familia"   Rosas había luchado - y triunfado - contra Inglaterra y Francia por la soberanía Argentina de los ríos, reconocida en los tratados de 1849 y 1850. Pero la libre navegación - es decir: la renuncia a la soberanía Argentina - fue una de las condiciones impuestas por Brasil y acababa de hablarse de ella en el acuerdo de San Nicolás. Alberdi, abogado de causas triunfantes, se encargaría de dar la explicación del desgarramiento: por los ríos "penetraría la civilización europea" y convenía entregarlos a la ley de los mares", (14) considerarlos constitucionalmente como cosas ajenas. Que:  “...cada afluente navegable reciba los reflejos civilizadores de la bandera de Albión: que en las márgenes del Pilcomayo y el Bermejo brillen confundidas las mismas banderas de todas partes que alegran las aguas del Támesis, río de Inglaterra y del universo"
No habría visto el Támesis en su estada en Londres, pues no hay otra bandera que la inglesa. No había estudiado el origen del poderío marítimo inglés porque ignoraba el Acta de Navegación de Cronwell que cerraba los puertos a los barcos extranjeros.
Moral de "Bases".  Había que entregar todo al gringo. No solamente la tierra, no solamente la historia, no solamente la vida: también “el encanto que nuestras hermosas y amables mujeres recibieron de su origen andaluz", que serían mejor fecundadas por ellos que por nosotros. Eso era moral, eso era inteligente; los hombres de antes no habrían comprendido el gran secreto de la prosperidad: San Martín y Rosas tenían ideas atrasadas sobre la manera de vivir:
“Nuestros patriotas de la primera época (de la Independencia y la Restauración) no son los que poseen ideas más acertadas sobre el modo de hacer prosperar esta América ... Las ficciones del patriotismo, el artificio de una causa puramente americana de que se valieron como medio de guerra, los dominan y poseen hasta hoy mismo. Así hemos visto a Bolívar hasta 1826 provocar, ligar, para contener a la Europa, y al general San Martín aplaudir en 1844 la resistencia de Rosas a las reclamaciones accidentales (?) de algunos estados europeos ... La gloria militar que absorbió sus vidas los preocupa todavía más que el progreso ... Pero nosotros más fijos en la obra de la civilización que en la del patriotismo de cierta época, vemos venir sin pavor todo cuanto la América puede producir en acontecimientos grandes".
La gloria, ¿cuanto vale?... “La gloria es la plaga de nuestra pobre América del Sur” (18) ... “La paz nos vale el doble que la gloria”, con la paz habría dinero: desde luego que en manos foráneas, pero algunas migajas podrían recoger los nativos que se amoldaran al nuevo orden de cosas y sirvieran lealmente los intereses de los dueños nuevos. “El laurel es planta estéril en América", que no da dinero como el trigo:
“Vale más la espiga de la paz, que es de oro, no en el lenguaje del poeta sino del economista. Ha pasado la época de los héroes, entramos hoy en la edad del buen sentido" .
Nada de guerras, nada de luchas. Aunque la prepotencia extranjera lo exigiera, valía más bajar la cabeza que recurrir a la espada. No porque el extranjero fuera imbatible: Rosas había demostrado que los argentinos sabían vencerlo. Pero las victorias criollas serían mal miradas en Europa:
Ante los reclamos europeos por inobservancia de los tratados que firméis, no corráis a la espada ni gritéis: ¡Conquista! No va bien tanta susceptibilidad a pueblos nuevos, que para prosperar necesitan de todo el mundo. Cada edad tiene su honor peculiar. Comprendamos el que nos corresponde. Mirémonos mucho antes de desnudar la espada; no porque seamos débiles, sino porque nuestra inexperiencia y desorden normales nos dan la presunción de culpabilidad ante el mundo de nuestros caminos externos; y sobre todo porque la paz nos vale el doble que la gloria”   
Vivir sin honor, pero con dinero. O no vivir de ninguna manera: extinguirse patrióticamente para que el extranjero diligente y hábil fecundara nuestras mujeres e hiciera prosperar la tierra: he aquí el porvenir que dejaba Bases a los argentinos” .

jueves, 19 de diciembre de 2019

Tratado del Pilar 23 de febrero de 1820: consecuencias

Por el Prof. Jbismarck                            TRATADO DEL PILAR     “Convención hecha y concluida entre los Gobernadores don Manuel Sarratea de la provincia de Buenos Aires, de la de Santa Fe don Estanislao López y de Entre Ríos don Francisco Ramírez (es ésta la primera vez en que Ramírez es designado como “Gobernador de Entre Ríos, lo que le debe de haber sonado muy halagueño. Hasta ese momento era sólo delegado de Artigas), el día 23 de febrero del año del Señor 1820, con el fin de poner término a la guerra suscitada entre dichas provincias, de proveer la seguridad ulterior de ellas y de concentrar sus fuerzas y recursos en un gobierno federal, a cuyo efecto han convenido los artículos siguientes:
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Art. 2º - Allanados como han sido todos los obstáculos que entorpecían la amistad y la buena armonía entre las Provincias de Buenos Aires, Entre Ríos y Santa Fe en  una guerra cruel y sangrienta, por la ambición y criminalidad de unos hombres que habían usurpado el mando de la nación o burlado las instrucciones de los pueblos que representaban en el Congreso, cesarán las hostilidades desde hoy, retirándose las divisiones beligerantes de Santa Fe y Entre Ríos a sus respectivas provincias.
Art. 3º - Los gobernadores de Santa Fe y Entre Ríos, por sí y a nombre de sus provincias, recuerdan a la heroica provincia de Buenos Aires, cuna de la libertad de la Nación, el estado difícil y peligroso a que se ven reducidos aquellos pueblos hermanos por la invasión con que los amenaza una potencia extranjera, que con respetable fuerza oprime la Provincia aliada de la Banda Oriental. Dejan a la reflexión de unos ciudadanos tan interesados en la independencia y felicidad nacional, el calcular los sacrificios que costará a los de aquellas Provincias, si fueran atacadas, el resistir un ejército importante careciendo de recursos; y aguardan de su generosidad y patriotismo auxilios proporcionados a la orden de la empresa, ciertos de alcanzar cuanto quepa en la esfera de lo posible.
Art. 4º - En los ríos Paraná y Uruguay navegarán únicamente los buques de las Provincias amigas, cuyas costas sean bañadas por dichos ríos. El comercio continuará en los mismos términos que hasta aquí, reservándose a la decisión de los diputados en Congreso cualesquiera reforma que sobre el particular solicitasen las partes contratantes.
Art. 5º - Podrán volver a sus respectivas provincias aquellos individuos que por diferencia de opiniones políticas hayan pasado a las de Buenos Aires o de ésta a aquellas, aun cuando hayan tomado armas y peleado en contra de sus compatriotas, serán repuestos al goce de sus propiedades en el estado en que se encuentren y se echará un velo a todo lo pasado.
Art. 6º - El deslinde del territorio entre las provincias se remitirá en caso de dudas a la resolución del Congreso General de Diputados.
Art. 7º - La deposición de la antecedente administración ha sido obra de la voluntad general por la repetición de crímenes con que se comprometía la libertad de la Nación, con otros excesos de una magnitud enorme; ella debe responder en juicio público ante el tribunal que al efecto se nombre; esta medida es muy particularmente del interés de los jefes del ejército federal, que quieren justificarse de los motivos poderosos que les impelieron a declarar la guerra contra Buenos Aires, en noviembre del año próximo pasado, y a conseguir con la libertad de la provincia de Buenos Aires la garantía más segura de las demás unidas esta cláusula significaba la justificación del ataque de lo caudillos).
Art. 8º - Será libre el comercio de armas y municiones de guerra de todas clases en las Provincias Federales.
Art. 9º - Los prisioneros de guerra de una y otra parte serán puestos en libertad después de ratificar esta convención, para que se restituyan a sus respectivos ejércitos o provincias.
Art. 10º - Aunque las partes contratantes estén convencidas que todos los artículos arriba expresados son conformes con los sentimientos y deseos del excelentísimo señor Capitán General de la Banda Oriental, don José Artigas, según lo ha expuesto el señor Gobernador de Entre Ríos, que dice estar autorizado por dicho señor excelentísimo para este caso, no teniendo suficientes poderes en forma, se ha acordado remitirle copia de esta acta para que, siendo de su agrado, entable desde luego las relaciones que pueda convenir a los intereses de la Provincia de su mando, cuya incorporación a las demás federales se miraría como un dichoso acontecimiento.
Art. 11º - A las 48 horas de ratificados estos tratados por la junta de electores, dará principio a su retirada el ejército federal hasta pasar el Arroyo del Medio; pero atendiendo al estado de devastación a que ha quedado reducida la provincia de Buenos Aires por el continuo paso de diferentes tropas, verificará dicha retirada por divisiones de doscientos hombres, para que así sean mejor atendidos de víveres y cabalgaduras y para que los vecinos experimenten menos gravámenes. Queriendo que los señores Generales no encuentren inconvenientes ni escaseces en su tránsito para sí o para sus tropas, el Gobernador de Buenos Aires nombrará un individuo que con ese objeto les acompañe hasta la línea divisoria.
Art. 12º - En el término de dos días o antes, si fuera posible, será ratificada esta convención por la muy Honorable Junta de representantes”.
El documento estaba fechado en la Capilla del Pilar, a 23 de Febrero de 1820 y firmaron Manuel de Sarratea, Francisco Ramírez, Estanislao López. 
Al día siguiente la Junta de Representantes Electorales de Buenos Aires  “aprueba y ratifica el precedente tratado”. Firmaban Tomás Manuel de Anchorena, Antonio José de Escalada, Manuel Luis de Oliden, Juan José C. de Anchorena, Vicente López, Victorio García Zúñiga, Sebastián de Léxica”.  Una de las estipulaciones secretas del tratado del Pilar permite la entrada triunfal de los federales en Buenos Aires. Lo narra, con indisimulable repugnancia, Vicente Fidel López: "Sarratea (quien había suplido al renunciado Rondeau ya no como Director Supremo sino como simple gobernador), cortesano y lisonjero, no tuvo bastante energía o previsión para estorbar que los jefes montoneros viniesen a ofender, más de lo que ya estaba, el orgullo local de la ciudad. El día 25 regresó a ella acompañado de Ramírez y de López, cuyas numerosas escoltas compuestas de indios sucios y mal trajeados a término de dar asco, ataron sus caballos en los postes y cadenas de la pirámide de Mayo, mientras los jefes se solazaban en el salón del ayuntamiento".  Nada de lo que preveían los aterrados “decentes” de la ciudad sucedió. Ni saqueos, ni violaciones, ni desmanes. Los supuestos “bárbaros” se comportaron con una corrección que no tuvieron las fuerzas porteñas cuando  arrasaron a sangre y fuego con el gauchaje federal después del asesinato de Dorrego. 
Ramírez había llegado a las conversaciones con tajantes instrucciones de su hasta entonces jefe, Artigas: “No admitirá otra paz que la que tenga como base la declaración de guerra al rey D. Juan (Emperador de Portugal con sede en Río de Janeiro, invasor de la Banda Oriental) como V. E. quiere y manifiesta en su último oficio", le  había escrito en diciembre de 1819. Por su parte Estanislao López también escribirá a Ramírez el 13 de noviembre de ese año al ponerse a sus órdenes conforme a las instrucciones del Protector:  "S. E. el general Artigas, por el clamor de los pueblos, nos manda exigir al Directorio, antes de entrar en avenimiento alguno, la declaratoria de guerra  contra los portugueses que ocupan la Banda Oriental, y el establecimiento de un gobierno elegido por la voluntad de las Provincias que administre con base al sistema de  federación por el que han suspirado todos los pueblos desde el principio de revolución”.   Pero días antes de la firma del Tratado, el 22 de enero a la madrugada, los portugueses habían caído sobre el  raleado  ejército artiguista en Tacuarembó y acuchillado a mansalva a sus hombres sin darles tiempo ni a enfrenar los caballos. Los que sobreviven llegan a Mataojo, donde el caudillo recibe con estoicismo la noticia. Para colmo de males se entera de que sus lugartenientes, los  indomables y hasta entonces leales jefes guerrilleros Rivera y Otorgués, se han pasado a los invasores, finalmente seducidos por sus insistentes promesas.    Sus aliados, López y Ramírez, enterados de la catástrofe sufrida por el Protector de los Pueblos Libres, fueron  enredados por  Sarratea que, sabedor de la pobreza a que el autoritarismo porteño había sumido a las provincias bajo su mando y, como siniestra paradoja sacando  provecho de ello, les ofreció el oro y el moro para que consolidasen su poder en sus territorios, aval que Artigas nunca podría ofrecerles desde la debilidad de su posición. Con promesas de respeto y no agresión recíprocas se firmó el tratado apenas un día después de iniciadas las deliberaciones, 
Al enterarse de lo firmado en Pilar por sus delegados, que no habían respetado la prioridad de la guerra contra Portugal, la indignación de Artigas sería grande y escribiría a Ramírez: "El objeto y los finales de la Convención del Pilar celebrada por V.S. sin mi autorización ni conocimiento, no han sido otros que confabularse con los enemigos de los Pueblos Libres para destruir su obra y atacar al Jefe Supremo que ellos han se han dado para que los protegiese. (...) Y no es menor crimen haber hecho ese vil tratado sin haber obligado a Buenos Aires a que declarase la guerra a Portugal, y entregase fuerzas suficientes y recursos bastantes para que el Jefe Supremo y Protector de los Pueblos Libres (es decir él mismo) pudiese llevar a cabo esta guerra y arrojar del país al enemigo aborrecible que trata de conquistarlo. Esta es la peor y más horrorosa de las traiciones de V.S." 
El "Supremo Entrerriano" no demora su desaprensiva réplica: "La Provincia de Entrerríos no necesita su defensa ni corre riesgo de ser invadida por los portugueses, desde que ellos tienen el mayor interés en dejarla intacta para acabar la ocupación de la Provincia Oriental a la que debió V.S. dirigir sus esfuerzos (...) ¿Por qué extraña que no se declarase la guerra a Portugal? ¿Qué interés hay en hacer esta guerra ahora mismo y en hacerla abiertamente? ¿Cuáles son los fondos de los Pueblos, cuáles sus recursos?”.
El entrerriano no desconocía que, aún derrotado y sus fuerzas diezmadas, el oriental podía ser un enemigo de riesgo. Mientras dudaba entre  ser leal o traicionar a Artigas le había escrito a su aliado, el chileno Miguel Carrera, quien apostaba a Buenos Aires: “En estos momentos sin tener recursos ningunos, cómo quiere V. que yo me oponga al parecer de Artigas cuando estoy solo y que él ya debe haber ganado la provincia de Corrientes. Como estoy cierto que la lleva adonde él quiere. Nada digo de Misiones porque son con él”.   
Artigas hacía de la guerra contra los portugueses una cuestión fundamental de exaltado patriotismo; Ramírez en cambio quizás  pensaba que ese problema exigía condiciones previas para su solución, que la lucha contra el imperio suponía la constitución de una nueva autoridad nacional, asistida por la confianza de los pueblos y apta para enfrentar el poder de los invasores y esto requería tiempo y poder. 
No se le ocultaba a los firmantes del Tratado que Artigas reaccionaría militarmente contra lo convenido en Pilar, un indudable logro de los porteños que con sus “fondos” y sus “recursos” a los que se refirió el entrerriano en su respuesta al oriental cambiaron la derrota militar por el triunfo diplomático pues lograron introducir la discordia y la división en la imbatible alianza de caudillos popularesFue tanta la preocupación de los firmantes del Tratado por la ira del oriental que en un "convenio secreto" o "solemne compromiso" que no se llevó a la ratificación de la Junta porteña dispusieron la entrega de tropas, armas y la escuadrilla fluvial al entrerriano. Vicente López habla de 1.500 fusiles, otros tantos sables, tercerolas, y además municiones, artillería, cuerpos estables y 200.000 duros; entre los destacados oficiales porteños que pasaron a servir a las órdenes de Ramírez estuvo Lucio N. Mansilla.  La cifra de los suministros, o del soborno, según otros autores fue mayor: el 4 de marzo Sarratea habría ordenado la entrega a Ramírez de 25 quintales de pólvora, otros tantos de plomo, 800 fusiles y 800 sables; el 13  Ramírez pidió por nota al gobernador porteño en virtud "de lo acordado secretamente por separado" se completase el armamento "teniendo en consideración para este suplemento el interés propio de esta ciudad, como de todas las demás provincias de la Federación en mantener la libertad de Entre Ríos (...) debemos abrir una campaña en el rigor del invierno contra enemigos comunes (Artigas) que a todos nos interesa destruir (...) Yo quedaría satisfecho en que se doblase el número de armas y municiones”.  D. Molinari PUBLICÓ ESTA CARTA: “¿Cómo podré persuadir a los paisanos ni convencerlos en ninguna manera?  Cuando los elementos precisos para la empresa fuesen en algún tanto proporcionados al número que yo solicité podría convencerlos; por lo contrario seré (rechazado) con el voto general de aquellos que solo se conforman con la declaratoria de guerra a los portugueses”. 
Ramírez se adelanta con sus montoneras a recuperar su villa natal, Arroyo de la China (hoy Concepción del Uruguay), pero Artigas lo derrota en Arroyo Grande primero, luego en las guachas el resultado será incierto. El poder porteño jugó un papel decisivo en la derrota final del Protector en Las Tunas el 24 de junio de 1820, a favor de los Dragones,  célebre caballería entrerriana, y de un poder de fuego del que sólo podía disponer Buenos Aires: un piquete de artillería de seis piezas y un batallón de trescientos veinte hombres bien entrenados y armados al mando de Mansilla   En Abalos y el combate naval del río de Corrientes, Ramírez arrastra a Artigas hacia el norte para arrojarlo finalmente, con su caballo y un solo ordenanza, en territorio del Paraguay, de donde el antes poderoso Protector de los Pueblos Libres no habría de salir jamás, quizás por las presiones de los gobiernos porteños sobre el dictador paraguayo Gaspar Francia.
Dueño de la situación “El Supremo Entrerriano”, que sólo tiene 34 años,  se propone organizar la región que ha quedado bajo su dominio. El 30 de noviembre de 1820, en la capilla de Nuestra Señora del Rosario, en la localidad de El Tala, proclama el nacimiento de la República Federal de Entre Ríos que comprendía las provincias de Entre Ríos, Corrientes y Misiones. Ordenó una bandera propia y un escudo cuyo signo heráldico era una pluma de avestruz, distintivo los montoneros llevaban en su sombrero.

Gobernar es poblar....con anglosajones..

Por José María Rosa
El 1º de mayo de 1852 Alberdi publicaba la primera edición de Bases y Puntos de Partida para la Organización de le República Argentina, Derivados de la Ley que Preside el Desarrollo de la Civilización y del Tratado Litoral de 1831. etc. La posteridad, que poco o nunca leyó el libro pero lo tendrá por uno de los monumentos de la gloria Argentina, lo ha condensado en la brevísima denominación Bases.  En contradicción con el historicismo de su Fragmento de 1837, Alberdi cree en Bases que debe dictarse una Constitución. Su gran afán había sido adelantarse un trecho al tiempo y adivinar hoy el pensamiento de mañana: por eso había sido rosista en 1837, mayo en 1838, riverista en 1839, según las posibilidades de cada posición; por eso en Chile había vuelto a estar contra Rosas cuando la intervención anglofranresa de 1845, y vuelto a alabarlo cuanto Inglaterra levantó el bloqueo en 1847. Sus convicciones ideológicas seguían la sístole y diástole de sus simpatías políticas: era romántico y no creía en la virtud de las constituciones escritas cuando Rosas se afirmaba; sin perjuicio de sentirse “clásico” si ocurría lo contrarío. Y ahora Rosas había caído en Caseros.
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“Constitución” había sido la palabra - fuerza de los viejos unitarios en los años del Directorio y la Presidencia: la retomaron los neo federales en los tiempos que siguieron a la revolución de diciembre. Era una expresión atractiva con virtudes de magia: bastaría pronunciarla para que cesaran los males del país. Como Rosas no creyó en ella, la Constitución fue la gran bandera para luchar contra el tirano, y era de ley que cada vez que Rosas se enzarzaba en una guerra extranjera algún general se aliaba al enemigo con el patriótico propósito de dar una Constitución a los argentinos. Así lo hizo Lavalle apoyando a los franceses en 1838. Paz en apoyo de los ingleses en 1845, y acababa de hacerlo Urquiza al pasarse a los brasileños en 1851.
En 1852 Alberdi se ha vuelto a sentir constitucionalista sin dejar por eso de ser historicista: sigue creyendo que las instituciones no pueden plagiarse ni importarse, puesto que son “la manera de ser, de los pueblos”, y por lo tanto no era posible aclimatar en el pueblo argentino las leyes políticas del liberalismo anglosajón. Pero como tampoco es posible una Constitución que no fuera liberal anglosajona, el problema lo resuelve con la eliminación de los argentinos como factor eficiente en la nueva Argentina, y su reemplazo por anglosajones.
“Es utopía, es sueño, es paralogismo puro el pensar que nuestra raza hispano - americana, tal como salió formada de su tenebroso pasado colonial, pueda realizar hoy la república representativa... No son las leyes lo que precisamos cambiar: son los hombres, las cosas. Necesitamos cambiar nuestras gentes incapaces de libertad por otras gentes hábiles para ella”
Había que hacer el cuerpo para el traje, y no el traje para el cuerpo; reemplazar a los argentinos por las “razas viriles" – los anglosajones – aptas para vivir un sistema constitucional anglosajón:  “Con tres millones de indígenas, cristianos y católicos, no realizaréis la República ciertamente. No la realizaréis tampoco con cuatro millones de españoles peninsulares porque el español puro es incapaz de realizarla allá o acá. Si hemos de componer nuestra población para el sistema de gobierno; si ha de sernos más posible hacer la población para el sistema proclamado, que el sistema para la población, es necesario fomentar en nuestro suelo la población anglosajona. Ella está identificada al vapor, al comercio, a la libertad, y nos será imposible radicar estas cosas entre nosotros sin la cooperación activa de esta raza de progreso y de civilización”.    La libertad "liberal", que no la otra; libertad del extranjero para obrar sin trabas, autolimitación de la sociedad para no intervenir en el despotismo de los fuertes sobre los débiles. Libertad del individuo frente al Estado; no libertad del individuo frente el individuo. Libertad con predominio de pocos; no como igualdad de posibilidades para todos. Junto a esa libertad, el desprecio a la raza nativa incapaz de ser liberal de esa manera:
“La libertad es una máquina que como el vapor requiere maquinistas ingleses de origen. Sin la cooperación de esa raza es imposible aclimatar la libertad en parte alguna de la tierra”  Racista, fuertemente racista, era el libro. Racismo a la inversa, que enaltecía a los de afuera en detrimento de la raza del escritor; que quería las prevalencia de lo foráneo sobre lo autóctono:
Haced pasar el roto, el gaucho, el cholo, unidad elemental de muestras masas populares por todas las transformaciones del mejor sistema de educación: en cien años no haréis de él un obrero inglés que trabaja, consume, vive digna y confortablemente”
No eliminaba al criollo por su poca instrucción. Nada de eso; el criollo instruido no valía un inglés analfabeto: no era un problema de educación sino de estirpe:
“En Chiloé y en el Paraguay saben leer todos los hombres del pueblo y, sin embargo, son incultos y selváticos al lado de un obrero inglés o francés que muchas veces no conoce ni la o” .
Se eliminaba al criollo por no ser extranjero; o mejor por ser extranjero a la nueva Argentina. La Patria de 1852 no estaría en el pueblo, ni en la historia; ya no sería, “la tierra y los muertos”: ahora exclusivamente la tierra, pero sin los muertos ni los vivos; la tierra usada por otros.
“La patria es la libertad, es el orden, la riqueza, la civilización, organizadas en el suelo.nativo bajo su enseña y su nombre”.
Empezaba una nueva Argentina sin argentinos; suelo habitado por “razas viriles” donde todo sería civilización. Gobernar es poblar exigía despoblar de criollos previo a la población con las razas superiores. Alberdi escribía “civilización”, y a su pensamiento acudía el “confort” material, los adelantos de la industria, el vapor, la electricidad. Veía todo eso en la Argentina de mañana, pero como lo habían inventado los extranjeros consideraba justo no arrebatárselo.

lunes, 16 de diciembre de 2019

Una semblanza de Pancho Ramírez

Alejandro Gonzalo García Garro.

Francisco Ramírez nació en 1786, un 13 de marzo en el pueblo de Arroyo de la China ya llamado entonces Concepción del Uruguay. Hijo de Juan Gregorio Ramírez y de doña Tadea Jordán. No se le conoce su estampa, su figura. El retrato más conocido del caudillo es el que se encuentra en el salón de los Gobernadores de la Casa de Gobierno de Entre Ríos, en nuestra Paraná. Este muestra la figura de un militar muy napoleónico, de uniforme con charreteras y bordados en oro, con un rostro poblado por decorativas patillas. En rigor de verdad, la hermana de Francisco Ramírez, modeló para el pintor ese retrato por su notable parecido. Pero su figura verdadera no se la conoce, algunos dicen que era alto y rubio otros achinado y retacón. En fin, mucho se dice de Pancho Ramírez pero poco se conoce y la Historia no mucho nos cuenta. Acá va una breve semblanza…

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“Compatriotas: Imitad tan noble entusiasmo para entrar con nosotros al templo del honor, de la gloria, de la inmortalidad. La señal está dada, yo marcharé al frente de vosotros y dirigiré vuestros pasos a un feliz destino. Marchemos al Sud que es llegado el día glorioso de su felicidad.” Francisco Ramírez.
Jorge Abelardo Ramos afirma en “Revolución y contrarrevolución en Argentina” que era descendiente del Marqués de Salina, don Juan Ramírez de Velazco, conquistador y fundador de ciudades, gobernador de Salta y Tucumán. Y añade: “Cabalgador mancebo, con la sangre guaraní dibujándole el rostro anguloso y viril, montado con gracia nativa en un alazán hermosamente puesto, Ramírez, no era justamente el bárbaro de la leyenda porteña.
No fue Ramírez un aprendiz de carpintero como dijo Vicuña Mackenna, ni “chusquero”, como afirma Andrade y muchos menos “caudillo bárbaro” según expresión de Vicente Fidel López, fue un caudillo caballeresco, capaz de concebir ideas y desarrollarlas, organizador por instinto, se recomienda en la historia de nuestra revolución social como el caudillo de mas carácter y disciplina en su ejercito”.
Su madre enviuda y casa en segundad nupcias, alumbrando así a sus medios hermanos, uno de ellos es José Ricardo López Jordán, su compañero de lucha y padre del que fuera mas tarde Ricardo López Jordán, el gran caudillo nacional del federalismo entrerriano.
La figura de Francisco Pancho Ramírez ha despertado polémica entre los historiadores. Se debate el significado político de Ramírez en la historia Argentina, su encontrada relación con Artigas, su trascendencia luego de Cepeda, su temeridad sin límites. No obstante a tanto desacuerdo entre los investigadores, se pueden descubrir dos afirmaciones que parecen ser incuestionables: su capacidad militar y su hombría de bien en la guerra.
Sus cualidades militares han sido juzgadas por una autoridad inapelable. El unitario General Paz, militar de carrera y brillante estratega, afirma en sus “Memorias”: “No está de más advertir que el General Ramírez fue el primero y el único entonces de esos generales caudillos que había engendrado el desorden que puso regularidad y orden en sus tropas. A diferencia de López y Artigas estableció la subordinación y adoptó los principios de la táctica, lo que le dio una notable superioridad”.
Y, en medio de las tremendas luchas que llevó, jamás cometió un atropello, no incurrió en crueldad, en codicia o prepotencia. Rasgo éste, curioso y excepcional en las costumbres de la época. En este punto sí, están de acuerdo todos los cronistas.
El escritor Aníbal Vásquez, un especialista en la vida y gesta del caudillo, en su obra “Ramírez” expresa:
“En su intensa actuación, nada hay que sugiera el convencimiento de que Ramírez se hubiera comportado como un bandolero y un sanguinario, según se ha pretendido para desmerecerlo ante la posteridad. Por eso hemos dicho que ha sido el caudillo más organizador y el de mejores sentimientos. No se extasió con la sangre de sus víctimas, ni asoló ciudades concediendo licencias inauditas a sus tropas, ni asesinó, ni ejercitó la venganza, prodigando por el contrario su generosidad a los enemigos”. Y continua luego comparándolo con otros caudillos de la época: “ No puede encontrarse en su actuación militar nada que ensangriente el resplandor de sus prestigios: ni la desoladora invasión a Santa Fe por el general Viamonte, ordenada por el Directorio; ni el incendio de los ranchos en Rosario dispuesto por Balcarce; ni las atrocidades de Artigas, ni las notas rojas de ese atormentado de Miguel Carrera; ni los actos de bandolerismo de Estanislao López; ni el fusilamiento de Dorrego; ni la inhumanidades de Oribe....”
Su deslumbrante carrera duró solo tres años. Fueron solamente tres fugaces años en que se difundió el nombre de Pancho Ramírez por las Provincias Unidas.
Sus años de juventud no han quedado bien establecidos, algunas historias lo dan como correo de Artigas en los primeros momentos del levantamiento de la campaña Oriental Otras versiones lo presentan como prisionero de los realistas en la ciudadela de Montevideo. Lo que sí nadie duda es que en 1811 Francisco Ramírez, entra en la crónica histórica: figura encabezando la insurrección de Entre Ríos contra la dominación española en la zona de Arroyo de la China.
Luego participa en las luchas insurgentes contra españoles y en la resistencia contra el portugués a las órdenes de Artigas. Desde entonces, a partir de 1813, estará vinculado a Artigas, del cual fue virtualmente su delegado en Entre Ríos.
En las luchas contra los dictatoriales porteños se alinea primero con Hereñú. Pero, cuando éste defecciona a la causa artiguista y se alía con el porteño invasor, Ramírez levanta la bandera de fidelidad al Protector de los Pueblos Libres.
Casi solo, Artigas no podía ayudarlo ocupado en resistir la invasión portuguesa a la Banda Oriental, cae una y otra vez sobre las tropas porteñas invasoras derrotándolas sin darle tregua: Santa Bárbara y el Saucecito son dos victorias arrolladoras contra las tropas del puerto de Buenos Aires.
Estas campañas y acciones guerreras, sus condiciones innatas de conductor, su juventud afanosa, así mismo como la imposición de los hechos, convierten a Francisco Ramírez a partir de 1818 en el puntal básico del artiguismo en el litoral argentino.
Ese mismo año 1818, cumpliendo instrucciones de Artigas, invade Corrientes, para evitar el vuelco de la situación local a favor del Directorio, que había intrigado para deponer al delegado del Protector en la provincia. Cumple el cometido con éxito, reponiendo al mandatario y frustrando así los planes de los porteños de sustraer las provincias del litoral de la influencia artiguista.
Contemporáneamente destaca a su hermanastro Ricardo López Jordán, en auxilio de Estanislao López gobernador de Santa Fe amparado en el protectorado de Artigas que en esos momentos soportaba una segunda invasión porteña.
A esta altura, Ramírez ya estaba en condiciones, políticas y militares de tomar la ofensiva en esa larga guerra contra el Directorio. El régimen cuyas intrigas monárquicas, cuyo centralismo y permanente contubernio con el portugués era repudiado por los pueblos. Ramírez, conjuntamente con López, en ese momento histórico, asumirá tácitamente la representación de los pueblos interiores en esta confrontación contra el poder porteño.
Le espera todavía su hora más gloriosa en Cepeda, su irrupción en la historia más polémica en el enfrentamiento con Artigas, su romántica relación con la Delfina y su legendaria muerte…

sábado, 14 de diciembre de 2019

"La Cabeza de Pancho Ramirez"

Por Juan Basterra 
Las cuencas vaciadas de los ojos recibían la luz perpetua y siempre renovada de los cirios. Por debajo del pelo broncíneo y a pocos centímetros del tajo por el que se le había escapado la vida, la boca eternizaba una media sonrisa y un desdén aristocratizante. Faltaban, por supuesto, los dormanes de alamares dorados que habían hermoseado su rostro cuando como general, hizo historia en Entre Ríos. Los afanes y las desilusiones que habían gobernado su vida estaban a una distancia que ningún alazán podría agotar. No valían las prebendas ni la compasión. La partida estaba perdida.
Sola entre medio de los barrotes, la cabeza de Francisco Ramírez miraba muda la soberbia arcada que acrecía la dignidad de la galería inferior del cabildo de Santa Fe y el tránsito cada vez más espaciado de los visitantes que la miraban como a una vieja reliquia.
La habían embalsamado con alcanfor, alcohol y miel. Fue barnizada con bálsamo y acacia después de haber sido trepanada y lavada con cocimiento de acíbar, coloquíntida y lejía. Ya no estaban aquellos ojos zarcos que le habían valido el amor de las mujeres y el respeto reverencial de sus hombres y de sus enemigos. Las cuencas vacías ausentaban aquella mirada que hiciera de él, temor del gauchaje y alarido febril en los avances de sus montoneras. Algunos meses antes había vaticinado su fin en una carta enviada a Estanislao López, hasta hace muy poco su aliado y amigo y ahora, el martillo que fraguaría su muerte en el yunque de la traición:  
Querido amigo: no he de recordarle Usted todo el bien que su amistad me ha regalado estos años. Años difíciles, por supuesto, pero que por una ventura de aquellas con las que nos premia la vida, me ha deparado el enorme goce de su palabra, de su pensamiento y lo que es más importante, el apronte que a las balas enemigas, en todo momento y circunstancia, ha realizado su pecho. No crea que olvido los favores recibidos. Aprendí de muy pequeño la gratitud y a ella me he entregado en cuerpo y alma, así fuese dirigida hacia aquellos que meses después de haberme hecho sentir las mieles de los afectos, me han traicionado con la hiel de la villanía.
Usted está, por supuesto, en un sitial diferente al que ocupan los traidores. Sus ideales, que constituyen todo lo más caro de nuestras aspiraciones y el objeto al que abrazamos nuestra causa, son los míos. A ellos es a los que sacrifico mi salud, y lo sé muy bien, en un momento futuro, mi vida. No trate de disuadirme de tan terrible pensamiento. Sé que así sucederá y sé que ese acto es necesario y que al igual que el vuelo con que el milano surca nuestros cielos, está irresolublemente ligado al acontecer de las circunstancias y la marcha del mundo.
Fatalismo, dirán algunos. Yo lo llamo aceptación de nuestro destino. De la misma manera que el yuyo es pisoteado por el potro en el trote que sujeta al mismo, nosotros somos los verdugos y las víctimas del acontecer de nuestro querida Patria. Otros recogerán las semillas de nuestro sacrificio, para sembrar con ellas el suelo de nuestras esperanzas.
No crea en ningún momento, Usted me conoce muy bien, que me entrego permanentemente, de pies y manos atados, a pensamientos tan tenebrosos. También me asaltan las preocupaciones de siempre: la salud de mis hombres, la paga atrasada, el estado de los pertrechos, mi propia higiene personal, el bienestar de mi amada. ¿Qué haría sin ella? ¿En qué oscuro camino cabalgaría este hombre solitario sin su constancia?
Ya ve, estimado, el estado actual de mis pensamientos y de mis afectos. Me sostiene ante lo grande y lo pequeño, la dirección de mi destino y el largo camino de mis logros.
Agradezco a Dios, el bien que hasta ahora me ha otorgado y la honra de su amistad.
Queda de Usted.
Francisco Ramírez
Campamento en Sauce de la luna, julio 3 de 1820.
Todo esto había quedado atrás. Ahora, los formidables pensamientos, las fórmulas con las cuales los había recubierto, las viejas aspiraciones, habían escapado para siempre de la altiva cabeza, ascendiendo al cielo de la “eterna permanencia” -como a veces le gustaba decir entre amigos-, y sobrevivían solamente en estado de fantasmas en algunas de sus cartas, en los oficios de guerra y en el recuerdo de su voz llenando las mañanas de las cargas.
La cabeza de Francisco Ramirez, “el Supremo Entrerriano”, “el tirano” -protegida en su insularidad por los doce barrotes de hierro-, contemplaría, inmóvil, ciega y silenciosa, las imágenes evanescentes y sucesivas de un mundo perdido para siempre.

sábado, 7 de diciembre de 2019

Palermo de San Benito: vindicación y rescate

por Daniel Schávelzon y Jorge Ramos
“La arquitectura nacional murió en Pa­lermo, Buenos Aires, el 2 de febrero de 1899 a las 10 de la noche, cuando al bar­barizante Caserón de Rosas se lo hizo volar con dinamita”. Es probable que esta sentencia fuera pronunciada, aquel sofo­cante verano porteño, por el intendente Bullrich, inspirando luego a Charles Jencks para descalificar al Movimiento Moderno.  Aquello ocurría cuando habíamos lo­grado pasar a ser la más europea de las naciones latinoamericanas, “la perla más preciada de la corona británica”; cuando la generación del ’80 consideraba que éramos “un país desértico y en formación, sin identidad definida o con una  identidad repudiada por bárbara, 
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Buenos Aires en manos del liberalismo, bajo las  consignas del “progreso” y la “civilización” se impuso cambiar su imagen en “mercantil” y “francesa”. Y lo logró en gran medida. Los intendentes Alvear y Bullrich comandaron la destrucción deli­berada y la construcción de la tercera Buenos Aires.   Palermo de San Benito, popularmente conocido como el Caserón de Rosas, interfería en sus planes. Mo­lestaba por pampeano, rural y bárbaro; algo así como un edificio “cabecita” in­crustado en los prados urbanos de la bur­guesía porteña.  Para su desaparición, se adujeron ra­zones de orden ideológico y de estética edilicia. Tomando partido por la conve­niencia de la demolición, el diario La Prensa la consideraba un “acto educativo del sentimiento cívico” y aplaudía la deci­sión del intendente municipal de elegir como fecha la noche del 2 de febrero “de modo que el sol de Caseros no alumbre más ese vestigio de una época luctuosa y que fue la morada del tirano”.  En cuanto a edilicia, el mismo diario —en coincidencia con opiniones del campo intelectual— planteaba que “ninguna ra­zón había para empeñarse en mantener en pie una construcción vulgar, destituida de todo carácter arquitectónico… cuya vista solo remueve memorias de sangre, de crimen y de opresión y barbarie”.      Sarmiento, en sus notas como boleti­nero del Ejército Grande, critica ácidamen­te la elección del sitio en la vega del río, la enorme inversión para terraplenamien­tos, los sistemas de forestación, drenajes y riego, y la tecnología de pavimentación.    Encuentra más dificultades que benefi­cios, y concluye que aquellas son “el re­sultado de ignorar el gaucho estúpido, las leyes del nivel de las aguas y la composi­ción química de la conchilla”. En lo que respecta a la arquitectura opinaba que “el aprendiz omnipotente era aún más nega­do que en jardinería y ornamentación”, criticando la implantación del edificio so­bre dos calles “como la esquina del pulpe­ro de Buenos Aires… en lugar de tener ex­posición al frente por medio de un prado inglés con sotillos de árboles” (!). Asimis­mo observa que la ubicación de la cocina, exenta y anexa a la entrada principal, es un signo de “reminiscencia estanciera”, mientras que los arcos reposando en “co­lumnas sin base ni friso, sino en aquel bi­gotito de ladrillo salido” denotan un dise­ño propio de albañiles. En su clásico tono irónico, concluye Sarmiento, en que “toda la novedad, toda la ciencia política de Ro­sas estaba en Palermo visible en muchas chimeneítas ficticias, muchos arquitos, muchos naranjitos, muchos sauces lloro­nes”, y lamenta que el Brigadier no haya sido hijo de una sociedad culta como Luis XIV, que dejó obras como Versailles.     Refiriéndose al conjunto de obras de la Federación (arquitectura doméstica, en Revista de Ciencias, Artes y Letras, Buenos Aires, 15 octubre 1879), dice que “la arquitectura toma formas determinadas, se cristaliza y se detiene, repitiéndo­se la construcción en azotea con reja de hierro por coronación en lugar de balaus­trada, uniformizándose toda la ciudad”. Allí mismo plantea que habrá que esperar la década Mitre para que el arquitecto sustituya al albañil y desaparezcan las casas de azotea, “indignas de un pueblo libre, ya que al igual que el toldo y el ran­cho, son formas plásticas del salvaje, del árabe”. Y advierte que solo la inmigración extranjera pudo romper la tradición “oriental” que Rosas había fijado.      También Eduardo Schiaffino se pro­nuncia sobre la arquitectura de la Federa­ción. En su ensayo “El arte en Buenos Ai­res” (publicado en La Biblioteca, año I, tomo I, junio 1986) opinaba que “en mate­ria de gusto arquitectónico habíase pro­ducido una depresión, que llevó a la deca­dencia” y marcaba que se había pasado de la “parsimonia artística de la colonia al límite extremo de la indigencia”, critican­do los techos con tirantes de palma visi­bles, los pisos de baldosa y ladrillos, y el “morisco blanqueo con agua de cal”. Cla­ro ¡no eran tecnologías de punta!, pues consideraba moderno “a todo lo que se enfrente y supere al pasado rosista… todo lo que viene de Europa y lo que no es sim­ple”.     Como se ve, las criticas de la intelec­tualidad europeizante fueron constantes.     En otro testimonio, José Mármol cata­logaba al edificio de “serrallo turco” y Ben­jamín Vicuña Mackenna lo ve como “un Versailles de pacotilla”, como “un sitio más triste que cementerio, digno de su fama y de su autor”. Y, finalmente, William Hadfield, un europeo en serio (espía in­glés, para más datos) lo tildó de “deca­dente, sin gusto, utilidad, ni diseño arquitectónico”.     Está latente en todos estos juicios, la intención de transferir a la arquitectura los postulados de la modernización positi­vista, caracterizada por su pretendido ca­rácter universal, su etnocentrismo, su di­cotomía simplificadora (bárbaros-civiliza­dos, tradicionales-modernos); descalifi­cando cualquier intento de generar una modernidad nacional-popular que con­ciba el progreso desde la propia experien­cia.      Pocas fueron las voces que se alzaron para la preservación del sitio.       Justo es de­cir que el propio Sarmiento, a pesar de su juicio crítico hacia la obra, defendió la reu­tilización de la quinta como paseo públi­co, en memorable polémica con Rawson en las sesiones del Senado de 1874; reci­cló el edificio con usos diversos (Colegio Militar, Escuela Naval, etcétera); protestó por las modificaciones que se hicieron ce­rrando los arcos de las galerías, transfor­mándolo en un “palomar” (decía), y juz­gando estos cambios como propios de la “barbarie de la generación que le ha suce­dido (a Rosas) exenta de toda noción y pudor arquitectónico”.    Y en el mismo ar­tículo, fechado en Zárate, el 25 de febrero de 1885, rogaba (¿intuía algo?) que no se derrumbara “la construcción bárbara del tirano, notable y digna de conservarse por su originalidad arquitectónica, como por su importancia histórica”.    
Vindicación :   Palermo de San Benito era más que un edificio. Era una intervención de diseño ambiental dispuesta en un área previa­mente acondicionada de 541 has. En la intersección de las actuales avenidas Del Libertador y Sarmiento se ubicaba el edi­ficio principal (Caserón).     Hacia 1838 se comienzan obras en una pequeña vivienda existente, de planta en “H”, con posible intervención del maestro Santos Sartorio, embrión del Caserón que construyó, a partir de 1843, don Mi­guel Cabrera, con la decisiva y activa in­tervención de Juan Manuel de Rosas.    Tradicionalmente se adjudicó la autoría de la obra a Felipe Senillosa, pero tras una paciente investigación hemos llega­do a reunir documentos que avalan lo afir­mado más arriba.     El hecho es que entre los tres levanta­ron un edificio de una planta de 76 x 78 metros de lado, de formas sencillas, re­medo de una gran casona de estancia—arquitectura con la cual Rosas tenía una larga historia de interrelación— que pue­de resumirse en una serie de cuartos que rodeaban un patio, todo ello envuelto por dentro y por fuera con pórticos y arcos de medio punto.     En las cuatro esquinas ha­bía torreones o cuartos anexos, algunos descubiertos y otro destinado a la Capilla de San Benito. En 1848, el edificio había sido concluido.      Si bien toda intervención arquitectónica violenta la naturaleza, sabemos que se puede operar en ella con respeto y equili­brio, en armonía con el contexto existen­te. Palermo de San Benito es una prueba acabada de esta posición.      Se lo puede calificar como un proyecto ecológico en gran escala, de carácter habitacional­ – productivo – recreativo, y abierto al uso público.      Salvo algunas modificaciones de nivel y una retícula de drenaje, se res­petaron los aspectos esenciales del sitio, se aprovecharon los cursos de agua exis­tentes (arroyo Maldonado, Zanjón de Pa­lermo y de Manuelita), se integró la costa del río, se destinó un área para el cultivo de frutales de largo arraigo en la región (duraznero, naranjo, higuera, manzano), se respetó la forestación existente incre­mentándola con ejemplares de la flora au­tóctona (ombú, ceibo, tala, sauce), y se instaló un plantel de animales de la fauna nacional, como antecedente inmediato del Jardín Zoológico Municipal.
He aquí planteada una clara diferencia con los cascos de estancia neoclasicistas e historicistas que a partir de 1870 co­mienzan a instalarse en la pampa, o con las mansiones pintorequistas de la oligar­quía porteña de Mar del Plata. Todas ellas imitando palacios borbónicos, chá­teaux del Loire o cottages ingleses; transculturaciones forzadas, violentas imposiciones ambientadas diseñando un entorno natural también exótico, un mi­cropaisaje superpuesto al paisaje pam­peano.   Ni más ni menos que el prado inglés que sugería Sarmiento o los jardines a la francesa que diseña Thays en 1900 sobre los restos del Caserón.   Con respecto al edificio principal o residencia, podemos decir que se trata de la obra de arquitectura más importante del primer medio siglo argentino, inscribiéndose en una corriente que significó el primer intento de una arquitectura nacional que, sin rechazar los aportes de la cultura universal, se planteaba recuperar valores propios, en contraposición a una arquitectura de injerto.       Ramón Gutiérrez al referirse al perío­do, nos habla de que primaba la concie­cia de nación por encima de la importa­ción de modelos, en oposición a la pro­ducción arquitectónica rivadaviana.   Podríamos decir que se trata de una ar­quitectura austera, franca, esencia, casi de partido; todas características de la ar­quitectura tradicional pampeana. La im­pronta hispánica, expresada en las ar­querías, el patio y el encalado —que pronto abandonarían las elites porteñas cultas— se combina con las formas clási­cas preconizadas por los tratadistas. Esto se observa en el diseño de la planta, de raíz renacentista, claramente compara­ble con la del Poggio Reale de Nápoles, diseñado por Giuliano da Sangallo en 1488. Reflexionando sobre este punto, vemos que no existe contradicción entre la composición de las obras de Sangallo (ese manejo de volúmenes elementales para configurar un edificio, en el que cada una de las partes expresa su pertenencia a una entidad mayor y unitaria) por un lado; y los patrones de disposición de vo­lúmenes, así como la chatura o allana­miento de las siluetas, propios de la arqui­tectura pampeana.
En suma, estamos en presencia de una búsqueda de identidad por ajuste consciente de lo propio y lo apropiado.  También es indudable la solidez profe­sional, práctica y teórica, de uno de sus probables autores: Sartorio (denostado injustamente por Carlos Pellegrini quien lo llamó “pobre y desgraciado albañil”). Así lo atestiguan sus obras y su testa­mentaría, donde aparecen desde las obras de Winckelman a las de Palladio y Durand.     Del maestro mayor Miguel Cabrera se podría decir lo mismo, a juzgar por testimonios de época, aunque todavía sabe­mos muy poco, pues junto con Zucchi, Mossotti y otros pertenece al grupo de los interdictos a quienes también habrá que vindicar.
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Rescate  El proyecto de exploración y rescate forma parte de las investigaciones del Instituto de Arte Americano de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad de Buenos Aires.
Los trabajos emprendidos en 1985 por el equipo que dirigimos tuvieron como ob­jetivos:
1.      El rescate de un patrimonio cultural de importancia que había sido ocultado y olvidado por intereses políticos; algo así como una reparación histórica.
2.      Promover el interés popular e institu­cional por este tipo de operaciones, como defensa de los testimonios que conforman la memoria colectiva.
3.      Formar un equipo interesado en nue­vas técnicas de investigación en la his­toria de la arquitectura urbana, demos­trando la viabilidad de la arqueología como apoyo sustancial para construir dicha historia.
4.      Reconstruir mediante la información documental y arqueológica las condi­ciones de vida de los usuarios del edificio, corroborar sus cambios, sus técni­cas constructivas y las actividades de­sarrolladas en su interior.
5.      Precisar con exactitud la ubicación, planta y alzados del edificio, dado que no existe el proyecto original, sino tan solo los planos posteriores a 1892.
6.      Obtener información fidedigna sobre el autor o autores del edificio.
7.      Reabrir el estudio iniciado por Horacio Pando en 1964, sobre bases docu­mentales.
Para la concreción del proyecto se ob­tuvo un permiso de la Dirección General de Paseos de la Municipalidad de la Ciu­dad de Buenos Aires, y paralelamente se inició una primera etapa de búsqueda do­cumental y fotográfica, así como consul­tas a especialistas.
Luego formamos el equipo base de ex­cavación y el equipo de asesores (restauración, química de materiales, suelos, ce­rámica histórica, etcétera).  El trabajo de campo se inició con un re­mapeo de la plaza, superposición de fo­tos y planimetrías antiguas con las actua­les, y constó de 5 operaciones o áreas de exploración. Procedimos a determinar un nivel cero y cuadricular la zona; y como campamento base instalamos una carpa y un tendido de lona bajo el cual trabajar y estudiar los materiales. Las tareas de la excavación misma llevaron 15 días de trabajo continuo, por parte de alumnos y arquitectos jóvenes de la FAU-UBA. Lamentablemente de esos 15 días llovieron 10, lo que produjo enormes inconvenientes; los pozos se inundaban y la estadía se hacia difícil en el barro. A esto se su­maba la presión externa para que mostrá­ramos prontos resultados, las dubitacio­nes a nivel oficial (no olvidemos que está­bamos hurgando un tabú), la expectativa de cada especialista. Fue aquí donde el interés de la prensa oral, escrita y televisi­va, así como la colaboración y el aliento popular (3.000 visitantes diarios) nos hi­cieron sacar fuerzas de flaquezas.     Las características del derrumbe —por dinamita— y las operaciones de ocultamiento posteriores, no permitieron un tra­bajo arqueológico ortodoxo y fechar por estratigrafía se hizo casi imposible.       Finalmente logramos gran parte de da­tos arqueológicos y toda la información arquitectónica buscada. Allí encontramos cimentaciones de 2 m de profundidad. parte de la mampostería de elevación, partes de frisos, herrajes, etcétera.       Tras esta primera etapa exploratoria, con los datos obtenidos, emprendimos una investigación de gabinete sobre as­pectos no conocidos del edificio: etapas de construcción, identidad de los autores, modo de uso de la quinta y el edificio, refecciones, lindes del predio, etc. Con es­tos datos, construimos una maqueta del Caserón a escala 1:75 con total ajuste a los resultados de la investigación.     
En 1988 tenemos programada una se­gunda etapa exploratoria con los siguien­tes objetivos:
§  Averiguación de las dimensiones exac­tas de la totalidad del edificio.
§  Obtención de datos sobre la primera etapa de la construcción (¿refección San­tos Sartorio?) donde se encontraban las habitaciones de Manuela y Juan Manuel de Rosas, y sobre la 2a etapa (autor Mi­guel Cabrera).
§  Estratigrafías precisas en pozos ar­queológicos experimentales. En una eta­pa final nuestra propuesta apunta a:
§  Consolidación y restauración de un sec­tor (quizás una cuarta parte del edificio).
§  Puesta en valor: a) obras de preserva­ción (cubiertas, bordes de contención de aguas superficiales, etcétera). b) Obras para exposición pública (taludes, barandas, pasarelas, iluminación, refe­rencias gráficas e históricas, etcétera) y c) Completamiento virtual de volúmenes, con un entramado metálico abierto que recomponga, mediante aristas y perfiles, partes inexistentes del Caserón.
De la combinación de restos arqueoló­gicos y estereotrama, se obtendrá una mejor comprensión de forma y escala por parte de los visitantes, así como una reparación al acto de vandalismo cultural de 1899.  Estas obras, integradas a la jardinería y monumentos adyacentes —estatua de Sarmiento y Aromo del Perdón— consti­tuirán un conjunto histórico en pleno corazón de Palermo (en la esquina este de Av. del Libertador y Av. Sarmiento).    Todo ello con el criterio de una obra de preservación activa integrando monumentos y actividades propias del parque. Resulta claro que estamos ante un caso atípico de preservación. Aquí se ha operado una destrucción deliberada, seguida de un  inmediato  ocultamiento  de los restos arquitectónicos y un desdi­seño o rediseño del paisaje, borrando tra­zas, referencias y pistas. Una típica ope­ración amnéstica planificada.  Por suerte, la torpeza y el apuro hicie­ron que la operación fuera desprolija, y permitió la intervención de  descubrimiento  rescate de importantes restos de edificación.  La necedad tuvo límites, pues la remo­ción total hubiera sido titánica y no se animaron a construir un basamento de 5.500 m2 para la estatua de Sarmiento. Esperamos concluir esta tarea como acción viva y de futuro, que nada tiene que ver con la nostalgia, con los compo­nentes de una memoria apagada y muer­ta.