Rosas

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sábado, 7 de diciembre de 2019

Palermo de San Benito: vindicación y rescate

por Daniel Schávelzon y Jorge Ramos
“La arquitectura nacional murió en Pa­lermo, Buenos Aires, el 2 de febrero de 1899 a las 10 de la noche, cuando al bar­barizante Caserón de Rosas se lo hizo volar con dinamita”. Es probable que esta sentencia fuera pronunciada, aquel sofo­cante verano porteño, por el intendente Bullrich, inspirando luego a Charles Jencks para descalificar al Movimiento Moderno.  Aquello ocurría cuando habíamos lo­grado pasar a ser la más europea de las naciones latinoamericanas, “la perla más preciada de la corona británica”; cuando la generación del ’80 consideraba que éramos “un país desértico y en formación, sin identidad definida o con una  identidad repudiada por bárbara, 
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Buenos Aires en manos del liberalismo, bajo las  consignas del “progreso” y la “civilización” se impuso cambiar su imagen en “mercantil” y “francesa”. Y lo logró en gran medida. Los intendentes Alvear y Bullrich comandaron la destrucción deli­berada y la construcción de la tercera Buenos Aires.   Palermo de San Benito, popularmente conocido como el Caserón de Rosas, interfería en sus planes. Mo­lestaba por pampeano, rural y bárbaro; algo así como un edificio “cabecita” in­crustado en los prados urbanos de la bur­guesía porteña.  Para su desaparición, se adujeron ra­zones de orden ideológico y de estética edilicia. Tomando partido por la conve­niencia de la demolición, el diario La Prensa la consideraba un “acto educativo del sentimiento cívico” y aplaudía la deci­sión del intendente municipal de elegir como fecha la noche del 2 de febrero “de modo que el sol de Caseros no alumbre más ese vestigio de una época luctuosa y que fue la morada del tirano”.  En cuanto a edilicia, el mismo diario —en coincidencia con opiniones del campo intelectual— planteaba que “ninguna ra­zón había para empeñarse en mantener en pie una construcción vulgar, destituida de todo carácter arquitectónico… cuya vista solo remueve memorias de sangre, de crimen y de opresión y barbarie”.      Sarmiento, en sus notas como boleti­nero del Ejército Grande, critica ácidamen­te la elección del sitio en la vega del río, la enorme inversión para terraplenamien­tos, los sistemas de forestación, drenajes y riego, y la tecnología de pavimentación.    Encuentra más dificultades que benefi­cios, y concluye que aquellas son “el re­sultado de ignorar el gaucho estúpido, las leyes del nivel de las aguas y la composi­ción química de la conchilla”. En lo que respecta a la arquitectura opinaba que “el aprendiz omnipotente era aún más nega­do que en jardinería y ornamentación”, criticando la implantación del edificio so­bre dos calles “como la esquina del pulpe­ro de Buenos Aires… en lugar de tener ex­posición al frente por medio de un prado inglés con sotillos de árboles” (!). Asimis­mo observa que la ubicación de la cocina, exenta y anexa a la entrada principal, es un signo de “reminiscencia estanciera”, mientras que los arcos reposando en “co­lumnas sin base ni friso, sino en aquel bi­gotito de ladrillo salido” denotan un dise­ño propio de albañiles. En su clásico tono irónico, concluye Sarmiento, en que “toda la novedad, toda la ciencia política de Ro­sas estaba en Palermo visible en muchas chimeneítas ficticias, muchos arquitos, muchos naranjitos, muchos sauces lloro­nes”, y lamenta que el Brigadier no haya sido hijo de una sociedad culta como Luis XIV, que dejó obras como Versailles.     Refiriéndose al conjunto de obras de la Federación (arquitectura doméstica, en Revista de Ciencias, Artes y Letras, Buenos Aires, 15 octubre 1879), dice que “la arquitectura toma formas determinadas, se cristaliza y se detiene, repitiéndo­se la construcción en azotea con reja de hierro por coronación en lugar de balaus­trada, uniformizándose toda la ciudad”. Allí mismo plantea que habrá que esperar la década Mitre para que el arquitecto sustituya al albañil y desaparezcan las casas de azotea, “indignas de un pueblo libre, ya que al igual que el toldo y el ran­cho, son formas plásticas del salvaje, del árabe”. Y advierte que solo la inmigración extranjera pudo romper la tradición “oriental” que Rosas había fijado.      También Eduardo Schiaffino se pro­nuncia sobre la arquitectura de la Federa­ción. En su ensayo “El arte en Buenos Ai­res” (publicado en La Biblioteca, año I, tomo I, junio 1986) opinaba que “en mate­ria de gusto arquitectónico habíase pro­ducido una depresión, que llevó a la deca­dencia” y marcaba que se había pasado de la “parsimonia artística de la colonia al límite extremo de la indigencia”, critican­do los techos con tirantes de palma visi­bles, los pisos de baldosa y ladrillos, y el “morisco blanqueo con agua de cal”. Cla­ro ¡no eran tecnologías de punta!, pues consideraba moderno “a todo lo que se enfrente y supere al pasado rosista… todo lo que viene de Europa y lo que no es sim­ple”.     Como se ve, las criticas de la intelec­tualidad europeizante fueron constantes.     En otro testimonio, José Mármol cata­logaba al edificio de “serrallo turco” y Ben­jamín Vicuña Mackenna lo ve como “un Versailles de pacotilla”, como “un sitio más triste que cementerio, digno de su fama y de su autor”. Y, finalmente, William Hadfield, un europeo en serio (espía in­glés, para más datos) lo tildó de “deca­dente, sin gusto, utilidad, ni diseño arquitectónico”.     Está latente en todos estos juicios, la intención de transferir a la arquitectura los postulados de la modernización positi­vista, caracterizada por su pretendido ca­rácter universal, su etnocentrismo, su di­cotomía simplificadora (bárbaros-civiliza­dos, tradicionales-modernos); descalifi­cando cualquier intento de generar una modernidad nacional-popular que con­ciba el progreso desde la propia experien­cia.      Pocas fueron las voces que se alzaron para la preservación del sitio.       Justo es de­cir que el propio Sarmiento, a pesar de su juicio crítico hacia la obra, defendió la reu­tilización de la quinta como paseo públi­co, en memorable polémica con Rawson en las sesiones del Senado de 1874; reci­cló el edificio con usos diversos (Colegio Militar, Escuela Naval, etcétera); protestó por las modificaciones que se hicieron ce­rrando los arcos de las galerías, transfor­mándolo en un “palomar” (decía), y juz­gando estos cambios como propios de la “barbarie de la generación que le ha suce­dido (a Rosas) exenta de toda noción y pudor arquitectónico”.    Y en el mismo ar­tículo, fechado en Zárate, el 25 de febrero de 1885, rogaba (¿intuía algo?) que no se derrumbara “la construcción bárbara del tirano, notable y digna de conservarse por su originalidad arquitectónica, como por su importancia histórica”.    
Vindicación :   Palermo de San Benito era más que un edificio. Era una intervención de diseño ambiental dispuesta en un área previa­mente acondicionada de 541 has. En la intersección de las actuales avenidas Del Libertador y Sarmiento se ubicaba el edi­ficio principal (Caserón).     Hacia 1838 se comienzan obras en una pequeña vivienda existente, de planta en “H”, con posible intervención del maestro Santos Sartorio, embrión del Caserón que construyó, a partir de 1843, don Mi­guel Cabrera, con la decisiva y activa in­tervención de Juan Manuel de Rosas.    Tradicionalmente se adjudicó la autoría de la obra a Felipe Senillosa, pero tras una paciente investigación hemos llega­do a reunir documentos que avalan lo afir­mado más arriba.     El hecho es que entre los tres levanta­ron un edificio de una planta de 76 x 78 metros de lado, de formas sencillas, re­medo de una gran casona de estancia—arquitectura con la cual Rosas tenía una larga historia de interrelación— que pue­de resumirse en una serie de cuartos que rodeaban un patio, todo ello envuelto por dentro y por fuera con pórticos y arcos de medio punto.     En las cuatro esquinas ha­bía torreones o cuartos anexos, algunos descubiertos y otro destinado a la Capilla de San Benito. En 1848, el edificio había sido concluido.      Si bien toda intervención arquitectónica violenta la naturaleza, sabemos que se puede operar en ella con respeto y equili­brio, en armonía con el contexto existen­te. Palermo de San Benito es una prueba acabada de esta posición.      Se lo puede calificar como un proyecto ecológico en gran escala, de carácter habitacional­ – productivo – recreativo, y abierto al uso público.      Salvo algunas modificaciones de nivel y una retícula de drenaje, se res­petaron los aspectos esenciales del sitio, se aprovecharon los cursos de agua exis­tentes (arroyo Maldonado, Zanjón de Pa­lermo y de Manuelita), se integró la costa del río, se destinó un área para el cultivo de frutales de largo arraigo en la región (duraznero, naranjo, higuera, manzano), se respetó la forestación existente incre­mentándola con ejemplares de la flora au­tóctona (ombú, ceibo, tala, sauce), y se instaló un plantel de animales de la fauna nacional, como antecedente inmediato del Jardín Zoológico Municipal.
He aquí planteada una clara diferencia con los cascos de estancia neoclasicistas e historicistas que a partir de 1870 co­mienzan a instalarse en la pampa, o con las mansiones pintorequistas de la oligar­quía porteña de Mar del Plata. Todas ellas imitando palacios borbónicos, chá­teaux del Loire o cottages ingleses; transculturaciones forzadas, violentas imposiciones ambientadas diseñando un entorno natural también exótico, un mi­cropaisaje superpuesto al paisaje pam­peano.   Ni más ni menos que el prado inglés que sugería Sarmiento o los jardines a la francesa que diseña Thays en 1900 sobre los restos del Caserón.   Con respecto al edificio principal o residencia, podemos decir que se trata de la obra de arquitectura más importante del primer medio siglo argentino, inscribiéndose en una corriente que significó el primer intento de una arquitectura nacional que, sin rechazar los aportes de la cultura universal, se planteaba recuperar valores propios, en contraposición a una arquitectura de injerto.       Ramón Gutiérrez al referirse al perío­do, nos habla de que primaba la concie­cia de nación por encima de la importa­ción de modelos, en oposición a la pro­ducción arquitectónica rivadaviana.   Podríamos decir que se trata de una ar­quitectura austera, franca, esencia, casi de partido; todas características de la ar­quitectura tradicional pampeana. La im­pronta hispánica, expresada en las ar­querías, el patio y el encalado —que pronto abandonarían las elites porteñas cultas— se combina con las formas clási­cas preconizadas por los tratadistas. Esto se observa en el diseño de la planta, de raíz renacentista, claramente compara­ble con la del Poggio Reale de Nápoles, diseñado por Giuliano da Sangallo en 1488. Reflexionando sobre este punto, vemos que no existe contradicción entre la composición de las obras de Sangallo (ese manejo de volúmenes elementales para configurar un edificio, en el que cada una de las partes expresa su pertenencia a una entidad mayor y unitaria) por un lado; y los patrones de disposición de vo­lúmenes, así como la chatura o allana­miento de las siluetas, propios de la arqui­tectura pampeana.
En suma, estamos en presencia de una búsqueda de identidad por ajuste consciente de lo propio y lo apropiado.  También es indudable la solidez profe­sional, práctica y teórica, de uno de sus probables autores: Sartorio (denostado injustamente por Carlos Pellegrini quien lo llamó “pobre y desgraciado albañil”). Así lo atestiguan sus obras y su testa­mentaría, donde aparecen desde las obras de Winckelman a las de Palladio y Durand.     Del maestro mayor Miguel Cabrera se podría decir lo mismo, a juzgar por testimonios de época, aunque todavía sabe­mos muy poco, pues junto con Zucchi, Mossotti y otros pertenece al grupo de los interdictos a quienes también habrá que vindicar.
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Rescate  El proyecto de exploración y rescate forma parte de las investigaciones del Instituto de Arte Americano de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad de Buenos Aires.
Los trabajos emprendidos en 1985 por el equipo que dirigimos tuvieron como ob­jetivos:
1.      El rescate de un patrimonio cultural de importancia que había sido ocultado y olvidado por intereses políticos; algo así como una reparación histórica.
2.      Promover el interés popular e institu­cional por este tipo de operaciones, como defensa de los testimonios que conforman la memoria colectiva.
3.      Formar un equipo interesado en nue­vas técnicas de investigación en la his­toria de la arquitectura urbana, demos­trando la viabilidad de la arqueología como apoyo sustancial para construir dicha historia.
4.      Reconstruir mediante la información documental y arqueológica las condi­ciones de vida de los usuarios del edificio, corroborar sus cambios, sus técni­cas constructivas y las actividades de­sarrolladas en su interior.
5.      Precisar con exactitud la ubicación, planta y alzados del edificio, dado que no existe el proyecto original, sino tan solo los planos posteriores a 1892.
6.      Obtener información fidedigna sobre el autor o autores del edificio.
7.      Reabrir el estudio iniciado por Horacio Pando en 1964, sobre bases docu­mentales.
Para la concreción del proyecto se ob­tuvo un permiso de la Dirección General de Paseos de la Municipalidad de la Ciu­dad de Buenos Aires, y paralelamente se inició una primera etapa de búsqueda do­cumental y fotográfica, así como consul­tas a especialistas.
Luego formamos el equipo base de ex­cavación y el equipo de asesores (restauración, química de materiales, suelos, ce­rámica histórica, etcétera).  El trabajo de campo se inició con un re­mapeo de la plaza, superposición de fo­tos y planimetrías antiguas con las actua­les, y constó de 5 operaciones o áreas de exploración. Procedimos a determinar un nivel cero y cuadricular la zona; y como campamento base instalamos una carpa y un tendido de lona bajo el cual trabajar y estudiar los materiales. Las tareas de la excavación misma llevaron 15 días de trabajo continuo, por parte de alumnos y arquitectos jóvenes de la FAU-UBA. Lamentablemente de esos 15 días llovieron 10, lo que produjo enormes inconvenientes; los pozos se inundaban y la estadía se hacia difícil en el barro. A esto se su­maba la presión externa para que mostrá­ramos prontos resultados, las dubitacio­nes a nivel oficial (no olvidemos que está­bamos hurgando un tabú), la expectativa de cada especialista. Fue aquí donde el interés de la prensa oral, escrita y televisi­va, así como la colaboración y el aliento popular (3.000 visitantes diarios) nos hi­cieron sacar fuerzas de flaquezas.     Las características del derrumbe —por dinamita— y las operaciones de ocultamiento posteriores, no permitieron un tra­bajo arqueológico ortodoxo y fechar por estratigrafía se hizo casi imposible.       Finalmente logramos gran parte de da­tos arqueológicos y toda la información arquitectónica buscada. Allí encontramos cimentaciones de 2 m de profundidad. parte de la mampostería de elevación, partes de frisos, herrajes, etcétera.       Tras esta primera etapa exploratoria, con los datos obtenidos, emprendimos una investigación de gabinete sobre as­pectos no conocidos del edificio: etapas de construcción, identidad de los autores, modo de uso de la quinta y el edificio, refecciones, lindes del predio, etc. Con es­tos datos, construimos una maqueta del Caserón a escala 1:75 con total ajuste a los resultados de la investigación.     
En 1988 tenemos programada una se­gunda etapa exploratoria con los siguien­tes objetivos:
§  Averiguación de las dimensiones exac­tas de la totalidad del edificio.
§  Obtención de datos sobre la primera etapa de la construcción (¿refección San­tos Sartorio?) donde se encontraban las habitaciones de Manuela y Juan Manuel de Rosas, y sobre la 2a etapa (autor Mi­guel Cabrera).
§  Estratigrafías precisas en pozos ar­queológicos experimentales. En una eta­pa final nuestra propuesta apunta a:
§  Consolidación y restauración de un sec­tor (quizás una cuarta parte del edificio).
§  Puesta en valor: a) obras de preserva­ción (cubiertas, bordes de contención de aguas superficiales, etcétera). b) Obras para exposición pública (taludes, barandas, pasarelas, iluminación, refe­rencias gráficas e históricas, etcétera) y c) Completamiento virtual de volúmenes, con un entramado metálico abierto que recomponga, mediante aristas y perfiles, partes inexistentes del Caserón.
De la combinación de restos arqueoló­gicos y estereotrama, se obtendrá una mejor comprensión de forma y escala por parte de los visitantes, así como una reparación al acto de vandalismo cultural de 1899.  Estas obras, integradas a la jardinería y monumentos adyacentes —estatua de Sarmiento y Aromo del Perdón— consti­tuirán un conjunto histórico en pleno corazón de Palermo (en la esquina este de Av. del Libertador y Av. Sarmiento).    Todo ello con el criterio de una obra de preservación activa integrando monumentos y actividades propias del parque. Resulta claro que estamos ante un caso atípico de preservación. Aquí se ha operado una destrucción deliberada, seguida de un  inmediato  ocultamiento  de los restos arquitectónicos y un desdi­seño o rediseño del paisaje, borrando tra­zas, referencias y pistas. Una típica ope­ración amnéstica planificada.  Por suerte, la torpeza y el apuro hicie­ron que la operación fuera desprolija, y permitió la intervención de  descubrimiento  rescate de importantes restos de edificación.  La necedad tuvo límites, pues la remo­ción total hubiera sido titánica y no se animaron a construir un basamento de 5.500 m2 para la estatua de Sarmiento. Esperamos concluir esta tarea como acción viva y de futuro, que nada tiene que ver con la nostalgia, con los compo­nentes de una memoria apagada y muer­ta.

1 comentario:

  1. Hola, Daniel. Nos conocimos por intermedio de un amigo común: Leandro Desagastizabal. Estoy interesado en participar del proyecto que considero fundamental para difundir la historia que tiene que ser revisada. Estoy a tu disposición. Cordialmente, Jorge Vailati. javailati@hotmail.com

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