por
Daniel Schávelzon y Jorge Ramos
“La arquitectura nacional murió en Palermo, Buenos Aires, el 2 de febrero de 1899 a las 10 de la noche, cuando al barbarizante Caserón de Rosas se lo hizo volar con dinamita”. Es probable que esta sentencia fuera pronunciada, aquel sofocante verano porteño, por el intendente Bullrich, inspirando luego a Charles Jencks para descalificar al Movimiento Moderno. Aquello ocurría cuando habíamos logrado pasar a ser la más europea de las naciones latinoamericanas, “la perla más preciada de la corona británica”; cuando la generación del ’80 consideraba que éramos “un país desértico y en formación, sin identidad definida o con una identidad repudiada por bárbara,
“La arquitectura nacional murió en Palermo, Buenos Aires, el 2 de febrero de 1899 a las 10 de la noche, cuando al barbarizante Caserón de Rosas se lo hizo volar con dinamita”. Es probable que esta sentencia fuera pronunciada, aquel sofocante verano porteño, por el intendente Bullrich, inspirando luego a Charles Jencks para descalificar al Movimiento Moderno. Aquello ocurría cuando habíamos logrado pasar a ser la más europea de las naciones latinoamericanas, “la perla más preciada de la corona británica”; cuando la generación del ’80 consideraba que éramos “un país desértico y en formación, sin identidad definida o con una identidad repudiada por bárbara,
y Buenos
Aires en manos del liberalismo, bajo las consignas del “progreso” y la
“civilización” se impuso cambiar su imagen en “mercantil” y “francesa”. Y lo
logró en gran medida. Los intendentes Alvear y Bullrich comandaron la
destrucción deliberada y la construcción de la tercera Buenos Aires.
Palermo de San Benito, popularmente conocido como el Caserón de Rosas,
interfería en sus planes. Molestaba por pampeano, rural y bárbaro; algo
así como un edificio “cabecita” incrustado en los prados urbanos de la burguesía
porteña. Para su desaparición, se adujeron razones de orden ideológico y de estética edilicia. Tomando partido
por la conveniencia de la demolición, el diario La Prensa la consideraba un “acto educativo del
sentimiento cívico” y aplaudía la decisión del intendente municipal de elegir
como fecha la noche del 2 de febrero “de modo que el sol de Caseros no alumbre
más ese vestigio de una época luctuosa y que fue la morada del tirano”. En
cuanto a edilicia, el mismo diario —en coincidencia con opiniones del campo
intelectual— planteaba que “ninguna razón había para empeñarse en mantener en pie una
construcción vulgar, destituida de todo carácter arquitectónico… cuya vista
solo remueve memorias de sangre, de crimen y de opresión y barbarie”.
Sarmiento, en sus notas como boletinero del Ejército
Grande, critica ácidamente la elección del sitio en la vega del río, la
enorme inversión para terraplenamientos, los sistemas de forestación, drenajes
y riego, y la tecnología de pavimentación. Encuentra más
dificultades que beneficios, y concluye que aquellas son “el resultado de ignorar el gaucho estúpido, las leyes del
nivel de las aguas y la composición química de la conchilla”. En lo
que respecta a la arquitectura opinaba que “el aprendiz omnipotente era aún más negado que en
jardinería y ornamentación”, criticando la implantación del
edificio sobre dos calles “como la esquina del pulpero de Buenos Aires… en
lugar de tener exposición al frente por medio de un prado inglés con sotillos
de árboles” (!). Asimismo observa que la ubicación de la cocina, exenta y
anexa a la entrada principal, es un signo de “reminiscencia estanciera”,
mientras que los arcos reposando en “columnas sin base ni friso, sino en aquel
bigotito de ladrillo salido” denotan un diseño propio de albañiles. En su
clásico tono irónico, concluye Sarmiento, en que “toda la novedad, toda la
ciencia política de Rosas estaba en Palermo visible en muchas chimeneítas
ficticias, muchos arquitos, muchos naranjitos, muchos sauces llorones”, y
lamenta que el Brigadier no haya sido hijo de una sociedad culta como Luis XIV,
que dejó obras como Versailles. Refiriéndose al conjunto de
obras de la Federación (arquitectura doméstica, en Revista de Ciencias, Artes y Letras, Buenos
Aires, 15 octubre 1879), dice que “la arquitectura toma formas determinadas, se
cristaliza y se detiene, repitiéndose la construcción en azotea con reja de
hierro por coronación en lugar de balaustrada, uniformizándose toda la
ciudad”. Allí mismo plantea que habrá que esperar la década Mitre para que el
arquitecto sustituya al albañil y desaparezcan las casas de azotea, “indignas
de un pueblo libre, ya que al igual que el toldo y el rancho, son formas
plásticas del salvaje, del árabe”. Y advierte que solo la inmigración
extranjera pudo romper la tradición “oriental” que Rosas había fijado.
También Eduardo Schiaffino se pronuncia sobre la
arquitectura de la Federación. En su ensayo “El arte en Buenos Aires”
(publicado en La Biblioteca, año I, tomo I,
junio 1986) opinaba que “en materia de gusto arquitectónico habíase producido
una depresión, que llevó a la decadencia” y marcaba que se había pasado de la
“parsimonia artística de la colonia al límite extremo de la indigencia”,
criticando los techos con tirantes de palma visibles, los pisos de baldosa y
ladrillos, y el “morisco blanqueo con agua de cal”. Claro ¡no eran tecnologías de punta!, pues
consideraba moderno “a todo lo que se enfrente y supere al
pasado rosista… todo lo que viene de Europa y lo que no es simple”.
Como se ve, las criticas de la intelectualidad europeizante
fueron constantes. En otro testimonio, José Mármol catalogaba
al edificio de “serrallo turco” y Benjamín Vicuña Mackenna lo ve como “un
Versailles de pacotilla”, como “un sitio más triste que cementerio, digno
de su fama y de su autor”. Y, finalmente, William Hadfield, un europeo en serio
(espía inglés, para más datos) lo tildó de “decadente, sin gusto, utilidad,
ni diseño arquitectónico”. Está latente en todos estos
juicios, la intención de transferir a la arquitectura los postulados de la modernización positivista, caracterizada por
su pretendido carácter universal, su etnocentrismo, su dicotomía
simplificadora (bárbaros-civilizados, tradicionales-modernos); descalificando
cualquier intento de generar una modernidad nacional-popular que conciba el
progreso desde la propia experiencia. Pocas fueron
las voces que se alzaron para la preservación del sitio. Justo
es decir que el propio Sarmiento, a pesar de su juicio crítico hacia la obra,
defendió la reutilización de la quinta como paseo público, en memorable
polémica con Rawson en las sesiones del Senado de 1874; recicló el edificio
con usos diversos (Colegio Militar, Escuela Naval, etcétera); protestó por las
modificaciones que se hicieron cerrando los arcos de las galerías, transformándolo
en un “palomar” (decía), y juzgando estos cambios como propios de la “barbarie
de la generación que le ha sucedido (a Rosas) exenta de toda noción y pudor
arquitectónico”. Y en el mismo artículo, fechado en Zárate,
el 25 de febrero de 1885, rogaba (¿intuía algo?) que no se derrumbara “la
construcción bárbara del tirano, notable y digna de conservarse por su
originalidad arquitectónica, como por su importancia histórica”.
Vindicación : Palermo de San Benito era más que un
edificio. Era una intervención de diseño ambiental dispuesta en un área previamente
acondicionada de 541 has. En la intersección de las actuales avenidas Del
Libertador y Sarmiento se ubicaba el edificio principal (Caserón).
Hacia 1838 se comienzan obras en una pequeña vivienda existente,
de planta en “H”, con posible intervención del maestro Santos Sartorio, embrión
del Caserón que construyó, a partir de 1843, don Miguel Cabrera, con la
decisiva y activa intervención de Juan Manuel de Rosas.
Tradicionalmente se adjudicó la autoría de la obra a Felipe Senillosa, pero
tras una paciente investigación hemos llegado a reunir documentos que avalan
lo afirmado más arriba. El hecho es que entre los tres
levantaron un edificio de una planta de 76 x 78 metros de lado, de formas
sencillas, remedo de una gran casona de estancia—arquitectura con la cual
Rosas tenía una larga historia de interrelación— que puede resumirse en una
serie de cuartos que rodeaban un patio, todo ello envuelto por dentro y por
fuera con pórticos y arcos de medio punto. En las cuatro
esquinas había torreones o cuartos anexos, algunos descubiertos y otro
destinado a la Capilla de San Benito. En 1848, el edificio había sido
concluido. Si bien toda intervención arquitectónica
violenta la naturaleza, sabemos que se puede operar en ella con respeto y
equilibrio, en armonía con el contexto existente. Palermo de San Benito es
una prueba acabada de esta posición. Se lo puede calificar
como un proyecto ecológico en gran escala, de carácter habitacional
– productivo – recreativo, y abierto al uso público. Salvo
algunas modificaciones de nivel y una retícula de drenaje, se respetaron los
aspectos esenciales del sitio, se aprovecharon los cursos de agua existentes
(arroyo Maldonado, Zanjón de Palermo y de Manuelita), se integró la costa del
río, se destinó un área para el cultivo de frutales de largo arraigo en la
región (duraznero, naranjo, higuera, manzano), se respetó la forestación
existente incrementándola con ejemplares de la flora autóctona (ombú, ceibo,
tala, sauce), y se instaló un plantel de animales de la fauna nacional, como
antecedente inmediato del Jardín Zoológico Municipal.
He aquí planteada una clara diferencia con los cascos de estancia neoclasicistas e historicistas que a partir de 1870 comienzan a instalarse en la pampa, o con las mansiones pintorequistas de la oligarquía porteña de Mar del Plata. Todas ellas imitando palacios borbónicos, cháteaux del Loire o cottages ingleses; transculturaciones forzadas, violentas imposiciones ambientadas diseñando un entorno natural también exótico, un micropaisaje superpuesto al paisaje pampeano. Ni más ni menos que el prado inglés que sugería Sarmiento o los jardines a la francesa que diseña Thays en 1900 sobre los restos del Caserón. Con respecto al edificio principal o residencia, podemos decir que se trata de la obra de arquitectura más importante del primer medio siglo argentino, inscribiéndose en una corriente que significó el primer intento de una arquitectura nacional que, sin rechazar los aportes de la cultura universal, se planteaba recuperar valores propios, en contraposición a una arquitectura de injerto. Ramón Gutiérrez al referirse al período, nos habla de que primaba la conciecia de nación por encima de la importación de modelos, en oposición a la producción arquitectónica rivadaviana. Podríamos decir que se trata de una arquitectura austera, franca, esencia, casi de partido; todas características de la arquitectura tradicional pampeana. La impronta hispánica, expresada en las arquerías, el patio y el encalado —que pronto abandonarían las elites porteñas cultas— se combina con las formas clásicas preconizadas por los tratadistas. Esto se observa en el diseño de la planta, de raíz renacentista, claramente comparable con la del Poggio Reale de Nápoles, diseñado por Giuliano da Sangallo en 1488. Reflexionando sobre este punto, vemos que no existe contradicción entre la composición de las obras de Sangallo (ese manejo de volúmenes elementales para configurar un edificio, en el que cada una de las partes expresa su pertenencia a una entidad mayor y unitaria) por un lado; y los patrones de disposición de volúmenes, así como la chatura o allanamiento de las siluetas, propios de la arquitectura pampeana.
En suma, estamos en presencia de una búsqueda de identidad por ajuste consciente de lo propio y lo apropiado. También es indudable la solidez profesional, práctica y teórica, de uno de sus probables autores: Sartorio (denostado injustamente por Carlos Pellegrini quien lo llamó “pobre y desgraciado albañil”). Así lo atestiguan sus obras y su testamentaría, donde aparecen desde las obras de Winckelman a las de Palladio y Durand. Del maestro mayor Miguel Cabrera se podría decir lo mismo, a juzgar por testimonios de época, aunque todavía sabemos muy poco, pues junto con Zucchi, Mossotti y otros pertenece al grupo de los interdictos a quienes también habrá que vindicar.
He aquí planteada una clara diferencia con los cascos de estancia neoclasicistas e historicistas que a partir de 1870 comienzan a instalarse en la pampa, o con las mansiones pintorequistas de la oligarquía porteña de Mar del Plata. Todas ellas imitando palacios borbónicos, cháteaux del Loire o cottages ingleses; transculturaciones forzadas, violentas imposiciones ambientadas diseñando un entorno natural también exótico, un micropaisaje superpuesto al paisaje pampeano. Ni más ni menos que el prado inglés que sugería Sarmiento o los jardines a la francesa que diseña Thays en 1900 sobre los restos del Caserón. Con respecto al edificio principal o residencia, podemos decir que se trata de la obra de arquitectura más importante del primer medio siglo argentino, inscribiéndose en una corriente que significó el primer intento de una arquitectura nacional que, sin rechazar los aportes de la cultura universal, se planteaba recuperar valores propios, en contraposición a una arquitectura de injerto. Ramón Gutiérrez al referirse al período, nos habla de que primaba la conciecia de nación por encima de la importación de modelos, en oposición a la producción arquitectónica rivadaviana. Podríamos decir que se trata de una arquitectura austera, franca, esencia, casi de partido; todas características de la arquitectura tradicional pampeana. La impronta hispánica, expresada en las arquerías, el patio y el encalado —que pronto abandonarían las elites porteñas cultas— se combina con las formas clásicas preconizadas por los tratadistas. Esto se observa en el diseño de la planta, de raíz renacentista, claramente comparable con la del Poggio Reale de Nápoles, diseñado por Giuliano da Sangallo en 1488. Reflexionando sobre este punto, vemos que no existe contradicción entre la composición de las obras de Sangallo (ese manejo de volúmenes elementales para configurar un edificio, en el que cada una de las partes expresa su pertenencia a una entidad mayor y unitaria) por un lado; y los patrones de disposición de volúmenes, así como la chatura o allanamiento de las siluetas, propios de la arquitectura pampeana.
En suma, estamos en presencia de una búsqueda de identidad por ajuste consciente de lo propio y lo apropiado. También es indudable la solidez profesional, práctica y teórica, de uno de sus probables autores: Sartorio (denostado injustamente por Carlos Pellegrini quien lo llamó “pobre y desgraciado albañil”). Así lo atestiguan sus obras y su testamentaría, donde aparecen desde las obras de Winckelman a las de Palladio y Durand. Del maestro mayor Miguel Cabrera se podría decir lo mismo, a juzgar por testimonios de época, aunque todavía sabemos muy poco, pues junto con Zucchi, Mossotti y otros pertenece al grupo de los interdictos a quienes también habrá que vindicar.
Rescate El proyecto de exploración y rescate forma parte de las investigaciones del Instituto de Arte Americano de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad de Buenos Aires.
Los trabajos emprendidos en 1985 por el equipo que dirigimos tuvieron como objetivos:
1. El rescate de un patrimonio cultural de importancia que había sido ocultado y olvidado por intereses políticos; algo así como una reparación histórica.
2. Promover el interés popular e institucional por este tipo de operaciones, como defensa de los testimonios que conforman la memoria colectiva.
3. Formar un equipo interesado en nuevas técnicas de investigación en la historia de la arquitectura urbana, demostrando la viabilidad de la arqueología como apoyo sustancial para construir dicha historia.
4. Reconstruir mediante la información documental y arqueológica las condiciones de vida de los usuarios del edificio, corroborar sus cambios, sus técnicas constructivas y las actividades desarrolladas en su interior.
5. Precisar con exactitud la ubicación, planta y alzados del edificio, dado que no existe el proyecto original, sino tan solo los planos posteriores a 1892.
6. Obtener información fidedigna sobre el autor o autores del edificio.
7. Reabrir el estudio iniciado por Horacio Pando en 1964, sobre bases documentales.
Para la concreción del proyecto se obtuvo un permiso de la Dirección General de Paseos de la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires, y paralelamente se inició una primera etapa de búsqueda documental y fotográfica, así como consultas a especialistas.
Luego formamos el equipo base de excavación y el equipo de asesores (restauración, química de materiales, suelos, cerámica histórica, etcétera). El trabajo de campo se inició con un remapeo de la plaza, superposición de fotos y planimetrías antiguas con las actuales, y constó de 5 operaciones o áreas de exploración. Procedimos a determinar un nivel cero y cuadricular la zona; y como campamento base instalamos una carpa y un tendido de lona bajo el cual trabajar y estudiar los materiales. Las tareas de la excavación misma llevaron 15 días de trabajo continuo, por parte de alumnos y arquitectos jóvenes de la FAU-UBA. Lamentablemente de esos 15 días llovieron 10, lo que produjo enormes inconvenientes; los pozos se inundaban y la estadía se hacia difícil en el barro. A esto se sumaba la presión externa para que mostráramos prontos resultados, las dubitaciones a nivel oficial (no olvidemos que estábamos hurgando un tabú), la expectativa de cada especialista. Fue aquí donde el interés de la prensa oral, escrita y televisiva, así como la colaboración y el aliento popular (3.000 visitantes diarios) nos hicieron sacar fuerzas de flaquezas. Las características del derrumbe —por dinamita— y las operaciones de ocultamiento posteriores, no permitieron un trabajo arqueológico ortodoxo y fechar por estratigrafía se hizo casi imposible. Finalmente logramos gran parte de datos arqueológicos y toda la información arquitectónica buscada. Allí encontramos cimentaciones de 2 m de profundidad. parte de la mampostería de elevación, partes de frisos, herrajes, etcétera. Tras esta primera etapa exploratoria, con los datos obtenidos, emprendimos una investigación de gabinete sobre aspectos no conocidos del edificio: etapas de construcción, identidad de los autores, modo de uso de la quinta y el edificio, refecciones, lindes del predio, etc. Con estos datos, construimos una maqueta del Caserón a escala 1:75 con total ajuste a los resultados de la investigación.
En 1988 tenemos programada una segunda etapa exploratoria con los siguientes objetivos:
§ Averiguación de las dimensiones exactas de la totalidad del edificio.
§ Obtención de datos sobre la primera etapa de la construcción (¿refección Santos Sartorio?) donde se encontraban las habitaciones de Manuela y Juan Manuel de Rosas, y sobre la 2a etapa (autor Miguel Cabrera).
§ Estratigrafías precisas en pozos arqueológicos experimentales. En una etapa final nuestra propuesta apunta a:
§ Consolidación y restauración de un sector (quizás una cuarta parte del edificio).
§ Puesta en valor: a) obras de preservación (cubiertas, bordes de contención de aguas superficiales, etcétera). b) Obras para exposición pública (taludes, barandas, pasarelas, iluminación, referencias gráficas e históricas, etcétera) y c) Completamiento virtual de volúmenes, con un entramado metálico abierto que recomponga, mediante aristas y perfiles, partes inexistentes del Caserón.
De la combinación de restos arqueológicos y estereotrama, se obtendrá una mejor comprensión de forma y escala por parte de los visitantes, así como una reparación al acto de vandalismo cultural de 1899. Estas obras, integradas a la jardinería y monumentos adyacentes —estatua de Sarmiento y Aromo del Perdón— constituirán un conjunto histórico en pleno corazón de Palermo (en la esquina este de Av. del Libertador y Av. Sarmiento). Todo ello con el criterio de una obra de preservación activa integrando monumentos y actividades propias del parque. Resulta claro que estamos ante un caso atípico de preservación. Aquí se ha operado una destrucción deliberada, seguida de un inmediato ocultamiento de los restos arquitectónicos y un desdiseño o rediseño del paisaje, borrando trazas, referencias y pistas. Una típica operación amnéstica planificada. Por suerte, la torpeza y el apuro hicieron que la operación fuera desprolija, y permitió la intervención de descubrimiento y rescate de importantes restos de edificación. La necedad tuvo límites, pues la remoción total hubiera sido titánica y no se animaron a construir un basamento de 5.500 m2 para la estatua de Sarmiento. Esperamos concluir esta tarea como acción viva y de futuro, que nada tiene que ver con la nostalgia, con los componentes de una memoria apagada y muerta.
Hola, Daniel. Nos conocimos por intermedio de un amigo común: Leandro Desagastizabal. Estoy interesado en participar del proyecto que considero fundamental para difundir la historia que tiene que ser revisada. Estoy a tu disposición. Cordialmente, Jorge Vailati. javailati@hotmail.com
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