Por Alberto Julián
Pérez ©
Antonio, que tenía la cara linda de su madre y ojos muy
negros, se quedaba con ella en el rancho cuando su padre salía a trabajar. Su
hermano mayor, que le llevaba seis años, lo acompañaba a los rodeos y las
yerras. Su madre le hablaba a Antonio en castellano y en guaraní. El podía
comprender la lengua indígena, pero no la aprendió a hablar bien. 1850 fue un año difícil en Corrientes. La guerra civil no
terminaba nunca, se sucedían los combates, y los gauchos seguían a sus
caudillos. No ir era de cobardes y de flojos. Los paisanos se preciaban de su
coraje y no aguantaban una mancha en su reputación. Su padre se fue a la guerra y no regresó. Les dijeron que lo
habían muerto en un entrevero con los soldados de un comandante entrerriano. La
madre quedó sola con sus hijos en el rancho de adobe. El patrón de la estancia,
Don Indalecio Santamaría, cuando supo que el gaucho Gil no había vuelto de la
patriada contra los entrerrianos, le pidió a su mujer que los ayudara, como
correspondía. Don Indalecio se preciaba de proteger a su gente en momentos
difíciles. Al hijo mayor, que era fuerte y hábil como lo había sido su padre,
aunque joven todavía, le dio trabajo en su estancia como peón. Su señora, Doña
Catalina, llevó a la china a trabajar a la casa. Ayudaba en la cocina y hacía
la limpieza. Le dieron un cuarto en una vivienda vecina al caserón de la estancia
para que se alojara junto a su hijito, con el personal de servicio. Su hijo
mayor dormía en el galpón de los peones. Antoñito, que era un niño muy menudito
y tranquilo, hacía mandados y ayudaba en lo que podía. Cuando no tenía tarea,
jugaba solo en el corredor de la casa. El casco de la estancia de “La Trinidad” era grande,
trabajaban allí más de treinta personas, entre peones y sirvientes. Había
también tres esclavos negros, un hombre y dos mujeres, que servían en la casa.
La señora del patrón, que tenía tres hijos, hizo venir a una maestra de
Corrientes para que les enseñara a leer y escribir. Por la mañana, después del
desayuno, la maestra se sentaba con los niños bajo la enramada, y allí les
hacía aprender el alfabeto, y les enseñaba a deletrear y a escribir. Antoñito
miraba con curiosidad e interés. Doña Catalina, viendo esto, le pidió a la
maestra que le enseñara también a él. Antoñito, que era despierto e
inteligente, aprendió a leer y escribir con gran facilidad, antes que los otros
niños. Estos le agarraron envidia y lo acusaban de todo tipo de cosas para que
su madre lo castigara. Le decían que les robaba los dulces y les pegaba. La
señora de la estancia no les creía y miraba al niño con simpatía.
En el 51 llegaron noticias del pronunciamiento de Urquiza.
El dueño de la estancia era federal y la situación le preocupó sobremanera. Los
unitarios conspiraban contra el país. Rosas había mantenido a los franceses y a
los ingleses alejados de la frontera, acorralados en la ciudad vieja de
Montevideo, durante muchos años. Don Indalecio era un estanciero próspero y se
había enriquecido con la política de Rosas. Todos los años arreaba sus animales
hacia el sur y los vendía en Buenos Aires a los saladeros, que preparaban
charqui para los mercados de esclavos del Brasil. También tenía comercio de
cueros, que embarcaba en el puerto de Corrientes. Hacia allá salían sus
carretas cada tantos meses. El hombre se fue con sus peones gauchos a Buenos
Aires, a defender a Rosas, siguiendo a un comandante amigo y no regresó en
muchos meses.
Cuando volvió se supo que había caído mucha gente en la
lucha. Rosas había sido derrotado en Caseros y se había ido del país. El
General Urquiza, de Entre Ríos, había quedado al frente de la Confederación.
Habían llegado al país muchos brasileños y otros extranjeros. Al poco tiempo,
la maestra que les enseñaba a los chicos regresó a Corrientes. No vinieron más
maestros a la estancia. A veces, la esposa del patrón, por la tarde, se sentaba
en la enramada con los niños y les hacía leer la Biblia en voz alta. Si
Antoñito estaba allí le pedía que leyera. El niño prefería el Génesis y el
Evangelio de San Juan. Leía de corrido, con voz clara. A diferencia de los
otros niños, casi nunca se equivocaba. Pronunciaba con cuidado, dándole a cada
frase un énfasis especial.
La madre de Antoñito continuó trabajando en la cocina. Era
una mujer atractiva y los gauchos la cortejaban. Le decían piropos y cumplidos,
que ella no respondía. Finalmente aceptó a un enamorado, Juan Prieto, un gaucho
rumboso que usaba aperos llamativos y se emborrachaba cada vez que había baile.
Al hombre le molestaba que el niño estuviera siempre entre él y la mujer. Le
dijo a la madre que Antoñito estaba muy apegado a sus polleras y que tenía que
hacerse hombre. Ya había cumplido once años. El tenía un peón amigo que podía
llevarlo al campo, para que aprendiera a trabajar con los animales y se hiciera
gaucho.
Lo mandaron con Pancracio, un gaucho de pelo largo y vincha,
que era famoso por su habilidad con el cuchillo. Pancracio se encariñó con
Antoñito, le enseñó a amansar caballos, a arrear el ganado, a marcar, a carnear
y a cuerear. También le enseñó a vistear. En esos pagos había que saber
defenderse. Lo llamaba Gauchito en lugar de Antoñito. “¿Gauchito cuánto?”, le
preguntó alguien. “Gauchito Gil”, respondió el muchacho y ya le quedó ese
nombre.
Cada tanto el Gauchito regresaba a los pagos a visitar a su
madre, que se fue a vivir a un rancho con el gaucho Juan Prieto. Una vez que
llegó se dio cuenta que estaba embarazada, iba a tener un hermanito. El niño
nació prematuro y murió enseguida. Su madre perdió mucha sangre en el parto y
al poco tiempo moría ella también. El Gauchito amaba profundamente a su madre y
la pérdida le causó un gran dolor. La enterraron en un camposanto en Paz Ubre.
A los dieciséis años se había quedado huérfano.
Al tiempo el patrón envió a Pancracio con un encargo a
Corrientes y el Gauchito se fue a trabajar como ayudante de un cazador que
vivía en los esteros. Se llamaba Venancio. Cazaba aves y vendía sus plumas más
finas, que eran muy apreciadas. Casi nadie, entre los gauchos, tenía fusil, que
era un arma de los ricos. Cazaban con trampas y con bolas. El Gauchito se hizo
un cazador diestro. Podía bolear a los patos en el aire. En los esteros andaban
en canoa. Atravesaban grandes peces con lanza y los comían asados. Dormían en
una choza de junco que se habían armado. El Gauchito se enamoró del paisaje, de
sus sonidos y de las noches estrelladas. Venancio se había criado en la
frontera con Paraguay y sabía poco castellano. Le hablaba casi siempre en
guaraní. El Gauchito le entendía y le respondía en castellano.
A los dieciocho años el Gauchito decidió volver a la
estancia. Le dijo a Venancio que quería andar por su cuenta y se despidió de
él. Regresó a “La Trinidad”, donde había crecido, y le dijo al patrón que
estaba buscando trabajo. Poco después Don Indalecio lo llamó. Un amigo suyo
había muerto en una batalla grande en el arroyo Pavón, en Santa Fe, y su
esposa, que había quedado sola, necesitaba ayuda en su campo. Don Indalecio
sabía que el Gauchito era un muchacho listo e inteligente. Le dio una carta y
lo envió a “La Estrella”, cerca de Mercedes.
La viuda lo recibió. Era una mujer de unos treinta años,
hermosa, y de cuerpo algo grueso. Se llamaba Estrella, como la estancia. Su
marido le había puesto ese nombre en honor suyo. Desde un primer momento el
Gauchito le llamó la atención. Era un muchacho bajito, con cara de niño.
Aparentaba menos edad que la que tenía. Después de hacerle algunas preguntas,
le ofreció el trabajo. El capataz lo puso a cargo de una cantidad de animales.
Era buen jinete y sabía seleccionar y apartar el ganado. Los arreaba a las
aguadas y a los pastizales.
Un día, en un fogón, un gaucho grandote se burló de él. Los
otros se rieron y el Gauchito se ofendió. Lo desafió a pelear y desenvainó su
cuchillo. El grandote sacó el suyo y se trenzaron. El capataz se interpuso y
los desarmó. Les dijo que en la estancia, por orden de la patrona, estaban
prohibidas las peleas y los hizo azotar.
Los gauchos arreaban con el rebenque y el lazo. El Gauchito
prefería las boleadoras. Como era bajo, se las ataba alrededor del pecho, en
lugar de la cintura. Decía que le resultaba más cómodo. El capataz lo mandaba
en persecución de las reses que escapaban y las inmovilizaba con un tiro de
bolas. Una vez que estaban en el monte boleó a un jabalí. Los otros gauchos
festejaron su hazaña. Comieron el jabalí asado a las llamas. Lo abrieron en
dos, lo clavaron en una cruz de hierro, hincaron la cruz en la tierra, lo cubrieron
con una montaña de ramas de espinillo que juntaron e hicieron una enorme
fogata. Pocos minutos después extinguieron el fuego. La carne estaba a punto.
A los veinte años se dejó crecer el bigote para parecer más
grande. Tenía un rostro bondadoso y ojos penetrantes. Muchos lo consideraban
afeminado y lo miraban con sorna. Como buen correntino, respetaba las creencias
de su tierra. Se hizo grabar en el esternón un tatuaje de San La Muerte a punta
de cuchillo. San La Muerte lo protegía de las alimañas peligrosas cuando estaba
en el monte y en los esteros. Había ocelotes, víboras y yacarés. Sus fieles
creían que los protegía también de los peligros de la guerra. Las luchas
civiles asolaban la región. Cada dos por tres venían a buscar gente para alguna
refriega. El Gauchito no había ido a la guerra todavía, pero sabía que en algún
momento le iba a tocar.
Por la noche, si no andaba lejos, en un arreo, regresaba a
la estancia. Dormía en un galpón de techo alto, junto a los otros peones. Las
noches de luna salía a contemplar el campo. A la patrona, Doña Estrella, le
gustaba sentarse en el corredor de la casa. La mujer lo observaba y se empezó a
interesar en él.
Algunas veces, cuando lo veía por las noches, la viuda lo
llamaba para hablar. Le preguntaba por sus cosas. Cuando supo que sabía leer,
le pidió que le leyera la Biblia. Lo hizo pasar a la casa y leyó a la luz de la
lámpara. La escena se repitió con cierta frecuencia. Lo convidaba con cognac o
ginebra. El Gauchito, que era muy tímido, hacía todo lo que ella le decía. Un
día pasó lo inevitable. La señora, que lo deseaba, lo empezó a acariciar y lo
besó. Después se lo llevó al dormitorio e hicieron el amor. El Gauchito era un
muchacho tierno y apasionado. La mujer se enamoró de él. El Gauchito se dejaba
hacer. Al tiempo ya casi no iba a dormir al galpón. Los demás peones lo
empezaron a celar. Se dieron cuenta de que tenía tratos íntimos con la patrona.
Poco después llegaron a la estancia dos hermanos de Doña
Estrella. Durante varios días el Gauchito no se acercó a la casa. Uno de los
hermanos vestía uniforme militar. El otro usaba ropa de ciudad. Vivían en Corrientes.
Días más tarde vino de visita el Capitán Alvarado. Era pretendiente de Doña
Estrella y un hombre influyente, oficial del Ejército y Jefe de la Policía de
Mercedes. Tenía como cuarenta años, era alto y de porte marcial. Era amigo del
Gobernador y en la región le temían.
El Capitán empezó a venir seguido por las tardes. La señora
le pidió una vez al Gauchito que les cebara mate, y allí pudo ver a todos de
cerca. No sabía por qué los hermanos de Estrella habían ido a la estancia.
Estaba preocupado, pensaba que quizá quisieran aprovecharse de ella, que era
tan rica.
Cuando se
fueron los hermanos la situación se normalizó. El Capitán la visitaba de vez en
cuando durante el día y salían a pasear a caballo, o ella lo invitaba a
almorzar. También les gustaba tomar mate juntos en el corredor de la casa.
Pasaban tiempo solos en el interior de la vivienda, pero el Capitán no se
quedaba por las noches en la estancia.
Doña Estrella estaba infatuada con el muchacho. Lo invitaba
por la noche a la casa. Le gustaba bañarlo en una tina, perfumarlo y luego
llevarlo a la cama y jinetear encima de él. El Gauchito era de piel blanca, sin
vellos, y su cuerpo era más pequeño que el de ella. Doña Estrella lo
acariciaba, jugaba con su bigote y le decía que lo quería. El Gauchito se fue
enamorando de ella. Nunca había estado con una mujer antes.
Los otros peones miraban con envidia la relación del
Gauchito con la patrona. Alguien hizo llegar al Capitán los rumores sobre las
visitas nocturnas del muchacho a la viuda. Al tiempo regresó a la estancia el
hermano militar de Doña Estrella. Se quedó allí varios días. Venía de la
guerra. Los dos, aparentemente, hablaron de negocios. Después vino el Capitán.
El Capitán lo mandó llamar al Gauchito. Le dijo que se venían malos tiempos, y
que él iba a tener que internarse en el monte con un rebaño de ganado. Doña
Estrella asintió. Había guerra y no querían que les confiscaran todos los
animales.
El Gauchito, junto con otros peones, se llevaron los
animales al monte. Allí vivieron por varios meses. Cuando volvieron a la
estancia los recibió el Capitán Alvarado. No pudo ver a Doña Estrella. El
Capitán le dijo al Gauchito que iba a vivir en un puesto algo alejado de la
casa, y que no abandonara el sitio si él no lo autorizaba. El muchacho, que
extrañaba a su amante, merodeaba por las noches los alrededores del casco.
Intentó acercarse y dos policías que estaban vigilando se le echaron encima. Se
cubrió la cara con el pañuelo, sacó el facón y les hizo frente. Hirió a uno y
logró escapar. Al día siguiente el Capitán lo vino a buscar con dos policías y
se lo llevaron detenido. Lo acusó de tratar de robar en la casa y de herir a un
policía. El Gauchito negó que hubiera sido él. Lo hizo azotar y estaquear. Lo
dejó un día tendido al sol. Doña Estrella, que se enteró, vino a pedir por él.
Dijo que era un buen peón y que debía perdonarlo. El Capitán no quería entrar a
competir con el muchacho. Le ordenó que se fuera lejos, que no volviera a la
estancia. Era sospechoso de haber herido a un policía y si regresaba podía irle
muy mal.
Estaban reclutando gente para la guerra contra el Paraguay.
El Gauchito lo vio como una oportunidad para probarse. Era 1866, ya había
cumplido veintidós años. Fue a Corrientes y lo destinaron a un cuerpo de
infantería. La guerra se peleaba en los esteros y el Gauchito conocía ese tipo
de terreno. La vida militar no era lo que pensaba. Había que pasarse mucho
tiempo en el campamento, esperando órdenes. Se aburría. Se hizo de varios
amigos. Eran casi todos gauchos como él. Los oficiales hablaban poco con ellos,
venían de las ciudades del litoral.
Había un soldado que era diferente a los demás. Andaba
siempre con una carpeta. La apoyaba donde podía y se ponía a dibujar. Hacía
croquis y dibujos del campamento y los alrededores. También dibujaba a otros
soldados, en diferentes posiciones. Ponía el lápiz delante de la vista para
tomarle el tamaño a las cosas y calcular las distancias. Le decían Cándido.
Peleó junto a él en la batalla de Sauce. En la batalla de Curupaytí lo hirieron
mal y perdió el brazo derecho. El Gauchito lo vio cuando lo llevaban al
hospital de campaña. El otro lo reconoció también. Le dijo que no iba a poder
dibujar más ni pintar. El Gauchito le respondió que si realmente era pintor,
iba a aprender a pintar con la otra mano. El muchacho lo miró agradecido.
Pero eran muchos. Pasaron los meses y la guerra se empezó a
inclinar del lado argentino y sus aliados brasileños y uruguayos. Llegó a su
Regimiento un oficial periodista. Era Capitán. Había combatido en Sauce y en
Curupaytí, donde lo habían herido. Al Gauchito le llamaba la atención verlo
leer y escribir. Un día se acercó a él para observar lo que escribía. El otro
le preguntó si podía entender lo que decía allí. El Gauchito le dijo que sí,
que sabía leer. El Capitán se sorprendió. Los gauchos eran casi todos
analfabetos. El Gauchito le dijo que había aprendido a leer en la estancia de
sus patrones, donde su madre era la cocinera. El otro se presentó, era el
Capitán Mansilla y trabajaba para un diario de Buenos Aires, La Tribuna.
Cumplía además funciones militares. Le preguntó si le quería ayudar. El
Gauchito le dijo que sí. Le pidió que pasara en limpio los artículos que
escribía. El Gauchito tenía una letra muy clara y perfilada. Escribía en una
mesa de campaña, junto a la tienda del Capitán. Se pasaba horas trabajando y
casi dibujaba cada letra. Mansilla le preguntó si había leído libros. El
Gauchito le respondió que la Biblia. Mansilla le preguntó si algún otro. El
Gauchito le dijo que no.
Se hizo inseparable del Capitán y lo seguía a todos lados.
Mansilla le pedía que le leyera en voz alta los diarios que le llegaban de
Buenos Aires. Estaba en contra del gobierno, no quería al Presidente y
criticaba la dirección de la guerra. Las crónicas que escribía analizaban la
situación con un tono negativo y pesimista.
Su Regimiento estuvo estacionado varias semanas sin moverse.
Mansilla se aburría de la vida en el campamento. Por fin recibieron órdenes de
adelantar sus posiciones. Todo el Regimiento marchó y se ubicaron más cerca del
enemigo. Hicieron terraplenes para protegerse de las balas y cavaron
trincheras. Mansilla tenía un gran sentido del humor y le gustaba hacer bromas
y contar chistes a sus soldados. Las horas eran largas y no había mucha acción.
Los paraguayos tenían pocas municiones y casi no disparaban. Era una guerra de
nervios. Estaban siempre observando al enemigo y esperando.
Mansilla les propuso cargar a la bayoneta, pero el Mando
superior se opuso. El Capitán regresó a su puesto furioso y se subió encima de
los terraplenes. Empezó a agitar los brazos. Los paraguayos le gritaban cosas.
Los argentinos respondieron. Algunas balas paraguayas picaron sobre las
fortificaciones. Le pidieron a Mansilla que bajara, antes que lo hirieran. El
empezó a reírse a carcajadas. Se bajó los pantalones y les mostró el culo a los
paraguayos. Los soldados empezaron todos a reírse. Esa tarde terminó sin
mayores incidentes. Mansilla había sido el héroe del campamento.
Días después avanzaron y desalojaron a los paraguayos de su
posición. Tuvieron que cargar de frente contra el enemigo. Hubo muchos muertos.
El Gauchito vio como un soldado paraguayo se le venía encima. Logró hacerse a
un lado y lo atravesó con la bayoneta. Mientras estaba expirando el paraguayo
lo miró a los ojos. Era un muchachito de no más de quince años. El Gauchito le
sostuvo la cabeza y el otro murió en sus brazos. Siguió peleando, pero esa
noche no pudo olvidarse de la mirada del joven soldado moribundo.
La guerra siguió su curso. A su Regimiento de a poco lo
fueron diezmando. Ya no quedaban ni la mitad de los hombres. Lo hirieron en un
hombro y lo mandaron a la retaguardia. Lo atendieron y lo vendaron unas mujeres
que hacían de enfermeras, hasta que recuperó las fuerzas. Cuando volvió al
frente ya Mansilla no estaba, lo habían hecho regresar a Buenos Aires.
Al mes siguiente enviaron a su Regimiento a Corrientes y lo
acuartelaron. Su unidad permaneció allí durante varios meses, hasta que terminó
la guerra. Licenciaron a todos y les dieron unos pocos pesos para que volvieran
a sus pagos. Cuando el Gauchito llegó a Pay Ubre se enteró que Doña Estrella,
la patrona, se había casado con el Capitán Alvarado. Este se había retirado de
la policía y ahora administraba la estancia. El Capitán recibió con desagrado
la noticia del regreso del Gauchito. Sospechaba lo que había pasado entre él y
su mujer.
El Gauchito consiguió trabajo en un campo. Atendía a los
animales. Los llevaba a las pasturas y las aguadas. Tenía un buen caballo y
salía a galopar por las tardes después del trabajo. Sintió tentación de
acercarse a la estancia de Doña Estrella, pero no lo hizo. Le costó mucho
adaptarse otra vez a la vida de peón. La guerra lo había cambiado. Tenía
pesadillas por las noches. Veía los ojos del muchachito que había atravesado
con la bayoneta y había muerto en sus brazos. Se despertaba angustiado.
Un día lo vino a buscar la policía al campo donde trabajaba.
Era el año 1871. Le dijeron que no lo querían en el pago. Las cosas estaban
difíciles, había muchos cuatreros y le convenía irse de allí. El Gauchito
entendió, pero no hizo caso. Al tiempo se enteró de que en Corrientes se habían
levantado contra el gobierno. El Jefe de la policía se presentó en la estancia
y dijo que pronto llegaría un Comandante a buscar soldados para la guerra
civil, y que se prepararan para luchar. El Gauchito sintió que no tenía nada
que ganar y que realmente no quería pelear en otra guerra. Para él los hombres
eran todos hermanos, aunque vivieran en distintas provincias o países. Esa
noche tuvo un sueño. Se le apareció Cristo, rodeado de una luz blanca. Tenía un
rostro de aspecto adolescente. El reconoció los ojos del soldado paraguayo
muerto. Dios le habló en guaraní y le dijo que el hombre no debe derramar la
sangre del hombre. Le pidió que rezara a San La Muerte para que lo protegiera.
Al otro día llegó una partida de soldados. El Comandante
explicó que ellos eran azules liberales y estaban en contra de los
autonomistas. Les ordenó que se alistaran, se los llevaban a todos a pelear.
Tuvieron que seguirlos. Hicieron una gran redada en varias estancias sin
preguntar a los peones de qué parte estaban. Los obligaron a ir con ellos. Los
gauchos eran todos federales y colorados. Siempre habían visto a los liberales
como enemigos. Dos compañeros le vinieron a hablar. Quedaron en huir esa noche
y escapar hacia los esteros. No los encontrarían. El Gauchito conocía muy bien
el terreno y sabía como vivir allí.
Se fugó con los otros dos. Eran desertores y tendrían que
andar como gauchos fugitivos. Se perdieron en los Esteros del Iberá. En una
isleta hicieron una choza y se quedaron a vivir allí. Uno de los gauchos,
Francisco Gonçalves, era mestizo, hijo de padre brasileño y madre correntina, y
el otro, Ramiro Pardo, criollo. Se pasaron muchos meses pescando y cazando en
los esteros, esperando que terminara la guerra civil y hubiera paz.
Francisco llevaba en
su montura una Biblia. No sabía leer. Cuando se enteró que el Gauchito sí
sabía, le pidió que le leyera los Evangelios. Todos los días por la tarde leía
un rato en voz alta y los otros escuchaban. Les interesaba sobre todo el relato
de la pasión, cuando entregan a Cristo y lo crucifican. Decían que el mundo
estaba lleno de traidores.
Había transcurrido un año por los menos, y el Gauchito se
atrevió a dejar su escondite para buscar noticias. Enfiló hacia una zona poblada
y se detuvo en una pulpería. El dueño le dijo que la guerra había terminado.
Compró yerba y ginebra. Vio encima de unas barricas unos cuadernos impresos.
Tomó uno y lo hojeó. El cuaderno decía El gaucho Martín Fierro. Estaba en
verso. El pulpero le explicó que lo había escrito un periodista de Buenos Aires
y lo vendía por unos pocos centavos. Se llevó uno. Le dijo al pulpero que era
cazador y quería vender pieles y plumas. Le preguntó si se las compraba. Este
mostró interés. El Gauchito prometió volver con una carga.
Regresó a los esteros. Sus compañeros de aventura quedaron
encantados con la noticia del fin de la guerra. Podían dedicarse tranquilamente
a cazar nutrias y garzas. Les gustó mucho el libro que trajo el Gauchito. De
ahí en más lo preferían a la Biblia. Todas las tardes les leía unas estrofas
del Martín Fierro. Ellos habían escuchado a los cantores payar en los fogones y
en las pulperías. En las estancias siempre había una guitarra para el que
quisiera improvisar. Pero nunca habían oído versos tan lindos. Le pedían que
les leyera las estrofas una y otra vez. También discutían lo que el libro decía
y se hacían preguntas.
Estaban de acuerdo que en el pasado los gauchos habían sido
más felices que en esos momentos. Muchos paisanos tenían su campito, sus vacas
y su tropilla. Trabajaban en las estancias y nadie los molestaba ni los
perseguía. “Eran otras épocas - dijo Francisco - Eran tiempos de Rosas”. El
Gauchito recordó que el Capitán Mansilla siempre le decía que ya no quedaban
criollos, y que por culpa del gobierno iban a desaparecer los gauchos. Después
de la caída de Rosas habían venido malos tiempos. Francisco dijo que a su padre
un Comandante le quitó la tierra. Al de Ramiro lo habían perseguido para
sacarle la mujer. Lo mandaron a la frontera de Córdoba, a luchar en los
fortines. Su madre se había ido a vivir con un Sargento y a él lo enviaron
lejos a trabajar de boyero. Ya no volvió a ver a su madre.
A todos les gustó que Martín Fierro se defendiera. Era muy
hombre. El ejército era una desgracia. Los oficiales eran unos ladrones que
dejaban al gaucho en la miseria. Cuando el Gauchito les leyó los versos en que
Martín Fierro desertaba todos se identificaron con él. Celebraron también la
parte en que luchaba con la partida y el Sargento Cruz se ponía de su lado.
Para ellos la amistad era algo sagrado, un gaucho no debía abandonar a otro
gaucho, mucho menos si estaba en peligro.
Se quedaron juntos varios meses más. Cazaban aves acuáticas
y guardaban las plumas; también atrapaban nutrias y otros animales salvajes y
conservaban los cueros. Cada tanto el Gauchito iba a la pulpería con los tres
caballos cargados. Volvía con dinero y con noticias. Se repartían el dinero y
lo guardaban en el cinturón. En 1874 hubo una nueva guerra civil. Las aguas
estaban revueltas. Sus dos compañeros pensaron que era un buen momento para
tratar de regresar, mezclarse con la población y abrirse camino. La policía
estaba entretenida y ocupada con la leva. El Gauchito prefirió quedarse un poco
más y le pidió a Francisco que le dejara la Biblia. El otro accedió. De todos
modos, no sabía leer. Se despidieron. Los dos enfilaron hacia el sur de la
provincia.
Antes que los gauchos Gonçalves y Pardo llegaran a Goya una
partida los detuvo. Los acusaron de ser ladrones y cuatreros. No los juzgaron.
Cuando supieron que eran desertores decidieron ajusticiarlos. Uno dijo que los
llevaran a Goya y los mataran allá. Pero no quisieron tomarse el trabajo de
llevarlos prisioneros. Los fusilaron al costado del camino. El Gauchito nunca
supo que sus amigos habían muerto. Se quedó viviendo en su isleta, en los
esteros. Se sentía bien solo. Desarrolló una intensa vida espiritual. Leía El
gaucho Martín Fierro y la Biblia. Pasaba mucho tiempo meditando.
Por las tardes, cuando caía el sol y el cielo se teñía de
rojo, se tendía en el suelo y se concentraba en un punto en el centro de su
frente. Empezó a tener visiones. Conversaba con San La Muerte. Se le aparecía
su esqueleto y le decía que lo protegía y velaba por él. El Gauchito contestaba
que no tenía miedo de morir. El quería ver a Dios un día. Sintió que todo eso
que pasaba era una preparación para otra cosa. En algún momento tenía que
volver al pago que había dejado, y para ese entonces él sería otra persona.
También se le apareció el adolescente paraguayo que había matado en la guerra.
El Gauchito le prometió que ya no iba a derramar más la sangre del hombre.
Finalmente, en 1875 se decidió a dejar su refugio.
Llevaba una cierta cantidad de dinero que había ahorrado con
la venta de plumas y cueros. Iba muy prolijo. Se afeitó la barba con su facón y
se dejó el bigote. Tenía un facón con mango de asta de ciervo, muy valorado.
Iba con sus boleadoras atadas al pecho. Era un cazador consumado y no moriría
de hambre mientras tuviera sus bolas. Se mantuvo alejado de los lugares en que
había vivido o que antes frecuentaba. Cuando se sentía convencido de que no
había pasado por esos pagos, se animaba a acercarse a los caseríos. Se detenía
en el rancho de algún paisano y le pedía hospitalidad. Encontró que el campo
estaba menos poblado que antes, había muchas taperas. No eran buenos tiempos
para los gauchos. Llevaba con él su poncho rojo y cuando le preguntaban si era
federal no lo desmentía. Decía que era, como todos los pobres, defensor de los
gauchos.
Una vez se paró en un rancho y encontró una situación
desoladora. Vivían en él un gaucho, su china y sus dos hijos. Un hijo estaba
muy enfermo. Tenía una fiebre que lo consumía. Su cuerpo estaba lleno de llagas
y bubones. Hacía días que estaba inconsciente, y esperaban que muriera esa
noche. Movido por la compasión, el Gauchito se arrodilló frente a su catre y le
tocó la frente. Luego dirigió su mano hacia las llagas y los bubones. Sacó la
Biblia y se puso a leer el capítulo 9 del Evangelio de San Mateo. Cuando llegó
a la parte en que Jesús sana a los enfermos, el niño moribundo abrió los ojos y
se incorporó en el lecho. Los padres retrocedieron con miedo. El niño se puso
de pie y pidió agua. Le trajeron agua, la bebió y dijo que tenía hambre. El
padre carneó un cordero e hicieron un asado. Le pidieron al Gauchito que se
quedara a pasar la noche en el rancho. A la mañana el niño tenía la piel bien,
no quedaban rastros de las llagas y estaba sonriendo. El Gauchito anunció que
seguía viaje. No lo querían dejar ir. No sabían qué darle. El hombre le dijo
que se llevara un caballo ladero. El Gauchito andaba en un tordillo. Dijo que
no le hacía falta, que se sentía contento de que el chico estuviera bien.
Se fue. No entendía bien lo que había pasado. Dios había
intervenido. Había curado por su intermedio. Lo había aceptado como vehículo
suyo. Le había dado un poder. Quedó obnubilado. Llegó hasta un bosquecito.
Decidió quedarse allí por varios días. No cazó ni comió. Sólo bebió agua de un
arroyo. Hizo ayuno por una semana. Se pasaba el día tumbado bajo los árboles,
meditando. Leía la Biblia. Al atardecer salía a caminar. Espiritualmente
fortalecido decidió seguir viaje. Pidió trabajo en una estancia. Le dieron una
tropilla de potros jóvenes, algunos redomones y algunos sin domar, para que los
amansara. Era buen domador. Escuchó una voz que le dijo que no los golpeara.
Eran criaturas de dios, le entenderían si les hablaba. Decidió obedecer a la
voz. No castigó a los animales. Les hablaba. Los caballos parecían entenderle.
Les fue quitando las cosquillas y los miedos. Los abrazaba. Los animales se
restregaban contra su pecho. Luego los montaba y los potrillos se comportaban
como caballos mansos que hubieran sufrido la montura por mucho tiempo. Los
hacía andar sin ponerles el freno. Les aplicaba una presión con las piernas en
el costado y los animales obedecían. Un gaucho le preguntó dónde había
aprendido eso, que si había vivido con los indios. Respondió que no, que él
solo había aprendido. Después les puso el freno y dejó que los montaran otros.
Los animales respondieron bien.
Siguió viaje y fue a otra estancia. Le ofrecieron trabajo de
peón. Aceptó. Volvió a tener visiones. Una vez, junto a una aguada, se le
apareció Cristo. Le dijo al Gauchito que era, como él, un cordero. Le pidió que
no tuviera miedo, que él lo iba a recibir en su reino. El cordero estaba en el
mundo para lavar los pecados y redimir al hombre.
Un día cuando llegó a la casa del patrón vio un carruaje que
había venido de la ciudad. Preguntó a los otros peones qué pasaba. Había
llegado el médico. La mujer del patrón estaba muy enferma, le dolía el costado.
Tenía un ataque de apendicitis. A la mañana la sacaron al corredor de la casa.
Todos se acercaron a verla. Tenía la tez amarilla. El médico dijo que no se
podía hacer nada. Al llegar la tarde la mujer no hablaba, no podía tragar. El
médico dijo que buscaran a un cura porque iba a morirse, que le dieran la
extremaunción. Mandaron a buscar al pueblo a un vecino que se hacía pasar por
cura y a veces celebraba misa. Mientras pasaba esto, el Gauchito quiso probar
si Dios le concedía un favor. Se acercó a la mujer y empezó a rezar en
silencio. Los demás no se dieron cuenta. Le pidió a Cristo que la salvara, y a
San La Muerte que no se la llevara. Después de diez minutos la mujer abrió los
ojos. Les dijo que había tenido una visión. Había venido del cielo una paloma
blanca y había depositado gotas de rocío en su boca. Pensaron que deliraba. La
mujer se incorporó en el lecho. Le preguntaron si le dolía algo. Dijo que no,
que estaba bien, que no le dolía nada. Preguntó que por qué estaban todos
reunidos allí y se levantó. El Gauchito se retiró al galpón donde dormía y le
agradeció a Dios. Nadie entendió lo que había pasado, pero el Gauchito supo que
había sido Cristo, que había intercedido y le había concedido su súplica.
Días después dejó su trabajo y se internó en el monte. Se
detuvo bajo un árbol e hizo ayuno por una semana. Se preguntó qué significaba
todo eso, que qué iba a hacer con su vida. Que por qué lo había elegido Dios y
qué quería de él. Le dijo a Cristo que si él servía para lavar la sangre del
pecado que se lo llevara, que él estaba en sus manos. Era 1877 y el gauchito
estaba por cumplir treinta y tres años. Había vivido mucho tiempo escapando. El
único amor que había conocido era el de la viuda. Había ido a algunas fiestas y
bailes, pero raramente se acercaba a una mujer. En cada una veía algo de la que
había sido su amada y retrocedía.
Finalmente decidió que era tiempo de volver a sus pagos.
Quería visitar la tumba de su madre. Sabía que era peligroso, pero rezó, y
pensó que Dios iba a decidir cuando fuera su hora. El 6 de enero de 1878 fue a
Mercedes a las celebraciones de Reyes. Se dijo que quería ver a la gente, pero
realmente lo que quería era saber algo de Estrella. Pensó que ella estaría ya
grande, pero él la seguía queriendo. Fue a la misa, y después a la fiesta.
Había empanadas y vino. Al rato empezó la guitarreada. El pueblo estaba
animado.
Al atardecer fue al cementerio a visitar la tumba de su
madre. Por la noche durmió en el camposanto, tapado con su poncho. A la mañana
siguiente regresó al pueblo y se acercó a un almacén a tomar una caña. Quería
enterarse de las novedades. De pronto sintió una mano que le sostenía el brazo.
Se volvió y se encontró con la mirada del antiguo Jefe de policía y esposo de
Estrella. “Sabía que iba a volver”, le dijo. Le apuntó con una pistola y le
ordenó que marchara con él. Fueron a la comisaría. “Enciérrelo”, le dijo al
Comisario. “Es un ladrón y un desertor”. Pasó la noche en el calabozo.
Pensó que esa quizá era la última noche
de su vida.
La mañana del 8 de enero el Comisario lo sacó del calabozo y
lo entregó a una partida que lo esperaba. “Llévenselo - le dijo al Sargento -
Es un ladrón, un cuatrero y un desertor. Ya saben lo que tienen que hacer”. El
Juez de Paz estaba en la Comisaría en esos momentos y quiso interceder. “Si
cometió un delito, hay que juzgarlo – dijo - Debemos someternos a la ley”. El
Comisario lo miró con sorna. “Si se creerá que es Avellaneda - se burló - Hay
demasiado gaucho bandido en esta tierra”. “Iré al Gobernador - respondió el
otro - Basta ya de derramar sangre inocente. Los delitos hay que probarlos”.
Los policías le ataron las manos y se lo llevaron. Cuando
habían andado dos leguas el Sargento detuvo la partida. Desensillaron junto a
un algarrobo. El Sargento lo hizo bajar y lo paró junto al árbol. Les dijo a
sus hombres que prepararan los fusiles. “¿Por qué me vas a matar, Sargento? -
preguntó el Gauchito – No he cometido delitos. Me persiguen injustamente. Vas a
derramar sangre inocente”. El Sargento le quitó la camisa y dejó su pecho
desnudo. Apareció en su lado izquierdo tatuada la imagen de San La Muerte. Le
apuntaron. El Gauchito los miró. Los policías bajaron las armas. Dijeron que no
podían disparar contra San La Muerte, porque se condenarían. El Sargento, con
rabia, tiró un lazo por encima de una de las ramas del algarrobo, le ató los
pies y lo colgó, cabeza abajo. “No me mates Sargento, soy inocente – repitió -
No le creas al Comisario. Hazle caso al Juez”.
En ese momento el Gauchito tuvo una visión. Se le apareció
un niño cubierto de vendas, que venía del cielo. Tenía los mismos ojos que el
Sargento. Comprendió que era su hijo. El Sargento sacó el cuchillo de asta de
ciervo que le había quitado al Gauchito Gil y se preparó. El Gauchito se dio
cuenta que había llegado su hora. Pensó en su visión. Dios quería decirle algo,
le había mandado un mensaje. Al fin entendió. “Sargento – dijo - tu hijo se ha
enfermado y se está por morir. Después que me hayas matado reza por mi alma. La
sangre de un inocente sirve para lavar los pecados. Reza por mí y tu hijo se
salvará. Invoca mi nombre y yo lo curaré. También te perdonaré a vos por
derramar mi sangre, porque así lo quiere Dios. Invoca mi nombre y se hará el
milagro”.
El Sargento lo miró con burla y le dijo que no se
preocupara, que su hijo estaba bien. Después de un tajo le abrió la yugular. El
Gauchito se desangró rápidamente y expiró. Lo bajaron del árbol y lo dejaron a
un costado. El Sargento no quiso perder tiempo en enterrarlo. Estaba preocupado
por lo que éste había dicho sobre su hijo. Lo cubrieron con hojas y ramas. El Sargento
ordenó a sus hombres que regresaran a la comisaría, que él tenía algo
importante que hacer. Salió al galope hacia su rancho. Al llegar ya se olía la
tragedia. Su mujer lo recibió llorando. Su hijo menor, de diez años, estaba muy
grave. No podía respirar. Le dijo que se estaba muriendo. El Sargento
comprendió todo. Se hincó de rodillas ante el lecho donde yacía el niño y se
puso a rezar. Invocó al Gauchito Gil, y le pidió al difunto que le perdonara su
crimen, y que su sangre inocente lavara sus pecados. Cuando se levantó, su hijo
abrió los ojos y empezó a respirar normalmente. Llamó a la madre y le pidió que
le trajera algo de comer. El Sargento agarró su caballo y volvió al galope
hasta el algarrobo donde había quedado el cuerpo del Gauchito. Quitó las ramas
que cubrían su cadáver y se abrazó a su cuerpo. Tomó el poncho rojo que le
había sacado y cubrió el cadáver. Se arrodilló ante él y le pidió perdón. Con
su facón empezó a cavar una sepultura al pie del algarrobo. Cortó una rama de
espinillo e hizo una cruz. Besó la frente del Gauchito y depositó su cuerpo en
la tumba. Colocó sobre su pecho los dos libros que había encontrado en su
apero: la Biblia y el Martín Fierro, y cruzó sus manos sobre ellos. Ayudarían a
su alma en el viaje. Lo cubrió de tierra, colocó la cruz y ató el poncho rojo
en sus brazos. Hizo un fuego y con carbón escribió: “Gauchito Gil”. Se
persignó, montó en su caballo y regresó a su rancho.
Al llegar le confesó a su mujer lo que había ocurrido. Le
dijo que había derramado la sangre de un inocente. Que Dios lo había castigado
y enfermado mortalmente a su hijo. Que invocó la sangre del Gauchito y Dios lo
perdonó y lo salvó. El Gauchito había hecho el milagro. La mujer le creyó. Era
muy religiosa. Decidieron hacer una peregrinación a pie a la tumba del
Gauchito. Trescientos metros antes de llegar al algarrobo, el Sargento empezó a
andar sobre sus rodillas y a rezar. Su mujer caminaba a su lado, agradeciéndole
al alma del difunto. Encendieron una fogata y se quedaron toda la noche junto a
la tumba.
El Sargento regresó al día siguiente a su trabajo y les
contó a sus hombres lo sucedido. Era gente de una fe profunda. Pensaron que si
el Gauchito había hecho un milagro, podía hacer otros. Uno de ellos tenía a su
madre enferma con manchas en la piel.
Creía que era lepra. El agente fue con su madre a la tumba del Gauchito
y se puso a rezar. Le pidió que la sanara. Dos meses después habían
desaparecido las manchas. El Gauchito había hecho otro milagro. En Mercedes se
corrió la voz de lo que había pasado.
El 8 de enero del año siguiente, al cumplirse un año de su
muerte, el agente y su esposa decidieron visitar su tumba. No eran los únicos.
Allí estaba también la familia del Sargento. Al rato empezaron a llegar otros.
Se juntaron como unas treinta personas. Llevaban flores rojas y las depositaron
sobre la tumba. El poncho rojo del Gauchito estaba todo desteñido y deteriorado
por el agua y el sol. El Sargento clavó otro poncho rojo sobre el tronco del
algarrobo, frente a la tumba. Después dirigió las plegarias. Le pidió perdón
por haber derramado su sangre, y le rogó para que los protegiera. Pidió que su
sangre inocente lavara sus pecados. Después de eso comieron y bebieron, y esa
noche regresaron a Mercedes, fortalecidos.
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