Rosas

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sábado, 14 de diciembre de 2019

"La Cabeza de Pancho Ramirez"

Por Juan Basterra 
Las cuencas vaciadas de los ojos recibían la luz perpetua y siempre renovada de los cirios. Por debajo del pelo broncíneo y a pocos centímetros del tajo por el que se le había escapado la vida, la boca eternizaba una media sonrisa y un desdén aristocratizante. Faltaban, por supuesto, los dormanes de alamares dorados que habían hermoseado su rostro cuando como general, hizo historia en Entre Ríos. Los afanes y las desilusiones que habían gobernado su vida estaban a una distancia que ningún alazán podría agotar. No valían las prebendas ni la compasión. La partida estaba perdida.
Sola entre medio de los barrotes, la cabeza de Francisco Ramírez miraba muda la soberbia arcada que acrecía la dignidad de la galería inferior del cabildo de Santa Fe y el tránsito cada vez más espaciado de los visitantes que la miraban como a una vieja reliquia.
La habían embalsamado con alcanfor, alcohol y miel. Fue barnizada con bálsamo y acacia después de haber sido trepanada y lavada con cocimiento de acíbar, coloquíntida y lejía. Ya no estaban aquellos ojos zarcos que le habían valido el amor de las mujeres y el respeto reverencial de sus hombres y de sus enemigos. Las cuencas vacías ausentaban aquella mirada que hiciera de él, temor del gauchaje y alarido febril en los avances de sus montoneras. Algunos meses antes había vaticinado su fin en una carta enviada a Estanislao López, hasta hace muy poco su aliado y amigo y ahora, el martillo que fraguaría su muerte en el yunque de la traición:  
Querido amigo: no he de recordarle Usted todo el bien que su amistad me ha regalado estos años. Años difíciles, por supuesto, pero que por una ventura de aquellas con las que nos premia la vida, me ha deparado el enorme goce de su palabra, de su pensamiento y lo que es más importante, el apronte que a las balas enemigas, en todo momento y circunstancia, ha realizado su pecho. No crea que olvido los favores recibidos. Aprendí de muy pequeño la gratitud y a ella me he entregado en cuerpo y alma, así fuese dirigida hacia aquellos que meses después de haberme hecho sentir las mieles de los afectos, me han traicionado con la hiel de la villanía.
Usted está, por supuesto, en un sitial diferente al que ocupan los traidores. Sus ideales, que constituyen todo lo más caro de nuestras aspiraciones y el objeto al que abrazamos nuestra causa, son los míos. A ellos es a los que sacrifico mi salud, y lo sé muy bien, en un momento futuro, mi vida. No trate de disuadirme de tan terrible pensamiento. Sé que así sucederá y sé que ese acto es necesario y que al igual que el vuelo con que el milano surca nuestros cielos, está irresolublemente ligado al acontecer de las circunstancias y la marcha del mundo.
Fatalismo, dirán algunos. Yo lo llamo aceptación de nuestro destino. De la misma manera que el yuyo es pisoteado por el potro en el trote que sujeta al mismo, nosotros somos los verdugos y las víctimas del acontecer de nuestro querida Patria. Otros recogerán las semillas de nuestro sacrificio, para sembrar con ellas el suelo de nuestras esperanzas.
No crea en ningún momento, Usted me conoce muy bien, que me entrego permanentemente, de pies y manos atados, a pensamientos tan tenebrosos. También me asaltan las preocupaciones de siempre: la salud de mis hombres, la paga atrasada, el estado de los pertrechos, mi propia higiene personal, el bienestar de mi amada. ¿Qué haría sin ella? ¿En qué oscuro camino cabalgaría este hombre solitario sin su constancia?
Ya ve, estimado, el estado actual de mis pensamientos y de mis afectos. Me sostiene ante lo grande y lo pequeño, la dirección de mi destino y el largo camino de mis logros.
Agradezco a Dios, el bien que hasta ahora me ha otorgado y la honra de su amistad.
Queda de Usted.
Francisco Ramírez
Campamento en Sauce de la luna, julio 3 de 1820.
Todo esto había quedado atrás. Ahora, los formidables pensamientos, las fórmulas con las cuales los había recubierto, las viejas aspiraciones, habían escapado para siempre de la altiva cabeza, ascendiendo al cielo de la “eterna permanencia” -como a veces le gustaba decir entre amigos-, y sobrevivían solamente en estado de fantasmas en algunas de sus cartas, en los oficios de guerra y en el recuerdo de su voz llenando las mañanas de las cargas.
La cabeza de Francisco Ramirez, “el Supremo Entrerriano”, “el tirano” -protegida en su insularidad por los doce barrotes de hierro-, contemplaría, inmóvil, ciega y silenciosa, las imágenes evanescentes y sucesivas de un mundo perdido para siempre.

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