Rosas

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miércoles, 26 de septiembre de 2018

Cuando un Pinedo entregó las Islas Malvinas a un marino inglés de 23 años

por Roberto Bardini
Muchos detractores de Federico Pinedo, jefe del bloque de Senadores del PRO, sacaron a relucir recientemente la línea genealógica del político. No sólo la que conduce directamente a su madre, sino también la que lleva a su bisabuelo y abuelo, dos conservadores también llamados Federico Pinedo. El primero fue intendente de Buenos Aires en 1893 y ministro de Justicia e Instrucción Pública en 1906. El segundo, un extraño socialista pro británico, fue ministro de Economía en 1933, 1940 y 1962 bajo tres presidentes de triste recuerdo: Agustín P. Justo, Ramón Castillo y José María Guido. El general Justo y el conservador Castillo son figuras centrales de la llamada “década infame” (1930-1943), una etapa de fraudes electorales, corrupción política y orientaciones económicas del Reino Unido, que se benefició con las exportaciones de carne argentina, la concesión de todo el transporte público y la creación de un Banco Central diseñado en Londres.

Resultado de imagen para jose maría pinedo y las malvinas No obstante, sus descalificadores olvidaron mencionar a un ancestro cuya trascendencia posiblemente supere a todos los Pinedo hasta ahora conocidos. Se trata del cauteloso lobo de mar que en 1833 entregó las Islas Malvinas a Gran Bretaña sin disparar un tiro.  Fue durante el gobierno de Juan Manuel de Rosas. Por orden del Restaurador, el 10 de septiembre de 1832 el Ministerio de Guerra y Marina designa provisoriamente como comandante civil y militar de las Malvinas al mayor de artillería Juan Esteban Mestivier. El grado equivale al actual de mayor; es decir, pertenece al escalafón de oficiales. Mestivier tiene dos años de casado con Gertrudis Sánchez, una porteña de 22 años, que está embarazada.
Quince días después, la goleta de guerra Sarandí, a las órdenes del teniente coronel de marina José María Pinedo, de 38 años, parte hacia las islas con Mestivier, su joven esposa y 25 soldados del Regimiento Patricios al mando del teniente primero José Gomila.  Pinedo, hijo y hermano de militares, ha ingresado a la marina en marzo de 1816, a la edad de 20 años, mientras el país luchaba por su independencia. Durante la guerra con Brasil, la goleta Sarandí ha sido una de las naves más heroicas bajo el mando del almirante Guillermo Brown.  Las instrucciones que lleva Pinedo, firmadas por el ministro de Guerra y Marina, Juan Ramón Balcarce, son claras: “El comandante de la goleta Sarandí guardará la mayor circunspección con los buques de guerra extranjeros, no los insultará jamás; mas en el caso de ser atropellado violentamente [...] deberá defenderse de cualquier superioridad de que fuere atacado con el mayor valor, nunca se rendirá a fuerzas superiores sin cubrirse de gloria en su gallarda resistencia […y] no podrá retirarse de las islas Malvinas mientras no le fuera orden competente para efectuarlo”.
Dos meses más tarde, los acontecimientos demostrarán que Pinedo no estaba a la altura de las instrucciones.
 La expedición arriba a Puerto Soledad el 7 de octubre. Pinedo sale a recorrer en su goleta las costas de las islas y regresa el 30 de diciembre, con la idea de festejar el nuevo año en tierra. El oficial se encuentra con un desastre: un ex esclavo negro que revistaba en el Regimiento Patricios, Manuel Sáenz Valiente, y seis soldados se han amotinado y asesinado al sargento mayor Mestivier, mientras Gertrudis Sánchez daba a luz. Los insubordinados también mataron a un comerciante y a su mujer, robaron caballos y huyeron al campo. El ayudante mayor Gomila no sólo no intervino sino que obligó a la viuda de Mestivier a convivir con él. Con ayuda de los peones malvineros y la tripulación de un barco francés, Pinedo encarcela a los insurrectos.  Los mortificados colonos de la isla celebran el Año Nuevo quizá con la esperanza de un futuro de paz y prosperidad. Pero el drama recién comienza. El 2 de enero de 1833 llega la fragata de guerra inglesa Clio, al mando del capitán John James Onslow, de apenas 23 años de edad e hijo de un almirante de la Corona. El marino le comunica a Pinedo que tiene orden de ocupar el archipiélago en nombre de Gran Bretaña y le da plazo hasta el día siguiente para arriar la bandera argentina y retirarse.  Pinedo, quien seguramente era un lobo de mar muy prudente, considera que no tiene ninguna posibilidad de enfrentarse a la Clio. Al mañana siguiente ordena a sus hombres que embarquen y ofrece trasladar a Buenos Aires a los pobladores que quieran abandonar Puerto Soledad. La mayoría comienza a preparar su equipaje. Antes de abandonar ese territorio que le resulta tan hostil, el cauto hombre de armas redacta un documento que nombra “comandante político y militar” de las Islas Malvinas al capataz “Juan Simón”. Se trata de Jean Simon, que, además de francés, es analfabeto.  A las nueve de la mañana del 3 de enero de 1833, mientras el decidido Onslow ordena izar la bandera británica en medio de redoble de tambores, el prudente Pinedo observa la ceremonia desde la Sarandí. Antes de mediodía, un oficial inglés llega a la goleta con la enseña azul y blanca doblada, y un mensaje que expresa que las fuerzas de ocupación habían encontrado “esa bandera extranjera en territorio de Su Majestad”. A las cuatro de la tarde del día siguiente, el teniente coronel de la marina de guerra argentina ordena levar anclas y poner rumbo a Buenos Aires a toda velocidad. En Puerto Soledad quedan apenas 26 personas: 21 hombres, tres mujeres y dos niños. A eso se reduce la población de lo que poco tiempo antes era un laborioso establecimiento ganadero. El capitán Onslow parte en la fragata Clio el 14 de enero, luego de encomendar la custodia del pabellón inglés a William Dickson, un irlandés encargado del almacén de víveres del poblado. La misión de Dickson es enarbolar la bandera los días domingo y cuando se presenten naves extranjeras, incluidas las argentinas.
INDULGENCIA MILITAR
Cuando la Sarandí llega a Buenos Aires y Pinedo informa al gobierno, las autoridades ordenan una investigación y se forma un tribunal militar. Al concluir el proceso, la sentencia se cumple el 8 de febrero de 1833. El negro Sáenz Valiente, asesino de Mestivier, es fusilado en la Plaza de Marte (actual Plaza San Martín, en Retiro) después de amputársele la mano derecha. Sus seis cómplices también terminan acribillados contra el paredón. Los siete cadáveres son colgados durante cuatro horas. Otros dos soldados, que habían profanado el cadáver de Mestivier, fueron condenados a recibir cien y doscientos palos tras los muros del cuartel.  El tribunal militar es mucho más benigno con el teniente primero José Gomila, a quien le correspondía el mando de la tropa y tenía atribuciones de vicegobernador de las Malvinas. Lo condena a dos años con media paga en algún fortín de la provincia de Buenos Aires “a su elección”.
El teniente coronel José María Pinedo declara que sus oficiales y toda la tripulación, “exceptuando uno, eran ingleses”, que sus instrucciones “le prohibían hacer fuego a ningún buque de guerra extranjero” y que él era quien “tenía que romper el fuego con una nación en paz y amistad con la República Argentina”.  El tribunal que lo juzga es indulgente. Lo condena a una suspensión de cuatro meses sin goce de sueldo, le prohíbe estar al mando de buques y lo destina al Ejército de tierra. Pero en 1834, ante la falta de oficiales, es reincorporado a la Marina y destinado a tareas de vigilancia en el Río de la Plata. Y en la Armada termina su carrera tranquilamente a pesar de sus reiteradas conductas poco honorables. Siempre logra “zafar” gracias al prestigio de su valeroso hermano Agustín, quien en 1833 encabezó la llamada Revolución de los Restauradores y en 1835 había sido designado ministro de Guerra por Juan Manuel de Rosas.  Pinedo fallece tranquilamente en Buenos Aires en 1885, a los 90 años. A lo largo del tiempo, los cronistas oficiales irán arreglando de a poco los detalles de su “gesta” y justificarán su cobarde inacción en las Islas Malvinas. En 1890, la Marina de Guerra compra en los astilleros británicos de Yarrow una torpedera de 39 metros de eslora y la bautiza con su nombre. Y en 1938 también rebautiza como Pinedo a un viejo barreminas adquirido en Alemania.
Su hermano Agustín no tiene tanta suerte. El 3 de febrero de 1852 muere de insolación durante la batalla de Caseros.
La Armada de la República Argentina y la Academia Nacional de Historia son exquisitamente benévolas con los “héroes” de linaje patricio. Y con más razón cuando sus descendientes terminan emparentados por vía matrimonial –como es el caso de los Pinedo– con apellidos como Zuberbühler, Rodríguez Larreta, Álzaga Unzué, Del Pont, Zemborain, Miguens Basavilbaso, Blaquier, Lanusse.

sábado, 22 de septiembre de 2018

El bandolerismo en Buenos Aires


Por Raúl Fradkin
Desde la década de 1770 se puede observar en la documentación crecientes referencias al accionar de bandas de salteadores. En su mayor parte provienen de la Banda Oriental y en menor medida de otras zonas del área rioplatense y en general se referían a corambreros o changadores dedicadas al tráfico ilegal de cueros. Hacia la década de 1790 pareciera que la situación empieza a cambiar y las referencias se acrecientan en Entre Ríos, Santa Fe, Córdoba y, en menor medida, en Buenos Aires. Así, en 1793, una Junta de Hacendados de Buenos Aires y Santa Fe reclamaba por la cantidad de “vagos y malhechores, salteadores y ladrones de ganado de la campaña” pero también por algunas gavillas que andaban “salteando y saqueando casas” en el norte de la campaña bonaerense (en Areco, Fontezuelas, Arrecifes, Tala y Arroyos). 
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Poco después también eran abundantes las quejas que llegaban desde Entre Ríos  donde entre 1798 y 1799 varias bandas de salteadores asolaron pueblos, pulperías y estancias robando ganados pero también mujeres en las costas entrerrianas del Paraná y del Uruguay; al parecer, la más numerosa estaba integrada por varios desertores del cuerpo de Blandengues. A su vez, entre 1800 y 1801, otra importante gavilla asaltó algunos poblados entrerrianos y extendió sus acciones también sobre el pueblo de Las Víboras en la Banda Oriental, un área donde el accionar de los salteadores parece no haber dejado de crecer desde entonces. Aunque no estamos en condiciones todavía de trazar un cuadro preciso del bandolerismo a fines período colonial en el conjunto del área rioplatense las evidencias disponibles sugieren que las gavillas de salteadores eran frecuentes, que muchas veces se reclutaban entre desertores y perseguidos de la justicia y que su patrón de actividades incluía desde el contrabando de cueros y ganados al Brasil hasta el saqueo de pulperías y poblados y que no era infrecuente el “robo” de mujeres.   A su vez, estas evidencias sugieren que las gavillas sólo ocasionalmente actuaron en territorio bonaerense. En todo caso, algo es bastante claro: hasta fines de la colonia los salteadores no eran vistos como una seria amenaza para un orden social cuyo centro estaba en la ciudad y que atendía poco (y mal) lo que sucedía en las campañas. Aquí la situación comenzó a cambiar a partir de 1810. Un puntilloso observador de la época no dejó de anotar que a principios de octubre de 1811 abundaban en la ciudad las partidas de veintenas de hombres armados que efectuaban asaltos “valiéndose del nombre de la justicia”. Así, hacia 1812 el gobierno revolucionario tomaba medidas extremas para afrontar "la escandalosa multitud de robos y asesinatos que á todas horas y diariamente se cometen en esta ciudad y extramuros, por partidas grandes de ladrones" y organizó una fuerza militar para detener a quienes tuvieran “fama de salteador” y que según su comandante “abundan en estas campañas“. En sus memorias, Pedro J. Agrelo, integrante de la comisión especial de justicia que se organizó ese año describió con claridad las dos preocupaciones centrales que ella tenía. Por un lado, la persecución de los individuos y grupos contrarios al gobierno revolucionario y sobre los cuales recayó una durísima represión en julio con decenas de condenados a muerte y centenares de deportados. Por otro, “los robos y violencias a que quería declinar insensiblemente la multitud en las clases inferiores”. En opinión de Agrelo mientras que “en tiempos tranquilos [] siempre son menos los delitos y de menos trascendencia, que en los principios de una revolución en que rotos de repente todos los vínculos de la sociedad y alterado el orden de las ocupaciones ordinarias de los ciudadanos, los pueblos se desmoralizan y cada uno se considera autorizado para tomarse mayores licencias, con el nombre de libertad […] Tal era, pues, el estado al que iba deslizándose la plebe aprovechando la contracción de todas las autoridades a los objetos preferentes de la revolución”. La situación debe haber empeorado hacia 1817 cuando el Director Supremo decidió la "suspensión al giro ordinario de las fórmulas judiciales" organizando una "comisión militar para conocer sumariamente en las causas". El reclamo de “vindicta pública” se propagó inmediatamente a la justicia y los fiscales exigían “castigar y escarmentar esta clase de delincuentes de que tanto abunda el Pays”. Era otra manifestación del giro crecientemente conservador y autoritario de una elite revolucionaria cada vez más basada en su poder militar y en un reclutamiento compulsivo efectuado en el mundo rural.   Como es sabido, la guerra de independencia dio curso a una guerra civil que adoptó la forma de una “guerra de recursos” con el saqueo de la población como práctica generalizada. En Buenos Aires, la situación se tornó crítica desde octubre de 1819 cuando las tropas de Estanislao López, gobernador de Santa Fe, unidas a las del exiliado chileno José  M. Carrera atacaron y saquearon el pueblo de Pergamino. Esta situación se generalizó tras la batalla de Cepeda en febrero de 1820.  Era una crisis sin precedentes para el grupo revolucionario que se había hecho del poder diez años antes: no sólo significó el desmonoramiento del poder central que había intentado sustituir al poder virreinal sino también una situación de casi permanente beligerancia (tanto entre Buenos Aires y Santa Fe como entre esta provincia y su antigua aliada Entre Ríos) con reiteradas incursiones militares a lo largo de todo ese año. Pero, además, abrió una fenomenal crisis política en Buenos Aires que no se apaciguó sino después del mes de octubre y que acrecentó el temor de la elite a una sublevación de la plebe urbana. En estas condiciones el accionar de las gavillas de salteadores parece haberse multiplicado en la ciudad. En la campaña los pueblos fueron asolados por las incursiones de fuerzas militares y la inquietud se propagaba entre los vecinos que se armaban para contener a las partidas de ladrones que “se habían diseminado por todos los Partidos”. Aunque la crisis política comenzó superarse en octubre de 1820, el accionar de las gavillas no se detuvo. Esta inercia sugiere que los efectos de la crisis en el plano social tendían a prolongarse por más tiempo que en el plano político e institucional. Así, en diciembre la Junta de Representantes advertía acerca de "la multiplicación de crímenes, que desgraciadamente han escandalizado al público en estos últimos tiempos y siguen escandalizándolo".  Mientras tanto, desde mediados de la década de 1810 se hacía evidente que la paz relativa que imperaba en la frontera con las sociedades indígenas pampeanas estaba llegando a su fin y que estas parcialidades indígenas se transformaban cada vez más en un actor de la política criolla. La alarma llegó al paroxismo cuando el 3 de diciembre de 1820 José M. Carrera y más de 2000 indios saquearon el pueblo de Salto.   La represalia gubernamental abrió un ciclo de extrema tensión interétnica en la frontera y en los años siguientes varios pueblos fueron atacados por contingentes indígenas.   En todo caso, la restauración del orden institucional no parece haber disciplinado al mundo rural. Por el contrario, a mediados de 1821 el periódico oficial se hacía eco del “clamor general” existente en la campaña y en agosto describía una "general insubordinación y desprecio de la autoridad de la justicia”, se quejaba porque se había extinguido “la obediencia habitual" y para fundamentarlo relataba un entredicho con un demandado quién habría contestado la intimación del oficial de justicia de modo insolente: “vaya la cámara enhoramala, que su autoridad ha caducado, porque estamos en anarquía; y lo repulsó con armas". A su vez se reclamaba que “la campaña sea purgada de centenares de malhechores que la infestan” y algunos periódicos no dejaban de advertir que "el número de ladrones en la campaña se aumenta cada vez más; porque el número de pobres sin recursos también se aumenta, como el de los haraganes y jugadores”. Los reclamos también provenían de las autoridades locales: en febrero de 1825 el Juez de Paz de Morón denunciaba como “abundantísimo el número de los malvados que perturban la tranquilidad" y quejas semejantes llegaban de casi todos los pueblos.   En la elite urbana imperaba una visión pesimista del mundo rural. Un lugar preferente en este diagnóstico lo tenían las gavillas de salteadores en la medida, consideradas como la manifestación más agresiva de una criminalidad tan extendida como tolerada. Desde su perspectiva era imperioso realizar una reforma profunda del mundo social y sus costumbres a las que se atribuían las causas de la amenaza criminal. La elite porteña propugnó la construcción de un orden institucional más sólido en la campaña en el cual los Juzgados de Paz y las Comisarías de Campaña debían tener un lugar privilegiado. Se buscaba disciplinar una población a la que se calificaba de díscola e insolente para obtener la afirmación de los derechos de propiedad. Las consecuencias fueron inmediatas. Por un lado, se operó un creciente distanciamiento entre las concepciones y valores que la elite gubernamental impulsaba y la mayor parte de la sociedad rural en la media que antiguas y arraigadas prácticas consuetudinarias iban cayendo bajo el influjo de la criminalización. Por otro, se exacerbó la persecución de la vagancia se amplió a una variedad mayor de sujetos y prácticas y terminó por ser aplicada no sólo a individuos sueltos sino también a familias.  Esta situación adquirió ribetes más dramáticos durante la presidencia de Rivadavia mientras se realizaba la guerra con Brasil y cuyo resultado inmediato fue un aumento sin precedentes de la presión enroladora del estado sobre la población rural bonaerense. Rápidamente se generalizó la deserción, aumentó el bandidaje y las quejas crecieron vertiginosamente. En octubre de 1826 el Gobierno le recomendaba al máximo Tribunal de Justicia que “las causas criminales de robos sean terminadas con la prontitud que demanda la tranquilidad y seguridad pública” dado que “los desórdenes y robos se aumentan continuamente extendiéndose así la desmoralización más funesta y poniendo en sobresalto las personas y las fortunas y en peligro la tranquilidad pública”. Todo ello en un marco de creciente disputa política donde tomó forma el enfrentamiento entre unitarios y federales.      Con la llegada al gobierno provincial de los federales liderados por Manuel Dorrego el accionar de las gavillas parece haber decrecido aunque no desapareció. Por entonces, un fiscal reclamaba un “castigo ejemplar que afirme la tranquilidad de los hacendados” y sostenía que “Si en algunos delitos es casi necesario no ser escrupulosos en las formas judiciales es en los que se conoce en los asaltos de las casas de campo pues solamente un castigo cierto y pronto puede contener a los malvados de cometerlos".   En estas condiciones, el 1º de diciembre de 1828 se produjo el golpe de estado comandado por Juan Lavalle, jefe del ejército de la Banda Oriental, y propiciado por los unitarios que depuso y fusiló al gobernador Dorrego. El resultado inmediato fue el estallido de la guerra civil en territorio bonaerense sostenida por un fenomenal alzamiento de la población rural contra los insurrectos y que sólo meses después terminará por quedar bajo el liderazgo de Juan Manuel de Rosas. Entre diciembre de 1828 y abril de 1829 en el alzamiento tuvieron intervención una amplia variedad de actores: la mayor parte de las milicias rurales de las que Rosas era el Comandante General, los peones de sus estancias, algunos contingentes del ejército regular que desobedecieron a sus mandos y en general los soldados que desertaban y se pasaban a las fuerzas federales, las llamadas “tribus amigas” con las que Rosas había establecido una estrecha alianza, milicianos santafesinos suministrados por López y una serie de bandas armadas algunas de las cuales estaban lideradas por varios “ladrones famosos”. Estas bandas tuvieron un protagonismo decisivo adoptando una estrategia que combinaba el hostigamiento a las fuerzas unitarias, el saqueo de estancias, la ocupación y asalto de los poblados rurales y hasta llegaron a cercar la ciudad e incursionar en sus arrabales. Mientras la campaña se alzaba detrás de las banderas federales las quejas por el accionar de los salteadores se multiplicaron como nunca antes. Los voceros del gobierno y su prensa adicta no dudaron en calificarlas como partidas de “anarquistas” y postularon que su acción estaba dirigida y orientada  por Rosas.     Es dudoso que sea la única explicación. Lo cierto es que después de terminada la contienda los asaltos continuaron.  Más aún, las gavillas continuaron después de la llegada de Rosas al poder en diciembre de 1829.  Así se puede registrar en las tramitaciones judiciales que devuelven una imagen mucho más dificultosa de la restauración del orden de lo que pretendía la propaganda gubernamental y ha aceptado la historiografía. El 4 de marzo de 1830 un fiscal propuso el careo entre un comisario y los acusados de un robo en gavilla para indagar los violentos procedimientos de aquel; sin embargo, el juez desestimó inmediatamente el pedido argumentando: “no estando obligado el comisionado a justificar la justicia estricta de sus procedimientos en cuanto a la prisión de los individuos contenidos en el sumario pues debe haber nacido de algún aviso, que en las presentes circunstancias de desorden de la plebe no debe despreciarse, no ha lugar a lo pedido por el agente”   Para marzo de 1831, un fiscal seguía quejándose “del número de esos malévolos que infestan nuestro territorio de modo que no hay seguridad ni en los caminos ni dentro de las murallas domésticas” y en mayo la pena de azotes a unos reos que la Cámara de Justicia dispuso que se efectuara en el pueblo de San Vicente no pudo cumplirse dada “La total escasez de salvaguardias en que se halla en el día la campaña pues en las postas ni puede proporcionarse a los chasques” según dijo el Jefe de Policía.   Como puede registrarse las impresiones de los miembros de la elite tienden a ser redundantes. Casi siempre la situación era presentada como peligrosa y los salteadores como una auténtica plaga que infestaba el cuerpo social. Por cierto que estas expresiones nos dicen más de sus temores y preocupaciones (y de su modo de percibir el mundo rural y popular y la criminalidad) que de la magnitud efectiva de las gavillas.   Se trataba de una sociedad rural profundamente mercantilizada y en la cual la capacidad efectiva de control del territorio y la población era muy reducida tanto para las autoridades como para los propietarios. No sólo contaba con fronteras jurisdiccionales difusas, permeables y en proceso de definición (como las que tenía con las provincias de Santa Fe y Entre Ríos) sino también con una vasta e insegura frontera con sociedades indígenas que no habían sido sometidas. La estructura de poder institucional no sólo era reducida y débil sino que su despliegue fue una de las tareas principales del estado durante estas décadas. Para ello el estado reclutó las autoridades locales entre los propios vecinos, de modo que ellas debían fungir a un mismo tiempo como emisarios del poder central, portavoces de las comunidades vecinales y mediadores entre ambos sin que llegaran a separarse efectivamente de la sociedad local. En tales condiciones, la persecución de los bandidos era necesariamente limitada, estaba sometida a múltiples restricciones sociales y el gobierno no podía impedir cierta tolerancia hacia los bandidos tanto por parte de estas autoridades como (y sobre todo) de los paisanos y vecinos que les brindaban abrigo o, al menos, consentimiento. Por otra parte, se estaba produciendo desde el estado una transformación del marco normativo de las relaciones sociales agrarias que tendía a remover costumbres y prácticas arraigadas y que implicaba una creciente distancia entre las nociones y los valores que pretendían imponer las elites y las que primaban en la sociedad rural. En un contexto de sistemas normativos heterogéneos (cuando no directamente contradictorios) las consideraciones sociales acerca de la ley, la justicia y el delito estaban claramente en tensión. La proliferación del bandolerismo y su aceptación social era una de las manifestaciones de estas tensiones.   Los bandoleros se reclutaron preferentemente entre peones y labradores. Las evidencias ofrecidas en cuanto a los primeros indican que el salteamiento puede ser considerado a veces como una instancia decisiva dentro una trayectoria de fricciones y disputas previas entre patrones y peones en el cual la resistencia cotidiana, opaca y oculta, se transmutaba en un enfrentamiento violento y abierto. Esa resistencia cotidiana parece haber incluido una serie de prácticas, desde el abandono del trabajo hasta el robo menudo generalmente de una prenda o el carneo de una res. Sin embargo, esta forma de delito menudo, cotidiano y reiterado, no era como en otros contextos la expresión de una disconformidad que no tenía posibilidades de expresarse a través de la rebelión o el bandolerismo. Por el contrario, en el contexto bonaerense esta forma de robo era la expresión tanto de resentimientos como de una creciente insubordinación de los peones y los criados y su transformación en bandidos era una posibilidad cierta y abierta.  La campaña bonaerse en estas décadas ofrece un ejemplo sugestivo de una sociedad rural que al mismo tiempo estaba viviendo una transformación de su estructura económica, el intento de construir una estructura de poder institucional efectiva y un proceso de movilización y politización acelerada. Pero, correr del centro del análisis las motivaciones personales de los bandidos no implica eludir sus implicancias políticas ni concluir que los propios bandidos no tuvieran nociones políticas. Ellas eran las que imperaban en su medio social tras siglos de sistema colonial y fueron transformadas por las experiencias y los discursos que dos décadas de revolución y guerra habían traído a la campaña bonaerense. En cierto sentido, los vínculos que los bandidos terminaron teniendo con la lucha política puede calificarse provisoriamente como transaccionales. Ellos suponían una serie de intervenciones que no se sustentaban en una lealtad inalterable derivados de vínculos de dependencia personal previos sino que estaban sujetos a adhesiones que debían obtenerse mediante transacciones, de un modo no demasiado distinto al que intervenían en las elecciones el común de los paisanos.

Proyección del 17 de Octubre

Por Horacio Cagni
El amanecer del 17 de Octubre de 1945 presentó la movilización más emblemática de la historia nacional, cuando pequeños grupos de gente fueron conformando gruesas columnas, en camiones y filas compactas que salvaron todo tipo de obstáculos, cruzando el Riachuelo, para llegar al centro neurálgico de la capital, esa Plaza de Mayo que ocuparon con el objetivo de buscar la libertad de su líder, prisionero entonces en la isla Martín García. El grito convocante: “¡Queremos a Perón!”. Ese día de octubre es el colofón, el remate inevitable de la revolución nacional del 4 de junio de 1943. El propio Perón dirá de aquel acontecimiento: “la revolución del 4 de junio no es una revolución más. No está destinada a cambiar hombres o partidos, sino a cambiar un sistema y hacer lo necesario para que en el futuro no se produzcan los fenómenos ingratos que nos llevaron a tomar la dirección del Estado. Aspira, por lo tanto, a ser profundamente transformadora, especialmente en su sentido moral y humanista ”. Por primera vez se articulaban los grandes componentes de la sociedad, la conjunción de las fuerzas del trabajo –tanto rurales como industriales– más el ejército que, como en todas las naciones modernas, emergía del pueblo y a él pertenecía.
  Pero era también una reacción contra la degradación moral que había sacudido a las fuerzas armadas previamente y contra la corruptela de una dirigencia que por años había estado de espaldas a los intereses populares y pretendía, además, hacer entrar al país en un conflicto ajeno, la guerra de los otros. Para 1945, la gestión de Juan D. Perón al frente de la Secretaría de Trabajo y Previsión había dado sus frutos, pues la crónica desorganización sindical de los trabajadores había quedado atrás, surgiendo una organización política, producto de la autovaloración de la clase trabajadora como protagonista activa, y no como testigo pasivo, del acontecer social y político. La Argentina de entonces aún era identificada como el “granero del mundo”, confirmado con el aporte de carnes y granos al viejo continente convulsionado por la guerra. Pero no era solamente un país agro-exportador. A lo largo de la década del treinta habían surgido variedad de pequeñas industrias, en un proceso acelerado por la necesidad de sustituir importaciones a causa del conflicto mundial. La base de la clase trabajadora industrial seguía siendo la industria frigorífica, pero despuntaban otras nuevas formas de industrialización. La propia revolución del 43 había demostrado cuán postergado estaba el interior del país y la necesidad de organizar la Nación en un sentido de unidad, procurando el acceso al trabajo, la salud y la cultura de grandes masas de compatriotas, hasta entonces alejados del protagonismo que pasaba por las pocas ciudades grandes del país y principalmente Buenos Aires. Esta idea de totalidad, de pertenencia, se fue constituyendo lentamente en una auto imagen identitaria, pero se necesitaba un detonante y éste fue la injerencia extranjera en los asuntos nacionales por parte del panintervencionismo estadounidense, representado en la figura del embajador Spruille Braden. Este personaje ofició perfectamente de contraimagen: era todo lo que la gente rechazaba en la intromisión extranjera, siempre unida a los bienpensantes y privilegiados de la sociedad vernácula. Del otro lado, Perón aparecía como el hombre capaz de conducir los destinos de la nueva sociedad emergente, con la clase obrera como pivote –que había organizado y galvanizado aquel coronel desde la Secretaría de Trabajo y Previsión–, pero que también podía convocar a otros sectores decisivos como la Iglesia y las Fuerzas Armadas y parte de la incipiente clase media. El valor del 17 de Octubre, por lo tanto, es el de presentar, en un momento y de una forma contundente, el proceso de coagulación nacional, inevitable y necesario, de esos últimos años. Este proceso de nacionalización de masas antes sufrientes, anónimas y fragmentadas, necesitaba un centro de liderazgo y referencia que lo convocara y aglutinara. El destino quiso que fuera Juan Perón. A partir de ese momento surgirá el peronismo como movimiento fuerza política y sistema de gobierno. La consigna “Braden o Perón” fijará un enemigo, identificado con lo “hostil”, es decir, lo extraño a esa coagulación nacional en marcha, que además atentaba con su injerencia contra lo que se tenía como propio y de interés común. La Argentina aún consideraba, en ese momento, que podía tener protagonismo propio y una actitud soberana sin que otros le dictaran su conducta. La atracción carismática que Perón poseía –característica que también compartía su compañera Evita– se consagró el 17 de Octubre. Pero no era sólo cuestión de carisma, también existía un proyecto y un accionar político. Presentando la incongruencia de una Unión Democrática que incluía al Partido Comunista, permitía a Perón afirmar que los trabajadores argentinos eran más democráticos que sus adversarios. Presentar a Braden como inspirador, creador, organizador y jefe de dicha Unión Democrática era simplificar para el pueblo la imagen del enemigo popular. Al llamar a los opositores “defensores de los privilegios de clase” frente a los “descamisados” establecía una fácil dicotomía y una exigencia de opción. O se era nacional y popular o lo contrario. El historiador Joseph Page dirá que fue “un ejercicio clásico de judo político”. No existe triunfo justicialista sin la gesta del 17. Además, existe otro elemento importante y es la creación de un mito movilizador. El 17 de Octubre presenta la emergencia de un mito nacional y popular, que además pudo plasmarse exitosamente. En todo proceso social, político y cultural profundo subyace un mito fundacional. Es crucial recuperar aquí la idea del mito en Johan Huizinga: la idea de mito entendido como elemento movilizador del pueblo para concretar un anhelo de felicidad, un mejor futuro, concretar una imagen expresada además en un lenguaje de simbolismos de masas que implique un sentido de pertenencia comunitaria. “Todos los pueblos –dirá Huizinga en su gran obra El otoño de la Edad Media– desean concretar un ideal superior de unidad, armonía y belleza. Toda época suspira por un mundo mejor. Cuanto más profunda es la desesperación causada por el caótico presente, tanto mas íntimo es este suspirar.” Y, de repente, por esas circunstancias colectivas y automáticas, fatales, que los historiadores y politólogos nunca pueden terminar de explicar, ese anhelo latente y oculto estalla en un hecho de ruptura que cambia la historia de una Nación y un pueblo. El 17 de Octubre fue un despertar. No es casual que cada vez que se proyectan sombras ominosas sobre la realidad nacional y en el empíreo se recortan nubes de tormenta, se vuelve a pensar en aquella fecha. Como si existiera la necesidad de nuevos 17 de Octubre capaces de generar renovados momentos de ruptura, donde abrir nuevas puertas a la posibilidad de cumplir con ese anhelo trascendente de unidad, armonía, justicia e identidad, que todo pueblo aspira a alcanzar.

viernes, 21 de septiembre de 2018

La Tradición y José Hernández

por ARNALDO ROSSI
¿Qué quiere decir tradición? Acaso ¿volver los ojos hacia atrás para contemplar la bondad o maldad de los que se han ido? Y si ésto es ¿qué sentido tiene emprender tarea semejante? Lo que importa es el presente y sobre todo el porvenir.  "Dejad que los muertos entierren a los muertos" dice la sentencia evangélica. Lo pasado, pisado. Ahora a mirar al frente y a reencontrar nos todos los argentinos en la construcción fraterna de un porvenir venturoso, sin odios, sin persecuciones, sin rastros de un pasado que más vale olvidar. Resultado de imagen para hernandez y sarmiento
"Tradición no significa que los vivos estén muertos —escribió el bueno de Chesterton— sino que los muertos están vivos". Y lo peor, o lo mejor de todo, es que los muertos viven de alguna manera a través de las costumbres,las ideas, las instituciones. Nos guste o no nos guste. Parafraseando a Charles Maurras: veinte millones de hombres vivos pesan sí, pero no más que uno o dos billones de hombres muertos. Estos hombres muertos se perpetúan a través de una red de hábitos, respetos, modales y pensamientos que nos son dados casi con la vida y nos informan en toda nuestra dimensión humana. De modo que la existencia o no de ese pasado en lo presente y en lo porvenir no depende de nuestra actividad consciente ni de nuestra voluntad. Nos es dada de antemano, nos nutre, nos señala unas posibilidades y nos cercena otras. No es posible cerrar los ojos e indicar que el pasado ni existe, ni debe preocuparnos .Y aún más imposible es construir un gran país a partir de una mentira o de un crimen, del cual antes no nos hayamos arrepentido.  En la Revolución de Mayo, de la cual en buena parte provenimos, entroncaron dos bandos que no tardaron más que unos días en separarse, bandos que bajo los nombres más diversos han constituido con su lucha el meollo díaléctico de nuestra historia y que se perpetúan hasta la hora presente.  Esos dos bandos, los dos revolucionarios y opositores de la causa realista., respondían a dos actitudes espirituales distintas. En el fondo, a dos posturas religiosas, en el sentido amplio del término. Unos eran los hombres de las luces y los principios. Tenían sus cabezas recalentadas por los ecos de las revoluciones europeas. La palabra "libertad", que aludía a un contenido de contornos ambiguos, arrastraba sin embargo misteriosas resonancias que atravesaban las clases cultas del país, y seducían los espíritus. Ideas de constitución, libertad de los pueblos, civilización progreso, cultura se entrecruzaban hasta formar un tejido espeso que impedía posar los ojos y enraizar el alma en la realidad telúrica.
 Resultado de imagen para hernandez y sarmiento  Vivían en el mundo de la Razón, de las ideas: y como el país se resistía a caber en ellas, ellos prefirieron seguir afirmando su mundo mental, que fue llamado el de la Civilización, antes que dejarse bañar por la geografía física y espiritual de la patria, designada con el nombre de Barbarie.  Mientras todo el país, formado en la tradicional escuela política y española de los cabildos que consolidaban el ámbito de la libertad y autonomía provincial, de acuerdo con ello exigía a través de los caudillos el régimen de la federación: ellos, de acuerdo con sus lecturas y sus ideas, exigían la centralización en un gobierno unitario, avasallador de la vida de los municipios y provincias.  En momentos en que los indios alcanzaban con sus malones regiones situadas a no más de veinte kilómetros de la capital, ellos traían el alumbrado a gas y el empedrado; y reunían diputados impecablemente vestidos de frac y de levita para redactar constituciones que luego los jefes provinciales iban a desconocer sistemáticamente.  Cuando la Confederación Argentina, conducida por la mano dura de su encargado de Relaciones Exteriores, enfrentó a Francia y a Inglaterra que querían imponer la supremacía de su comercio, ellos prefirieron el destierro en Montevideo financiado por el dinero de las potencias agresoras, en vez de la muerte tras luchar en la Vuelta de Obligado, como murieron el veinte de noviembre de 1845, doscientos cincuenta argentinos cuya valor señaló, en aquel entonces, la prensa de todo el mundo.  Frente a un pueblo que con las primeras palabras castellanas había aprendido la señal de la cruz y el padrenuestro, ellos levantaron una política de reforma religiosa, decidida en las reuniones ocultas de las logias, de modo que <.se pueblo pudo reunirse para combatirlos alrededor de una bandera montonera que llevaba inscripto el lema "Religión o Muerte", escogido por Facundo. José Hernández asistió a la lucha enconada de los dos sectores. Tenía algo que ver con uno de los bandos por su afición a la lectura, su origen porteño, los primeros años de instrucción escolar pasados en la ciudad, su exigencia de una Constitución Nacional que por lo menos durante un tiempo creyó salvadora.   Pero su amor al gaucho y las bajas clases urbanas, una parte de la tradición familiar, los diez años que vivió dedicado a las tareas del campo y totalmente apartado de la instrucción libresca por prescripción médica y, sobre todo, el cariño entrañable hacia la tierra y el espíritu, lo llevaron a una militancia fervorosa en el partido federal, dentro del cual luchó sin tregua con las armas o las letras durante todo el transcurso de su vida aventurera.  Su pensamiento político, como el de San Martín, el de Artigas, el de la última época de Alberdi y más cercanamente el de Leopoldo Lugones, ha sido dejado de lado. Todos, y entre ellos Hernández, pertenecen políticamente al sector de los derrotados oficíales.  Carlos Alberto Leuman en la "Idea general de la vida de José Hernández", que introduce su excelente edición crítica del Martín Fierro, señala un acontecimiento que, entre tantos, puede ser tomado como signo.  Hernández acababa de publicar "La vuelta de Martín Fierro" y decidió enviar algunos ejemplares de su poema a ciertas figuras de trascendencia política, incluso enemigos como Sarmiento y Mitre.  El general porteño recibió un ejemplar con una dedicatoria de su autor que decía así: "Hace veinticinco años que formo en las filas de sus adversarios políticos — pocos argentinos pueden decir lo mismo". Y tras considerar los versos de nuestro poema nacional,  Mitre contesta el envío con una carta crítica donde declara no tomar en cuenta palabras "que no tienen certificado en la república platónica de las letras".
Tan apartados de la tierra y el espíritu en lo cultural como en lo político, nuestras clases llamadas "cultas" dieron la espalda durante muchos años a Martín Fierro, como siguen dándoselo a José Hernández en todo lo que no atañe directamente a su labor de poeta. 
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Un cuarto de siglo permanecieron sus versos ignorados o despreciados por quienes sobrado tenían con atender al último grito de la literatura francesa, hasta que un buen día la historia de Fierro y Cruz derramó su vida en el alma de Lugones y fue él quien en unas conferencias dadas en el teatro Odeón, ahuecó su voz para que lo escuchara el país ausente, alucinado por la fiebre del progreso, y reconoció al poema argentino su lugar entre las obras épicas de todos los tiempos. Notemos que había sido precedido por dos grandes españoles: Unamuno y Menéndez Pelayo.  Casi al comenzar este trabajo aludimos a la actual y perpetua agonía en que vivimos, y fundamentamos la necesidad de recoger reflexivamente un pasado que encierra las causas de nuestros triunfos^y nuestros fracasos continuos. Estamos persuadidos que José Hernández, el periodista, el guerrero, el poeta, el hombre, puede darnos una punta para empezar a desenredar la madeja presente  En su prosa periodística y descuidada, escritos circunstanciales que aguardan una recopilación, aparecen a veces junto a la narración apasionada de los hechos, párrafos que parecen juntar todo el dolor del hombre y de la tierra saqueada. Del periódico "La Libertad", Buenos Aires, 23 de septiembre de 1875, transcribimos el siguiente artículo que el propio Hernández tituló "Sr. Sarmiento ¿por qué mataron?"
"Se pasaron esos tiempos, Sr. Sarniento — y se pasaron para no volver. "Ni se escribirán más en la prensa "argentina artículos como el que yo escribí el año 63, ni se causará daño alguno con su reproducción, como Ud. "pretendió hacerlo el 75. "Esos tiempos se fueron — llórelos"Ud."Aquellos tiempos pasaron, y lo "bueno es que pasaron para todos. Pasaron no sólo para mi artículo y los "de su tono, sino también para aquel l o s que creían granjearse los favores"de la opinión, y abrirse las puertas del "cielo de la política degollando federales.  "Aquellos tiempos pasaron: ya no "se arrojará a los adversarios por el balcón como a Benavídez, ni se los matará con sus hijos en los brazos como "a Virasoro, ni se colocará la cabeza "en un palo como a Peñaloza. "Aquellos tiempos pasaron; ya no "habrá más hecatombes sangrientas a "nombre de la libertad . "Esos tiempos no volverán, porque "no volverán las pasiones que los agitar o n , ni los hombres que los produje r o n . "De esos hombres uno de los últimos es el Sr. Sarmiento, que siente "que se vá, y al despedirse quiere hacer "a la generación actual heredera de los "odios que han agitado su vida, que "son ingénitos a su naturaleza, y de que "no puede ni quiere desprenderse.  "Ya no hay Benavídes, ni Virasoros, "ni Peñalozas que asesinar; ya no hay "por consiguiente asesino que condenar.   "Ya no es la época de llevar a las "esposas de los generales cuya cabeza "se había puesto en un palo, con una "cadena al pie y una escoba en la mano, "mezclada entre los presidiarios, a ba"rrer las plazas públicas; como se hizo "en San Juan siendo Ud. gobernador "el año 63 con la infortunada viuda del "general Peñaloza. "Al término de esas luchas hemos "llegado cada uno con la historia de "nuestros propios hechos. "Pero por violento que haya sido el "tono de mis escritos en la prensa periódica en los momentos terribles de "la lucha, ni lágrimas, ni sangre se han "derramado por mi culpa, y ni viudas, "ni huérfanos han de maldecirme. "Y Ud. Sr. Sarmiento ¿podría decir lo mismo? El país entero sabe que no".

miércoles, 19 de septiembre de 2018

Juan Manuel de Rosas tendrá su primer museo en la Ciudad

Por Horacio Ríos      Una empresa constructora reparará su falta al destruir una cisterna de su antigua residencia construyendo una galería que diseñó Mederico Faivre.

Después de haber destruido una cisterna que se había convertido en el último vestigio de la residencia que perteneció a Juan Manuel de Rosas, el líder argentino que entre 1829 y 1852 enfrentó al imperialismo británico, la empresa constructora Estudio Kohon aceptó la sanción que le impuso el juez Carlos Bentolila, a cargo del Juzgado Penal, Contravencional y de Faltas N° 2, y construirá un Museo de Sitio a su memoria.
El conflicto se inició cuando el 27 de diciembre último la empresa constructora rompió el acuerdo alcanzado con la Gerencia Operativa de Patrimonio, Museos y Casco Histórico, por el cual la cisterna sería revisada por los arqueólogos y los paleontólogos de esa repartición. Ese día, cuando los técnicos se presentaron a trabajar, se encontraron con que la bóveda había sido derrumbada y los obreros continuaban trabajando, a pesar de que eso estaba prohibido momentáneamente.
A continuación, la obra fue clausurada y el caso fue enviado al Fuero Penal, Contravencional y de Faltas. Finalmente, la empresa se avino a reparar el daño producido y contrató a los arquitectos Mederico y Pablo Faivre para construir sobre la cisterna un Museo de Sitio, que estará ubicado en el subsuelo del edificio de Moreno 550, en el que vivió Rosas entre 1830 y 1852, cuando fue derrocado por un golpe de Estado que incluyó el desfile de tropas extranjeras por las calles de Buenos Aires.
La preservación de los restos de la cisterna impedirá la construcción de las cocheras que estaban previstas en el proyecto original, que eran 264. El resto del edificio de 14 pisos, en cambio, será erigido tal cual estaba proyectado.
Los arqueólogos encontraron en el terreno un valioso yacimiento de objetos utilizados por los porteños que vivieron hace más de un siglo en ese lugar, que resultan importantes para determinar las características principales de la vida cotidiana de entonces.
Luego de la controversia, la clausura y la rehabilitación de la obra, en el Museo de Sitio se exhibirán los objetos encontrados en la cisterna y sus alrededores, que constan de platería, juguetes, azulejos, garrafas, botellones, cristalería y hasta el esqueleto de un animal doméstico, posiblemente un gato (ver ilustración).
La titular de la Gerencia Operativa de Patrimonio Urbano, Graciela Aguilar, destacó el trabajo que se encuentra en vías de realización, que consta primero “de la aceptación del daño por parte de la empresa y luego por un proceso de trabajo conjunto, que se está realizando de manera positiva”. En enero de 2018, en diálogo con Noticias Urbanas, Aguilar había considerado que “una obra nueva no va en detrimento de la conservación y no solo eso, sino que la existencia de objetos históricos puede elevar el valor económico de un proyecto arquitectónico”.
La historia de la casa fue tan azarosa como la misma historia que se desarrolló en sus salones. Fue construida en 1753 por el comerciante español Felipe Arguibel, que se casó en 1762 con Andrea López Cossio. Luego fue pasando a sus descendientes, hasta que en 1813, Juan Manuel de Rosas se casó con Encarnación Ezcurra, cuya familia descendía de Arguibel.
En 1837, Rosas compró la vivienda, adonde había nacido en 1817 su única hija, Manuela Robustiana Ortiz de Rosas. Lo mismo, dos años antes ya funcionaba allí la sede del Gobierno, que siguió allí hasta el año siguiente, cuando esta se trasladó a la finca de San Benito de Palermo. En 1852, la casa fue expropiada por el Gobierno que derrocó a Rosas y se convirtió por esos años en la sede del Gobierno de la provincia de Buenos Aires, hasta que en 1884 esta se trasladó a Ensenada.
Entre 1884 y 1901, funcionó en la Casa Ezcurra –como se la conoció en algún momento– la sede de la empresa estatal Correos y Telégrafos. En aquel año, el correo se trasladó a la sede de Corrientes y Reconquista. En 1903, finalmente la casa fue demolida y los descendientes de Rosas construyeron allí locales comerciales y casas de renta. En 1910 la compraron los hermanos Lorenzo, José y Benito Raggio, que construyeron allí el edificio conocido como Palacio Raggio, con planos diseñados por el arquitecto suizo Lorenzo Siegerist, que también construyó, muy cerca de allí, el edificio El Forjador, ubicado en Perú 535, adonde funcionó el “escritorio” (así se llamaba entonces a las oficinas) de la fábrica de artículos metalmecánicos del ingeniero Domingo Noceti.
Una reparación histórica  
Este será el primer museo dedicado a Juan Manuel de Rosas que se erigirá en la Ciudad de Buenos Aires, la ciudad en la que nació y en la que desarrolló sus dos mandatos gubernamentales. Existen además un Museo Municipal en Gral. San Martín, donde estuvo la Comandancia de los Santos Lugares, ubicada en la localidad bonaerense de San Andrés (partido de San Martín) y otro más, en la que fue la sede de la Estancia del Pino, en la localidad de Virrey del Pino (partido de La Matanza). Pero aquí, en su ciudad, en la que además ejerció el gobierno de la Confederación Argentina durante 20 años, el olvido y la proscripción fueron hasta ahora la tónica adoptada contra su persona.
La explicación se puede buscar en las muchas veces que los historiadores liberales agredieron la memoria de Rosas, más interesados en “bajar” una determinada línea ideológica antes que en ceñirse a la verdad de los hechos que conformaron la historia de nuestra nacionalidad. Así, este fue acusado de tiranizar a los mismos argentinos a los que favoreció con su defensa del mercado nacional, contra la sesuda opinión de los “librecambistas” de entonces, que reclamaban la apertura indiscriminada de las fronteras argentinas a las mercancías de todo el mundo.
SERÁ JUSTICIA.

sábado, 15 de septiembre de 2018

ERNESTO QUESADA (1858-1934)

Por José Luis Muñoz Azpiri (H)
El 1° de junio de 1858, hace ya 160 años, nacía en Buenos Aires, Ernesto Ángel Quesada –conocido como Ernesto Quesada– hijo del escritor y diplomático Vicente Gaspar Quesada, de quien recibió notable influencia en su amplia y rica formación intelectual, convirtiéndose así en uno de los más brillantes intelectuales de su época, la llamada generación del 80.  En 1872, su padre por entonces Director de la Biblioteca Pública de Buenos Aires –antecesora de la Biblioteca Nacional– pidió licencia a fin de poder viajar a Europa con su hijo para ocuparse de su educación.
En este primer viaje al viejo continente, en los años 1873 y 1874, Ernesto estudió en un instituto en Sajonia, regresando a Buenos Aires en 1875 donde continuó su formación en el Colegio Nacional de Buenos Aires, recibiéndose de Bachiller.  En los años siguientes fue ayudante de bibliotecario en la biblioteca del cual su padre era director y participó en círculos literarios. Siendo muy joven, en 1878 escribió su primer libro “La sociedad romana en el primer siglo de nuestra era” y en ese año ingresó en la Facultad de Humanidades y Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires.
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Al año siguiente, suspendió sus estudios y volvió a Europa donde ingresó en las prestigiosas universidades de Leipzig, Berlín y París y a su regreso, continuó sus estudios en la Universidad de Buenos Aires, graduándose de abogado en 1882, con una tesis sobre el Régimen de Quiebras.
Al año siguiente se casó con Eleonora Pacheco Bunge, nieta del general Ángel Pacheco.
Fue una persona de una vasta cultura habiendo escrito más de 600 libros, artículos, novelas, publicaciones periodísticas, que versan sobre distintos temas: sociales, políticos, jurídicos, históricos, entre otros.
Fue abogado, Juez y Fiscal de la Cámara de Apelaciones de la Capital. En 1880 fue designado profesor de Literatura extranjera en el Colegio Nacional de Buenos Aires, donde dictó clases durante cuatro años.
Se desempeñó como profesor de Economía Política de la Universidad de la Plata, además de ser el iniciador de los cursos de la primera cátedra de sociología en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, por lo que se lo considera como principal promotor y primer titular, siendo gran defensor de esta disciplina como ciencia autónoma, también fue presidente de la Academia de Filosofía y Letras; en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires fue profesor de Legislación y Tratados Internacionales, llegando a ser Decano e integrante del cuerpo Académico.
Fue cofundador de la Academia Argentina de la Lengua y miembro Correspondiente de la Real Academia Española.
Integró asimismo diversas Instituciones y Academias de historia, lengua, jurídicas, de España, Chile, Brasil, Uruguay, Estados Unidos, Alemania.
También se desempeñó en la diplomacia en diversos cargos y destinos. Se destacó también como viajero incansable.
Fue intendente en el Partido de General Sarmiento.
En España recibió la Orden de Isabel la Católica, como así también distinciones en otros países.
Intervino en diversos Congresos que se desarrollaron en diversos países.
Desengañado, por la poca consideración que se le tenía en su propio país, decidió retirarse a Europa con su segunda esposa, una periodista y escritora alemana, radicándose en Suiza en 1928 o 1929, donde falleció el 7 de febrero de 1934.
Llegó a poseer una biblioteca de más de 60.000 volúmenes propios y heredados de su padre y cerca de 18.000 manuscritos. Después de ofrecer tan valioso material a la Universidad de Buenos Aires para que tomara a su cargo la “Biblioteca y el Museo Quesada” y no encontrando en las autoridades de nuestro país un real interés en todo ese rico material, decidió donarlo a la Universidad de Berlín, la que creó en 1930 el “Ibero-Amerikanische Institut”, para contener tan importante acervo cultural. Parte de esa colección se perdió durante la segunda guerra mundial.
Una revista muy importante de aquella época “Caras y Caretas”, en su edición N° 1846 del 17 de febrero de 1834, así recordaba a Ernesto Quesada, con motivo de su fallecimiento ocurrido pocos días antes:
“Ha muerto el doctor Ernesto Quesada, una vida dedicada por entero a la pluma, al libro y a la cátedra. Hijo de don Vicente Quesada, heredó de su progenitor su amor por las letras y, después de la obtención del título de doctor en derecho y ciencias sociales, preocupóse en acrecentar el material de cultura que había recibido con orgullo de bibliófilo…Entre nosotros su figura era bien conocida en los círculos universitarios e intelectuales, por su actividad incansable, y en las aulas estudiantiles y en los salones de conferencias, los más variados auditorios supieron estimar su erudición, su tenacidad laboriosa y su sentido crítico. Su biblioteca, que donara hace algunos años a Alemania, era la más rica de las particulares del país y la prueba más elocuente de su personalidad de estudioso y de escritor infatigable”.
Quesada y la historia
En su primer viaje a Europa, los Quesada tuvieron la oportunidad de visitar en su chacra en Swathling, cerca de Southampton a Juan Manuel de Rosas en febrero de 1873 y tambiéna la hija de José de San Martín, radicada en París.
En esa visita al exiliado exgobernante argentino, el joven Quesada contaba solo con 14 años y presenció la conversación que su padre mantuvo con el “tirano” Rosas, tomando apuntes sobre lo hablado, que años más tarde le permitió reconstruir todo lo allí dialogado y las interesantes opiniones de Rosas, sobre su persona y su actuación al frente de su gobierno (ER N° 44). Los Quesada provenían de familia unitaria, no obstante y por encontrarse cerca de donde residía Rosas decidieron visitarlo, aclarando también que éste en su exilio, recibía a todos aquellos que quisieran conocerlo, no haciendo distinción por su pertenencia política.
Años después, fallecido Rosas en el exilio el 14 de marzo de 1877, sus familiares anoticiados de ese deceso, quisieron hacerle un funeral en su memoria en Buenos Aires, el que fue prohibido por las autoridades de la ciudad, suscribiendo Vicente G. Quesada como ministro de gobierno, el decreto respectivo.
Diez años después de haber presenciado la charla entre Rosas y su padre, su casamiento en 1883 con la nieta del general Ángel Pacheco, personaje éste importantísimo en la historia, ya que fue oficial del ejército sanmartiniano y uno de los principales generales de la Confederación Argentina, le permitió a Quesada acceder a los archivos historiográficos atesorados por esa familia, que incluían no solo todo lo referente al ámbito familiar y al General Pacheco en lo que hacía a su actuación como militar, sino también los archivos de Juan Lavalle y Gregorio Aráoz de Lamadrid, que se les habían tomado a estos generales unitarios después de ser vencidos en las batallas de Quebracho Herrado y Rodeo del Medio respectivamente.
Aquella charla que había presenciado en su juventud y la documentación que llegó a sus manos a través de su esposa años después, evidentemente influyeron en el pensamiento de Ernesto Quesada, diferenciándose del que su padre tenía sobre el exgobernante porteño. El estudio de esa documentación fehaciente, le permitió tener una visión más objetiva de la historia pasada.
Así en el año 1898, publicó su libro “La época de Rosas: su verdadero carácter histórico”, que es considerada su obra más importante y reconocida como tal. Fue un libro revolucionario y también transgresor para la época. En ese momento era difícil defender y justificar la actuación y el gobierno de Rosas, pues era ir contra la corriente, por lo que se necesitaba mucha valentía y convicción para defender esa posición. Por ello, es considerado como uno de los padres de la corriente revisionista en la historia argentina y muchos intelectuales de aquella época lo consideraron un historiador “federal”.
Su obra, producto de una tarea patriótica y de honestidad intelectual, tiene bases sólidas, sin embargo en su tiempo fue ignorado y dejado de lado por “rosista”. En ella hizo un estudio de éste hombre público, del medio y de la época en la que le tocó gobernar, comparándola y haciendo un paralelo con la del rey francés Luis XI –artífice de la unidad de Francia y del fortalecimiento de la corona– y de Felipe II de España.
Para Quesada, la época y la sociedad lo hicieron a Rosas y también lo explicaron. Así, Rosas es el producto de la sociedad y de una época. El libro como años antes había sucedido con la obra publicada por Adolfo Saldías “Historia de Rozas y su época“, hirió la sensibilidad de gran parte por no decir la casi totalidad de la intelectualidad de aquél entonces que seguía considerando a Rosas como un tirano y opresor.
Retrato literario de Rosas.
Del Rosas octogenario tenemos también una breve descripción, escrita por Ernesto Quesada, quien, junto con su padre Vicente G. Quesada, visitó al desterrado en febrero de 1873. Tenía Ernesto apenas catorce años de edad y conservó de la entrevista un apunte juvenil que dio a conocer medio siglo después de conocer a Rosas.
"Rosas residía todo el año - escribe - en su chacra, que tenia una treintena de cuadras y en la que cuidaba animales, viviendo del producto de la modesta explotación granjera; su casa se componía de unos ranchos criollos grandes, con su alero típico; y el aspecto de todo era el de una pequeña estancia argentina."
Viene luego el recuerdo del personaje:
"La única criada inglesa que le atendía nos introdujo a una pieza donde tenía estantes atiborrados de papeles y una mesa grande; allí acostumbraba a trabajar después de recorrer la chacra a caballo.
Era entonces aquel octogenario un hombre todavía hermoso y de aspecto imponente; cultísimo en sus maneras; el ambiente modesto de la casa en nada amenguaba su aire de gran señor, heredado de sus mayores. La conversación fue animada e interesantísima, y, como era de esperar, concluyó por referirse a su largo gobierno”.
Ernesto Quesada redactó sus apuntes al regreso al hotel de Southampton, a pedido de su padre...
Rosas y el cuadernito de la Constitucion
Tanto en su época como posteriormente, y por distintos historiadores, a Rosas se le recriminó “no haber querido constituir el país” y haberse negado a dictar una constitución. Rosas si embargo pensaba antes debía organizarse bajo el “Pacto Federal” y recién cuando el país este libre de conflictos internos y dictadas las leyes provinciales, recién entonces dictar la Constitución Nacional. Sin esas condiciones previas, de nada serviría dictar “un cuadernito”. Para muchos eso solo era “una excusa del dictador”.
En febrero de 1873, Vicente G. Quesada y su hijo Ernesto visitan a Rosas en su destierro inglés. En la ocasión, esto es, veintiún años después de la batalla de Caseros, Rosas pasa revista a su gestión de gobierno y reitera su concepción del gobierno autocrático, de fuerza y paternal.
“Señor –le dijo de repente mi padre-, celebro muy especial esta visita y no desearía retirarme sin pedirle que satisfaga una natural curiosidad respecto de algo que nunca pude explicarme con acierto. Mi pregunta es esta; desde que usted, en su largo gobierno dominó al país por completo, ¿Por qué no lo constituyó usted cuando eso le hubiera sido tan fácil, y sea dentro o afuera del territorio, habría podido entonces contemplar satisfecho su obra con el aplauso de amigos y enemigos?
-Ah!- replico Rosas, poniéndose súbitamente grave y dejando de sonreír- lo he explicado ya en mi carta a Quiroga.
Esa fue mi ambición, pero gasté mi vida y mi energía sin poderla realizar. Subí al gobierno encontrándose el país anarquizado, dividido en cacicazgos hoscos y hostiles entre si, desmembrado ya en parte y en otras en vías de desmembrarse, sin política estable en lo internacional, sin organización interna nacional, sin tesoro ni finanzas organizadas, sin hábitos de gobierno, convertido en un verdadero caos, con la subversión mas completa en ideas y propósitos, odiándose furiosamente los partidos políticos; un infierno en miniatura.
La provincia de Buenos Aires tenia, con todo, un sedimento serio de personal de gobierno y de hábitos ordenados, me propuse reorganizar la administración, consolidar la situación económica, y poco a poco, ver que las demás provincias hicieran lo mismo. Si el partido unitario me hubiera dejado respirar, no dudo de que, en poco tiempo, hubiera llevado el país hasta su completa normalización; pero no fue ello posible, porque la conspiración era permanente y en los países limítrofes los emigrados organizaban constantemente invasiones. Fue así como todo mi gobierno se pasó en defenderme de esas conspiraciones, de esas invasiones y de las intervenciones navales extranjeras; eso insumido los recursos y me impidió reducir los caudillos del interior a un papel más normal y tranquilo. Además, los hábitos de anarquía, desarrollados en veinte años de verdadero desquicio gubernamental, no podían modificarse en un día.
Todas las constituciones que se habían dictado eran de carácter unitario. Pero el reproche de no haber dado al país una constitución, me pareció siempre fútil porque no basta dictar “un cuadernito”, como decía Quiroga, para que se aplique y resuelva todas las dificultades; es preciso antes preparar al pueblo para ello, creando hábitos de orden y de gobierno, porque una constitución no debe ser el producto de un iluso sino el reflejo exacto de la situación del país.
Nunca pude comprender ese fetichismo por el texto escrito de una constitución, que no se requiere buscar en la vida práctica sino en el gabinete de los doctrinarios; si tal constitución no responde a la vida real de un pueblo, será siempre inútil lo que sancione cualquier asamblea o decrete cualquier gobierno. El grito de “constitución”, prescindiendo del estado del país, es una palabra hueca”. (JM Rosas)

viernes, 14 de septiembre de 2018

CAPITÁN DON LORENZO LÓPEZ

Capitán Roberto Felipe Domínguez
El 1 de agosto de 1806, la chacra de Perdriel, pequeño caserío cercano a los Santos Lugares (hoy Partido de General San Martín) fue testigo silencioso del derroche de heroísmo de muchos hijos del país, que más tarde figurarían con letras de bronce en las páginas de la historia argentina.   Los nombres de Pueyrredón, Martín Rodríguez, Cornelio Zelaya y otros de destaca actuación posterior, han echado sombra sobre la figura de un héroe de la Patria vieja, que hoy tratamos de rescatar del olvido. Resultado de imagen para combate de perdriel
Conocidas son por cierto las contingencias del combate y el resultado desfavorable con que terminó el mismo.   La superior instrucción y mejor armamento de los británicos, rápidamente inclinó la suerte de las armas a su favor.  Las fuerzas regulares del Cuerpo de Blandengues, representantes de la milicia virreinal, abandonaron el campo de lucha y el desconcierto cundió entre los valerosos y arriesgados voluntarios.   Pueyrredón, jefe indiscutido de los allí reunidos, no se amilanó y muy por el contrario se lanzó decididamente al combate, según el relato contenido en el parte por él redactado, cuando dijo: “en esas circunstancias hice la señal de avanzar y a la cabeza de los míos me precipité sobre el grueso del enemigo  y me hallé en medio de ellos con sólo diez de mis compañeros que me siguieron, mi objeto era quitarles la artillería y de facto con mis diez compañeros les quité un carro de municiones con sólo la pérdida de uno de mis amigos y mi caballo que fue atravesado por una bala de cañón...”   Se produce en ese momento el episodio que el Cabildo de Buenos Aires testimonió, dejando constancia que: “después de haberles muerto algunos artilleros, perdido el caballo que le mató una bala de cañón contrario, reducido al último conflicto, de que le libró la generosa valentía de un compañero que volviendo a meterse entre los fuegos de los que venían al alcance de Pueyrredón le levantó a las ancas de su caballo, sin cuyo auxilio hubiera perecido...” , aclarando cuando expresa al detallar esta circunstancia que: “salvó su vida, la cual hubiera perecido sin duda, por haberle muerto el caballo, si la generosa valentía de Don Lorenzo López no lo hubiese libertado alzándolo a las ancas del suyo ¿Sería esta vez la única en que el nombre de Lorenzo López saldría del anonimato para ejemplo de sus  con ciudadanos?
En el desempeño de sus funciones, se produjo en 1806, la Primera Invasión Inglesa, oportunidad en que Pueyrredón, portador de una proclama del gobernador de Montevideo, Pascual Ruiz Huidobro, se dirigió a Luján con la intención de reclutar voluntarios con los que intentaría la recuperación de la ciudad sojuzgada. Según testigos de la época, uno de los contingentes más numerosos de los presentados fue el proveniente de los pagos de Pilar al mando del joven alcalde López, a la sazón de 25 años y que no conforme con el reclutamiento realizado, los había montado y equipado con dinero de su propio peculio.    En octubre de 1806 y muy probablemente atendiendo a los méritos de Lorenzo López, el Cabildo de Buenos Aries lo designó Administrador del Abasto Público de Ganados del Corral de Santo Domingo (este corral, o mejor dicho matadero, funcionaba al sur de la ciudad, en terrenos pertenecientes a la Orden de Santo Domingo). El celo y la honradez que caracterizaron a su gestión administrativa, hicieron posible que en el término de un año se duplicaran las ganancias que dicho establecimiento dejaba al fisco, de esa época existe un  curioso documento en el que, Don Lorenzo López, solicita un incremento en sus magros treinta pesos de sueldo, pedido que fundamenta en un extenso memorial donde detalla sus problemas y la forma en que administró los fondos provenientes del faenamiento del ganado.
Si ésta era la opinión de las autoridades de la capital virreinal, no pensaban lo mismo los abastecedores de carne que vieron cercenadas sus posibilidades de sobornar al inquebrantable Don Lorenzo López. Así vemos solicitar al Exmo. Cabildo la separación del nuevo Administrador tratando de demostrar un comportamiento por parte de aquél, que más que afectarlo lo honra, toda vez que entre los cargos formulados se hizo referencia a que: “se maneja en el desempeño de su administración figurándose tener sobre nosotros un ascendiente, por el cual nos hayamos de ver obligados a tributarle toda sumisión y acatamiento...”, agrega más adelante...”en las ocasiones que necesitamos su intervención y despacho para el ejercicio manifiesta genio adusto, acre y tan majestuoso que aún no lo tendremos a uso con nuestros esclavos...”.   Como vemos, la honradez de López no era del agrado de los hasta entonces aprovechados traficantes.   Es interesante destacar, que con fecha 20 de junio de 1807, y ante el peligro de una nueva invasión inglesa a Buenos Aires, López propuso al Cabildo un plan para la evacuación del ganado fuera del alcance del invasor y a un punto desde donde aseguraría el abastecimiento del Ejército y de la ciudad, prometiendo: “su más exacto cumplimiento y desempeño bajo las órdenes e instrucciones con que este M.I. apto se sirva autorizarlo para este efecto y con la sola calidad de que se le franqueé por auxiliar a Don Juan Ángel Vega, Alférez de la 3º compañía del tercero Batallón de Patricios, por ser persona capaz de toda la actividad y confianza que se necesita”. 
Desconocemos en detalle qué actuación le cupo a López en los sucesos que culminaron el 25 de mayo de 1810, con la instalación de la Junta de Gobierno, pero sin duda alguna fueron de total identificación con la causa criolla, tal cual se desprende de la lectura de un cronista y actor de esos episodios, cuando al mencionar las diversas reuniones secretas en que se complotaba contra las autoridades virreinales, expresó: “asistí a otra a cuatro millas de la ciudad que solía durar dos y tres días y que era la más libre contra la autoridad donde se reunían don Celestino Vidal, coronel mayor don Manuel Pintos, coronel don José Millán, general don Enrique Martínez, presbítero don Ignacio Grela, coronel don Vidente Dupuy,  coronel don Ambrosio Pinedo (que a muerto con la nota de antipatriota y es una impostura), general don Domingo French, capitán don Diego Saavedra, capitán don José Cipriano Pueyrredón, don Lorenzo López...”.  Esta reunión, como bien dice el autor de la crónica, fue la que más firmemente apoyó la idea de la independencia y el nucleamiento de los partidarios de Pueyrredón, uno de los primeros y más firmes puntales de la causa de la emancipación argentina pero, también, desgraciadamente, uno de los relegados a segundo plano por una historia deformada que, algún día, deberá hacerle la justicia que su límpida trayectoria exige.
En mérito a sus antecedentes, nuestro Primer Gobierno Patrio, a menos de un mes de su instalación, lo propuso, el 18 de junio, para desempeñarse como Jefe de la Cuarta Compañía del Segundo batallón del Regimiento “La Estrella” que comandaba French. Sin embargo, esta propuesta no llegó a concretarse por no haberse integrado el mencionado batallón.   No obstante, la Junta de Mayo, con la firma de todos sus miembros, lo nombró, el 14 de septiembre de 1810, capitán del ejército, “atendiendo a los méritos y servicios que Don Lorenzo López...concediéndole las gracias, exenciones y prerrogativas que por este título le corresponden.”    Pese a la existencia del documento anteriormente citado, no ha sido posible determinar si en algún momento se materializó la incorporación de López a las filas del incipiente Ejército, aunque no transcurrió mucho tiempo para que nuestro héroe se distinguiera entre sus conciudadanos.   En efecto, en 1813 y con motivo de la creación del glorioso Cuerpo de Granaderos, acudió al llamado del entonces teniente coronel San Martín entregando yeguarizos de su propiedad, gesto que el mismo Libertador certificó cuando al acusar recibo de su donación, dejó constancia que:El ciudadano Don Lorenzo López, después de haber donado 4 caballos para el Regimiento de Granaderos a Caballo, el 25 de octubre dona 50 más, lo que el General agradece a dicho ciudadano y lo comunica al gobierno”.   Sus méritos personales y su destacada actuación pública fueron reconocidos por sus contemporáneos y así en varias oportunidades lo eligieron para el ejercicio de cargos en los que siempre hizo gala de su honradez y celo en el manejo de los fondos públicos.    En diciembre de 1817, figuró en la lista de candidatos para integrar el Cabildo de la ciudad de Buenos Aires, no resultando electo en esa oportunidad.   La historia le reservaba el honor de formar parte de ese Cuerpo Capitular en una de las épocas más difíciles de la vida Argentina y precisamente en oportunidad en que esa Institución, símbolo de federalismo, fue avasallada por el centralismo que tantos males ocasionó al país.
El 1 de enero de 1821, el capitán Lorenzo López prestó juramento como miembro del “Muy Ilustre Cabildo de Buenos Aires, en calidad de Regidor Cuarto y Defensor General de Menores”.  Largo sería enumerar las actividades cumplidas por el Cuerpo Capitular en su azaroso último año de existencia, pero si alguno merece destacarse es la de haber hecho celebrar el primer funeral en homenaje al general Belgrano con motivo del aniversario de su fallecimiento, a escaso un año de su tránsito a la inmortalidad ante la indiferencia y olvido de sus compatriotas.   Sabido es que el gobernador Martín Rodríguez, a instancias de su ministro Bernardino Rivadavia, dispuso, en diciembre de 1821, la disolución de los Cabildos existentes. Interesante resultó la reacción de los Regidores en esa oportunidad ya que, respondiendo a al orden del gobierno y con la firma de todos sus miembros, incluido López, dejaron constancia que la cesación de sus funciones no se efectuó en cumplimiento de esa disposición, sino “que habiendo recibido del pueblo el mandato que ha ejercido durante un año, no prorrogará sus funciones a partir del 31 de diciembre...”.     
De allí en más la anarquía y las luchas fratricidas signarían con sangre y sufrimiento la vida de la Patria.   Las múltiples facetas que caracterizaron la vida del capitán López, cobran especial significación al mencionar su actuación en el año 1821. En efecto, sin desatender por cierto sus funciones de Regidor, continuó en la administración de la hacienda de Kakelinqur que le había sido confiada por el Gobierno, junto a Joaquín Suárez y haciendo honor al grado militar que le fuera otorgado, con fecha 16 de febrero de 1821, propuso la constitución de una fuerza militar para la protección de la frontera del Río Salado amenazada por los indios.   El Cabildo otorgó su consentimiento y determinó que López, junto al mencionado Suárez y a Pedro Blas Escribano, organizara un cuerpo militar que llevaría el nombre de “Blandengues Veteranos del Cuerpo de Hacendados”, dejando constancia que los arriba nombrados lo hacían “imponiéndose para ello voluntariamente la pensión de dos reales en cada cabeza de ganado que vendan”.
Por este motivo, el 10 de mayo, López, autorizado por el Cabildo, se dirigió a su estancia y al cabo de un mes regreso habiendo cumplido con la misión que se había autoimpuesto. No sabemos qué actuación le cupo al capitán López en la lucha desatada entre unitarios y federales pero, la margen de ello, podemos asegurar que en todo momento tiene que haber estado a la altura de sus antecedentes, como se desprende de la lectura del pacto secreto de la Convención de Cañuelas, firmada entre Rosas y Lavalle, el 24 de junio de 1829, por el que se acordaba que:  “ambos contratantes emplearán todos los medios legales que les dan su posición o influencia para que la elección de representantes de la provincia recaiga en persona de...”, se enumera los propuestos a elección de las propias entrevistados y cuya lista incluyó junto al capitán Lorenzo López a figuras destacadas como Diego Estanislao Zavaleta, Juan José Paso, Marcos Balcarce y Felipe Arana.   Las diversas actividades cumplidas por López, en la capital de la naciente república, no significaron que dejara de lado su pago natal y así vemos como dando prueba más de su espíritu y honradez para la administración de los fondos públicos, en 1823, por decreto de fecha 7 de enero, el gobernador Martín Rodríguez considerando “el celo distinguido del vecino de esta ciudad Don Lorenzo López en su solicitud para la construcción de un templo en el Pilar”, resolvió acordar la cantidad de $ 10.000 para dicha obra, nombrando a nuestro héroe ecónomo administrador. Lamentablemente la carencia de fondos obligó a la suspensión de la construcción, impidiendo a López la concreción de una aspiración heredada de su padre.
Coincidentemente con la administración de las obras de la iglesia, se encomendó al capitán López la traslación del pueblo de Pilar a su actual emplazamiento.  Así en apretada síntesis hemos procurado rendir nuestro homenaje a este héroe de la Patria Vieja, a quien en sus múltiples facetas de Alcalde, Regidor, Administrador, fundador de pueblos, etc., hemos visto siempre como un arquetipo de virtudes ciudadanas dignas de la mayor imitación a quien por su actuación como voluntario para la reconquista o como Capitán de la naciente fuerza militar recordamos como un ejemplo de valentía y abnegación, que hacen del Capitán Lorenzo López un modelo de las más caras virtudes castrenses características de los hombres que como él, a fuerza de coraje.   En 1836, con motivo de la sucesión de su padre Ventura López Camelo recibió en herencia una estancia en el Partido de Pilar, que constituyó el único bien que dejó a su muerte y la mejor muestra de su característico desinterés.   Si bien nos ha sido imposible determinar con precisión cuáles fueron las actividades cumplidas por el capitán López en sus últimos años de vida, todo nos permite apreciar que ellas tuvieron como escenario su terruño natal, lugar en donde falleció Fallecido el 23 de julio 1836 - Buenos Aires , a la edad de 65 años, recibiendo cristiana sepultura en el cementerio de la iglesia parroquial del Pilar, el 28 del mes citado.   De su matrimonio con doña Wanda Rodríguez nacieron 14 hijos. El menor, llamado Lorenzo, igual que su padre, ha pasado a la historia por la actuación que le cupo en la jornada del 3 de febrero de 1852, en la que el Ejército Traidor, a las órdenes de Urquiza, derrotó a las fuerzas de la Confederación Argentina.    En efecto, al retirarse Rosas del campo de batalla lo hizo en compañía de su asistente Lorenzo López, hijo, con quien, después de redactar su renuncia a la Legislatura, cambió la gorra y el poncho para encaminarse a la casa del Encargado de Negocios de Gran Bretaña.   López, conduciendo el caballo “Victoria, que montara el Gobernador depuesto, el sable, la gorra y el poncho de aquél, se dirigió a la residencia de San Benito de Palermo, donde arribó entre las 16 y las 17 horas, para informar de los sucesos del día a Manuelita Rosas.