Por le Prof. Jbismarck
La región había sido invadida y conquistada por fuerzas británicas en 1806 y 1807. La crisis resultante de sendos ataques había fortalecido de milicias urbanas cuyas más grandes unidades estaban en manos de hispanoamericanos. Al estallar la revolución en mayo de 1810, sus líderes echaron mano de dichas milicias para imponerse fácilmente a los partidarios del virrey. Pero mientras el gobierno revolucionario se esforzaba por transformar sus milicias en verdaderos regimientos de línea, la reacción realista tomaba forma en la ciudad amurallada de Montevideo (sede local de la marina real) y en los gruesos contingentes provenientes del virreinato del Perú. La lucha se daría entonces en estos dos frentes al que se sumaría luego, con la caída de los patriotas en Chile, un tercero a lo largo de los Andes. Lo más grave, resultaría ser la división interna del territorio a partir de la oposición de los pueblos situados sobre los frentes de combate ante la dirección centralista y autoritaria de Buenos Aires (los pueblos del Litoral bajo el mando de José Artigas, los del norte con Martín Miguel de Güemes). Cansados de soportar sobre sus espaldas lo peor del costo de la guerra, estos pueblos se levantarían en armas contra el gobierno central y terminarían destruyéndolo en 1820, lo que abriría un período en que las provincias seguirían existiendo en total autonomía. Entre las armas blancas y las de fuego, la cultura militar española moderna daba su preferencia a las segundas, rodeándolas de un prestigio especial, sobre todo en el caso de la artillería. Según los parámetros militares de la época, el fuego de infantería debía ser el arma predominante de todo ejército civilizado. En teoría, un soldado bien entrenado podía recargar y abrir fuego hasta tres veces por minuto, pero en las condiciones reales del combate lo más común era que la tropa tardase hasta un minuto en recargar. Los partidarios de la fusilería aportaban argumentos de peso: el fusil podía alcanzar a un enemigo a 150 metros, podía ser fabricado en serie y cualquier persona podía aprender a utilizarlo en escazas semanas. El soldado no disparaba así contra otro soldado, sino sobre un batallón entero o sobre la masa enemiga. Ahora bien, los batallones de infantería bien entrenados no abundaban en el Río de la Plata revolucionario. El examen de los cadáveres tras las batallas confirmaba una y otra vez que la mayoría de los caídos presentaban heridas de arma blanca, siendo muy pocos los muertos por una bala de fusil. La solución era obvia: si el oneroso fuego producía poco efecto había que privilegiar el uso de la bayoneta, cuya utilización no presentaba costo material alguno. Como los combates napoleónicos lo habían demostrado, un ejército revolucionario bien motivado podía hacer un uso devastador de la bayoneta decidiendo la batalla en una única carga triunfal. Se vio entonces desde los primeros combates que los soldados, al recibir la orden de cargar a la bayoneta, tenían una tendencia a quedarse clavados en su lugar, continuando el uso del fuego hasta agotar sus cartuchos. Unas horas antes de la decisiva batalla de Tucumán, el general Belgrano hizo saber a sus comandantes de batallón que el plan de acción se reduciría a cargar inmediatamente a la bayoneta sobre la línea contraria. Como muchos de sus inexpertos infantes no poseían bayoneta se distribuyeron largos cuchillos para ser amarrados en su lugar. De este modo, el desprecio por las armas de fuego y la utilización ostentosa del arma blanca se transformaron en rasgos profundamente anclados, Este tipo de actitudes respecto del uso del fuego eran aún más marcadas en la caballería, que siguió una evolución cargaran a la bayoneta y sable en mano a los enemigos que tengan al frente. Las primeras unidades de caballería revolucionaria, formadas en esta tradición, encontraron en las primeras campañas de la Guerra de la Independencia dificultades extremas para cumplir su misión en el campo batalla. Armados de pistolas, carabinas y fusiles, estos jinetes se batían, incluso cuando lo hacían de a caballo, como verdaderos infantes. José María Paz nos ha legado algunas páginas de ese momento en que los jinetes del Río de la Plata tuvieron que reaprender, literalmente, a hacer la guerra a caballo. Según su autorizada opinión, de hecho, hasta 1814 la caballería patriota no merecía siquiera el nombre de tal. Como explica: Las armas de fuego eran útiles en las escaramuzas de avanzada, pero al momento de la batalla la carabina era un instrumento inútil en manos del jinete. El caballo se sobresaltaba con las detonaciones y recargar un arma de avancarga mientras se sostenían las riendas era una tarea ardua. De modo que, en la práctica, el jinete llegaba al campo de batalla con la carabina cargada, avanzaba hasta ponerse a tiro, disparaba en dirección del enemigo con muy poco efecto y partía hasta la retaguardia para recargar tranquilo, volviendo largo rato después. Paz confiesa con candidez que una vez comenzado el combate, él y sus colegas no sabían demasiado qué hacer, pero como el resto del ejército se batía, ensayaron algunos esbozos de carga que hicieron huir a la aún peor caballería realista. En un momento dado, y sin saber cómo, Paz se encontró a la cabeza de una sección de dragones que cargaba, no sobre la caballería, sino sobre la infantería enemiga, bien formada en línea. Estos infantes venían de abrir fuego, por lo que se encontraban con las armas descargadas. Los dragones avanzaron entonces sin dificultad, carabina en mano. Ahora bien, a medida que los dragones se acercaban al galope, los infantes instintivamente comenzaron a apiñarse hasta formar una masa compacta e impenetrable. Paz lo describe así: “Se siguieron unos instantes de silencio, de mutua ansiedad y de sorpresa. Si hubiésemos tenido armas adecuadas, era cosa hecha, y el batallón enemigo era penetrado y destruido. Finalmente, algunos infantes recargaron sus fusiles, dispararon y los dragones se retiraron a toda velocidad. Para entonces ya todo el ejército revolucionario huía y la campaña estaba perdida. La guerra en el extremo sur del continente requeriría de diez años más de esfuerzos para recuperar lo perdido en Vilcapugio. Esta impresión se reforzaría aún más en la batalla de Ayohuma, algunas semanas más tarde, en que la escena se repitió casi idéntica Se hizo así evidente a los jefes de la caballería que un cambio de armamento era indispensable. Para reducir el análisis a sus rasgos básicos, digamos que la reforma comenzó en Buenos Aires a fines de 1812 con la organización del nuevo regimiento de Granaderos a Caballo. Con la onerosa creación de este cuerpo el gobierno pretendía dar un nuevo modelo a la caballería de sus ejércitos. Como en un laboratorio, se aplicaría la nueva táctica francesa napoleónica, privilegiando el uso de la carga a fondo al arma blanca en el momento decisivo del combate. Los granaderos hicieron sus primeras armas en el combate de San Lorenzo, el 3 de febrero de 1813, sobre las barrancas del río Paraná. Dicho día, el escuadrón de elite se ocultó tras un convento mientras que un batallón de 250 infantes realistas desembarcaba para saquear los alrededores. Sin ningún tipo de preámbulo, los jinetes se lanzaron a la carga sable en mano y masacraron a la infantería. El pequeño combate al arma blanca conquistó inmediatamente la imaginación del público local: en una sola carga, elegante y poderosa, 120 jinetes habían matado más de 40 enemigos y herido a otros 15. Tanto a un nivel discursivo como táctico, la victoria de San Lorenzo marcó a EL SABLE, San Martín había prohibido estrictamente a sus hombres que se sirviesen de sus armas de fuego (por ordenanza los granaderos portaban tercerola). En el parte oficial de la jornada, rápidamente publicado por el gobierno, el coronel decía que la victoria era fruto de “una carga sable en mano”. La expresión se volvería famosa y haría escuela. Los soldados del regimiento practicaban cotidianamente su esgrima y lo mejor de la sociedad porteña se acercaba al cuartel a observarlos . El espectáculo era interesante. El entrenamiento consistía en una carrera donde se simulaba el corte a sable de las cabezas enemigas: se plantaban en el piso una cantidad de estacas con una sandía clavada en su extremo, luego los granaderos se lanzaban a toda carrera en sus grandes caballos, golpeando a derecha e izquierda. San Martín había prometido a sus reclutas que las cabezas de los realistas explotarían de la misma forma que las sandías, y su promesa fue cumplida. Cadáveres humanos cortados de parte a parte, cabezas separadas del tronco, miembros seccionados, cráneos prolijamente divididos en mitades, cañones de fusil partidos en dos .La esgrima del sable de caballería era bastante rudimentaria, con seis golpes de corte y uno de estoque, más las defensas. El sable utilizado por los granaderos no era en sí mismo diferente del utilizado en otras unidades. Era un sable corvo de caballería, bastante pesado, de unos 90 centímetros de largo. Su particularidad residía más bien en su afilado, sobre el que las fuentes se explayan en diversas ocasiones.
La caballería se había vuelto un arma temible y desde entonces reinaría suprema sobre los campos de batalla del cono sur del continente. En apenas unos meses, los húsares, dragones y cazadores de la patria mostraban el mismo apego a la carga frontal y al combate cuerpo a cuerpo. La utilización del arma de fuego se había vuelto un gesto de indecisión y de debilidad . Un joven oficial de caballería, Gregorio Aráoz de Lamadrid, era considerado uno de los maestros en este tipo de lances. Una noche, marchando con su patrulla de caballería por terreno montañoso, fue divisado por el centinela del campamento enemigo, que dio el quién vive. Sabiendo que las fuerzas realistas eran mucho más numerosas y que no tardarían en estar sobre ellos, Lamadrid ordenó por lo bajo a uno de sus ayudantes que abriese fuego sobre el centinela. Cuando partió el tiro gritó a plena voz, simulando enojo: “¡No hay que tirar un tiro, carabina a la espalda y sable a la mano! ¡A degüello!” La utilización de la lanza conoció por parte de la tropa una resistencia sorprendente. Primero por que la eficacia de la lanza en la carga frontal era evidente, particularmente para atacar a la infantería: sólo el largo de la lanza podía dar al jinete la posibilidad de golpear a un infante armado de fusil y bayoneta antes de que éste clavase su arma en el pecho del caballo. Segundo, porque la lanza y la pica han sido siempre –a causa de su utilidad para conducir al ganado– las armas típicas de los pueblos ganaderos como el rioplatense. Tercero, porque en la región que nos compete la lanza era utilizada con gran provecho por los guerreros indígenas, quienes gracias a ella habían derrotado en más de una ocasión a las tropas de línea de caballería. En todo caso, el desagrado de la tropa para con la lanza causaba serios inconvenientes a la organización de la caballería revolucionaria, teniendo en cuenta que las armas de fuego y los sables eran siempre insuficientes y caros. Pero esta actitud fue completamente trastocada tras el combate del Ombú. Dicha acción, en efecto, fue decidida por un gran choque de caballería entre los mejores escuadrones rioplatenses y sus pares, muy famosos, del estado de San Pablo. Luego de repetidas cargas los primeros lograron acorralar a los segundos contra el margen de un río no practicable. Una última carga contra los brasileños atrapados produjo una mortandad muy elevada. Ya dueños del campo de batalla, los soldados rioplatenses tuvieron tiempo de recorrer el escenario del reciente combate, constatando con sus propios ojos que la mayor parte de los enemigos muertos presentaban heridas de lanza. Desde ese momento el prestigio de esta arma fue general y ya nadie pondría en duda su utilidad. Sólo el remington, medio siglo más tarde, pondría fin a su reinado.
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