Conocí al doctor Ramón Carrillo en 1939, cuando yo era practicante honorario del Servicio de Neurología y Neurocirugía del Hospital Militar Central, que él dirigía. Me atrajo la modestia de su personalidad, su talento capacidad... la amplia generosidad con que me invitó a seguirlo en una especialidad que yo también abrazara con fervor y entusiasmo.
Carrillo, el hombre, era serio sin seriedades. De sonrisa fácil y amplia como una mano tendida hacia los semejantes. Físicamente no se destaca de los demás sino por su criolla tez morena y curtida por el sol santiagueño de la cual se sentía orgulloso. Hombre de pensamiento y de acción, jamás escindió la inteligencia de la voluntad y de la praxis. Hombre sensible, abierto a todos los rumbos de la inquietud intelectual. Optimista impenitente, creyó en el Creador y en el hombre hecho a su imagen y semejanza. Le gustaba decir que había que demostrar lo malo, antes que negar, de entrada, lo bueno que necesariamente hay en el ser humano. Era fuerte e íntegro: nunca escuchamos una queja por lo que le habían hecho, por la ingratitud, por desilusiones padecidas. ¡Y vaya si fue víctima de ataques, vilipendios y odios. Tenía un extraordinario sentido humanista y cristiano y una generosidad sin límites.
Fue un gran científico: uno de los más importantes que el país haya tenido. Abrió el rumbo para investigaciones que han acordado a la neurología un lugar de privilegio en todo el mundo.
Tal vez, si otras actividades puestas por su vocación de servicio no le hubiera requerido la dedicación total, su obra científica habría adquirido dimensiones universales. Renunció a esta meta por otros objetivos que consideraba indispensables para el servicio de la República. Demostró así su amor por esta tierra y por sus hombres.
Fue maestro: enseñaba y formaba; estaba siempre junto a sus discípulos para estimularlos y ayudarlos en los momentos de desaliento. Pero lo hacía sin que su mano izquierda se enterara de lo que había dado su mano derecha.
Fue político y ministro: creó casi de la nada, las instituciones y las estructuras para la salud de las que luego la República se enorgullecería. Incorporó el país, en esta materia, a las naciones más avanzadas del mundo. Desde su labor ministerial, puede dividirse la política nacional sanitaria en dos épocas: antes de Carrillo y después de Carrillo. Y esto ya es historia.
Creía en el país y quería entrañablemente a su pueblo. Amaba a Santiago, su patria chica, y a la Argentina, su patria grande. Era capaz de hablar horas enteras del paisaje y de la gente de su tierra. Recordaba con orgullo que su Santiago había sido "fundadora de ciudades". Quería un país de los argentinos para todos los argentinos. No aceptaba la hegemonía de Buenos Aires y la postergación del interior. No era, sin embargo, antiporteño. Intuía que las legiones de "cabecitas negras" que arribaban a Buenos Aires eran los adelantados del tiempo nuevo y que su acción, desde las fábricas, conseguiría los objetivos que no obtuvieron las armas en el siglo pasado. Deseaba que Buenos Aires no fuera sólo un puerto de entrada y salida de mercaderías, sino la gran base técnico-industrial para autoabastecernos y asegurar, junto al resto del país, nuestra libre determinación. Así podría comenzar a escribirse una nueva historia de unidad nacional y colaboración entre la capital y las regiones del interior.
Murió lejos y pobre. Se habló de una inmensa fortuna mal habida. Murió casi en la indigencia. El escándalo y el odio se deleitaron arrojándole paladas de lodo y él murió en silencio, lejos y pobre. Esa, su pobreza, constituye la prueba de su limpieza y el testimonio de su honradez; culminó su vida trabajando, mitigando el dolor, ganando su sustento con él esfuerzo de cada día y con la buena acción de cada hora. Murió sin resentimientos, sin deseos de revancha, tan limpio y claro de alma como lo fue en su vida".
La posteridad, sin embargo, que no es indiferente a la justicia, ha rei¬vindicado su memoria y su nombre. El doctor Ramón Carrillo ha entrado en la historia de lo bueno que tuvo la patria
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