El general Rosas expresó el deseo de verme, circunstancia
que me proporcionó ocasión para que yo me felicitara andando el tiempo. Es un
hombre de extraordinario carácter, que ejerce la más profunda influencia sobre
sus compañeros; influencia que sin duda pondrá al servicio de su país para
asegurar su prosperidad y su dicha. Posee, según se dice, 74 leguas cuadradas
de terreno y alrededor de 300.000 cabezas de ganado vacuno. Dirige
admirablemente sus inmensas propiedades y cultiva mucho más trigo que todos los
restantes propietarios del país. Las leyes que él ha redactado para sus
estancias y un cuerpo de tropas compuesto por muchos centenares de hombres
admirablemente disciplinados para poder resistir a los ataques de los indios,
fue lo que al principio hizo que todos los ojos se fijaran en él y donde se
apoyó su celebridad. Acerca de la rigidez con que el general hacía ejecutar sus
órdenes se cuentan muchas anécdotas.
He aquí una de ellas: él había ordenado, so pena de ser
atado a la picota, que nadie fuera armado de su facón en domingo, ya que, en
efecto, en ese día es cuando se bebe y se juega más, resultando de ello
querellas que degeneran en batallas en las que el facón desempeña un importante
papel y que termina casi siempre por muertes. Un domingo, el gobernador fue a
visitarle rodeado de gran pompa, y el general Rosas, en su apresuramiento por
salir a recibirle, abandonó su casa llevando como de ordinario su facón a la
cintura. Su intendente le tocó el brazo y le recordó la ley; volviéndose
inmediatamente hacia el gobernador, el general le dijo que se hallaba desolado
por tener que dejarle, pero que le era preciso a fin de ir a que lo amarraran
en la picota y que no volvería a ser el dueño de su casa hasta tanto que la
pusieran en libertad. Algún tiempo después se convenció al
intendente para que fuera a libertar a su jefe; pero apenas lo había hecho,
cuando el general, volviéndose hacia él, le dijo: “Usted, a su vez, acaba de infringir
la ley y va usted a ocupar mi sitio”. Actos como este encantan a los gauchos,
todos ellos extremadamente celosos de su igualdad y de su dignidad.
El general Rosas es también un perfecto jinete, cualidad muy
importante en un país donde un ejército eligió cierto día a su general como
resultado del concurso siguiente: Se había hecho entrar en una corraliza una
tropilla de caballos salvajes: después se abrió una puerta cuyos batientes
estaban unidos por su parte superior mediante una barra de madera. Dispuesto
todo, se convino en que cualquiera que lograra, saltando desde la barra, quedar
montado en uno de los animales salvajes en el momento en que éstos se lanzaran
fuera de la corraliza y consiguiera sostenerse en él sin silla ni brida y
volverlo a traer a la puerta del corral, sería elegido general. Un individuo lo
consiguió y se le eligión, y sin duda fue un general digno de tal ejército. El
general Rosas también ha llevado a cabo esa hazaña.
Empleando tales medios, adoptando el traje de los gauchos,
ha sido como ha adquirido el general Rosas una popularidad ilimitada en el país
y como consecuencia un poder despótico. Un comerciante inglés me ha afirmado
que un hombre, arrestado por haber asesinado a otro, respondió cuando se le
interrogó acerca del móvil de su crimen: “Le he dado muerte porque habló
insolentemente del general Rosas”. Al cabo de una semana se puso en libertad al
asesino. Quiero creer que ese sobreseimiento fue ordenado por los amigos del
general y no por éste.
En el curso de la conversación, el general Rosas es
entusiasta, pero, al mismo tiempo, está lleno de buen sentido y de gravedad.
Esta, incluso, está llevada al exceso. Uno de sus bufones (tiene dos cerca de
él, como los antiguos barones) me refirió a tal respecto la siguiente anécdota:
“Cierto día quise oír determinado trozo de música, y fui 'en busca del general dos
o tres veces a fin de que lo hiciera tocar. La primera vez me respondió:
“Déjame tranquilo; estoy ocupado”. Fui a encontrarle una segunda vez, y me
dijo: “Si vuelves otra vez haré que te castiguen”. Volví una tercera vez, y al
verme se echó a reir. Me lancé fuera de la tienda, pero ya era demasiado tarde;
ordenó a dos soldados que me sujetaran y que me amarraran a los postes. Pedí
gracia invocando a todos los santos del Paraíso, pero no quiso perdonarme;
cuando el general se ríe no perdona a nadie”. El pobre diablo aun ponía cara de
angustia al acordarse de los postes. Es este, en efecto, un suplicio muy
doloroso; se clavan cuatro postes en el suelo, de ellos se suspende
horizontalmente por muñecas y tobillos al condenado, y se le deja allí
estirándose durante algunas horas. Evidentemente, se ha tomado la idea de tal
suplicio del modo empleado para secar las pieles.
Mi entrevista con el general terminó sin que él hubiera
sonreído una sola vez, pero obtuve un pasaporte y permiso para servirme de los
caballos de posta del Gobierno, lo que de concedió de la manera más servicial.