Rosas

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sábado, 1 de diciembre de 2018

“ESPADA SIN CABEZA” la extraña muerte de Juan Lavalle.

Por José María Rosa
El general Paz cuenta en sus Memorias la impresión que le hizo Lavalle cuandolo vio en Punta Gorda; ya no era el atildado oficial de la escuela de San Martín. Su vestimenta y sus actitudes mostraban un cambio enorme: desaliñado, sin cuidar de sí ni de la disciplina de su ejército, daba la impresión de andar como dormido, de estar dominado por un escepticismo invencible. ¡Qué lejos de Río Bamba y de Ituzaingó! Lamadrid, que lo encontró en Córdoba poco después de la entrevista con Halley, le oye “atacar a los de frac” y contestar a Villafañe, que se quejaba de la falta de moralidad del ejército: “¡Deje usted que roben, que fusilen y que maten!” No había orden, no tomaba las precauciones más elementales, parecía no importarle ya nada: “¡Y éste es el gran general en que los pueblos todos antes de la coalición tenían fijas todas sus esperanzas!”, le dice Lamadrid a Villafañe. Tan orgulloso que era antes, acepta ahora callado las reconvenciones que le hace Lamadrid sobre su negligencia en la conducción del ejército: “¡Confieso que es la única vez que vi a este valiente y desgraciado general – comenta Lamadrid en sus Memorias –sufrir resignado y sin inmutarse un reproche semejante!” En el norte, durante el invierno de1841, Lavalle no ejecuta movimientos estratégicos ni planea operaciones de importancia. Abandona el ejército para ir a encerrarse en la hacienda de Gualfin, en Catamarca, con la hermosa Solana Sotomayor, mujer de Brizuela, “con la cual pasó cuatro días y cuatro noches sin levantarse de la cama, mientras se paseaban por los corredores, desesperados, sus jefes, oficiales y secretarios, y el grave y solemne Félix Frías decía siempre al asombrado Pedernera: La causa de la libertad, señor general, se pierde por las mujeres
 
Entre tanto, Brizuela, director nominal de la Coalición del norte, buscaba consuelo en la bebida, y poco de
spués se dejaba vencer y matar en Sañogasta. Ya no se oyen sino reproches, merecidos o no, de sus compañeros de causa, Marco Avellaneda atribuye a su inercia el fracaso de Tucumán, y muy grave debió ser su resentimiento para abandonarlo después de Famaillá.
Esteban Echeverría le dice en versos:
“Todo estaba en su mano y lo ha perdido
Lavalle, es una espada sin cabeza.
Sobre nosotros, entretanto, pesa
su prestigio fatal, y obrando inerte
nos lleva a la derrota y a la muerte!
Lavalle, el precursor de las derrotas.
Oh, Lavalle! Lavalle, muy chico era
para echar sobre sí cosas tan grandes”.
El cóndor vuela aún llevado por su impulso de acero. No ha triunfado en una guerra que no podía concluir sino con la victoria o la muerte. Al partir de Montevideo había hecho el juramento, que Florencio Varela le recuerda con insistencia poco benigna, de “quedar tendido en las calles de Buenos Aires o libertar a su patria”.  No ha logrado ni lo uno ni lo otro. Varela insiste ante Frías en que no hay otra salida: el general debe comprender “que su nombre, su gloria, su porvenir, el de sus hijos, dependen del éxito de la empresa”. Al propio Lavalle advierte que si no triunfa, “si la revolución se perdiera por no seguir usted el buen camino (el buen camino eran los consejos militares de Varela), cargaríamos todos con las maldiciones de la patria”
El jefe del Ejército Libertador vivía como ausente, sin fuerzas para dar una orden,sin energía para aplicar un castigo. Lamadrid se entera con asombro de que en un pozo de la travesía los soldados se han dado de cuchilladas ante el propio general, que “se había tendido y los observaba indiferente”. Es tal la impresión que le produce la melancolía de Lavalle que “lo compadecía en extremo en mi interior, pues acabé de convencerme de que estaba agobiado por el peso de sus desgracias, siendo esta causa la que lo había reducido a dicho estado”.Diríase que buscaba los lances amorosos para aturdirse y olvidar. A Solana Sotomayor la reemplaza en Salta con Damasita Boedo, hermosa niña de veinte años, hija del congresal de Tucumán.  Damasita Boedo, prendada del héroe legendario y caballeresco, gallardo en sus cuarenta años, de mirada dulce y triste, abandona la casa paterna para compartir sus últimas horas. Pondrá un aliento de ternura en las melancólicas horas de la derrota final y estará junto a él en la mañana trágica de Jujuy.
“NI EL SEPULCRO LA PUEDEHACER DESAPARECER”
Ajeno a todo, revivía en el amor y en el combate. Al entrar en batalla sus ojos volvían a brillar de coraje y sus manos temblaban con la impaciencia de la acción. Más que nunca su famosa valentía se mostró en los últimos combates del norte. En Famaillá, una batalla de desesperación, en que pocos reclutas arremeten contra tropas de línea muy superiores en calidad, número y armamento, es tal el ímpetu de la carga de Lavalle que, por un momento (el único en toda la campaña), la victoria estuvo indecisa. Pero los suyos huyeron.  Diríase que buscaba la muerte, que no encontró porque el baqueano José Alico consiguió escamotearlo del entrevero por picadas desconocidas. Varios días estuvo perdido para el resto de su ejército, cuya salvación dejó a la prudencia de Pedernera, refugiado con Damasita para olvidarse, tal vez, que no había muerto en la batalla. Quiso consolarse de la derrota con lacertidumbre de que Lamadrid estaría victorioso en Cuyo, lo que atribuía a su acierto en dividir el ejército. Le había llegado la noticia de Angaco, en que Acha con quinientos hombres desbarató a tropas cuatro veces superiores. Pero tres días después tuvo un nuevo desengaño:
Benavídez, derrotado en Angaco, se había rehecho y en San Juan habíase cobrado un amplísimo desquite: ni Acha, ni su división, existían ya. Le quedó la esperanza, que angustiosamente transforma en certidumbre, de que Lamadrid habría de vencer en Mendoza. Nunca le llegó la noticia del completo descalabro de Rodeo del Medio –ocurrido a los pocos días del suyo en Famaillá – y que los deshechos de Lamadrid huían por la nieve de la Cordillera, cerrada en esa época del año. ¿Qué le quedaba?... Sus mejores regimientos acabaron por dejarlo, francamentesublevados, para irse por el Chaco hasta Corrientes. El no podía tomar ese camino: Corrientes lo había proscripto cuando cruzó el Paraná después de Sauce Grande, y Ferré lo había llamado desertor, y a su conducta, la más negra de las traiciones.  Lo seguían aún doscientos fieles: con ellos tomó el camino de Jujuy para defenderse en guerrillas por la quebrada. Tal vez en esos momentos el cóndor comprendió que había perdido la luz para siempre: “Pero lo que no puedo concebir es el que haya americanos que, por un indigno espíritu de partido, se unan al extranjero para humillar su patria y reducirla a una condición peor que la que sufríamos en tiempos de la dominación española: una tal felonía ni el sepulcro la puede hacer desaparecer”, escribía San Martín indignado por la conducta de los unitarios.
LA NOCHE DE JUJUY  El 8, al llegar a Jujuy, estaba en un estado “de alegría extraña”, que era para mí anuncio de una grandísima desgracia”, dice Frías (esta frase no tendría sentido si lamuerte hubiera sido casual). Y cuando todo y todos aconsejaban no entrar a la ciudad y tomar rápidamente el camino de Humahuaca, acampó la tropa en las orillas y se fue a buscar “una casa donde hubiera una cama”. ¿Quiso pasar una última noche de amor? No quería oír hablar de retirarse por el camino de Bolivia. Hasta el 6, en que se fueron Ocampo, Hornos y la mayor parte de la tropa, creyó en que aún podía defenderse en Salta. Después creyó, quiso creer, en la posibilidad de una “guerra popular”, a lo Güemes, disputando los pasos de la quebrada a las tropas de Oribe.  La huída de Alvarado y de Bedoya le desmoronó esta última esperanza: “la idea de Vd. de hacer guerra popular es inverificable – le decía Bedoya en la carta que le dejó en Jujuy –, tengo conciencia segura de que no se ha de hacer nada, absolutamente nada. Lo engañan, general, los comandantes que se lo prometen y antes de cuatro días los ha de ver Vd. capitular con la montonera”.   Por lo tanto... no quedaba nada más que el camino de la emigración, insistentemente reclamado por todos. Es decir, la derrota, el deshonor, la conciencia de una “felonía que ni el sepulcro puede hacer desaparecer”, que tan só1o acallaba con el ardor del combate. No habría de ser el suyo. Había buscado la muerte en Famaillá, y en tantos combates, sin encontrarla jamás. Cuando a la madrugada la presencia de la partida de Blanco dio la certidumbre de que había llegado el esperado final, quiso afrontarlo sereno abriéndose paso a través de los enemigos.
La huída de los suyos impidió este propósito y no quiso caer vivo en las manos enemigas, había repetido que “Rosas podría disponer de su cadáver, pero no de su vida”.  O quizá comprendió al
alejarse la partida, después de pretender descerrajar la puerta, que la muerte nunca vendría a buscarlo. Sin posibilidad de seguir la lucha y para caer en tierra Argentina, quiso salirle al encuentro,
arrogantemente, cansado de esperarla. Había dicho que sería el último en abandonar el suelo de su patria:había jurado vencer o que dar tendido. Cumplió su juramento.
LA LEYENDA
Sus compañeros convinieron en atribuir su muerte a la descarga que había hecho la partida contra la puerta. Debió ser un solemne juramento de honor que se prestó en los Tapiales de Castañeda, al abrigo de la tropa y ya pasado el desconcierto por la actitud del comandante Blanco. Esos últimos doscientos eran un puñado de amigos fieles, de lealtad probada. Sin duda fue Félix Frías, tan cató1ico, quien sugirió la piadosa mentira; tengamos en cuenta las modalidades de la época, pues los restos de un suicida no recibían sepultura y su nombre quedaba infamado y proscripto. Tal vez una consecuencia de ese juramento fue la actitud de recoger el cadáver para que los enemigos no advirtieran, por la índole de la herida, la verdadera causa de la muerte. Lavalle debió matarse en su habitación o en el segundo patio, “donde había ido tras Frías”.  Que el teniente López recogió el cuerpo “del zaguán donde estaba como tendido” es parte de la leyenda; lo recogió en algún lugar alejado del zaguán, pues tuvo que explicar a los vecinos “que no murió instantáneamente, que en las ansias del últimomomento se arrastró hacia su cuarto”. Medio Jujuy supo, por boca de quienes recogieron el cuerpo, que una descarga de los federales había concluido con el jefe de los unitarios. Los federales, al volver a la ciudad, oyeron con asombro, de boca de los vecinos, que Lavalle había caído por la descarga contra la cerradura. Debe descartarse que examinaron la puerta: Blanco nada dice de disparos que “atraviesan la puerta”, y Bracho se atribuye un tiro por el ojo de lacerradura. Ni creyeron ni dejaron de  creer que ellos habían terminado con Lavalle, pero desde luego no iban a desmentir una versión que les obsequiaban y que para ellos significaba ascensos y premios. por supuesto que al forjar la leyenda, ninguno de los amigos de Lavalle recordaba el cedro macizo dela puerta, su espesor, ni tampoco podían saber que los tiros no habían sido disparados con fusiles, sino con malas tercerolas. Todos guardaron celosamente el juramento. Frías escribe a Rafael Lavalle que le queda “el grato deber de defender el nombre glorioso del general” ; y al hablar – muy pocas veces – de la muerte de Lavalle no dejó de agregar “muerto por los soldados de Rosas”. La leyenda fue cuidada. Como los hombres siempre vemos lo que queremos ver, nadie ha visto la evidencia. Y quedó oculto el hondo motivo patriótico de la muerte del general Lavalle.

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