Rosas

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viernes, 16 de julio de 2010

Verdades, Leyendas y falsedades sanmartinianas.

Deniri Jorge Enrique
Los Decálogos siempre resultan útiles a la hora de recortar un objeto de estudio de relativa densidad. Por cierto que poner a San Martín, como quien dice en el porta objetos para analizarlo, en este caso no responde a una falta de respeto sino todo lo contrario, a un intento más de aportar elementos de juicio a quienes, como yo, lo admiran por todo lo alto, no sólo como el héroe epónimo de esta amada República nuestra, tan venida a menos, sino como una figura que merece ser modélica entre tantas otras que pueblan el panteón general de las naciones, pues su brillo, el siempre discreto y recatado fulgor de su bronce, no cede ante ningún otro.
Por eso, como modestísimo homenaje al Gran Capitán, esta nota pretende historiar sucintamente diez cuestiones estrechamente ligadas a lo que llamaría el “conocimiento de batalla” de nuestro prócer; cuestiones que vienen siendo bastardeadas de larga data. Algunos, lo hacen por ignorancia, otros por una malevolencia iconoclasta que busca corroerlo con el ácido de las ideologías, y no pocos, para bajarle la vara, que para cualquier otro siempre resultará extremadamente alta, y ponerlo a la altura de los capitanejos, dictadorzuelos al uso íbero americano y logreros que también han conseguido arañar algún renglón de la Historia.
Estas líneas, se redactan hacia el mediodía del 17 de agosto, y desde la mañana temprano vengo pensando cómo darles forma para que puedan dejar algo. En forma aislada, individual, más de una vez los puntos que hoy quiero tocar me han servido de tema, pero como si tal cosa, cada vez que puede darse, los veo rebrotar de entre sus cenizas, más con la tosquedad brutal de Terminator que con la prestancia clásica del ave Fénix, para dejar sentado que el error y, tal vez, la maldad, han grabado también a fuego aquella frase de ¿Talleyrand? ¿Voltaire? hoy más vigente que nunca: “Miente, miente que algo quedará siempre”.
El hecho es que, entre los historiadores de quiosco, los ideólogos, los biógrafos bien intencionados pero mal informados, los del mismo ramo quizá bien informados pero mal intencionados, los “novelistas” y “cineastas”, siempre dispuestos a las concesiones a la “obra de arte” a costa de la Historia y, por no abundar, aquellos amantes de nuestro Prócer – que proliferan -, siempre dispuestos a validar versiones sobre las que no media prueba alguna, pero que se ajustan a lo que ellos consideran que debiera haber sido “la verdad”, más allá de los ajustes insoslayables que cada época hace en sus figuras consulares. Corremos hoy, tal vez más que nunca, el riesgo de terminar convalidando por ignorancia, por la fuerza o por resignación, la matriz de un Frankestein.
Por eso, someramente, se intenta dejar en unas pocas líneas para cada caso, por sí o por no, lo que considero que se aproxima más a la verdad histórica.
Y en un orden cualquiera, lo primero que estimo corresponde tratar es la identidad de San Martín, como hijo de sus legítimos padres, Juan de San Martín y Gregoria Matorras, desechando versiones que ni siquiera merecen ser tachadas de leyendas, porque nacieron del rencor y del resentimiento fogoneados por la ideología. Concretamente, me refiero a la versión inventada por Joaquina de Alvear, de que San Martín era hijo de una india con su propio abuelo, Diego de Alvear. Por cierto que el padre de Joaquina, Carlos de Alvear, fue uno de los más mendaces enemigos de San Martín. Mucho después, Vino García Hamilton y en un libelo vergonzoso titulado “Don José”, caratulado de “biografía novelada” sobre una “versión libre de los documentos existentes”, resucitó la mentira a través de una única carta de aquella pobre loca (porque Joaquina terminó chalada). Finalmente, un “historiador” de izquierdas, Hugo Chumbita, completó la falsedad pretendiendo que la madre de San Martín había sido la legendaria (legendaria en todo el sentido de la palabra) Rosa Guarú, en otra creación panfletaria que ha tenido la propagación que demasiadas veces acompaña la reiteración de las fábulas y la difusión de las mentiras: “El secreto de Yapeyú. El origen mestizo de San Martín”. Y es de lamentar, no la extensión alcanzada por la mentira, que es habitual en todo lo que tiñe el escándalo, sino que los mismos factores de poder, a través de la “Historia Oficial” que alimentan sujetos como Pigna y Galasso, le hayan hecho y le sigan haciendo el campo orégano para esmerilar la figura de San Martín, para desdibujarle la identidad negándole a la madre.
Y, obligadamente, al comenzar con la identidad de San Martín y con sus padres, puesto que los perversos lo han fabulado hijo de una india, (que no tendría nada de malo si fuera cierto), creo válido seguir analizando la relación de San Martín con los aborígenes.
Aquí, vuelvo a repetir que el enamoramiento de las izquierdas y sus ideólogos con los indios, es de reciente data. Hace 20 ó 30 años, - que en historia representan un segundo -, ¿quién se preocupaba tanto de los indios? Las atención preferencial por los que quedan de la actualidad, los “derechos” cada vez mayores que se les busca reconocerles, el “negocio” inmobiliario feroz que subyace detrás, a la corta o a la larga, cuando reclama como “ancestral” la médula del paraíso turístico argentino, la violencia creciente que ejercen sus vanguardias, el apoyo externo solapado o abierto que concitan, todo muestra que en unos pocos años, el discurso gramsciano que hace ya tiempo concluyó que la “lucha de clases” en nuestra América debe ser encarada como contienda de etnias, está consolidado, puesto en acto y respaldado por un sector no despreciable de los poderes públicos, que incluso han embotado ¿conscientemente? todos los resortes legales y frenado más o menos abiertamente todas las acciones y reclamos opuestos a los avances, invasiones y agresiones de estos indios de nuevo cuño, que rotulados de “originarios” se mueven libremente bajo el paraguas de un estado que al parecer ya no está al servicio de la mayoría de los argentinos, sino, solapadamente, a la cabeza de una intentona de “cambio” político, económico y social en el peor de los sentidos.
Pero además, siempre en tren de hablar de San Martín ¿qué relación tuvo él con los indios en su epopeya americana? El principal episodio que se me ocurre recordar, es cuando, sabiendo que correrían a contárselo a los realistas, porque esos indios eran monárquicos, usó una de sus tretas para engañarlos sobre cuál iba a ser su lugar de cruce por los Andes. Y después de haberse abrazado con ellos, al volver a la intimidad de sus hombres, se sacudió diciendo que quería desprenderse de los “granaderos” que le habían traspasado, para hacer referencia a los piojos y pulgas del caso.
Pero hay más para decir de los indios. Ya mientras organizaba los Granaderos, San Martín pide que le envíen indios de Yapeyú para remontarlo. No era algo casual ni caprichoso, los yapeyuanos eran todos jinetes, porque la reducción era esencialmente ganadera, y además, por sus luchas contra los mamelucos, estaba entrenada para emplear armas de fuego. En otras palabras, no era porque fueran indios, hermanos suyos o cualquier otra de esas memeces, sino porque se trataba de hombres presumiblemente muy aptos y ya adiestrados para el servicio en la caballería. ¿Cuántos yapeyuanos recibió San Martín? Ningún número de nota, porque quien mandaba en las Misiones no podía darse el lujo de perder hombres, por lo que recurrió al tradicional “acato pero no cumplo”. Y del contingente que le mandó Luzuriaga, entre deserciones y otras pérdidas, al final al Regimiento de Granaderos se incorporaron unos pocos. En San Lorenzo, el bautismo de fuego de los Granaderos, según discutieron en su momento los conocidos historiadores correntinos Carranza y Domínguez, fueron sólo 16 ó 18.
Me queda hoy, hacer referencia al aspecto físico de San Martín, y para ello, además de un somero análisis de corte antropológico, me valgo de un observador calificado de su propia época, que actualmente está más que de moda: Juan Bautista Alberdi, quien en esa cuestión en particular afirma: “Yo le creía un indio, como tantas veces me lo habían pintado, y no es más que un hombre de color moreno, de los temperamentos biliosos”. Tocante a la antropología física que está a mi alcance sintetizar, los indios eran cobrizos (“hombres rojos” como se ve hasta en Hollywood), San Martín era moreno (moruno, moro, nada raro después de 800 años de convivencia entre moros y cristianos en la Península). Para más, los indios eran braquicéfalos (“caretones”, de cráneo aplastado), San Martín era dolicocéfalo (cráneo alargado, cabeza “hueví” como se dice en Corrientes), los indios eran petisones y achaparrados (carapés), San Martín era espigado, longilíneo; los indios tenían la cabeza pegada al cuerpo, casi sin cuello, San Martín era “cogotudo”, los indios tendían a ser lampíños, a San Martín le sobraba cabello, basta con verle las patillas. En definitiva, los indios de esta parte de América eran más bien ñatos, San Martín tenía un considerable apéndice nasal.
Para cerrar, sobre las imágenes de San Martín, cuya profusión en su propia época da la medida que alcanzó su fama, reproduzco la que en su época designaban como una de las más fieles, la del gran pintor peruano José Gil de Castro, un mulato que retrató a la mayoría de los próceres de aquel entonces. La tendencia actual, a validar como reales imágenes presuntas de distintas edades de San Martín pergeñadas por quien, en mi criterio, no pasa de ser un fotógrafo altamente especializado, afirmo que deben ser consideradas de valor artístico, sin otorgarles crédito histórico alguno.

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