Por José María Rosa
“¡Heroica Paysandú! Yo te saludo
hermana de la tierra en que nací,
tus triunfos y tus glorias esplendentes
se cantan en mi patria como aquí”.
Cantaba el negro payador Gabino Ezeiza y sus estrofas han llegado hasta nosotros, aunque pocos saben su significado. ¿Para quién, que no sea alguien versado en historia dicen algo los nombres de Leandro Gómez, Lucas Piriz, Federico Aberastury, y tantos héroes de la “heroica” que se sacrificaron por el pueblo contra el imperialismo? ¿ Quién recuerda las estrofas de Olegario Andrade que hace cien años repiten todos, grandes y chicos...?
“¡Sombra de Paysandú! ¡Sombra gigante
que velan los despojos de la gloria.
Urna de las reliquias del martirio
¡Espectro vengador!
¡Sombra de Paysandú! Lecho de muerte
donde la libertad cayó violada
¡Altar de los supremos sacrificios!
Yo te voy a evocar...”
¿Quién sabe hoy, después de un siglo de historia falsificada y enseñanza colonialista en nuestras escuelas, que en Paysandú, tierra oriental, empezaría esa grande, esa tremenda epopeya de la guerra del Paraguay, donde todo un pueblo hermano fue sacrificado por defender al pueblo argentino y oriental de la prepotencia de los imperialistas? ¿Quién no supone que Bartolomé Mitre que tiene estatuas, avenidas, pueblos con su nombre, fue un gran presidente, precisamente porque la historia oficial ha borrado de sus capítulos a Paysandú y a la guerra del Paraguay?.
La misma lucha que tenemos hoy, la tenían nuestros abuelos hace una centuria. Por una parte estaba un pueblo que quería ser libre y ser dueño de sus destinos, por la otra una oligarquía empeñada en mantenerlo en condición deprimente. Aquél estaba defendido por sus caudillos – que en esos tiempos eran el “sindicato” de los gauchos y artesanos -; éstos se apoyaban en las fuerzas extranjeras, o que engañaban a los suyos.
Eso pasaba en la Argentina de hace cien años. Juan Manuel de Rosas, gran jefe popular idolatrado por su pueblo, y que supo resistir con gallardía los embates de Inglaterra y Francia aliados a la oligarquía de los unitarios argentinos, había caído derrotado en Caseros volteado por el propio ejército argentino sublevado por su jefe, Justo José de Urquiza, pasado al imperio de Brasil – con quien estábamos en guerra – y de quien recibió dinero, armas y soldados. Contra ellos se estrelló el pueblo en Caseros el 3 de febrero de 1852.
Pero un orden tan firme como el federal no se derrumba de la noche a la mañana. El pueblo tenía conciencia de su posición y si había cedido a las bayonetas nacionales y extranjeras, costaba hacerle perder sus privilegios.
No era posible un gobierno sin apoyo del pueblo, por lo menos sin engañar al pueblo. Y aquí viene el papel de Urquiza, que al día siguiente de Caseros se declara caudillo, calificó a los oligarcas de salvajes unitarios e impuso la divisa roja del federalismo, el color del pueblo en la Confederación Argentina desde los tiempos de Artigas, Facundo Quiroga y Rosas. Urquiza, traidorzuelo sin grandeza, lleno de apetencias y sediento de dinero se dijo jefe del pueblo, habló del partido federal y usó la divisa colorada, y desgraciadamente fue creído. Todo era una comedia arreglada con los oligarcas para poder dominar de manera definitiva. Mientras clamaba contra los salvajes unitarios y hablaba del pueblo y sus derechos, se los fue quitando uno a uno. E impidió que otros grandes y prestigiosos caudillos federales resurgieran, como Nazario Benavídez, el valiente sanjuanino, asesinado en la prisión de su ciudad natal.
Finalmente un día, cuando Urquiza creyó segura la cosa, se dejó vencer por Mitre. ¡Por Mitre, que jamás había ganado una batalla en su vida! Fue el vencedor aparente en la batalla de Pavón el 17 de setiembre de 1861, ya que Urquiza se retiró sin combatir dejando que a los federales los degollasen los mitristas.
Esto parece enorme, pero los documentos cantan. Urquiza se había arreglado con los mitristas por agentes norteamericanos y masones (está probado), comprometiéndose a perder la batalla de Pavón. A cambio de eso le dejarían el gobierno de Entre Ríos, gozar de su inmensa fortuna y acrecentarla con nuevos negociados; pero debería entregar a los pobres criollos que clamaban ¡viva Urquiza! creyéndolo un caudillo auténtico de los quilates de Rosas o Facundo cantaban la Refalosa partidaria y llevaban al pecho la roja divisa federal. Eso fue Pavón el 17 de setiembre de 1861.
Y ocurrió entonces que otro gran oligarca y degollador de gauchos – que en la historia oficial pasa por un viejito muy bueno, muy demócrata y muy amante del pueblo –, un tal Domingo Faustino Sarmiento, que pertenecía al partido unitario, aconsejó a Mitre el 20 de setiembre de 1861: “No ahorre sangre de gauchos, es un abono" que debemos hacer útil al país; la sangre es lo único que tienen de humanos.”. Y el ejército vencedor en Pavón se lanzó a degollar gauchos, siempre claro está que los ganchos no se hicieran mitristas. ¿Cuántos degollaron? El número lo ha ocultado cuidadosamente la historia oficial, pero los revisionistas lo sabemos: fueron más de 20.000 en dos años. Una cifra que espanta si tenemos en cuenta que la argentina de entonces apenas pasaba de un millón de habitantes. Un uruguayo a las órdenes de Mitre – el general Venancio Flores - se paso a degüello casi todo el resto del ejército federal, en Cañada de Gómez 'el 22 de diciembre; los uruguayos. Sandes; Iseas, Arredondó, Paunero y el chileno Irrazaval degollaron a miles y miles de riojanos, cordobeses y catamarqueños. Por eso se levantó el General Ángel Vicente Peñaloza, el llamado el Chacho, que quería defender a los suyos. Chacho era un ingenuo que creía que Urquiza lo iba a ayudar a combatir a los mitristas. ¡Bueno!... No era culpa del Chacho solamente, porque todos los federales creían en Urquiza; decían que algún día Urquiza volvería de Entre Ríos para tomar la lanza y emprenderla contra los oligarcas. ¡Viva Urquiza! Y Urquiza vivía y aplaudía – en secreto – a Mitre y a Sarmiento. Así murió el Chacho; o mejor dicho lo asesinaron y Sarmiento mandó colgar su cabeza en lo alto de un palo. “No hay que ahorrar sangre de gauchos...” Y Urquiza que aparentaba alentar al Chacho lo alentó a Sarmiento.
Después de pavonizar la Argentina, los mitristas se fueron a pavonizar al Uruguay. Había allí un gobierno blanco, tradicionalmente amigo de los federales argentinos. No estaba a su frente un caudillo sino un abogado, don Prudencio Berro, buena persona que protegía a los criollos de su tierra. Por eso había que sacarlo; por eso y porque no les hacía mucho caso a los brasileños e ingleses que pretendían manejar al Uruguay. Como Mitre era aliado de los brasileños mandó al Uruguay al general uruguayo, pero que estaba a sus órdenes, Venancio Flores (el degollador de Cañada de Gómez) para que lo sacase al presidente Berro, se hiciera presidente él, y entregase el país a los brasileños e ingleses.
Claro es que para invadir el Uruguay, Mitre y Flores inventaron un pretexto. El presidente Berro andaba en conflicto con un canónigo de la Catedral de Montevideo expulsado de su cargo por meterse en política. ¡Ya estaba el pretexto! Aunque Mitre y Flores eran masones, levantaron en sus banderas una cruz y llamaron a su aventura “cruzada libertadora”. Y así se lanzó Flores el 19 de abril de 1863 a libertar y los brasileños le mandaron plata. Y los católicos (no hablo de los buenos católicos, sino de los zonzos) lo apoyaron... Pero los orientales se defendieron. Nada podían los soldados mitristas y el oro brasileño contra el coraje criollo. Y no eran solamente los orientales blancos, porque muchos argentinos federales cruzaron el río al comprender que en la otra Banda se libraba la batalla por la libertad y por el pueblo.
El emperador del Brasil, que se llamaba Pedro II, quería acabar cuanto antes con la “cruzada libertadora”. ¿Cómo era posible que un puñado de orientales resistiese a los batallones mitristas disfrazados de floristas y al dinero que se le mandaba desde Río de Janeiro? Y quiso intervenir en la guerra buscando un pretexto cualquiera: que la guerra civil era larga y molestaba a los brasileños con estancias en el Uruguay. Mitre dijo otro tanto. De la mano, Mitre y el emperador acabarían con los blancos uruguayos y pondrían a Venancio Flores en la presidencia de la República.
Pero entonces se oyó una voz desde el norte: el Paraguay. Gobernaba Paraguay un gran patriota que se llamaba Francisco Solano López, hombre de temple como se da pocas veces en la historia. La nuestra lo trata mal por haber hecho lo que hizo. No importa: mañana, cuando la Argentina sea de los argentinos, lo tratará muy bien; le levantaremos estatuas y borraremos la iniquidad de la guerra del Paraguay. López dejó oír su voz de alerta desde Asunción, cuando Mitre y Pedro II se disponían a comerse el Uruguay. “¡Cuidado!... ¡Manos afuera de la República Oriental, porque habría quien la protegiera! Al primer soldado brasileño o mitrista que atravesase sus fronteras, irían los paraguayos a protegerla.” Y no era un chiste. Paraguay entonces no era lo que es ahora, después de la guerra donde lo aniquilaron. Era un gran país, con ferrocarriles, telégrafos, hornos de fundición y gran riqueza. Todo eso lo ofrendaría Solano López en beneficio de sus hermanos orientales y argentinos que gemían bajo Brasil, Inglaterra y el mitrismo. Vendría a libertar el Río de la Plata el bravo y corajudo guaraní, ya que su defensor, que debió ser Urquiza, se estaba tranquilamente en su palacio San José.
El ministro inglés en Buenos Aires, Mr. Thornton quería destruir al Paraguay, que era un país libre de ellos, que se permitía tener fundiciones de propiedad del Estado y no comprarle géneros de Manchester o Birmingham. Fue Mr. Thornton quien anudó la alianza mitrista-brasileña para invadir el Uruguay y acabar con los blancos, asegurando que Paraguay no se metería.
Y aquí viene lo de Paysandú. El ejército brasileño cruzó la frontera en el invierno de 1864 y se fue contra la ciudad de Paysandú, defendida por el general Leandro Gómez con un puñado de hombres; la escuadra brasileña, después de ser abastecida de bombas por Mitre en Buenos Aires, remontó el río Uruguay y bloqueó Paysandú. La ciudad, defendida por ochocientos o mil voluntarios, estaba sitiada por un ejército de 20,000 brasileños y floristas (afortunadamente para el honor argentino no llegaron a tiempo los mitristas) y una escuadra poderosa de quince buques, entre ellos algunos acorazados, con los cañones más potente s de la época.
El 6 de diciembre empezó el sitio, el épico sitio de Paysandú. De Buenos Aires, de Córdoba, de Entre Ríos, de Corrientes, miles de voluntarios argentinos fueron a pelear y morir si fuese necesario junto a Leandro Gómez. Pero Urquiza no los dejó pasar; hasta último momento se esperó que el caudillo argentino, a quien todavía se tenía por jefe del partido popular, cruzase el río y liberara Paysandú. Pero enfrente de ella, en su palacio de San José, desde el cual se podían seguir los pormenores de la lucha, Urquiza se limitaba a prometer que iría. ¿Iría?. Ya lo habían comprado los brasileños – muy en secreto, pero los documentos han sido encontrados porque nada queda ajeno a la historia – por casi dos millones de francos.
Le compraron a un precio altísimo todos los caballos entrerrianos, y eso significó un negocio para Urquiza, que embolsó una diferencia de 390.000 patacones de plata (más o menos dos millones de francos oro, algo así como trescientos millones de pesos de nuestra moneda). La condición era que se quedara quieto, pero prometiéndole a los suyos que iría a liberar a Paysandú. Porque si Urquiza no hubiese dado esta promesa y hubiese renunciado a la jefatura del partido federal, los argentinos solos hubieran liberado la ciudad.
Paysandú resistió 30 días el fuego de los cañones brasileños y la metralla de los regimientos floristas.
Con su guarnición reducida a poco más de doscientos hombres, sin municiones, sin velas siquiera para alumbrar las noches, Leandro Gómez seguía resistiendo entre las ruinas de la ciudad. El general brasileño – Propicio Menna Barreto – había prometido al emperador que la bandera brasileña ondearía en lo alto de Paysandú la noche de año nuevo; y ésta se acercaba y todavía estaba allí la oriental, iluminada por las granadas mitristas disparadas por los cañones brasileños. El último ataque, la noche de año nuevo, fue tremendo, pero la bandera oriental seguía allí. Finalmente, el 2 de enero, los defensores de Paysandú, que ya se defendían a cascotazos, fueron masacrados. A Leandro López se le fusiló como a casi todos los suyos. Entre los pocos que se escaparon por haberse escondido entre las ruinas, estaba un joven argentino llamado Rafael Hernández, cuyo hermano José (futuro autor de Martín Fierro) no pudo pasar desde Entre Ríos porque Urquiza no lo dejó. También quedaron Carlos Guido Spano, Olegario Andrade y lo más granado de la juventud federal argentina mordiéndose los puños de rabia por no haber podido pelear y morir en Paysandú. Mitre felicitó al almirante brasileño Tamandaré y al general Propicio Menna Barreto por su “hazaña”. Pero, como era de rigor, desde el norte Francisco Solano López ordenaba a sus divisiones que empezaran la guerra para librar al Plata de la oligarquía. Y si no podían, para morir como mueren los patriotas.
Así empezó la guerra del Paraguay hace casi cien años.
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