Hace 46 años que a John William Cooke se lo llevó la impiadosa
enfermedad del siglo. El cáncer le rompió el cuello; su espíritu
subversivo y valiente nos sigue nutriendo.
¿Quién, cuando hizo falta fijar rumbos a la revolución, habló con la libertad del que no busca el discurso de la conveniencia? ¿Quién, en épocas de definición, supo actuar según sus íntimas convicciones, libre de los oportunos tacticismos? ¿Quién sacudió tanto el mediocre el mostrador de los dirigentes al demostrar fehacientemente que, aquí, en Cuba o en la China, la política es la hija dilecta de la razón crítica?
¡Quién, si no Cooke, se atrevió a discutir con Perón!
En su palabra y en su acción; aún más, en el sentido heroico que imprimió a su vida, Cooke fue para la militancia, y seguirá siendo, un faro ético, la encarnación del combatiente, del inteligente y culto pensador que se entrega de cuerpo y alma a la política. Infundió ese espíritu; pero, además, son suyas las ideas, verdades fundacionales del peronismo revolucionario que nunca perecerán. El hecho maldito del país burgués, esa certera definición que alude al antagonismo irreductible que significa el peronismo, sigue dando cuenta de nuestra realidad. Allí radica su parentesco, su relación dialéctica, el eco vivo de la definición histórica: el peronismo será revolucionario, o no será, que pronunció la inmortal Evita.
Hoy todavía nos interrogamos: ¿Cuánto nos falta para dejar de ser el gigante invertebrado y miope?
Cooke es tránsito inevitable de cualquier intento de historizar al movimiento de masas en la Argentina. Y, en consecuencia, fuente de los valores en la construcción de un peronismo que tiene como objetivo alcanzar la grandeza de la Nación y la felicidad del pueblo.
"Cuando usted ya no esté, ¿qué significará ser peronista?". Aquella pregunta insolente y problemática que Cooke incluyó al pie de una de sus cartas al general Perón, hoy tiene respuesta.
Ni idea tenía sobre esas relevancias, en mis años preadolescentes, cuando era el “chepibe” de un fervoroso colectivo de hombres maduros entre los que campeaba un gordo joven apodado “el Bebe”. Se desgañitaban en interminables discusiones políticas al tiempo que se jugaban prestigios personales en interminables partidas de ajedrez.
Era una oscura oficina de la Galería Florida, más parecida al despacho de Phillip Marlowe que el estudio jurídico de Néstor Banfi, donde se apiñaba ese grupo de hombres que fueron más tarde conducción de mi militancia. Eran peronistas de hueso colorado, precursores, patronos de la revolución peronista, hombres que habían sido pendón y escolta de Perón, en esos días radiados de la administración pública; exiliados del poder. Pero ¡guay! de levantar la voz en público contra del gobierno: “Sabíamos que la contrarrevolución, que veíamos venir, no era contra Perón, sino contra el pueblo en el poder”, definió mi tío. Se que intentaron regresar, ya tarde, después del salvaje bombardeo a la Plaza de Mayo. En ese clima conocí, de lejos y de abajo para arriba, a un tal John William Cooke.
Poco tiempo después volví a verlo, siempre a la distancia, en el patio de la cárcel de Rawson, durante el horario de las visitas. Vestía bombachas y alpargatas, y una amplia camisa clara, que coronaba con una boina negra; tenía un andar pesado y unos oscuros ojos de lince, y no paraba de hablar.
Curiosa parábola recorría la correspondencia de John con Alicia. De Cooke a mi tío Teodoro, que me la entregaba clandestinamente en la visita; en mi upite salía del penal; ingresaba luego a la cárcel de mujeres, donde se lo entregaba a mi vieja, que a contrapartida me daba la respuesta de Alicia; salía otra vez en mi ojete para volver a Rawson y alcanzársela a John. Tenía apenas 15 años. No adquirí ningún hábito malsano pero, si se quiere, ese ejercicio escatológico me instruyó sobre el significado del apotegma peronista: todo aquel que no milita es un cobarde o un traidor.
Pasaron tantos años… Y hoy siento algo así como una obligación de escribir estas letras, que quieren ser un recuerdo sencillo y emocionado al compañero John William Cooke, que no descansará en paz hasta que no alcancemos la patria justa, libre y soberana.
¿Dónde le depositaremos la roja rosa de nuestro homenaje al compañero revolucionario?
¿Quién, cuando hizo falta fijar rumbos a la revolución, habló con la libertad del que no busca el discurso de la conveniencia? ¿Quién, en épocas de definición, supo actuar según sus íntimas convicciones, libre de los oportunos tacticismos? ¿Quién sacudió tanto el mediocre el mostrador de los dirigentes al demostrar fehacientemente que, aquí, en Cuba o en la China, la política es la hija dilecta de la razón crítica?
¡Quién, si no Cooke, se atrevió a discutir con Perón!
En su palabra y en su acción; aún más, en el sentido heroico que imprimió a su vida, Cooke fue para la militancia, y seguirá siendo, un faro ético, la encarnación del combatiente, del inteligente y culto pensador que se entrega de cuerpo y alma a la política. Infundió ese espíritu; pero, además, son suyas las ideas, verdades fundacionales del peronismo revolucionario que nunca perecerán. El hecho maldito del país burgués, esa certera definición que alude al antagonismo irreductible que significa el peronismo, sigue dando cuenta de nuestra realidad. Allí radica su parentesco, su relación dialéctica, el eco vivo de la definición histórica: el peronismo será revolucionario, o no será, que pronunció la inmortal Evita.
Hoy todavía nos interrogamos: ¿Cuánto nos falta para dejar de ser el gigante invertebrado y miope?
Cooke es tránsito inevitable de cualquier intento de historizar al movimiento de masas en la Argentina. Y, en consecuencia, fuente de los valores en la construcción de un peronismo que tiene como objetivo alcanzar la grandeza de la Nación y la felicidad del pueblo.
"Cuando usted ya no esté, ¿qué significará ser peronista?". Aquella pregunta insolente y problemática que Cooke incluyó al pie de una de sus cartas al general Perón, hoy tiene respuesta.
Ni idea tenía sobre esas relevancias, en mis años preadolescentes, cuando era el “chepibe” de un fervoroso colectivo de hombres maduros entre los que campeaba un gordo joven apodado “el Bebe”. Se desgañitaban en interminables discusiones políticas al tiempo que se jugaban prestigios personales en interminables partidas de ajedrez.
Era una oscura oficina de la Galería Florida, más parecida al despacho de Phillip Marlowe que el estudio jurídico de Néstor Banfi, donde se apiñaba ese grupo de hombres que fueron más tarde conducción de mi militancia. Eran peronistas de hueso colorado, precursores, patronos de la revolución peronista, hombres que habían sido pendón y escolta de Perón, en esos días radiados de la administración pública; exiliados del poder. Pero ¡guay! de levantar la voz en público contra del gobierno: “Sabíamos que la contrarrevolución, que veíamos venir, no era contra Perón, sino contra el pueblo en el poder”, definió mi tío. Se que intentaron regresar, ya tarde, después del salvaje bombardeo a la Plaza de Mayo. En ese clima conocí, de lejos y de abajo para arriba, a un tal John William Cooke.
Poco tiempo después volví a verlo, siempre a la distancia, en el patio de la cárcel de Rawson, durante el horario de las visitas. Vestía bombachas y alpargatas, y una amplia camisa clara, que coronaba con una boina negra; tenía un andar pesado y unos oscuros ojos de lince, y no paraba de hablar.
Curiosa parábola recorría la correspondencia de John con Alicia. De Cooke a mi tío Teodoro, que me la entregaba clandestinamente en la visita; en mi upite salía del penal; ingresaba luego a la cárcel de mujeres, donde se lo entregaba a mi vieja, que a contrapartida me daba la respuesta de Alicia; salía otra vez en mi ojete para volver a Rawson y alcanzársela a John. Tenía apenas 15 años. No adquirí ningún hábito malsano pero, si se quiere, ese ejercicio escatológico me instruyó sobre el significado del apotegma peronista: todo aquel que no milita es un cobarde o un traidor.
Pasaron tantos años… Y hoy siento algo así como una obligación de escribir estas letras, que quieren ser un recuerdo sencillo y emocionado al compañero John William Cooke, que no descansará en paz hasta que no alcancemos la patria justa, libre y soberana.
¿Dónde le depositaremos la roja rosa de nuestro homenaje al compañero revolucionario?
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