Rosas

Rosas

jueves, 30 de octubre de 2014

José Gervasio de Artigas

Por José María Rosa

Un día llega al Fuerte de Buenos Aires un capitán de blandengues orientales, hombre de cuarenta años, de pocas y precisas palabras.  


Es 1811 y gobierna la Junta Grande; el deán Funes lo recibe: pide cincuenta pesos y ciento cincuenta sables para insureccionar la Banda Oriental contra los españoles. 
– ¿Nada más? 
– Nada más. 
– Pero, ¿quién es usted? 
– ¿Yo? El jefe de los orientales. 
Con esta jactancia entraba José Gervasio de Artigas en la Historia.  Poco después, provisto de los pesos y las espadas, derrotaba a los españoles en Las Piedras y ponía sitio a Montevideo.
El Caudillo 
Artigas es el primer caudillo rioplatense en el orden del tiempo.  Es también el padre generador de todo aquello que llamamos espíritu argentino, independencia absoluta, federalismo, gobiernos populares.  Todo aquello que hicieron triunfar y supieron mantener los grandes caudillos de la nacionalidad: Güemes, Quiroga, Rosas. 
Un caudillo es la multitud hecha símbolo y hecha acción. Por su voz se expresa el pueblo, en sus ademanes gesticula el país.  Es el caudillo porque sabe interpretar a los suyos; dice y hace aquello deseado por la comunidad; el conductor es el primer conducido.  
José Gervasio de Artigas, oscuro oficial de Blandengues, podía jactarse de ser el jefe de los orientales; porque nadie conocía e interpretaba a sus paisanos como él.  
Al frente de su montonera, el caudillo es la patria misma.  Eso no lo atinaron o no lo quisieron comprender, los doctores de la ciudad, atiborrados de libros.  No era, seguro, la república que soñaban con sus libros de Rosseau o Montesquieu; pero era la patria nativa por la cual se vive y se muere.  
Los doctores se estrellaron contra esa realidad que su inteligencia no les permitía comprender.  
Ese continuo estrellarse contra la realidad, esa lucha de liberales, extranjerizantes, monárquicos y unitarios contra algo que se obstinaba en ser nacionalista, popular, republicano y federal, es lo que se llaman guerras civiles en nuestra Historia.  
El Triunvirato de Buenos Aires 
A la Revolución Nacionalista y espontánea del 25 de Mayo de 1810, había sustituido el gobierno de los doctores, empeñados en interpretar con las ideas del siglo el hecho revolucionario.  
A la eclosión popular y Argentina había seguido la fase obstinadamente porteña y tontamente liberal del Primer Triunvirato.  
Tres porteños formaban el gobierno, pero el nervio estaba en el secretario, Bernardino Rivadavia, ejemplo de mentalidad acuosa.  
Una llamada asamblea, formada solamente por porteños de clase decente, completaba el cuadro de autoridades. 
A la Revolución (con erre mayúscula), por la independencia, había sustituido la revolucioncita ideológica de Rivadavia (el mayo liberal y minoritario), que quieren festejar como si fuera el auténtico.  
Detrás de éste se encubría el predominio de una clase de nativos: la oligarquía – la gente principal y sana o gente decente – del puerto.  
La revolución consistía para ellos en cambiar el gobierno de funcionarios españoles por la hegemonía de decentes porteños.  
Los demás – provincias, pueblo, independencia – no contaba: todo con música de libertad, para engañar a los incautos. 
Empezó Rivadavia por sustituir a Artigas del mando militar en el sitio de Montevideo.  
Un porteño, Rondeau, reemplazaría al jefe de los orientales; no era conveniente que alguien de prestigio popular y que además no era porteño, mandara las tropas.  
Artigas obedeció; aún era disciplinado y aún creía, el desengaño sería formidable, en el patriotismo de los hombres de la Capital. 
Luego Rivadavia retiró la bandera azul y blanca que Belgrano inaugurara en las barracas de Rosario.  
¿A qué izar banderas que podían tomarse como símbolos de una nacionalidad, si la revolución (con erre minúscula) no era nacionalista sino puramente liberal? 
Belgrano también obedeció aunque a regañadientes y a la espera del desquite. 
Finalmente, Rivadavia ordenó que todos los ejércitos dejaran sus frentes de lucha y vinieran a proteger a Buenos Aires.  
El del Norte debería descender por el camino del Perú (Jujuy, Salta, Tucumán, Córdoba) y estacionarse en las afueras de la Capital.  
El de la Banda Oriental, dejar el sitio de Montevideo, abandonando a los españoles toda la provincia y aun parte de Entre Ríos. 
Ocurre entonces uno de los episodios más emocionantes de la historia del Plata, silenciado o retaceado por los programas oficiales en su afán de callar todo lo que huela a pueblo. 
Los orientales rodean a Artigas, que se apresta, a dejar el sitio, conforme a la orden superior, para replegarse sobre Buenos Aires. ¿Abandonará el Jefe a su pueblo?  
La orden es clara, y Artigas no quiere insubordinarse. Pero le duele dejar a los suyos a merced del enemigo.  Medita un momento: no puede irse y dejar a los orientales; pero tampoco puede dejar de irse. 
Y da la orden extraordinaria: que todos, todos se vayan con él.  Saca la espada de Las Piedras y señala el rumbo: hacia el Ayuí, en Entre Ríos, emigrará la provincia en masa. Allá va la caravana interminable, inmensa. 
Todo un pueblo se desplaza para afirmar su voluntad de independencia contra los liberales porteños que lo entregan a los enemigos.  A caballo, en carretas, a pie van hombres, mujeres, ancianos, niños; blancos, negros, indios.  
Cincuenta mil, prácticamente todos los habitantes de la campaña, que transportan con ellos lo que pueda llevarse y dejan sus casas y sus campos para salvar su patriotismo.  
A la cabeza marcha el caudillo, con una bandera acabada de crear: azul y blanca como la de Belgrano, pero en listas horizontales y cruzada en diagonal por la franja punzó del federalismo.  
Son argentinos todavía esos orientales, que Buenos Aires se empeña en arrojar de la nacionalidad; pero entendamos bien: argentinos y no porteños.  Hermanos, que no entenados en Buenos Aires: eso significa la franja punzó sobre los colores patrios. Se atemoriza el Triunvirato. 
Por un instante teme que Artigas venga en son de guerra contra Buenos Aires. -Aquí está acampado todo un pueblo arrancado de sus raíces – escribe desde el Ayui el general Vedia, enviado a inspeccionar el éxodo –. 
Pero que no haya temor en el Triunvirato ni en el señor Rivadavia: están en el Ayuí pacíficamente a la espera que las cosas cambien y puedan volver a su querida provincia.  
La Revolución del 8 de Octubre de 1812 
Desde febrero está en Buenos Aires el coronel de caballería José de San Martín.  Es un auténtico patriota que sueña con una patria grande, y se ha encontrado con la revolución pequeña de los rivadavianos. No, para eso se hubiera, quedado en Cádiz.  Allí se podía luchar mejor por el liberalismo y el constitucionalismo. 
No obstante, forma el regimiento de Granaderos a Caballo, plantel de un nuevo ejército ordenado y eficiente.  
En los diarios ejercicios de la plaza de Marte, conversa con sus soldados: mocetones traídos de las provincias, especialmente de las Misiones correntinas, donde naciera el coronel; también hay orilleros de Buenos Aires (siempre muy argentinos), y no faltan jóvenes decentes, pero de probado patriotismo.  
Todos se quejan de los errores del gobierno; todos quieren una verdadera Revolución por la independencia. Un día – el 6 de octubre de 1812 – llega una noticia que llena de gran júbilo.  A todos, menos a los hombres del gobierno.  
Belgrano ha desobedecido al Triunvirato y presentado batalla en Tucumán el 24 de setiembre. Tuvo una gran victoria.  El 7 la ciudad se llena de manifestantes: ha ganado la Patria, pero también ha sido derrotado el gobierno. 
Hay pedreas contra los edificios públicos.  En la mañana del 8 la conmoción popular es enorme. 
A San Martín se le encomienda poner orden con sus granaderos.  
El regimiento sale a la plaza, pero se hace intérprete del clamor del pueblo y marcha contra el Fuerte. ¡Que caiga el Primer Triunvirato, incapaz de comprender la Revolución!  
Lo reemplazará otro Triunvirato, con la misión de convocar a una auténtica Asamblea Nacional, donde estén representados todos los pueblos del interior. 
¡Ah! Y esa Asamblea declarará la independencia, como lo quieren todos. La Revolución (con mayúscula) ha retornado su cauce. Los liberales se ocultan derrotados o protestan de su inocencia.  
El Congreso de Peñarol
Jubiloso, Artigas recibe en el Ayuí la noticia del 8 de octubre. Sin pausa, su pueblo cruza el Uruguay y retorna a su tierra. Artigas vuelve a poner sitio a Montevideo. 
Llama a un Congreso Provincial en Peñarol, junto a los muros de Montevideo. Están representados los distintos pueblos y villas de la campaña oriental y también los patriotas emigrados de Montevideo, aún en poder de los españoles.  Ilustres figuras se sientan en el pequeño recinto: el sacerdote Dámaso Larrañaga, Joaquín Suárez, Vidal, Barreiro. 
Designan los diputados a la Asamblea Nacional de Buenos Aires, les dan instrucciones precisas de declarar “la independencia absoluta” de España, conforme al clamor “de los pueblos” y establecer un régimen federal de gobierno, con capital fuera de Buenos Aires. 
Nombran a Artigas primer gobernador-militar de la provincia Oriental. Desdichadamente, había fuerzas que conspiraban contra la Revolución. 
Los partidarios de la revolucioncita, vencidos el 8 de octubre, son hábiles y saben infiltrarse en las filas vencedoras. 
Al tiempo de reunirse el Congreso de Peñarol, San Martín ya ha sido desplazado de la orientación política revolucionaria. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario