Un
día llega al Fuerte de Buenos Aires un capitán de blandengues
orientales, hombre de cuarenta años, de pocas y precisas palabras.
Es
1811 y gobierna la Junta Grande; el deán Funes lo recibe: pide
cincuenta pesos y ciento cincuenta sables para insureccionar la Banda
Oriental contra los españoles.
– ¿Nada más?
– Nada más.
– Pero, ¿quién es usted?
– ¿Yo? El jefe de los orientales.
El Caudillo
Artigas es el primer caudillo rioplatense en el orden del tiempo. Es
también el padre generador de todo aquello que llamamos espíritu
argentino, independencia absoluta, federalismo, gobiernos populares. Todo aquello que hicieron triunfar y supieron mantener los grandes caudillos de la nacionalidad: Güemes, Quiroga, Rosas.
Un caudillo es la multitud hecha símbolo y hecha acción. Por su voz se expresa el pueblo, en sus ademanes gesticula el país. Es
el caudillo porque sabe interpretar a los suyos; dice y hace aquello
deseado por la comunidad; el conductor es el primer conducido.
José
Gervasio de Artigas, oscuro oficial de Blandengues, podía jactarse de
ser el jefe de los orientales; porque nadie conocía e interpretaba a sus
paisanos como él.
Al frente de su montonera, el caudillo es la patria misma. Eso no lo atinaron o no lo quisieron comprender, los doctores de la ciudad, atiborrados de libros. No
era, seguro, la república que soñaban con sus libros de Rosseau o
Montesquieu; pero era la patria nativa por la cual se vive y se muere.
Los doctores se estrellaron contra esa realidad que su inteligencia no les permitía comprender.
Ese
continuo estrellarse contra la realidad, esa lucha de liberales,
extranjerizantes, monárquicos y unitarios contra algo que se obstinaba
en ser nacionalista, popular, republicano y federal, es lo que se llaman
guerras civiles en nuestra Historia.
El Triunvirato de Buenos Aires
A
la Revolución Nacionalista y espontánea del 25 de Mayo de 1810, había
sustituido el gobierno de los doctores, empeñados en interpretar con las
ideas del siglo el hecho revolucionario.
A la eclosión popular y Argentina había seguido la fase obstinadamente porteña y tontamente liberal del Primer Triunvirato.
Tres porteños formaban el gobierno, pero el nervio estaba en el secretario, Bernardino Rivadavia, ejemplo de mentalidad acuosa.
Una llamada asamblea, formada solamente por porteños de clase decente, completaba el cuadro de autoridades.
A
la Revolución (con erre mayúscula), por la independencia, había
sustituido la revolucioncita ideológica de Rivadavia (el mayo liberal y
minoritario), que quieren festejar como si fuera el auténtico.
Detrás
de éste se encubría el predominio de una clase de nativos: la
oligarquía – la gente principal y sana o gente decente – del puerto.
La revolución consistía para ellos en cambiar el gobierno de funcionarios españoles por la hegemonía de decentes porteños.
Los demás – provincias, pueblo, independencia – no contaba: todo con música de libertad, para engañar a los incautos.
Empezó Rivadavia por sustituir a Artigas del mando militar en el sitio de Montevideo.
Un
porteño, Rondeau, reemplazaría al jefe de los orientales; no era
conveniente que alguien de prestigio popular y que además no era
porteño, mandara las tropas.
Artigas
obedeció; aún era disciplinado y aún creía, el desengaño sería
formidable, en el patriotismo de los hombres de la Capital.
Luego Rivadavia retiró la bandera azul y blanca que Belgrano inaugurara en las barracas de Rosario.
¿A qué izar banderas que podían tomarse como símbolos de una
nacionalidad, si la revolución (con erre minúscula) no era nacionalista
sino puramente liberal?
Belgrano también obedeció aunque a regañadientes y a la espera del desquite.
Finalmente, Rivadavia ordenó que todos los ejércitos dejaran sus frentes de lucha y vinieran a proteger a Buenos Aires.
El
del Norte debería descender por el camino del Perú (Jujuy, Salta,
Tucumán, Córdoba) y estacionarse en las afueras de la Capital.
El de la Banda Oriental, dejar el sitio de Montevideo, abandonando a los españoles toda la provincia y aun parte de Entre Ríos.
Ocurre
entonces uno de los episodios más emocionantes de la historia del
Plata, silenciado o retaceado por los programas oficiales en su afán de
callar todo lo que huela a pueblo.
Los
orientales rodean a Artigas, que se apresta, a dejar el sitio, conforme
a la orden superior, para replegarse sobre Buenos Aires. ¿Abandonará el
Jefe a su pueblo?
La orden es clara, y Artigas no quiere insubordinarse. Pero le duele dejar a los suyos a merced del enemigo. Medita un momento: no puede irse y dejar a los orientales; pero tampoco puede dejar de irse.
Y da la orden extraordinaria: que todos, todos se vayan con él. Saca la espada de Las Piedras y señala el rumbo: hacia el Ayuí, en Entre Ríos, emigrará la provincia en masa. Allá va la caravana interminable, inmensa.
Todo
un pueblo se desplaza para afirmar su voluntad de independencia contra
los liberales porteños que lo entregan a los enemigos. A caballo, en carretas, a pie van hombres, mujeres, ancianos, niños; blancos, negros, indios.
Cincuenta
mil, prácticamente todos los habitantes de la campaña, que transportan
con ellos lo que pueda llevarse y dejan sus casas y sus campos para
salvar su patriotismo.
A
la cabeza marcha el caudillo, con una bandera acabada de crear: azul y
blanca como la de Belgrano, pero en listas horizontales y cruzada en
diagonal por la franja punzó del federalismo.
Son
argentinos todavía esos orientales, que Buenos Aires se empeña en
arrojar de la nacionalidad; pero entendamos bien: argentinos y no
porteños. Hermanos, que no entenados en Buenos Aires: eso significa la franja punzó sobre los colores patrios. Se atemoriza el Triunvirato.
Por un instante teme que Artigas venga en son de guerra contra Buenos
Aires. -Aquí está acampado todo un pueblo arrancado de sus raíces –
escribe desde el Ayui el general Vedia, enviado a inspeccionar el éxodo
–.
Pero
que no haya temor en el Triunvirato ni en el señor Rivadavia: están en
el Ayuí pacíficamente a la espera que las cosas cambien y puedan volver a
su querida provincia.
La Revolución del 8 de Octubre de 1812
Desde febrero está en Buenos Aires el coronel de caballería José de San Martín. Es
un auténtico patriota que sueña con una patria grande, y se ha
encontrado con la revolución pequeña de los rivadavianos. No, para eso
se hubiera, quedado en Cádiz. Allí se podía luchar mejor por el liberalismo y el constitucionalismo.
No obstante, forma el regimiento de Granaderos a Caballo, plantel de un nuevo ejército ordenado y eficiente.
En
los diarios ejercicios de la plaza de Marte, conversa con sus soldados:
mocetones traídos de las provincias, especialmente de las Misiones
correntinas, donde naciera el coronel; también hay orilleros de Buenos
Aires (siempre muy argentinos), y no faltan jóvenes decentes, pero de
probado patriotismo.
Todos se quejan de los errores del gobierno; todos quieren una verdadera Revolución por la independencia. Un día – el 6 de octubre de 1812 – llega una noticia que llena de gran júbilo. A todos, menos a los hombres del gobierno.
Belgrano ha desobedecido al Triunvirato y presentado batalla en Tucumán el 24 de setiembre. Tuvo una gran victoria. El 7 la ciudad se llena de manifestantes: ha ganado la Patria, pero también ha sido derrotado el gobierno.
Hay pedreas contra los edificios públicos. En la mañana del 8 la conmoción popular es enorme.
A San Martín se le encomienda poner orden con sus granaderos.
El regimiento sale a la plaza, pero se hace intérprete del clamor del pueblo y marcha contra el Fuerte. ¡Que caiga el Primer Triunvirato, incapaz de comprender la Revolución!
Lo
reemplazará otro Triunvirato, con la misión de convocar a una auténtica
Asamblea Nacional, donde estén representados todos los pueblos del
interior.
¡Ah! Y esa Asamblea declarará la independencia, como lo quieren todos. La Revolución (con mayúscula) ha retornado su cauce. Los liberales se ocultan derrotados o protestan de su inocencia.
El Congreso de Peñarol
Jubiloso,
Artigas recibe en el Ayuí la noticia del 8 de octubre. Sin pausa, su
pueblo cruza el Uruguay y retorna a su tierra. Artigas vuelve a poner
sitio a Montevideo.
Llama
a un Congreso Provincial en Peñarol, junto a los muros de Montevideo.
Están representados los distintos pueblos y villas de la campaña
oriental y también los patriotas emigrados de Montevideo, aún en poder
de los españoles. Ilustres figuras se sientan en el pequeño recinto: el sacerdote Dámaso Larrañaga, Joaquín Suárez, Vidal, Barreiro.
Designan los diputados a la Asamblea Nacional de Buenos Aires, les dan instrucciones precisas de declarar “la independencia absoluta” de España, conforme al clamor “de los pueblos” y establecer un régimen federal de gobierno, con capital fuera de Buenos Aires.
Nombran a Artigas primer gobernador-militar de la provincia Oriental. Desdichadamente, había fuerzas que conspiraban contra la Revolución.
Los partidarios de la revolucioncita, vencidos el 8 de octubre, son hábiles y saben infiltrarse en las filas vencedoras.
Al tiempo de reunirse el Congreso de Peñarol, San Martín ya ha sido desplazado de la orientación política revolucionaria.
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