Por Gimena Varela
Había intentado eliminarse el 1 de junio de 1896, pero por misteriosas razones no llevó a cabo el proyecto. Han quedado como mudos testigos de ese prólogo dramático, sus papeles encontrados después de la muerte, que aparecieron con la “n” de junio prolijamente convertida en la “1” de julio. Porque exactamente un mes más tarde Alem cumplió la decisión. Cerca de la medianoche del 1 de julio, “frente a la cómoda de jacarandá ha escrito Bernardo González Arrili en su libro La vida atormentada de Leandro Alem, Buenos Aires toma el frasco de agua de olor y alzada la barba con su gesto habitual, la perfuma, luego la frota con ambas manos y se huele las palmas, entornando un poquito los párpados”.
Guarda su revólver, toma la galera de felpa y
el poncho de vicuña, se despide “por un momento” de sus amigos que están en la
sala y sube al carruaje conducido por Martín Suárez, que lo llevaba
habitualmente en sus viajes por la ciudad.
“¡ Hola, Martín! Llévame al Club del Progreso,
por la avenida”. Parte el cupé, y apenas si el conductor oye luego un chasquido
inidentificable.
Al llegar al Club, Suárez abre la portezuela y
mira horrorizado el cadáver de Alem. Lo conducen al interior del edificio y se
arraciman los amigos, desde un médico hasta Roque Sáenz Peña, José C. Paz, R.
Varela Ortiz. Los otros amigos que
habían quedado en la sala de su casa —en la calle Cuyo, actual Sarmiento— no
tardan en enterarse de la penosa noticia.
La bala le ha entrado por la oreja derecha,
quedando en el cerebro. “Se conoce que el revólver ha sido manejado con gran
serenidad de pulso —reza el informe forense—, pues el cañón y el fogonazo han
desgarrado la piel y perforado el cráneo con un agujero redondo de calibre casi
igual al de la bala”.
La barba blanca ha comenzado a vetearse de
rojo. Roque Sáenz Peña cubre el cuerpo con el viejo poncho de vicuña,
despaciosamente, casi con veneración. Entre sus bolsillos se ha hallado un
papelito, sin fecha ni firma: “Perdónenme el mal rato, pero he querido que mi
cadáver caiga en manos amigas y no en manos extrañas, en la calle o en
cualquier otra parte”.
Durante el largo medio siglo de su existencia, Leandro Alem —y no Leandro N. Alem, adosándosele una N de Nicéforo, inexistente en su partida de bautismo— había desarrollado múltiples tareas. Poeta, abogado —egresado de la Facultad de Derecho con honores—, intervino valerosamente en la Guerra del Paraguay como ayudante del general Wenceslao Paunero, siendo herido en una de las varias batallas en que participó. Fue más tarde diplomático (secretario de la legación argentina en Paraguay y Brasil), legislador provincial y diputado y senador nacional. Se opuso con tenacidad a la federalización de Buenos Aires y —era realmente intransigente, acaso obcecado— renunció a la banca cuando la mayoría parlamentaria no estuvo de acuerdo con sus objeciones.
Sin duda la mayor aureola que ha rodeado su
vida está con su jefatura de la
revolución de 1890, que dio vinculo .a unión Cívica, semilla del radicalismo.
Sufrió persecuciones e ingratitudes, inclusive divergencias profundas
con su sobrino Hipólito Yrigoyen, asi desplazaría del liderazgo del
nuevo y revolucionario movimicnto político.
Por qué se mató? Hace más de sesenta años que
la pregunta viene planeando sobre correligionarios, teóricos, historiadores y
cronistas, convergiendo por lo general en el cénit de su angustia y sufrimiento
por la suerte del país, aunque a menudo se omita lisa y llanamente toda
explicación o razonamiento. Prefigurado su holocausto en otros suicidas ilustres del pasado argentino, como Juan Larrea, tal vez su oración haya sido más significativa
—en cuanto a identidad frustrados ideales— con otro suicida de cuarenta años mas tarde; Lisandro de la Torre.
Pero había mucho de premonición en la melancolía
permanente de su figura estilizada, en el hecho que a temprana edad lo marcó dolorosamente
para siempre (asistir a la ejecución de su padre, fusilado y colgado junto con Cuitiño por su participación en la Mazorca rosista)
y en alguna de sus intuitivas, atormentadas : “Fantasmas que giráis sobre
mi frente, / negras visiones que agitáis mi alma, / ¿qué queréis? ¿quién os
manda abismo / para llenar de sombras mi morada?*'. Y más delante: “Desde el
primer instante en que mis pasos / al tumulto social se aproximaban, / sentí sobre
mi frente / el hálito fatal de la desgracia".
No hay comentarios:
Publicar un comentario