Entre 1919 y 1922 mantuvo una estrecha relación con la poetisa Alfonsina Storni. Hasta llegó proponerle irse juntos a Misiones. Ella, indecisa, le consultó a su amigo, el pintor Quinquela Martín. “¿Con ese loco? ¡No!”, respondió.Influido por Edgar Allan Poe, Rudyard Kipling y Guy de Maupassant, Horacio Quiroga narró magistralmente la violencia y el horror que se esconden detrás de la aparente apacibilidad de la naturaleza. Muchos de sus relatos tienen por escenario la selva de Misiones, en el norte argentino, lugar donde Quiroga residió largos años y del que extrajo situaciones y personajes para sus narraciones. Sus personajes suelen ser víctimas propiciatorias de la hostilidad y la desmesura de un mundo bárbaro e irracional, que se manifiesta en inundaciones, lluvias torrenciales y la presencia de animales feroces. Colaboró en diferentes medios: Caras y Caretas, Fray Mocho, La Novela Semanal y La Nación, entre otros. La dura vida lejos de la civilización fue demasiado para Ana María, la esposa de Quiroga. Esta se suicidó tomando una fuerte dosis de sublimado corrosivo, químico utilizado para revelar fotografías. Su agonía duró varios días durante los cuales se arrepintió entre delirios, ante los aterrados miembros restantes de la familia. Desde mil novecientos veinte, Horacio entró en racha, publicando una serie de cuentos y novelas que más tarde serían consideradas como sus mejores obras, influyendo en el trabajo de muchos escritores latinoamericanos. Siete años después se volvió a casar con una joven de nombre Maria Elena Bravo y tuvieron una hija. En 1927 se volvió a casar y tuvo una niña. En 1935 publicó su último libro de cuentos, Más allá. Hospitalizado en Buenos Aires, se le descubrió un cáncer DE PRÓSTATA, enfermedad que parece haber sido la causa que lo impulsó al suicidio. Murió en Buenos Aires, el 19 de febrero de 1937; bebió un vaso de cianuro que lo mató pocos minutos. Su cadáver fue velado en la Casa del Teatro de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE) que lo contó como fundador y vicepresidentE, escritor cuya figura evoca un derrotero implacable de fatalidades que impregnaron una obra vívida y apabullante, en la que se destacó como cultor del texto breve, a partir de relatos que hoy son un clásico, como sus Cuentos de la selva o los Cuentos de amor, de locura y de muerte.
Murió acompañado de un hombre con deformidades (parecidas a las del famoso Joseph Merrick) llamado Vicent Batistessa. Este se encontraba encerrado en el sótano del hospital, lejos de la vista de todos. Horacio tomó compasión de él exigiendo que fuera su compañero de cuarto. Ni dinero para su sepelio tenía. Con lo que aportó Natalio Botana, director del diario Crítica y sus hijos, fue velado en la Sociedad Argentina de Escritores, que él había colaborado en fundar junto a Lugones, con ese escritor con quien ya no se hablaba desde que había proclamado “la hora de la espada”. El propio Lugones, brutal, dijo al enterarse de su muerte: “Se mató como una sirvienta”. Ese sino autodestructivo que rodeó su vida no terminó con su muerte. Eglé se suicidó en 1938, exactamente un año después que su padre y Darío en 1952. Su otra hija, María Elena, lo hizo en enero de 1988. Su amiga Alfonsina se ocupó de despedirlo a la manera que mejor sabía hacerlo: “Morir como tú, Horacio, en tus cabales, y así como en tus cuentos, no está mal; un rayo a tiempo y se acabó la feria… allá dirán”
pero ¿por qué se suicidó Horacio Quiroga? Entre 1936 y 1937, Quiroga estuvo internado cinco meses en el Hospital de Clínicas, en la ciudad de Buenos Aires, por dolores en su bajo vientre y en la espalda. Allí, los médicos le dijeron que podían operarlo para extirparle la próstata aunque le dieron pocas garantías de sanar y sobrevivir. “Todo indica que el diagnóstico era cáncer, si bien sus biógrafos no mencionan esa palabra -señala Quereilhac-. El 18 de febrero de 1937, consciente de su diagnóstico poco alentador, Quiroga visitó a su hija Eglé. Al separarse de ella, la besó y le sostuvo la mirada largamente, a diferencia de los saludos parcos que solía emitir. También vio a su amigo Julio Payró, joven pintor hijo del escritor y periodista Roberto J. Payró, y le prometió visitarlo al día siguiente. Sus biógrafos atribuyen a esa promesa la ausencia, hasta ese momento, de la firme determinación de matarse. Al regresar al hospital, Quiroga mantiene una charla con sus médicos y al parecer esa es la instancia en que lo desahucian. Se queda paseando callado en el jardín de la clínica, fuma un cigarrillo tras otro y, al caer la noche, sale a caminar por la ciudad”. “Si bien en su correspondencia se confesaba triste por los desencuentros con su segunda esposa, por sus penurias económicas y por su débil salud, en ningún momento manifiesta el deseo de morir -dice-. Quiroga es uno de los grandes narradores de la muerte o, más precisamente, de ese instante en que irrumpe la muerte, con violencia, pero amalgamada a la vida cotidiana. Leer su obra como una decodificación de su vida nunca puede llevar a buen puerto. En todo caso, la forma en que se suicida, el uso del veneno y las causas comparten sensibilidad histórica con otros artistas congéneres, como Leopoldo Lugones y Alfonsina Storni, también hijos del modernismo latinoamericano. Además del gesto desesperado, hay una estética y una ética del suicidio en estas figuras que atravesaron el tumultuoso puente entre dos siglos, una estética y una ética impregnada de condicionantes de época en torno a la subjetividad, a ser escritor o escritora, a enfrentar el sufrimiento y el suicidio,
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