Rosas

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miércoles, 11 de octubre de 2023

cuanto valía la cabeza de José Hernández para Sarmiento?

Por el Prof. Jbismarck
José Hernández (nacido como José Rafael Hernández y Pueyrredón el 10 de noviembre de 1834 fallecido el 21 de octubre de 1886) fue un militar, periodista, poeta y político. En su homenaje, el 10 de noviembre —aniversario de su nacimiento— se festeja en la Argentina el Día de la Tradición. Los Hernández militaban en el federalismo; uno de sus tíos Juan José moriría en Caseros vivando al Restaurador.  En 1843 falleció su madre. El niño padecía un problema en el pecho, que por prescripción médica debía ser tratado con un cambio de clima, lo que lo obligó en 1846 a abandonar sus estudios y trasladarse a las pampas de la provincia de Buenos Aires. Se fue con su padre, que era mayordomo de las estancias del gobernador Rosas en la zona de Camarones y laguna de los padres. Esto le permitió entrar en contacto con los Gauchos; aprendió a andar a caballo y a realizar todas las tareas que éstos realizaban. Además fue la base de sus profundos conocimientos de la vida rural y del cariño por el paisano que demostró en todos sus actos. En ese período tuvo una visión directa de la realidad del hombre de campo, donde pudo «captar el sistema de valores, lealtades y habilidades que cohesionaban a la sociedad rural»    Participó junto con su hermano Rafael en la carnicería de Cañada de Gómez en la que también fueron derrotados por los mitristas.  En Entre Ríos formó parte de la ultima rebelión gaucha que intentó defender la autonomía de esa provincia contra los embates del presidente Sarmiento. Fue liderada por Ricardo López Jordán, y su primer acto fue el homicidio de Urquiza. José Hernández mostró a lo largo de su vida una especial preocupación por los sectores menos favorecidos de la sociedad. Ya fuera como poeta, como periodista o volcándose de lleno a la arena política y militar, el autor del Martín Fierro consagró su vida a mejorar la situación de los gauchos y a la defensa de las ideas federales.  Domingo F. Sarmiento, quien pronto elevaría un proyecto de ley poniendo precio a las cabezas de los sublevados, entre ellas, la de Hernández, que fue valuada en mil pesos fuertes.
Sarmiento, luego del abrazo con Urquiza, y creyendo que contaría de ahí en más con el prestigio y las lanzas del caudillo entrerriano para fortalecer el poder central, inicia una ofensiva desde la prensa porteña contra la oposición mitrista. Pero Justo José de Urquiza ya no era respaldo; su entrega a la burguesía comercial de la ciudad puerto era harto evidente. El 11 de abril de 1870 las ilusiones del sanjuanino estallaban en el aire ante la conmoción de esta noticia: el caudillo entrerriano había sido muerto de un trabucazo en su palacio de San José. El ex gobernador de Córdoba, Simón Luengo, y un grupo de federales exaltados por su traición a la causa, son los que lo ultiman. Ante los críticos acontecimientos la Legislatura entrerriana nombra gobernador al general Ricardo López Jordán, hijo del hermanastro del caudillo Francisco Ramírez. El nuevo magistrado, de cuarenta y seis años, era un veterano de las lides guerreras: Arroyo Grande, Caseros, Cepeda y Pavón, atestiguaban su coraje y pericia. Diputado de su provincia, presidente de la Legislatura, todo menos gobernador del recelo de don Justo a su federalismo consecuente. En la proclama que dirigió a los entrerrianos afirmó que había hecho la revolución en la que desgraciadamente había muerto Urquiza, bajo las banderas de la libertad, el federalismo y la autonomía provincial. La mayoría del pueblo, que el sacrificio de San José no conmovió, respaldará desde el primer momento a López Jordán.  Sarmiento, presa de cólera y de los consejos de Mitre, interviene a Entre Ríos el 14 de abril: “El Gobierno Nacional estará entre vosotros con todo su poder, para evitar que el mal se agrave…No deis oídos a sugestiones de ambiciosos oscuros e ignorantes; para quienes el odio es un principio, el crimen un medio”.
Aunque resistido y mirado con desconfianza por la oligarquía porteña, Sarmiento llega a un acuerdo con ella frente a la cuestión de Entre Ríos; nombra al general Emilio Mitre jefe del Ejército de Observaciones, “que vigilará las costas del Uruguay”. Detrás de esta miserable fachada se pretendía ocultar el verdadero fin de la invasión militar a la provincia.
Desde las columnas de El Río de la Plata, Hernández alertará bajo una nueva faz sobre los peligros de la política iniciada: “Nos hemos pronunciado abiertamente contra el asesinato del general Urquiza, porque aparte del hecho mismo, no creemos que sobre la sangre pueda cimentarse jamás nada sólido ni duradero… Pero estamos también en contra de la intervención armada… Se cae en el error profundo de considerar el movimiento revolucionario de Entre Ríos, como un propósito de reacción contra el orden existente en la República, y se le coloca al Gobierno Nacional frente de uno de ellos para sofocar supuestas tentativas del otro… Para nosotros no se trata de una lucha interior, de partidos, sino de la desmembración o integración de la República. Y porque, desde que Entre Ríos no ha requerido la intervención del Gobierno Nacional, al verse amenazado y envuelto en una guerra desastrosa, no será extraño que en sus mismas plazas públicas firme el acta de su independencia… La muerte del general Urquiza, la segregación de esas provincias o su destrucción por la guerra, coloca al Brasil en posesión quieta, segura y perdurable de la asolada República Paraguaya, y si él no ha sido instigador… ¿habrá quién no reconozca que él va a cosechar espléndidos resultados de esos hechos?”  Fracasadas las gestiones de conciliación iniciadas por los jordanistas, la Legislatura entrerriana rechaza la arbitraria intervención, autorizando al gobernador López Jordán a repelerla con la fuerza provincial. Convocado el pueblo, 14 mil hombres se reunieron prontamente para enfrentar a los 16 mil de las fuerzas interventoras.  Gran parte de los recursos del gobierno central son destinados a financiar el aplastamiento de Entre Ríos. Mientras tanto, desde el interior del país, llegaban partes dando cuenta de la sublevación de batallones en solidaridad con la causa jordanista. Pero Buenos Aires estaba preparada. Ya la tacuara montonera debía enfrentarse a los remingstons adquiridos en el extranjero. Por gestión del general Gainza – “Don Ganza”, como lo llamara Martín Fierro – todo el ejército nacional es provisto del moderno armamento. Este hecho, inserto en el contexto histórico de la época, marcará la declinación final del paisanaje montonero. Las cargas triunfales de la caballería gaucha se volverán eco en la historia.
Sauce, Concepción del Uruguay, Santa Rosa, Don Cristóbal, fueron campos de combate y de muerte. López Jordán “tenía conquistada la libertad de ir a donde quisiera, en una guerra de cansancio, lo que no impedía que la prensa porteña, aleccionada cuando el gobierno nacional no ganaba un combate, la sacara “empardada”, siendo el caso que en Sauce, Santa Rosa, y Don Cristóbal los ejércitos nacionales quedaron estáticos, petrificados, inmovilizados sin caballadas, formando cuadros irreductibles cañones Krupp, recientemente introducidos al país” (Aníbal S., Vázquez, José Hernández en los entreveros jordanistas). En esta lucha, como miliciano, se enrolará el más grande escritor de nuestra historia: José Hernández.   El 26 de enero de 1871 en laguna Ñaembé, Corrientes, tras una cruenta batalla, -en la que el paisanaje federal no pudo superar la efectividad de la artillería de Viejobueno y del 7 de línea al mando de Roca-, las fuerzas de Buenos Aires lograron un triunfo completo: las fuerzas jordanistas se dispersaron deshechas . “Junto a López Jordán estuvieron ese día Francisco F. Fernández, Pedro C. Reina, Evaristo López, José V. Díaz, Anastasio Cardáis, el “tigre” Villanueva, Pedro Ezeiza y José Hernández.” (Fermín Chávez, José Hernández- Periodista, político y poeta).    Cabalgando en fuga, con la derrota a su espalda, pasarán el río Uruguay por el Rincón de Santa Eloísa, buscando la frontera salvadora.   López Jordán, Hernández, y un puñado de hombres hallarán refugio en Santa Ana do Libramento, en Brasil. En el exilio político se gestará Martín Fierro.  Diez meses permaneció Hernández en Santa Ana do Libramento, desde abril de 1871 a enero del siguiente año, compartiendo con el caudillo entrerriano y otros federales los avatares del exilio.  
El primer día de mayo de 1873 el general Ricardo López Jordán, insistiendo en su lucha, pasó a Entre Ríos por el Alto Uruguay. Mientras esto ocurre, Hernández, ante una orden de prisión dictada contra él por el gobierno, se refugia en Montevideo. Hacia fines del mes señalado Sarmiento remite un proyecto de ley a la Legislatura poniendo precio a las cabezas dirigentes de la revolución entrerriana: 100 mil pesos fuertes para la de López Jordán, 10 mil para la de Mariano Querencio, y mil para las de los demás alzados principales, entre ellos se encuentra el autor del Martín Fierro.  A poco de concluir el gobierno de Sarmiento, el país se enfrentaba al dilema de la sucesión presidencial. Mitre ya había anticipado los trabajos de su candidatura, concitando el invariable apoyo de los comerciantes, importadores, burgueses del puerto y socios de la rubia Albión. La intelligentzia, en la antípoda hernandiana, se veía representada por él. Adolfo Alsina, gobernador de la provincia, cabeza del partido autonomista, de los “crudos” –prolongación de los “chupandinos” de hacía dos décadas- se constituirá en el adversario político del mitrismo. Describe Ramos: “Alsina, hijo del cerrado don Valentín, aquél prototipo del rivadaviano, encarna otras fuerzas y otras ideas de su padre Adolfo Alsina orador nato, de arrastre popular, tiene su base en los barrios pobres de la ciudad, en los grande ganaderos de tradición federal de la provincia y en el peonaje bonaerense”. Aristóbulo del Valle, Leandro N. Alem e Hipólito Yrigoyen, abrazarán las banderas del autonomismo; más tarde lo hará Hernández.   Puestas en el tapete las postulaciones presidenciales, se vio que Avellaneda concitaba el apoyo de diez provincias; Alsina el de la provincia bonaerense, y Mitre, a su turno, el de la parte céntrica de la ciudad de Buenos Aires, su “tribuna de doctrina”, ciertos sectores de oficiales porteños del ejército y las provincias de San Juan, Santiago del Estero y Corrientes, en manos de su círculo. Es entonces que Alsina vuelca su apoyo a la fórmula Avellaneda-Acosta, hecho que resultará decisivo y constituirá al mismo tiempo el empalme del Partido Autonomista Nacional, esto es la fusión de la débil burguesía terrateniente provinciana con el pobrerío del puerto, las peonadas y ganaderos bonaerenses de tradición federal. Es por entonces que aparece en Buenos Aires la primera fábrica de tejidos de lana (en el sentido capitalista de la palabra). …el interior se empobrece cada vez más.
Con el apoyo mayoritario de las provincias triunfa la fórmula Nicolás Avellaneda-Mariano Acosta, con 146 lectores, contra 79 del binomio Mitre-Torrent. El fallo comicial no fue aceptado por el mitrismo, que acusó al autonomismo de fraude en complicidad con el gobierno. Es entonces que el candidato vencido proclama la revolución y se traslada a Montevideo. Desde La Patria, Hernández comentará los hechos.  Así las cosas, Mitre logra por fin desembarcar en el puerto del Tuyú, dirigiendo al país una de sus caracterizadas proclamas. Este documento merecerá el tratamiento hernandiano.   Sarmiento, con la ayuda de los coroneles José Inocencio Arias y Julio Argentino Roca vence rápidamente la revuelta mitrista. La plana mayor de los insurrectos es tomada prisionera. Mitre será condenado a muerte, pero Avellaneda, al asumir la presidencia de la República, conmutará la pena. Tan sólo cuatro meses estará preso el jefe de los sediciosos. Cabe sí, lo dicho por Hernández: “Mereció ser juzgado en Sierra Chica, mereció ser acusado y procesado por las fechorías que ordenó o consintió en el interior: mereció un consejo de guerra, en Curupayty, y alguna vez ha de llegar el día en que la Justicia Nacional se cumpla”.
Ya el comandante Arias había contenido con sólo 600 hombres al ejército encantado de Mitre, en la batalla de La Verde: el coronel Roca había deshecho las tropas de Arredondo en Santa Rosa; la revolución iniciada y epilogada en tal forma era la comidilla sarcástica de los hombres de entonces cuando Avellaneda se colocaba la banda presidencial.   Sarmiento, al entregarle el mando le manifestó: “Sois el primer presidente que no sabe manejar una pistola”. Seis años más tarde, en 1880, el apacible intelectual tucumano calzaba revólver. Había aprendido que a Buenos Aires no se le podía someter sólo con discursos.  Hernández publica a mediados del 75 la segunda edición de su Vida del Chacho, en momentos en que en la prensa y en el parlamento la discusión entre los defensores del federalismo y los del unitarismo alcanzaba un tono inusitado. Esta nueva edición no llevará el prólogo del 63, que comenzaba: “Los salvajes unitarios están de fiesta…”, seguramente por considerarlo anacrónico o impolítico por el momento que se vivía.  Puesto el “Chacho” nuevamente en la lucha, el diario de los Varela, La Tribuna, lo recibirá con un chispeante comentario en el que refulgía el odio de la facción porteña.   Tres días más tarde la misma Tribuna publicaba un suelto titulado “La reacción” en donde transcribía el prólogo suprimido de la edición del 63, y acusaba a Hernández de jordanista y partidario de la “situación”, esto es partidario de Avellaneda y del Partido Autonomista Nacional.
El imponente hombretón de cuarenta y un años utilizará entonces las columnas del diario La Libertad de Buenos Aires – dirigido por el chileno Manuel Bilbao – para enviarle un dardo de su estado al redactor de La Tribuna, que pensaba que era el ex presidente, bajo el título: “Señor Sarmiento: porque mataron1!    “Dice Ud., como un sarcasmo, que Avellaneda debería comprar una cantidad de folletos de la vida de Peñaloza y repartirlos en las oficinas y yo le digo que esa ironía no me hiere, porque recuerdo que bajo tres presidentes he vivido sin garantías, que bajo la presidencia de Sarmiento fui perseguido seis años y desde que soy hombre, el único gobierno bajo el que vivo tranquilo, con mis opiniones buenas o malas, es el del Dr. Avellaneda, y de ahí que soy partidario de la situación, como usted me llama.
“Cuando los que mataban, los que aplaudían la matanza y los que predicaban la justicia me llamaban a mí mazorquero porque condenaba aquellos excesos y defendía en tantos desgraciados el derecho de vivir, yo no podía ni debía quedarme sin retribuir el sangriento apóstrofe. Era una injuria recíproca. Recibía una y le devolvía otra que era correlativa.
“Pero los que mataron, Sr. Sarmiento, los que mataron son más culpables, cualquiera que sea la forma en que lo hicieron, que los que condenaron a los matadores, cualesquiera que sean los términos en que escribieron… Si no querían oír la condenación, señor Sarmiento, ¿por qué lo mataron…?”

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