Al
hombre que no es un intelectual, y por eso razona según el orden de la
naturaleza, se le ocurre que en el orden de las demandas humanas, que
es él mismo, están primero las alpargatas que los libros. El fuego debe
calentar de abajo dice Fierro, y la cultura debe ir precedida de
zapatos, ropa, frazadas y pan. Pero la tradición de la “intelligentzia”
argentina es al revés, porque su amo imperial es vendedor de ideas y
lo que quiere comprar barato es lo que los “cabecitas negras” pretenden
consumir.
Al
principio a ese hombre, al que la miseria consuetudinaria había
privado de otras necesidades que las elementales, le sobró el dinero y
lo dilapidó en pañuelos de seda, en perfume o en discos fonográficos:
varias generaciones de criollos, a través del nieto de Martín Fierro,
compraban sueños cuando compraban chiches (…) después (…) fue vistiendo
mejor, introduciendo mejoras en su hogar, alimentándose racionalmente,
graduando sus diversiones a medida que las nuevas necesidades a
satisfacer crecían con su cultura de consumo, que sólo puede lograrse
sobre bases económicas.
Paulatinamente
fue entrando en los consumos de la cultura (…) posiblemente ignorará a
Goethe, Toynbee o Plutarco o a Jung (…) pero conocerá mucho mejor los
problemas del sindicato y los de la sociedad en que vive, las
incidencias en la modificación de los cambios en su economía familiar y
en la de la Nación, y sobre todo quines son y donde están sus
enemigos.
Es
una particularidad que he señalado muchas veces que en los países de
inmigración, los hijos educan a los padres, porque éstos se crían en un
medio más propicio al desarrollo cultural en razón de la mejor base
económica y social que encuentran en su infancia. Lo que sucede con
población procedente del interior o de los países limítrofes
americanos, sucedió respecto de la inmigración masiva procedente del
mediodía de Europa. Los hijos nacidos y criados en un standard de vida
traían de la escuela y de la convivencia con sus compañeros, normas,
ejemplos que iban transformando a los padres; éstos, por sus hijos,
iban paulatinamente adquiriendo necesidades y gustos propios de un nivel
de cultura distinto al que sus padres habían conocido. En este sentido
hay que carecer de capacidad de observación para no percibir, aunque
mas no sea en el ambiente de los “cabecitas negras” que ya llevan años
de asentamiento, en las vestimentas de las criaturas, el contraste con
que a la misma edad llevaban los padres en sus lugares de origen. Es
que no es “moco de pavo” afrontar el problema de sociedades enteras en
las que durante más de cien años la miseria absoluta fue el signo, y se
creyó que curarla era un simple problema de alfabeto, invirtiendo el
orden natural que es pan, techo, ropa y después alfabeto.
“…
es horrible hacer el sacrificio de llevar la familia a Mar del Plata
para encontrar que la habitación de al lado la ocupa la mecanógrafa, el
peluquero o el repartidor de leche; que el restaurante no hay mesa por
lo desbordan gentes que antes no tenían acceso a él; que los camarotes
el tren le son disputados por la multitud en fiesta; que cualquiera
ocupa un taxímetro y que hay que hacer cola para comprar “allo spiedo”
que antes ofrecía reverente el rotisero sin clientela al grave
caballero de fláccido bolsillo que lo tutea paternalmente al protegerlo
con la compra.”
La
prosperidad de los de abajo, ¿ha molestado a los de arriba? No a los
de muy arriba, porque el empresario sabe que esa prosperidad general es
condición necesaria de las buenas ventas, es mercado comprador para
sus productos. Molesta solamente al escalón inmediato superior, a esa
clase de quiero y no puedo de pobreza vergonzante, a quien parece
disminuir socialmente el ascenso de los que estaban un poco más abajo,
porque alteran sus jerarquías rutinarias de la importancia social.
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