“En la conquista de América se entreveran encomienda y utopía, hecho y derecho, guerra y misión, agresión y voluntad de una nueva Ciudad de Dios” Ramón Xirau.
La dialéctica del prójimo y el extraño
Una de las características
esenciales que ha regido el devenir de la historia de la humanidad es la
idea que los pueblos se hacen de sí mismos y de sus vecinos. Esta regla
universal, que llamamos etnocentrismo, existe desde que el fuego y los
rudimentos de la civilización anunciaron la aparición del hombre.
No tiene latitudes geográficas, ni
longitudes temporales, su universo abarca desde nuestra Tierra del
Fuego, cuando hace miles de años los Onas se llamaron a sí mismos Selk
nam (nosotros, los hombres) hasta los tiempos actuales.
Así como fueron bárbaros quienes no dominaron el vocabulario helénico y
vivieron ajenos a la actividad de la Polis, “sudacas”, “pieds noirs” o
“marielitos” serán los apelativos actuales de quienes desembarquen en
las orillas del desarrollo.
En cierta forma, toda sociedad tiende a
considerar sus pautas culturales como unívocas y excluyentes, sea como
tendencia endógena de supervivencia o como fundamentación teórica para
legitimar su dominio sobre la otra.
Este aislamiento en sí mismo, que se
traduce en hostilidad tribal ante la vecindad del grupo ajeno, este
mutuo extrañamiento y relación de conflicto entre el prójimo y el
“otro”, no parece resuelto en los Balcanes, en Medio Oriente o en la
Unión Europea. Tampoco en nuestra América, donde apenas transcurrido
menos de una década desde el Vº Centenario, se persiste en viejas
polémicas, nuevas expediciones a la Leyenda Negra o la reminiscencia
nostálgica de las glorias coloniales cantadas por Kipling.
Resulta paradójico y desalentador que el
drama histórico que originó la primera y profunda reflexión de la
humanidad sobre sí misma, sea nuevamente a medio milenio de su eclosión,
objeto de bizantinos discurrimientos sobre su legitimidad (como si
todos los acontecimientos históricos lo tuvieran) o de maniquea arena de
enfrentamiento entre “civilización original” o “cultura trasplantada”.
No se reflexiona sobre el verdadero
significado del acontecimiento. Se lo fractura, se lo parcializa, se
habla del “encubrimiento de América” y se lo despoja de su verdadero
simbolismo. De ambas orillas del Océano de los Descubrimientos es
proclamado como la epopeya de Europa o el Apocalipsis indígena, pero por
curioso mecanismo de autonegación se evita mencionar el ciclópeo parto
de una nueva identidad.
Pues el extrañamiento, la “otredad”,
persiste en muchos sectores empeñados en creer en la pureza de las
culturas – como si tal cosa existiese – y no admitir que la cultura
post-colombina es esencialmente sincrética, como mestiza fue la España
de las proas de Colón.
Si en la actualidad se le preguntara a un
parisino cuál es la verdadera Francia, si la de los Capeto o la de la
Revolución, o a un británico si la Inglaterra sajona es más genuina que
la normanda, consideraría el interrogatorio un absurdo, dado que ab
initio concibe su nación como un continuum.
Pues bien, sea desde una perspectiva
indigenista, empecinada en lo que condena, la amputación de la historia;
o de anacrónicos esquemas europeístas de darwinismo social, que
encuentran en el mestizaje americano, nuestra supuesta inferioridad como
naciones, nuestro continente se presenta disociado, ahistórico,
compartimentado en bloques irreconciliables.
Curiosa patología de negación de la
realidad, que como toda enfermedad mental conduce a la alineación o la
muerte. En este caso, de la originalidad propia.
Sí, somos vástagos de un alumbramiento
doloroso, que no merece celebración eurocéntrica ni luctuosa
conmemoración americana, pues no todo lo que se perdió es digno de
llorarse ni todo lo que se adquirió es digno de festejarse. Es tiempo ya
de aceptar que, si pretendemos ser propietarios de la historia y no
inquilinos de la misma, nuestra identidad está dada por la interrelación
de culturas que sucesivamente arribaron al Nuevo Mundo, desde los
primitivos cazadores recolectores de la Era Glacial hasta los
inmigrantes y refugiados del presente siglo. Cualquier negación de
alguna en nombre de determinada postura ideológica, no sería otra cosa
que mutilar parte de nuestra existencia.
La conquista del infinito
“…capitanes de ensueño y de quimera
rompiendo para siempre el horizonte,
persiguieron el sol en su carrera”
Manuel Machado
rompiendo para siempre el horizonte,
persiguieron el sol en su carrera”
Manuel Machado
Nuestro presente se caracteriza por
revelar cotidianamente sucesos que no hace mucho concebíamos
irrealizables. Nuestras dimensiones espacio-temporales han sufrido una
transformación de intensidad similar a la que significó la aparición de
Copérnico en el conocimiento astronómico antiguo. La planetarización
informativa nos advierte al instante de la reestructuración geográfica
de los países del Este, del África o de los Balcanes y armados de
paciencia intentamos pronunciar los apellidos de los nuevos mandatarios.
Con la misma serenidad nos enteramos de envío de la cápsula Voyager con
mensajes a posibles inteligencias extraterrestres o de la exploración
abisal de una fosa oceánica. Ya no existe metro cuadrado de la
superficie que no haya sido minuciosamente relevado.
Pero el universo geográfico de la Europa
del siglo XV se ceñía a unas pocas naciones, los confines de un desierto
o una cordillera, el conjunto mítico de los viajeros venecianos en
Oriente y de los navegantes lusitanos en las costas del África. Las
costas atlánticas del Mar Tenebroso eran el “non plus ultra” y mirar
allende sus aguas, traspasar los límites del sueño.
En este aspecto, el mundo antiguo se
distinguía por un ambiente poético que el nuestro ha perdido. Los vacíos
de la cartografía se llenaban con el bestiario medieval, los apetitos
de los comerciantes se avivaban con las memorias de Marco Polo y los
corazones de los campesinos, tristes sombras encadenadas a la
servidumbre de la tierra, encontraban momentos de sublime libertad en el
canto de los juglares.
Ateridos, tras la dura jornada, el calor
mágico de unos leños ardiendo los congregaba como en tiempos
primordiales. Repentinamente, una caminante que a la vera del camino
había solicitado compartir su vino y su pan, comenzaba a narrar su
travesía por tierras extrañas. Hablaba de hombres que sólo se cubrían de
seda, de palacios resplandecientes, de muchedumbres de guerreros
enjaezados en corazas brillantes que hería el Sol, de miles de gargantas
que, al aclamar a su conductor de gentes y caballos, hacían temblar las
montañas más altas de la tierra.
El joven campesino, extremeño, genovés,
provenzal o sajón, soñaba al calor del fuego y al arrullo de las
palabras del viajero. Soñaba abandonar el tedio de la vida aldeana, la
esclavitud del arado, la inercia cíclica de una vida mil veces repetida
por sus ancestros. En las palabras del trovador encontraba sentido a su
existencia, podía dejar de ser el triste palurdo y transformarse en el
Caballero Lancelote, los callos de las manos heridas por el ejercicio de
la azada se redimirían en las manos robustas de los monjes guerreros y
la penitencia de sus impulsos viriles encontraría liberación entre
mujeres perfumadas de sándalo, que darían dulce reposo a su fatiga.
Fue casi el despoblamiento de Europa. La
flor y nata de su simiente emigró a los puertos, verdaderas usinas de
fantasía. Nuevas tierras, nuevos sueños, nueva vida. El labrador que
sólo había conocido unas pocas parcelas de cereal, las admoniciones del
párroco y las ordenanzas de su padre y el señor feudal, arribaba a la
mugre de las escolleras, al arrabal de Europa, donde aventureros de toda
clase, pícaros, charlatanes de siete suelas y soñadores empedernidos,
partían a confirmar las profecías del mundo antiguo.
Universo multicolor, calidoscopio de
aromas, idiomas y relatos, donde el sonido de pendones y velámenes
restallando en el viento se confundía con el griterío de la marinería
anunciando a viva voz sus nuevos descubrimientos. Mientras tonelajes de
frutos desconocidos se descargaban en los muelles como una cornucopia
legendaria, centenares de espíritus anhelantes pugnaban por integrarse a
la tripulación de las nuevas expediciones.
Algunos autores han comparado la empresa
del Descubrimiento con las actuales aventuras espaciales, pero la
diferencia es que hoy sabemos a dónde nos dirigimos y con razonables
márgenes de seguridad. El destierro ibérico significaba encomendarse a
Cristo, esperar el barlovento y transitar meses una eslora no mayor a la
de nuestros barquitos de fin de semana.
Fue un éxodo único en la historia, un
impulso nietzscheano de jugarlo todo a cara o cruz tras la enceguecedora
luminosidad de las maravillas de Oriente o la oscuridad sin límites del
abismo oceánico. Las tempestades, las riñas y el escorbuto determinaban
cuántos de esos infelices verían la tierra firme. Si tenían la mediana
fortuna de desembarcar, muchas veces los sueños de oro y gloria
culminaban con un dardo en la garganta y la coraza pudriéndose en la
selva o brillando en un desierto. Contrariamente a lo que comúnmente se
cree, la Conquista no enriqueció a España sino que la arruinó, en ella
perdió sus flotas y sus mejores hombres.
¿Qué clase de estímulo impulsaba a estos
individuos a tamaños padecimientos?, ¿tan solo la voracidad, como
plantea la demonología política de la Leyenda Negra? No, muchos ya
poseían suficiente fortuna como para poder armar expediciones a su
costa. Otros, como don Pedro de Mendoza, que se había enriquecido en el
saqueo de Roma y ostentaba el envidiable rango de gentilhombre de cámara
del Emperador, no necesitaba oro o jerarquía social. Los voluminosos
registros de los pasajeros oficialmente autorizados a emigrar,
demuestran que no sólo ganapanes y convictos emprendían el viaje a lo
desconocido.
La rapacidad originó la conquista del
Perú por parte del porquerizo de Extremadura, pero también la lealtad a
la Corona, la devoción religiosa y el espíritu quijotesco de Sarmiento
de Gamboa impulsaron el trágico intento de colonización del Estrecho de
Magallanes. Fue algo más. No sólo se perseguía el oro, la pedrería, las
especies y las perlas de Cipango y Catay, era también la búsqueda del
imposible, del Reino del Preste Juan y las siete Ciudades de Cíbola, la
fuente de la eterna juventud y el reino de las Amazonas, la isla de San
Brandan y el paraíso perdido. En suma, el gobierno de la ínsula Barataia
que Sancho Panza recibió de los labios afiebrados de locura, de amor,
de pasión por la justicia y el honor del caballero manchego.
¿Que es una visión idealizada de la
expansión ultramarina?… Sin duda, como la del mundo precolombino que se
intenta imponer ahora. No sólo por la codicia se mueve el hombre y la
historia. Hernán Cortés, por ejemplo, declaró en una carta a su padre
que “consideraba mejor ser rico en fama que en propiedades”. Ese deseo
de fama, de gloria, de protagonizar novelas de caballería, condujo a la
ejecución de increíbles hazañas, y a la exhibición de una valentía que
pocas veces tuvo su igual en período alguno. Es imposible entender esta
búsqueda del infinito, sin compenetrarnos en el clima espiritual de la
España del siglo XV y XVI. Acertadamente comenta Levi-Strauss que 1492
significó para España no solo el descubrimiento de un Nuevo Mundo sino
la confirmación de los mitos del mundo antiguo.
Toda esta empresa parece estar revestida
por un halo de irrealidad. ¿No tiene acaso la misma épica, la misma
ansiedad y el mismo espíritu místico, forjado en los siglos de la
Reconquista, las letras de Lope, de don Miguel, de Tirso o Calderón que
las hazañas de Cortés, Balboa, Aguirre o Alvarado? Actores y escenario
parecen sobrehumanos. Hicieron historia y adoptaron actitudes
históricas. Alvar Núñez Cabeza de Vaca, caminador incansable, naufraga
en las costas de Norteamérica y atraviesa a pie el continente desde la
Florida hasta California. Años después, enviado a Asunción desciende en
las costas del Brasil y “para no perder entrenamiento” avanza por tierra
hacia el Paraguay y descubre las Cataratas del Iguazú. Lope de Aguirre,
el enajenado, desgarra el tejido forestal amazónico con sus marañones y
se rebela contra el Rey, Sarmiento de Gamboa, el navegante empecinado,
la más acabada realización del valor y el infortunio, funda “Rey Felipe”
y “Nombre de Jesús” y despliega sus pendones en el extremo del mundo.
Fantasmas errantes, desvirgaron la
geografía del orbe con la ropa hecha andrajos. En su travesía por
tierras desconocidas, tan sólo el crucifijo que pendía de sus cuellos y
el acero toledano que empuñaban en su diestra, denunciaba su origen
extranjero. Ejemplo único en la historia, atletas de la cartografía,
usaron las selvas, los mares y los desiertos como campo deportivo.
Hombres extraordinarios del extraordinario siglo XVI.
La muerte del Sol
“…en los caminos yacen dardos rotos,
los cabellos están esparcidos.
Destechadas están las casas,
Enrojecidos están los muros.
Gusanos pululan por calles y plazas
Y las paredes están salpicadas de sesos.
Rojas están las aguas, están como teñidas,
Y cuando las bebimos
Es como si bebiéramos agua de salitre”
(Anónimo. “Anales de Tlatelolco”. 1528)
los cabellos están esparcidos.
Destechadas están las casas,
Enrojecidos están los muros.
Gusanos pululan por calles y plazas
Y las paredes están salpicadas de sesos.
Rojas están las aguas, están como teñidas,
Y cuando las bebimos
Es como si bebiéramos agua de salitre”
(Anónimo. “Anales de Tlatelolco”. 1528)
La aparición de América en la cosmovisión
europea, coincide con la constitución del primer estado de la
modernidad: España. Conjuntamente a la unificación de la península se
publica la gramática castellana de Antonio de Nebrija, la primera
escrita acerca de un idioma europeo moderno, que, a los efectos
ultramarinos, tuvo una eficacia mayor que los aceros y arcabuces.
Paralelamente a este proceso de
sistematización jurídica, institucional y religioso, comienza a surgir
en las naciones ibéricas las primeras manifestaciones del Humanismo. La
fe en el hombre y en los nuevos tiempos, expresada en las actitudes de
sus protagonistas. La aventura del conocimiento en Enrique el Navegante,
insomne en su castillo de Sagres, a la espera de noticias de ultramar
para poder cubrir el vacío de sus portulanos. La intransigencia por la
justicia de la Reina Isabel la Católica quien, al percatarse de los
esclavos indígenas traídos por Colón, replica con airada indignación:
¿Quién se cree el Almirante para aherrojar a mis vasallos? Y ordena su
inmediata liberación. El amor cristiano por los gentiles expresado en el
oratorio de los hermanos jesuitas: “Pro América, pro indis et nigris,
pro juventute”.
Pero conjuntamente con estas
manifestaciones del Antropocentrismo sobrevive la Edad Media, con la
cual nunca hubo una ruptura total. Y sobrevive en las letras: la balada
nacional de España – el romance – se trasladó a América y perdura en
nuestros días en algunos lugares alejados de la campaña rural, tal como
lo demostró en nuestro país el catamarqueño Alfonso Carrizo.
Esta transición entre dos épocas arriba a
América en toda su complejidad y asimetría. La conquista es una empresa
de la Corona, y a la vez, privada, Las Capitulaciones se firman en
nombre de la Fe, pero se determina cuidadosamente el reparto de las
ganancias. Se combate en nombre del Rey, pero aún perdura aquello de:
“Nos, que somos tanto como vos y que juntos somos más que vos”. Se
elaboran las Leyes de Indias para resguardo de los naturales en plano
jurídico y se establece la realidad brutal de la encomienda en el
económico. El conquistador anónimo se debate entre el impulso sagrado
del Medioevo y el lucro profano del Renacimiento.
Es tan difícil determinar cuál es el
momento histórico de la Iberia de ese momento, como ubicar la obra de
Dante Alighieri. ¿Es la aparición del humanismo italiano o las
cicatrices del conflicto entre Güelfos y Gibelinos? La periodización de
la historia, en sentido estricto, ha sido el origen de muchas
confusiones, tales como imputar a las naciones ibéricas carecer del
Renacimiento sin percatarse que la expansión oceánica fue la expresión
máxima del mismo. Dice Hernández Arregui: “La metódica campaña de
desprestigio cumplida por Inglaterra y Francia durante los siglos XVIII y
XIX ha entintado la obra de España en América. España, con la
conquista, realizó la más colosal empresa capitalista del Renacimiento,
sin estar en condiciones de llevarla a término”; y agrega Francisco
Romero: “…se inaugura en ella una nueva filosofía, una nueva visión del
cosmos, una nueva ciencia de la naturaleza”.
Esta es la Europa que en un principio
llega, pero…, ¿cuál es la América que encuentra? Un universo de
complejidad y desarrollo similar, en algunos casos, al europeo y en
otros, en ciertos aspectos, superior. Pero en sus más altas expresiones
poseído por el rigor mortis que le imponía su fatídica cosmovisión
religiosa. Un poeta mexicano dijo: “No los derrotó España. Los
abandonaron sus dioses y se suicidaron colectivamente”.
En un primer momento la visión de América
fue la del archipiélago edénico de las Antillas y las costas del
Caribe, que desde Colón en adelante no ha dejado de compararse con el
paraíso terrenal. La vitalidad de la vida selvática, la perfecta armonía
con la naturaleza, ofrecía la visión de un territorio virginal, una
sociedad impoluta, despojada de los vicios de la vieja Europa.
La conmoción que produjo las noticias de
la tierra firme en la inteligencia europea duró siglos. Fueron el abono
para todo tipo de utopías, desde los intentos de llevar a cabo las ideas
de Erasmo de Rótterdam y Tomás Moro, hasta el buen salvaje de Rosseau y
las teorías del socialismo utópico. Pero en el Nuevo Mundo, el
deslumbramiento duró poco. Los primeros encuentros de sangre con los
Caribes y los Mayas del Yucatán borraron de cuajo el cuadro idílico.
Entre los rudos marinos resurgió el espíritu de lucha contra el infiel, y
dada la condición salvaje que le atribuían, encadenarlos y utilizarlos
como bestias de carga no les pareció objetable en su cristiana
conciencia. Solo la Iglesia, y tras arduas polémicas, alzó su voz contra
el esclavismo.
Lamentablemente, y pese al posterior
conocimiento de otros pueblos, perduró la primera impresión del hombre
americano por aquello de “visto un indio, visto todos”. Daba lo mismo un
nómade amazónico que un agricultor andino.
El segundo contacto fue con las altas
culturas de Mesoamérica y el macizo Andino, que algunos llaman encuentro
y otros, no exentos de razón, como el escritor guatemalteco Luis
Cardoza y Aragón, describen como encontronazo.
El postrer momento, el verdaderamente
genocida, no fue obra de España sino de la América independiente. La
expansión norteamericana hacia las llanuras del Oeste, la
argentino-chilena en el sur patagónico y las incursiones de los
bandeirantes en el Amazonas. Ya no era necesario el arcabuz o las
enfermedades, el despoblamiento fue consecuencia del Winchester
legitimado por el evolucionismo spenceriano. Las Leyes Nuevas de 1542
fueron reemplazadas por la teoría de la supervivencia del más apto. Ni
siquiera era necesaria la hipocresía del Requerimiento, ahora el
exterminio tenía “sustento científico”.
Son ilustrativas las palabras de Miguel
Cané, pronunciadas el 29 de agosto de 1899, en ocasión de debatirse la
concesión de tierras para una misión salesiana en la Tierra del Fuego:
“Yo no tengo, señor Presidente, gran confianza en el porvenir de la raza
fueguina. Creo que la dura ley que condena los organismos inferiores ha
de cumplirse allí, como se cumple y se está cumpliendo en todo la
superficie del globo…”.
Pero el hecho verdaderamente crítico, el
de mayor intensidad dramática y sentido sustancial en la historia es,
sin duda, el evocado en el quinto centenario. Tanto por la magnitud de
las culturas que entraron en conflicto, como por el interrogante mutuo
que se plantearon los antagonistas sobre la naturaleza del “otro”. Los
teólogos se preguntaban si los indios eran hombres y los indios ahogaban
a los españoles para comprobar si sus cadáveres se descomponían. No fue
el encuentro de dos mundos, fue el descubrimiento de la propia
humanidad.
1492 supuso el colapso del universo
indígena, al que ya estaba destinado por el universo fatalista de sus
creencias. Los símbolos y profecías, unidos a la rígida estructura
teocrática, los predisponían a la para la derrota. La concepción cíclica
del tiempo en Mesoamérica, que exigía incesantes volúmenes de sangre
para mantener el movimiento estelar llegó a su cumbre, en 1450, con la
instauración de las guerras floridas. Aliados con los señoríos de
Texcoco y Tlacopan, los tenochcas-mexicas libraron combates periódicos
con sus vecinos poblano-tlaxcaltecas. El objetivo era la captura de
víctimas para el sacrificio. Se calcula que en la sola ampliación del
Templo Mayor de Tenochtitlan se sacrificaron entre 20.000 y 40.000
prisioneros como ofrenda a Huitzilopochtli. Solo así se comprende el
amplio marco de alianzas que llegó a concertar Hernán Cortés.
Así como se le ha imputado a las naciones
ibéricas la instrumentación del evangelio para justificar el saqueo y
la expoliación, podríamos alegar que la conservación del Sol sirvió de
coartada ideológica a los gobernantes mexicas para poner en marcha una
política de expansión. En efecto, la guerra resultaba imprescindible,
pero por razones económicas. Las naciones derrotadas debían entregar
cuantiosos tributos, como podemos observar en el Códice Mendoza, para
satisfacer las necesidades del tlatoani y del palacio. Dice Laurett
Sejourné “… los aztecas no actuaban más que con un fin político. Tomar
en serio sus explicaciones religiosas de la guerra es caer en la trampa
de una grosera propaganda de Estado”.
Es obvio que los antiguos americanos
distaban mucho de ser los mansos corderos de Las Casas o las víctimas
inocentes de las lacrimógenas canciones de algunos cantantes de
actualidad. No obstante, condenar las culturas precolombinas por sus
sacrificios es tan absurdo como negar a Grecia por sus esclavos, a Roma
por sus juegos de circo o a España por su intolerancia religiosa. Ni el
oro surge amonedado de las entrañas de la tierra, ni el fuego nace solo
de la madera fina. Somos hijos del barro y, como tales, nuestra grandeza
consiste en transformarlo en cerámica.
Asimismo, es de destacar que así como la
conquista española tuvo sus principales críticos en sus propias filas,
algunos sabios nahuas se opusieron a las crueles creencias mexicas.
Entre ellos, uno de los más grandes representantes de la poesía antigua,
recordado por el propio Rubén Darío, Nezahualcoyotl de Texcoco.
Lamentablemente, sus críticas teológicas, reservadas al estrecho círculo
sacerdotal, influyeron poco en la vida religiosa del pueblo.
Y fue este divorcio de la clase
sacerdotal y la nobleza con el resto de la población, lo que determinó
que descabezado el vértice de la pirámide el resto de la estructura se
derrumbara como un castillo de naipes. El mal llamado “imperio” azteca y
el supuesto “socialismo” incaico fueron en realidad la resultante de
una monarquía despótica de tipo oriental, que protegía una aristocracia
privilegiada y favorecía los intereses de la casta sacerdotal a costa
del “macehual” y el “puric”.
Cuauhtémoc, “el águila que cae”, cayó
ante el águila del blasón de los Habsburgo. Su destino tuvo la misma
impiedad que el de Atahualpa: fue asesinado. La crueldad de la historia
no admite derrotados que puedan transformarse en símbolos vivientes. No
se lo permitió Roma con Vercingetorix y Viriato, ni Rusia con los
Romanov, ni el propio México con Maximiliano de Austria.
Aztecas e Incas tuvieron en la historia
la fugacidad de un cometa, pero su brillo aún nos deslumbra. España los
sojuzgó como anteriormente ellos lo hicieron con sus predecesores. El
vasallaje, la esclavitud, la crueldad y la explotación no eran nuevos en
América. Cada cultura superpuso su dominio sobre la otra como la
arquitectura sucesiva de la pirámide de Cholula. España fue respecto a
todas, como la Iglesia de los Remedios que la corona.
La Serpiente Emplumada cedió su lugar a la Cruz de Occidente.
¿A dónde iremos ahora, amigos míos?
El humo se levanta, la niebla se extiende.
Llorad, mis amigos.
Las aguas están rojas.
Llorad, oh, llorad, pues hemos perdido la nación azteca.
El humo se levanta, la niebla se extiende.
Llorad, mis amigos.
Las aguas están rojas.
Llorad, oh, llorad, pues hemos perdido la nación azteca.
El tiempo del Quinto Sol había terminado.
José Luis Muñoz Azpiri exhibe en este artículo su tradicional capacidad interpretativa sobre el pasado hispano ligado a Hispanoamérica, y sobre todo, a los avatares del descubrimiento y aspectos de la conquista española.
ResponderEliminarSólidamente asentado en un conocimiento histórico enriquecido por reflexiones filosóficas que hacen a la interpretación del acontecer de ese período del pasado, y de todo acontecimiento humano similar y semejante, "Pepito" para quienes lo conocemos y queremos entrañablemente hace un nuevo aporte al estudio de nuestro pasado.