Por Manuel Gálvez
Felipe Benicio de la Paz Arana y Andonaegui nació en Buenos Aires el
23 de agosto de 1786 e hizo sus primeros estudios en el Colegio de San
Carlos.
Fue alumno de filosofía del doctor José Valentín Gómez, en los
cursos de 1801 hasta 1803, y al año siguiente inició sus estudios de
teología. Se graduó de doctor en leyes en la Universidad de San Felipe,
de Santiago de Chile.
Al producirse la Revolución de Mayo, se contó entre los patriotas
más decididos, y cinco años después fue designado miembro de la Junta de
Observación.
Se distinguió especialmente como jurista; entendió en varias causas
célebres y fue reputado como hombre de gran talento. Militó en la década
de 1820 en el partido federal y enfrentó la política de Rivadavia,
decididamente.
Fue elegido representante ante la Legislatura bonaerense, y en 1828 la presidió.
El 30 de abril de 1835 Rosas lo nombró ministro secretario de
Relaciones Exteriores, con retención de su cargo de camarista que venía
desempeñando desde 1830. En ausencia de don Juan Manuel, fue varias
veces gobernador y capitán general delegado.
Los testimonios de amigos y adversarios políticos coinciden en
afirmar que jamás cometió acto alguno desdoroso o repudiable, y que la
bondad era una de sus características. En 1839 fue consejero del
gobierno en materia de asuntos eclesiásticos; pero su desempeño más
brillante fue como canciller del Restaurador.
Convención Arana - Mackau
Barón de Mackau
Llega a Montevideo, el 24 de septiembre de 1840, el contraalmirante
francés Angel René Armando de Mackau, barón de Mackau. Trae
instrucciones de Thiers, en las que habla de los "auxiliares" que ha
tenido Francia en el Plata. Así también los califica Mackau, en su
conferencia con Andrés Lamas: "La Francia no ha reconocido como aliados
suyos ni a la República Oriental ni a las tropas que están a las órdenes
del general Lavalle; ha visto sólo en ellas auxiliares que la
casualidad le había proporcionado". A pesar de que el 17 de junio Thiers
ha declarado que Francia no devolverá la isla Martín García, ahora
envía a Mackau para hacer una paz que incluya esa devolución. ¿Qué ha
pasado? Que Inglaterra acaba de firmar, el 15 de julio, un tratado con
Rusia, Austria y Prusia. Francia ha sentido el drama de un aislamiento,
sin más compañía que la del Egipto, y, temerosa de una guerra con esas
cuatro potencias, quiere evitar todo peligro. Cuatro días antes de la
llegada de Mackau, Rosas le escribe a Arana, gobernador delegado. Le
recuerda su disposición a transar honrosamente para ambas naciones. Pero
en caso de no ser posible un arreglo, debemos estar "resueltos a
defender nuestra soberanía y honor, pereciendo antes mil veces que ser
esclavos, y consintiendo primero marchar entre los gloriosos escombros
de la más tremenda desolación y ruina, antes que pasar por una
vergonzosa, humillante esclavitud". Dichas por él, estas palabras no son
vanas.
Thiers
Indignación de los unitarios con Mackau. Insultan, gritan, intrigan.
Le hacen creer al almirante que en Buenos Aires ha sido "asesinado por
los argentinos el inglés Cook". Mackau se lo comunica al ministro
Mandeville, que interviene en el acercamiento de las dos partes. Y
Mandeville, después de enterarse, le contesta que "el portugués que
asesinó a Cook ha sido fusilado". El Nacional califica a la
convención de "horrible y traidora". Dice que ellos vencerán solos a
Rosas, ante quien "se ha puesto de rodillas el señor almirante". Y hasta
habla de "la imbecilidad del negociador francés".
La convención, que se firma el 29 de octubre, al día siguiente de
haber caído Thiers y sido reemplazado por Guizot, establece: el
reconocimiento por el gobierno argentino - observemos la redacción, tan
favorable a Rosas - de las indemnizaciones a los franceses "que han
experimentado pérdidas o sufrido perjuicios"; el levantamiento del
bloqueo y la entrega de Martín Garcia, tal como estaba en 1838; el
retorno de los proscriptos, inclusive los combatientes, siempre que se
entreguen dentro de ocho días y excepto los generales y jefes de cuerpo,
los cual podrán volver si se hacen "dignos de clemencia e indulgencia",
del gobierno de Buenos Aires; el respeto a la independencia del
Uruguay; el trato de los franceses, mientras se estipule un convenio de
comercio y navegación, como los súbditos de las otras naciones, aun de
las más favorables.
Guizot
Mackau se despide entre las aclamaciones del pueblo. Al llegar a
Montevideo el barco que lo conduce, sube a bordo un representante del
gobierno. Mackau aprovecha para intentar un acercamiento entre ambas
repúblicas, pero el ministro oriental sólo contesta agradeciendo. ¡No
quieren, pues, la paz! Sin embargo, pronto veremos a Thiers, ahora en la
oposición, cacarear que es Rosas quien quiere la guerra a todo trance.
¡Triunfo inmenso del Restaurador! Amigos y enemigos lo reconocen. Y
no se ha contradecido, como afirman mentirosamente los unitarios y
algunos historiadores. Él siempre dijo que no podía tratar con Aimé
Roger, que carecía de representación diplomática. No trató con Buchet de
Martigny, que tenía exigencias intolerables. Rosas no se ha opuesto a
conceder a los franceses una situación como la de los súbditos de Su
Majestad Británica; pero no ha querido que eso nos sea impuesto por un
empleadillo del consulado, ni menos por la violencia. La actitud de Juan
Manuel de Rosas ha significado esto: la defensa de la dignidad
nacional, tanto como de la integridad y de la independencia de la
patria. Rosas ha luchado contra el brutal imperialismo europeo y ha
obtenido un triunfo increíble tratándose de una insignificante nación
sudamericana, un triunfo como ningún otro pueblo de la América española
tendrá jamás, salvo el nuestro, pocos años más tarde, y por obra del
propio Rosas.
Aimé Roger
Llegada del ministro inglés Southern (1848)
Henry Southern
¿Va comprendiendo Europa que Rosas es indomable? Así ha de ser,
porque el propio Lord Palmerston llega a declarar que Inglaterra ha
reconocido a la Confederación Argentina el derecho sobre los ríos, cuya
navegación debe dejarse a los ciudadanos y a los ribereños. Y para hacer
las paces con Rosas y dejar todo terminado ha enviado a Buenos Aires un
nuevo plenipotenciario, el sexto, que es el caballero Henry Southern.
Pero aún quedan en Inglaterra enemigos nuestros. Uno de ellos es el
diputado Disraeli, el futuro creador del Imperio Británico, que nos
llama "colonia sublevada de segundo orden", y a quien Palmerston,
contestándole en la sesión del 9 de agosto, dícele que las relaciones de
Howden (fue un enviado anteriormente por Inglaterra para acordar la
navegación de los ríos, entre otros temas) con Rosas fueron "de muy
amistosa naturaleza", y que Southern sólo irá a reemplazar a aquel
negociador.
En Francia también ha cambiado la opinión general. Sábese que las
intenciones de la Monarquía, para el caso de fracasar la misión
Gore-Gros, eran siniestras. Pero la República nos mira bien. Alguien le
escribe al ministro de Cerdeña en Buenos Aires, le cuenta que Walewski
habló con Lamartine, que mantiene sus viejas opiniones, lamenta que
Guizot se plegara tan ciegamente a Inglaterra. No esperará el nuevo
gobierno el resultado de la misión Gros. La cuestión ya no es para
"desenlazarla" sino para "troncharla". Condena al gobierno caído por
haber "creado dificultades inextricables, mezclándose en lo que no le
concernía". Anuncia disposiciones para restablecer la armonía entre
Francia y las repúblicas del Plata, y el próximo levantamiento del
bloqueo. Todo esto lo dice Lamartine el 1 de mayo.
Alphonse de Lamartine
Todo el mundo en Francia, salvo Thiers y su círculo, quieren terminar con el conflicto. La Presse
habla de cómo las dos naciones que han tenido "la imprudencia" de
mezclarse en la cuestión del Plata, "no están menos cansadas y
disgustadas que los pueblos a los que han atacado sin motivo, sin
conocimiento de su verdadero interés y contra los principios más
elementales del Derecho Internacional". Y buen número de comerciantes de
Francia han pedido el levantamiento del bloqueo, ignorando, por la
lentitud de las comunicaciones, que ya ha sido levantado para los
puertos argentinos. Dicen los comerciantes que a Francia no le interesan
los ríos secundarios, inabordables, por sus islas y bancos, a los
buques de alta mar. Y preguntan: "¿Con qué derecho, por otra parte,
pretendería Francia obtener la libre navegación de los ríos secundarios
que penetran en el seno de la República?" ¡Qué triunfo significan estas
palabras!
Pero ya está en Buenos Aires, desde el 5 de octubre, Henry Southern.
Es un inglés simpático, sentimental y soñador. Con tan felices
disposiciones no tarda en caer bajo la acción de los encantos de
Manuelita Rosas. Y así, a los seis días de haber llegado, le escribe en
su detestable español preguntándole si puede recibirlo a las dos de la
tarde, porque "me hace falta el consuelo que siempre encuentro en su
trato".
Ya está conquistado el inglés, mas si el Restaurador gasta con él
toda suerte de cortesías, eso no le quita el ser valiente. Y lo es, como
siempre. Ahí está en Montevideo el joven Martín Hood, hijo, nada menos,
que de su amigo Tomás Samuel. Pero ni quiere reconocerlo como cónsul ni
quiere tratar como plenipotenciario a Southern. ¿Y por qué? Porque
antes de reanudar con Inglaterra, exige satisfacciones. Y pasan las
semanas sin llegar a nada concreto. Para Rosas no existen otras bases
que las propuestas por Hood. Y Southern no tiene poderes para tratar
sobre ellas. Por fin, Rosas consiente en su convenio provisorio, que
Southern enviará a Londres para su aprobación. Southern acepta cuanto
quiere Rosas y dispónese a esperar la contestación de Londres.
Tratado Arana - Southern
Por esos mismos días, feliz casualidad, recibe Southern una gran
noticia: el gobierno de Su Majestad Británica ha aceptado el convenio
propuesto y lo autoriza para firmarlo. Y así se hace el 29 de noviembre
de 1849.
¡Triunfo espléndido el de Rosas! El convenio establece la devolución
de Martín García y de los buques de guerra; la entrega de los buques
mercantes a sus dueños; el reconocimiento de que la navegación del
Paraná es interior y sólo está sujeta y reglamentada a la Confederación
Argentina; y que la del río Uruguay está sujeta a las leyes y
reglamentos de las dos Repúblicas; y la aceptación de Oribe para la
conclusión del acuerdo. Y Rosas se obliga a retirar sus tropas del
Uruguay cuando el gobierno francés haya desarmado a la legión
extranjera, evacúe el territorio de las dos Repúblicas, abandone su
posición hostil y celebre un tratado de paz.
Pero todavía hay algo más. Se reestablece la amistad entre los dos
países y - ¡atención! - Inglaterra se obliga a saludar al pabellón de la
Confederación Argentina con 21 cañonazos. Ha triunfado en absoluto don
Juan Manuel de Rosas, con la intermediación de su canciller Felipe
Arana. Y ha triunfado sobre la más poderosa de las naciones de la
tierra. ¡Cómo él tuvo razón al resistir a las exigencias británicas, a
los argumentos de los embajadores y a los cañones imperialistas! Ahora
esos mismos cañones abusivos y crueles en la Vuelta de Obligado y contra
las barracas del Quebracho, van a hablar de nuevo, con las veintiún
palabras de sus estampidos, en desagravio a nuestra patria, a la patria
que con tanta energía, tanto honor y tanto amor defendió don Juan Manuel
de Rosas.
Un coro unánime de admiración hacia Rosas entona nuestra América.
Llegan cartas desde los Estados Unidos. Pero entre las adhesiones y los
homenajes, nada tan interesante como la carta a Arana del general Carlos
de Alvear, ministrio de la Confederación en Washington. Dice de nuestra
patria el vencedor de Ituzaingó, que las "más gloriosas páginas de su
historia son debidas al ilustre general, que ha tenido la energía,
valor, habilidad y constancia para saber vencer todas las resistencias y
todos los obstáculos que se le han querido oponer, saliendo al fin de
tan terrible lucha victorioso". Y un año después, como el famoso Santa
Cruz, ministro de Bolivia en París, ha publicado una carta en un diario
contra Rosas, el presidente boliviano Belzú declara que Rosas representa
a América ante la faz de Europa.
Tratado Arana - Leprédour (1850)
¡No habrá guerra! El gobierno francés manda a Goury de Boslau con
nuevas instrucciones para Leprédour y al frente de trece buques de
guerra. Parece una amenaza. Pero nada ocurrirá. Leprédour retorna a
Buenos Aires el 10 de abril y reanuda las negociaciones. Y el 5 de
agosto de 1850, Arana, autorizado por Rosas, y Leprédour, por el
presidente Luis Napoleón, firman la convención de paz.
Luis Napoleón
Otro gran triunfo para Rosas, que no ha aceptado ninguna de las
modificaciones que pretendía Francia: que las tropas argentinas en el
Uruguay comenzaran a retirarse cuando empezase en Montevideo el desarme
de los extranjeros; que la evacuación de Martín García, el levantamiento
de los puertos de Oribe y el saludo al pabellón argentino se hicieran
después del retiro de las tropas; y que Rosas llamase "gobierno" al de
Montevideo y sólo "general" a Oribe. Se ha firmado lo que quiso Rosas:
que comience el desarme de los extranjeros y queden junto a Oribe un
número de soldados igual al de esos hombres; y no sólo hasta el fin de
la operación sino hasta el retiro del Uruguay de las tropas francesas;
que el bloqueo sea levantado inmediatamente; y la declaración de que el
Paraná, y en una mitad del Uruguay, son argentinos y serán regidos por
nuestros reglamentos y leyes. Rosas, el gaucho bárbaro, según Thiers, ha
vencido a Francia, le ha impuesto un tratado que Thiers, que muchos
diputados y escritores, juzgaron humillantes para la orgullosa nación.
Debido a todos estos sucesos, los últimos 10 años
(1840-1850), en los cuales el gobierno de Rosas mantuvo su firmeza y
sobrevivió al bloqueo anglo-francés, el general San Martín, ya muy
enfermo, en su testamento, lega el sable con el que llevó adelante la
independencia y emancipación de España por Sudamérica, a Juan Manuel de
Rosas, diciendo:
"COMO ARGENTINO, ME LLENA DE UN VERDADERO ORGULLO VER LA
PROSPERIDAD, LA PAZ INTERIOR, EL ORDEN Y EL HONOR RESTABLECIDOS EN
NUESTRA QUERIDA PATRIA"
Después de Caseros, se retiró de la vida pública, sin ser jamás molestado por los vencedores.
El doctor Arana murió en Buenos Aires el 11 de julio de 1865, y en
su sepelio habló el doctor Eduardo Lahitte, quien dijo de él:
"El señor Arana fue sin duda un hombre expectable por su probidad;
un ejemplar padre de familia; buen amigo, modesto en sus costumbres,
benefactor en sus acciones. Era digno de llevar el nombre de cristiano,
que ostentó constantemente como primer blasón, como el más glorioso
timbre de su nombre".
Rosas, que lo apreciaba en alto grado, lo llamaba familiarmente
Felipe Batata. El novelista José Mármol lo ha tratado con notoria
injusticia y arbitrariedad en su conocida Amalia, al convertirlo en
personaje de comedia.
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