En la mañana del 16 de junio de 1955, efectivos de la marina de guerra y "comandos civiles" intentan sin éxito copar la Casa Rosada y tomar prisionero al presidente Juan Perón. El mandatario busca refugio en el edificio del ministerio de Guerra y se dispone a sofocar la rebelión. A mediodía, aviones Gloster Meteor de la Armada bombardean y ametrallan la sede del gobierno y la Plaza de Mayo. Una de las primeras bombas estalla en el techo de la Casa Rosada. Otra, le pega a un trolebús lleno de pasajeros y mueren todos. Los aviadores subversivos lanzan nueve toneladas y media de explosivos.
Hay 350 muertos y 2 mil heridos. Setenta y nueve personas quedan lisiadas en forma permanente. Los agresores huyen hacia Uruguay, donde solicitan asilo político.
Al día siguiente, el diario Clarín –que no se caracteriza por sus simpatías
peronistas– escribe: "Las palabras no alcanzan a traducir en su exacta medida
el dolor y la indignación que ha provocado en el ánimo del pueblo la criminal
agresión perpetrada por los aviadores sediciosos que ayer bombardearon y
ametrallaron la ciudad".
Fue la segunda vez en toda la historia argentina que la ciudad de Buenos Aires era bombardeada. La primera ocurrió a principios del siglo diecinueve, durante las invasiones inglesas de 1806 y 1807. En esta ocasión, a mediados del siglo veinte, no existía un estado de guerra, quienes atacaron por sorpresa vestían uniformes militares argentinos y las víctimas fueron civiles desarmados, también argentinos.
Fue la segunda vez en toda la historia argentina que la ciudad de Buenos Aires era bombardeada. La primera ocurrió a principios del siglo diecinueve, durante las invasiones inglesas de 1806 y 1807. En esta ocasión, a mediados del siglo veinte, no existía un estado de guerra, quienes atacaron por sorpresa vestían uniformes militares argentinos y las víctimas fueron civiles desarmados, también argentinos.
El ataque a traición de los aviadores navales subversivos produce un terrible
impacto emotivo en la población. Durante meses no se habla de otra cosa
en los hogares de todo el país. En "Dossier Secreto - El Mito de la Guerra
Sucia", el periodista norteamericano Martin Andersen cita el informe de
un analista de la embajada de Estados Unidos en Buenos Aires, quien describe
este estupor generalizado en un mensaje enviado a Washington a las tres
semanas del sangriento acontecimiento:
"Este tipo de hecho es enteramente
ajeno a la historia de la Argentina moderna (...). El bombardeo del 16 de
junio de 1955 explotó con una fuerza cataclísmica, por tanto, sobre una
población civil condicionada por un siglo de paz y que tenía la confirmada
creencia de que semejantes cosas no ocurrían en la Argentina. Se detecta
en la gente no sólo el sentimiento de escándalo, sino de vergüenza de que
semejante matanza de civiles inocentes pudiera haber ocurrido en el corazón
de Buenos Aires".
Perón no quería enfrentamiento entre las fuerzas armadas y, mucho menos,
entre militares y trabajadores. Aquel 16 de junio de 1955, después del primer
bombardeo a la Casa de Gobierno, el general le ordenó a un mayor del ejército
que fuera a hablar con el secretario general de la CGT:
– Ni un solo obrero debe ir a la Plaza de Mayo –le dijo al oficial. Y refiriéndose a los aviadores navales, agregó: –Estos asesinos no vacilarán en tirar contra ellos. Ésta es una cosa de soldados. Yo no quiero sobrevivir sobre una montaña de cadáveres de trabajadores.
El relato de este hecho tiene una dimensión mayor porque su autor es Pedro Santos Martínez, un historiador insospechado de simpatías peronistas (citado en "1"6-1955 - La Nueva Argentina", La Bastilla, Buenos Aires, 1988).
Los obreros salieron a la calle igual, al grito de "¡Perón, Perón!" Muchos fueron masacrados desde el aire o al quedar atrapados entre dos fuegos. Sus cadáveres permanecieron dispersos en la Plaza de Mayo, mientras tropas leales y rebeldes se tiroteaban en el triángulo formado por la Secretaría de Marina, la de Ejército y la Casa Rosada.
Martínez describe otro episodio que da una idea de las convicciones morales de los golpistas. Por la tarde, los subversivos atrincherados en la Secretaría de Marina desplegaron una bandera blanca que, de acuerdo a las reglas militares, sólo podía significar dos cosas: diálogo o rendición.
– Ni un solo obrero debe ir a la Plaza de Mayo –le dijo al oficial. Y refiriéndose a los aviadores navales, agregó: –Estos asesinos no vacilarán en tirar contra ellos. Ésta es una cosa de soldados. Yo no quiero sobrevivir sobre una montaña de cadáveres de trabajadores.
El relato de este hecho tiene una dimensión mayor porque su autor es Pedro Santos Martínez, un historiador insospechado de simpatías peronistas (citado en "1"6-1955 - La Nueva Argentina", La Bastilla, Buenos Aires, 1988).
Los obreros salieron a la calle igual, al grito de "¡Perón, Perón!" Muchos fueron masacrados desde el aire o al quedar atrapados entre dos fuegos. Sus cadáveres permanecieron dispersos en la Plaza de Mayo, mientras tropas leales y rebeldes se tiroteaban en el triángulo formado por la Secretaría de Marina, la de Ejército y la Casa Rosada.
Martínez describe otro episodio que da una idea de las convicciones morales de los golpistas. Por la tarde, los subversivos atrincherados en la Secretaría de Marina desplegaron una bandera blanca que, de acuerdo a las reglas militares, sólo podía significar dos cosas: diálogo o rendición.
El general peronista
Juan José Valle y otros oficiales leales se dirigieron al lugar para parlamentar,
con instrucciones de ser tolerantes con los rebeldes. Cuando la comisión
se acercó al edificio, la bandera blanca fue arriada y una ametralladora
los recibió con ráfagas de plomo.
Perón narra en su libro "Del Poder al Exilio", citado por Martínez, que
cuando una multitud enardecida se concentró con garrotes frente a la Secretaría
de Marina, el almirante golpista que estaba al mando envió un "dramático"
mensaje al jefe del ejército: "Intervenga. Mande hombres. Nos rendimos,
pero evite que la muchedumbre armada y enfurecida penetre en el edificio".
Ese mismo día, después de recuperar el edificio, el general Valle le dijo a Perón:
– Mi general, este ejército no le va a servir para la revolución popular. Arme a la CGT.
Ese mismo día, después de recuperar el edificio, el general Valle le dijo a Perón:
– Mi general, este ejército no le va a servir para la revolución popular. Arme a la CGT.
El militar ignoraba que con esas palabras firmaba su propia sentencia de
muerte. El ejército nunca le perdonaría su lealtad a Perón.
En la noche, como reacción popular
a los bombardeos, fueron saqueadas e incendiadas la Catedral Metropolitana
y las iglesias de Santo Domingo, San Francisco, San Ignacio, San Miguel,
La Merced, del Socorro, San Nicolás de Bari, San Juan Bautista, la capilla
San Roque y templos de Olivos y Vicente López. Poco después, trascendió
que el Papa Pío XII ha excomulgado al general Perón.
(Nota al pasar: curiosamente, Pío XII siempre se negó a tomar idéntica medida
con Benito Mussolini y Adolfo Hitler. Según algunos historiadores, el Papa
le debía a Mussolini el reconocimiento del Vaticano como un Estado soberano
de dos kilómetros cuadrados de superficie, con inmunidad diplomática y exención
de impuestos. Investigaciones periodísticas de postguerra evidenciaron,
asimismo, que el Vaticano organizó –a cambio de ciertas compensaciones económicas–
una muy eficaz red de escape de los nazis hacia Estados Unidos y América
del Sur).
Durante años, los antiperonistas repetirán que los incendiarios de los templos contaban con la complicidad de policías y bomberos. Y los historiadores oficiales pondrán más énfasis en la quema de las iglesias que en la masacre de civiles perpetrada horas antes por la aviación naval. Años después, muchos jóvenes repetirán lo que escucharon de chicos en sus casas. Desconocerán que antes los antiperonistas habían matado, herido o mutilado a más de 2 mil personas.
El 6 de julio de 1955, Buenos Aires amanece con nieve por primera vez en muchos años. Algunos agoreros se empeñan en interpretar la novedad como una señal de que vendrán tiempos difíciles. Los acontecimientos posteriores confirmarán las sombrías predicciones.
Luego del bombardeo de la aviación naval a la Plaza de Mayo, Perón no sólo no toma revancha –contrariando el sentimiento de sus propios seguidores– sino que busca la pacificación interna. En julio, levanta el estado de sitio, deja en libertad a varios detenidos políticos y elimina algunas restricciones políticas. El 31 permite utilizar la radio, el principal medio de comunicación de la época, a dirigentes opositores.
Perón ofrece renunciar a la jefatura del movimiento peronista y mantener sólo el cargo de presidente de la nación. En búsqueda de la reconciliación, el general cambia a integrantes de su gabinete, sustituye al jefe de policía y se desprende de Raúl Apold, su jefe de propaganda. Al mismo tiempo, designa a Cooke como interventor del partido en la Capital Federal.
Sin embargo, la situación ha llegado a un punto sin retorno. Conservadores, radicales, comunistas y socialistas exigen la renuncia del presidente. El Ejército, la Marina y la Aeronáutica conspiran abiertamente y los "comandos civiles" se organizan.
El 31 de agosto, Perón ofrece su dimisión. Una concentración en Plaza de Mayo, organizada por la CGT, lo obliga a retirarla. En ese mismo acto, el general cambia su tono de voz y rectifica el rumbo: "Por cada uno de los nuestros que caiga, caerán cinco de ellos", promete a la muchedumbre. (Dos décadas más tarde, miles de muchachos peronistas corearán: "¡Cinco por uno / no va a quedar ninguno!").
En su libro "45", el historiador Félix Luna sostiene: "La oratoria de Perón era fresca, original, feliz en sus ocurrencias y hasta en sus ocasionales chabacanerías. Expresaban una personalidad arrolladora, sanamente agresiva, nutrida de una sabiduría suburbana que su auditorio comprendía inmediatamente. Los discursos de 1955, en cambio, fueron ululantes convocatorias al odio".
Durante años, los antiperonistas repetirán que los incendiarios de los templos contaban con la complicidad de policías y bomberos. Y los historiadores oficiales pondrán más énfasis en la quema de las iglesias que en la masacre de civiles perpetrada horas antes por la aviación naval. Años después, muchos jóvenes repetirán lo que escucharon de chicos en sus casas. Desconocerán que antes los antiperonistas habían matado, herido o mutilado a más de 2 mil personas.
El 6 de julio de 1955, Buenos Aires amanece con nieve por primera vez en muchos años. Algunos agoreros se empeñan en interpretar la novedad como una señal de que vendrán tiempos difíciles. Los acontecimientos posteriores confirmarán las sombrías predicciones.
Luego del bombardeo de la aviación naval a la Plaza de Mayo, Perón no sólo no toma revancha –contrariando el sentimiento de sus propios seguidores– sino que busca la pacificación interna. En julio, levanta el estado de sitio, deja en libertad a varios detenidos políticos y elimina algunas restricciones políticas. El 31 permite utilizar la radio, el principal medio de comunicación de la época, a dirigentes opositores.
Perón ofrece renunciar a la jefatura del movimiento peronista y mantener sólo el cargo de presidente de la nación. En búsqueda de la reconciliación, el general cambia a integrantes de su gabinete, sustituye al jefe de policía y se desprende de Raúl Apold, su jefe de propaganda. Al mismo tiempo, designa a Cooke como interventor del partido en la Capital Federal.
Sin embargo, la situación ha llegado a un punto sin retorno. Conservadores, radicales, comunistas y socialistas exigen la renuncia del presidente. El Ejército, la Marina y la Aeronáutica conspiran abiertamente y los "comandos civiles" se organizan.
El 31 de agosto, Perón ofrece su dimisión. Una concentración en Plaza de Mayo, organizada por la CGT, lo obliga a retirarla. En ese mismo acto, el general cambia su tono de voz y rectifica el rumbo: "Por cada uno de los nuestros que caiga, caerán cinco de ellos", promete a la muchedumbre. (Dos décadas más tarde, miles de muchachos peronistas corearán: "¡Cinco por uno / no va a quedar ninguno!").
En su libro "45", el historiador Félix Luna sostiene: "La oratoria de Perón era fresca, original, feliz en sus ocurrencias y hasta en sus ocasionales chabacanerías. Expresaban una personalidad arrolladora, sanamente agresiva, nutrida de una sabiduría suburbana que su auditorio comprendía inmediatamente. Los discursos de 1955, en cambio, fueron ululantes convocatorias al odio".
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