La resultante de los antagonismos y convulsiones que naturalmente
acontecen en el devenir histórico de los pueblos, no suele manifestarse
únicamente a través de cambios institucionales o modificaciones en las
orientaciones políticas y geopolíticas de una comunidad o Estado determinado.
Acostumbra, además, inmiscuirse en otros campos como la cultura y las
ciencias; en especial en aquellas cuyo objetivo es el abordaje de la sociedad
en alguno de sus aspectos.
Tal es el caso de la derivación de las disputas entre unitarios y
federales durante las primeras décadas del siglo XIX (aunque en rigor de
verdad, algunos unitarios no fueron del todo unitarios; y ciertos federales, lo
fueron tampoco).
Así las cosas, bien vale señalar que las contiendas de Caseros (1852)
primero y luego de Pavón (1861) marcaron a fuego el transcurrir de una
Argentina que visiblemente, y a partir del pensar y el obrar de una facción
triunfante impregnada de una doctrina importada acríticamente —el
iluminismo— y de un liberalismo que se
presentaba como “el motor conceptual del progreso”, imprimió al Estado surgente
una cosmovisión que presuponía un modo específico de concebir e interpretar la
historia y la ciencia histórica.
El triunfo de la entente heterogénea que enfrentó sucesivamente a Juan
Manuel de Rosas y luego a Justo José de Urquiza, condujo inmediatamente hacia
la consolidación de Bartolomé Mitre al frente de un Estado centralista, cuya
matriz económica se fundó en el protagonismo de una oligarquía de base
terrateniente, exclusiva beneficiaria de las pingües mercedes obtenidas de la
renta de la tierra y cuya garantía principal estaba anudada a los términos de
un intercambio determinado, casi exclusivamente, por el Imperio inglés.
La impronta fundacional impulsó un Estado que aspiraba a constituirse
en el motor de la modernidad, lamentablemente condicionado por una falsa
antítesis —Civilización vs. Barbarie— donde lo bárbaro representaba “lo propio”
y lo civilizado, “lo ajeno”.
Conscientes de la importancia que el relato histórico posee en la
construcción de rasgos identitarios comunes y dueños absolutos del poder
político, los vencedores de las guerras civiles, conducidos por un estadista de
dotes singulares, fueron concibiendo e integrando con científicos,
intelectuales, y ensayistas una superestructura simbólica funcional al proyecto
modernizador triunfante.
En forma paralela, a través de las instituciones educativas y
académicas del país fue puesto en circulación un relato histórico acompañado
por un “olimpo” de próceres a la medida de un modelo de Estado que se proponía
—entre otros desafíos— repoblar el país a partir de la idea fuerza “gobernar es
poblar”, rudimento que a la vez convocaría a nuestras costas millares de
extranjeros empapados del “espíritu de la modernidad y del progreso”.
Si bien el régimen fundado hábilmente por el mitrismo pudo gozar de
algunas décadas de estabilidad, ya a fines del mismo siglo XIX comenzaron a
manifestarse las primeras expresiones críticas al orden instituido.
Algunas surgieron de los mismos inmigrantes que, junto a sus valijas
cargadas de esperanzas, trajeron nociones e ideas que venían a cuestionar el
régimen capitalista emergido a partir de la revolución burguesa.
En consecuencia, antes de concluir la centuria, comenzaron a brotar
instancias de organización obrera bajo doctrinas anarquistas, socialistas,
clasistas y, desde estas corrientes, fuertes impugnaciones al orden
establecido.
Pero a la vez, desde lo más recóndito de la diáspora federal de los
sectores criollos, de los contingentes desplazados por el orden oligárquico,
comenzó a germinar un movimiento que —aunque contradictorio e inconexo—
apelaría a estrategias insurreccionales y que, ya bajo la conducción de Hipólito
Yrigoyen, obtendría en 1912 una reforma electoral de consecuencias
impredecibles, para el régimen imperante.
El siglo XX encuentra a nuestro país inmerso en una serie de
contradicciones dentro del mismo orden instituido y, además, nutrido de los
antagonismos generados por los cuestionamientos mencionados, a los que se le
irá adosando una creciente prédica anticolonialista que intentará desnudar los
lazos ocultos que sujetaban a la Argentina a un régimen de dependencia
consentida con la metrópoli inglesa.
Además, una profunda reacción antipositivista pondrá en cuestión los
basamentos conceptuales e ideológicos sobre los que se sustentaba el régimen
instituido y se irá generando una nueva escuela histórica a partir de profundas
impugnaciones al relato difundido masivamente.
José María “Pepe” Rosa formó parte de una generación de la cual
emergieron persistentes y perspicaces objeciones a dicho régimen: la historia
fue el rudimento batallador elegido por este criollo nacido el 20 de agosto de
1906.
Nieto del Dr. José María Rosa, ministro de Hacienda del general Julio A. Roca en
su segunda presidencia, Pepe se recibió muy joven de abogado, profesión que lo
llevó a desempeñarse como juez de instrucción de la provincia de Santa Fe.
Ya en 1933 editó su primer libro, “Más allá del Código”, obra a partir
de la cual describe sus vivencias como magistrado y donde, además, formula
soslayadas criticas al orden normativo y judicial de la época.
Tres años después publica “Interpretación religiosa de la Historia”,
texto recogido luego en su tesis doctoral y que recibe numerosas críticas por
parte de los intelectuales alineados en el positivismo.
Con respecto a este texto señalamos que, según el autor, las posiciones
encuadradas en el materialismo histórico creyeron encontrar en la economía el
espíritu de la sociedad, así como muchos etnógrafos creían haberlo encontrado
en las razas.
Para Pepe, este espíritu había que rastrearlo en la historia de las
religiones; allí se encontraba el lenguaje ignorado en el que se escribió la
historia: “La Nación es siempre un culto religioso.Un culto supone la dirección del misticismo social hacia un objeto, una
idea o un hombre” .
La caída de Hipólito Yrigoyen, la crisis del 30, la prédica
anticolonialista de legendarios autores, la reacción antipositivista y,
fundamentalmente, el Pacto Roca-Runciman que pone al desnudo el régimen
asimétrico en el que se encontraba nuestro país respecto a la Gran Bretaña, son
hitos que van marcando un derrotero intelectual y que lo encuentran militando
en el Partido Demócrata Progresista (estructura política comprometida con el
orden instituido) hacia las filas del campo nacional.
Junto a otros prestigiosos pensadores, 1938, funda el Instituto de
Estudios Federalistas, el cual comienza a constituirse en un centro de
producción historiográfica como crítica a las corrientes oficializadas
institucionalmente.
Ya para 1943, su orientación nacional quedará plasmada en el libro
“Defensa y pérdida de nuestra independencia económica”.
Las posiciones asumidas por Rosa le causan permanentes conflictos con
la intelligentzia santafesina y lo llevan a radicarse en Buenos Aires.
Durante la década correspondiente al primer peronismo publica
legendarios textos: “Artigas, prócer de la nacionalidad”, “Nos los
representantes del pueblo”, “La Misión García ante Lord Strangford”, “El cóndor
ciego”, entre otros.
La “Revolución libertadora” que desplazó ilegítimamente al peronismo
del gobierno, lo priva de sus cátedras y lo encarcela por dar refugio a John W.
Cooke.
Una vez liberado, apoya el levantamiento del general Valle en junio de
1956.
Fracasado el intento y perseguido por la tiranía, huye a Uruguay para
luego radicarse en España, donde ejerce el periodismo y da conferencias.
Respecto al exilio, sostuvo Pepe: “Me he dado cuenta ahora lo que es el
exilio. Es una sensación de ausencia definitiva, de muerte, de no ser nada, de
estar olvidado” .
De su correspondencia de la época surge nítidamente el espíritu de un
hombre que “[…] no podía estar ausente de las circunstancias de su país.
Dedica hojas enteras, a veces hasta los márgenes, a especular sobre la
situación política argentina.
También se intuyen los miedos de este memorioso: ‘Me choca que se me
haya olvidado así.
Nunca mencionan mis libros’" , le confiesa a su entrañable amigo y
discípulo Fermín Chávez.
Vuelto al país en 1958, prosigue con su enorme producción: “El
pronunciamiento de Urquiza” (1960), “El revisionismo responde” (1964),
“Rivadavia y el imperialismo financiero” (1964), “La guerra del Paraguay y las
montoneras argentinas” (1965), “Rosas nuestro contemporáneo” (1979), “El
fetiche de nuestra Constitución” (1984), “Análisis histórico de la dependencia
argentina”.
En forma paralela, sus aportes a la resistencia peronista lo hacen respetado
y querido por las bases peronistas y sus obras son difundidas de manera
extraordinaria dentro del movimiento.
El 17 de noviembre de 1972 acompaña a Juan Domingo Perón en su regreso
definitivo, integrando el chárter que lo trajo de vuelta al país.
Durante la presidencia peronista es designado embajador en Paraguay en
reconocimiento por su contribución a la relación entre ambos Estados. Fallecido
Perón —y a raíz de profundas diferencias con el canciller Vignes— es destinado
a prestar servicios en Grecia.
En 1976 regresa a la Argentina y el bravío Pepe comienza a dirigir la
revista “Línea” (“la voz de los que no tienen voz”).
La publicación se constituye en una verdadera tribuna de resistencia
del pensamiento nacional contra la dictadura, y Rosa debe enfrentar el
secuestro de las publicaciones, allanamientos y procesos en su contra.
Los chacales no se atrevieron a desaparecerlo.
Así como Pepe se había jugado la vida con Valle en el legendario
levantamiento, sigue poniéndose en la línea de fuego mientras algunos
dirigentes políticos actúan con una prudencia a veces rayana con la
complicidad.
Cuenta Alberto González Arzac, su abogado: “…íbamos a las audiencias
como quien va a la guerra,
[lo recibía] un juez del Proceso que presentaba en todas sus paredes fotos de
él codeándose con almirantes, generales y brigadieres. …
Y, ¿cuál era la reacción de Don Pepe? …no perdía el humor y decía ‘El
gobierno del Partido Militar’ …
A mí me corría frío por la espalda y él ni se inmutaba… todavía
desaparecían personas… y ¡Don Pepe, con ese par de pelotas que tenía,
manifestándose allí de esa manera!” .
Su vida se apaga el 2 de julio de 1991. Al decir de Enrique Manson, su
discípulo y biógrafo hasta el fin de sus días: “el Maestro continuó
entregándose en cuerpo y alma a la causa de la felicidad del pueblo y la
independencia de la Patria.
Así, ya viejo, no vaciló en los aciagos días del llamado Proceso en
dirigir una revista de oposición, cuya lectura esperaban regularmente muchos
que luchaban contra el desaliento que imponía el discurso único y la certeza de
las mazmorras ocultas” .
Desde el punto de vista filosófico, el historicismo de Rosa lo llevó a
compartir la idea de que un acontecimiento del pasado puede ser, desde el punto
de vista histórico, más actual y más trascendente que uno del presente.
Para dar cuenta del historicismo en el que abrevó Pepe, puede
coincidirse con el filósofo Saúl Taborda
en que para Rosa “…la vida de un pueblo es una realidad tejida de historia y de
cultura.
La cultura acusa las direcciones espirituales al destino particular.
La elabora todo individuo tocado de la conciencia de la vida y del
mundo y es, por eso mismo, personal e intransferible.
Personal e intransferible por más que sus productos necesiten verterse
en la comunidad para aspirar la vigencia en el soporte que les asegura la
perpetuidad con que el creador de valores supera existencialmente con ellos la
finitud de sus días.
La historia se refiere a la voluntad de ser inherente a toda comunidad
política.
Se expresa en hechos —en los hechos históricos, conviene recalcarlo—,
pues es en ellos donde se exterioriza la dirección que ella asume y la
continuidad que es su esencia” .
En forma coincidente, Ana
Jaramillo sostendrá que “la verdadera historia es historia
contemporánea” .
A partir de esta perspectiva, Rosa se inmiscuyó de lleno en los temas
nacionales, hecho que, entre otros grandes temas, lo llevó a indagar
profundamente en el período rosista.
Los historiadores clásicos de tradición liberal —según su criterio—
habían indagado este proceso con anteojeras eurocéntricas.
Para Pepe, la historia en manos de escritores europeizantes había sido
guionada sobre los acontecimientos operados en el Viejo Mundo y, aplicación
analógica mediante, ubicaba a tal o cual personaje en el campo reaccionario o
en el progresista, sin darse cuenta de que más allá de las influencias
exteriores, la historia de cada comunidad posee su propio flujo y reflujo.
Pepe Rosa asigna a Rosas una sensibilidad territorial que, a su
criterio, compuso un tipo de estadista siempre alerta y celoso de las fronteras
de su Patria.
Todo el gobierno de Rosas resultó, de esta forma, una adecuación constante de la política a la estrategia.
No inventó enemigos: sus enemigos fueron los naturales.
Para Pepe, Rosas representó un tipo de jefatura política adaptada a la
naturaleza, al terreno del país, a las fuerzas reales que operaban sobre la
Patria.
En ese sentido, hablando de las cualidades estratégicas de Rosas, Pepe
coincide con Raúl Scalabrini Ortiz en que: “Rosas usa los mismos métodos
británicos: soborna, corrompe, atrae, ultima y extingue en una política
incansablemente dirigida a la unidad, a la fuerza, al bienestar de la Nación.
Rosas tiene enfrente al político británico más cínico y más diestro.
Tiene enfrente a Lord Palmerston.
Pero todo lo que imagina, planea y arguye Palmerston es anulado y contrarrestado por
Rosas.
Por eso, este hombre que reunió lo que había disgregado la diplomacia
británica; que procuró reaglutinar los fragmentos dispersos del viejo
Virreinato, que desunidos eran presa fácil para la diplomacia británica; este
hombre, a quien jamás la diplomacia británica pudo vencer ni doblegar, en la
historia oficial, que enaltece solamente a los agentes británicos disfrazados
de gobernadores y presidentes argentinos, pasa como un tirano sanguinario y
egoísta.
La reconstrucción de la historia documental de las luchas francas y de
las luchas encubiertas e invisibles que Rosas debió sostener con la diplomacia
británica para defender al país, será uno de los puntos de apoyo más firmes
para toda acción futura” .
Otra de sus grandes obsesiones fue la figura de Francisco Solano López.
Para analizar su postura bien vale recurrir al prólogo de la primera
edición de “La guerra
del Paraguay y las montoneras argentinas”.
Plantea allí Pepe que la
guerra del Paraguay fue un epílogo: “… el final de un drama
cuyo primer acto está en Caseros en el año 1852, el segundo en Cepeda en el 59
con sus ribetes de comedia por el pacto de San José de Flores el 11 de noviembre
de ese año, el tercero
en Pavón en 1861 y las ‘expediciones punitivas’ al interior, el cuarto en la
invasión brasileña y mitrista del Estado Oriental con la epopeya de la heroica
Paysandú, y el quinto y desenlace en la larga agonía de Paraguay entre 1865 y
1870 y la guerra de
montoneras en la Argentina de 1866
a 1868.
El ocaso de la nacionalidad podría llamarse, con reminiscencias
wagnerianas, a esa tragedia de veinte años, que descuajó la América española y
le quitó la posibilidad de integrarse en una nación; por lo menos durante un
largo siglo que aún no hemos transcurrido.
Fue la última tentativa de una gran causa empezada por Artigas en las
horas iniciales de la Revolución, continuada por San Martín y Bolívar al
cristalizarse la independencia, restaurada por la habilidad y férrea energía de
Rosas en los años del sistema americano, y que tendría en Francisco Solano
López su adalid postrero.
Causa de la Federación de los Pueblos Libres contra la oligarquía directorial,
de una masa nacionalista que busca su unidad, y su razón de ser frente a
minorías extranjerizantes que ganaban con mantener a América débil y dividida;
de la propia determinación oponiéndose a la injerencia foránea; de la patria
contra la antipatria, en fin, que la historiografía colonial que padecemos
deforma para que los pueblos hispanos no despierten del impuesto letargo.
Causa tan vieja como América.
Narrarla es escribir la historia de nuestra tierra, es separar a los
grandes americanos de las pequeñas figuras de las antologías escolares” .
Con respecto de la obra de nuestro querido maestro, bien vale citar una
referencia de un autor que si bien no compartió gran parte de las posiciones de
Rosa, ponderó muy favorablemente su labor.
Para Félix Luna: “…no puede invalidarse el saldo general de la obra de
Rosa, nutrida de una honda pasión nacional y estructurada con seductora
coherencia.
Es el último ‘revisionista puro’… Rosa ha cumplido con su rol de vocero
de la antítesis indispensable: aquella que debía enfrentar la tesis liberal ya
indefendible.
Su obra significa una apertura hacia una nueva conciencia histórica del
país, mantenida a través de una firme consecuencia ideológica” .
Conocí personalmente al Pepe en la Facultad de Derecho de la
Universidad de Buenos Aires, en una conferencia vinculada al plebiscito
convocado con motivo del conflicto sobre el canal de Beagle durante la gestión
de Raúl Alfonsín. Posteriormente concurrí a algunas de sus conferencias.
Desde hace casi una década conozco a sus hijos y nietos —en especial a
Eduardo—, quienes me consta, no solamente realizan aún patrióticos esfuerzos
para reivindicar la obra de su antecesor, sino que ellos mismos constituyen un
ejemplo de compromiso con las cuestiones del país.
El presente volumen incluye cuatro obras: “Defensa y pérdida de nuestra
independencia económica” (1954), “Rivadavia y el imperialismo financiero”
(1964), “Rosas, nuestro contemporáneo” (1970) y “Análisis histórico de la
dependencia argentina” (1974).
Pero antes de concluir cabe enfatizar que la obra de José María Rosa no
se limita a los textos publicados ni tampoco a los citados en este prólogo.
Se extiende a más de una treintena de libros entre los que se incluyen
sus ya épicos tomos de Historia Argentina y una infinidad de artículos y
conferencias que aún hoy, a pesar del ostensible ocultamiento de su producción,
siguen enriqueciendo a nuevas generaciones de argentinos.
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