Rosas

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martes, 30 de abril de 2019

Presidente Roberto Ortíz

Por el Profesor Jbismarck
Ortiz asume el 20 de febrero de 1938, y su gabinete lo integran: Interior: Diógenes Taboada; Relaciones Exteriores: José María Cantilo; Hacienda: Pedro Groppo; Justicia e Instrucción Pública: Jorge E. Coll; Guerra: general Carlos D. Márquez; Marina: contraalmirante León L. Scaso; Agricultura: José Padilla; Obras Públicas: Manuel R. Alvarado.
El proceso de crecimiento industrial, continuaba su ascenso a pesar de la guerra, o a causa de la disminución de las importaciones. Nuevas industrias comenzaron a surgir, reclamando más obreros, y las antiguas incrementaban la producción. Los brazos no podían venir del extranjero  El interior los ofrecería en grandes cantidades. Todavía no se los llama «cabecitas negras», pero se vuelcan sobre la urbe en proporciones crecientes. Los partidos políticos y los sectores de la oligarquía no han reparado suficientemente en ese desplazamiento.  
Existen desniveles en la distribución geográfica de la población y son naturalmente el resultado de las migraciones internas y externas. La región Litoral y la Capital Federal han recibido el mayor número de inmigrantes extranjeros y a la vez, han atraído de manera considerable a los argentinos nacidos en otras regiones. Así puede entenderse, a manera de ejemplo, el crecimiento de población del Gran Buenos Aires (aportes migratorios más aumento vegetativo), que ha llegado a convertirse en la «cabeza de Goliat». El Congreso adquiere en años de la presidencia de Ortiz —y luego de Castillo— el inconfundible tono de los cuerpos colegiados en decadencia. Conservadores y radicales se unían para apoyar dictámenes vergonzosos, como el relativo a los resultados de la investigación sobre las concesiones eléctricas de la Capital Federal. 
Lisandro de la Torre había muerto por propia determinación, el 5 de enero de 1939. En carta a sus dilectos amigos (en verdad su testamento) escribe: «Les ruego que se hagan cargo de la cremación de mi cadáver.
»Deseo que no haya acompañamiento público, ni ceremonia laica ni religiosa alguna, ni acceso de curiosos y fotógrafos a ver el cadáver, con excepción de las personas que ustedes especialmente autoricen.
»Si fuera posible, deberá depositarse hoy mismo mi cuerpo en el Crematorio e incinerarlo mañana temprano, en privado.
»Mucha gente buena me respeta y me quiere y sentirá mi muerte. Eso me basta como recompensa.
»No debe darse una importancia excesiva al desenlace final de una vida, aun cuando sean otras las preocupaciones vulgares.
»Si ustedes no lo desaprueban desearía que mis cenizas fueran arrojadas al viento. Me parece una forma excelente de volver a la nada, confundiéndose con todo lo que muere en el Universo»
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El presidente Ortiz, casi desde el comienzo de su gestión, sufre los efectos de una grave enfermedad (diabetes) que provocará, sucesivamente, su alejamiento y delegación de funciones en el vice Castillo, su renuncia a la primera magistratura y su fallecimiento. Dos acontecimientos políticos van a marcar esos primeros años: la intervención a la provincia de Catamarca —tierra natal del vicepresidente—, que habrá de provocar resquemores entre los miembros de la coalición gubernativa (conservadores y antipersonalistas); y la intervención a la provincia de Buenos Aires, con motivo de los fraudulentos comicios del 25 de febrero de 1940, convocados por el gobernador saliente Fresco. El candidato de Fresco, que logró imponerse en las instancias partidarias del conservadorismo bonaerense a Antonio Santamarina, era Alberto Barceló, «patrón» de Avellaneda que buscaba ampliar ahora su radio de acción. La intervención frustrará sus aspiraciones, pero en cambio Barceló llegará a ocupar una banca en el Senado, en representación del mismo distrito.
Estos y otros factores comenzarán a alinear tras de Ortiz a sectores del radicalismo alvearista, en su repetida aspiración de llegar al poder entrando en el juego oficialista. Ortiz, entonces, será visto como un demócrata que busca borrar los estigmas de su propia ascensión al poder, tratando de volver por los fueros del voto secreto y el comicio limpio. Pero,en lo económico, en lo social y en todo lo que no se refiere al limitado tema del sufragio, su actitud no va a diferir, al menos en lo esencial, de lo hecho o dicho por su antecesor Justo.  El Parlamento, en 1940, dedicará largas horas de sesión al affaire de las tierras de El Palomar que, «pese a sus proporciones reducidas frente a la inmoralidad reciente —unos escasos centenares de miles de pesos— salpicó hasta alguna esfera allegada al Poder Ejecutivo» (Martín Aberg Cobo). Lo importante no es la magnitud del negociado, ni que resulten implicados legisladores (uno de ellos se suicida y el otro es excluido de la Cámara de Diputados), ni que el ministro de Guerra, general Márquez, y el propio presidente Ortiz se alarmen. Lo importante es que el sistema permitía irregularidades como ésa que el mecanismo legislativo toleraba fallas tan graves
Roberto M. Ortiz envía al Parlamento su renuncia, que muestra desagrado ante las conclusiones elaboradas por la Comisión Investigadora del Senado (Palacios, Gilberto Suárez Lago, Héctor González Iramain). En sesión de asamblea (24 de agosto de 1940) presidida por el senador Robustiano Patrón Costas, los legisladores oficialistas y de la oposición se deshacen en consideraciones sobre la sensibilidad aguzada del primer mandatario y votan por el rechazo de su renuncia. Una sola voz se levanta para mostrar su disconformidad, votando por la aceptación; es Sánchez Sorondo.  El Congreso seguirá discutiendo sobre el fraude, sobre las actividades antiargentinas, sobre los diplomas de algunos de sus miembros (el citado Barceló, por ejemplo, ya en 1942). El propio presidente del Partido Demócrata Nacional, Gilberto Suárez Lago reconocerá en ese debate: «Grandes errores tenemos, señores senadores, grandes faltas, grandes culpas. No es todo limpio en materia electoral desde el año 1930 hasta aquí. Porque no es fácil salir de un estado revolucionario motivado —recuérdelo el país— por una corrupción que abarcaba todas las esferas de la vida oficial de la Nación» Habían pasado doce años, y todavía no podía volverse a la normalidad.
Con todo, el asunto político más comentado por esos tiempos (en el Congreso, en la prensa, en la calle) era, naturalmente, la enfermedad del primer mandatario, y los problemas que entrañaba su legítima sucesión. Casi un símbolo de los «tiempos republicanos» que tocaban a su fin. La presencia de Castillo marcaba un directo retorno conservador a la máquina gubernamental, y los radicales tenían una idea aproximada de lo que ello significaba para sus aspiraciones electorales. 
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El radicalismo ya ha perdido su oportunidad histórica, y sus actitudes claudicantes durante la década han llevado a un escritor de ese origen, Félix Luna, tratando de reivindicar infructuosamente la figura de Alvear, a decir: «Los intereses imperiales sabían que la Argentina estaría a su lado con mayor seguridad a través de un gobierno radical) o de un gobierno apoyado por los radicales) que con uno conservador». A fines de 1941 (el 7 de diciembre) serealizan elecciones en la provincia de Buenos Aires, intervenida por Ortiz. El triunfo de Rodolfo Moreno (que no ocultaba su repudie al voto secreto, como ya sabemos) retrotrae los hechos a la belle époque de Manuel Fresco. La conquista de Buenos Aires para el partido conservador va a ratificar las dos claves que, signan la actuación de Ramón Castillo en su gobierno: «mantener la neutralidad y no entregar el poder a los radicales».  Castillo gobernará bajo estado de sitio (decreto del 16-XII-41). También dará impulso a la flota mercante argentina y gestionará la nacionalización del Puerto de Rosario. La posición neutralista frente al conflicto bélico en pleno desarrollo le atraerá elogios y condenas.   En marzo de 1942 muere Marcelo T. de Alvear, jefe del partido radical. Los acontecimientos siguen su curso, y el 27 de junio de 1942 las Cámaras reunidas en sesión de asamblea aceptan por unanimidad la renuncia de Ortiz, que morirá pocos días más tarde (el 15 de julio). 
Mientras tanto, el general Justo volvía por sus fueros. Justo se había declarado aliadófilo desde el primer momento y hasta había ofrecido su propia, preciosa sangre, para defender los sagrados principios de la libertad y la democracia. Frente a los grupos militares nazistas, los sectores aliadófilos no tenían mejor solución que asentir a Justo. Sus personeros militares no dejaban de preparar ambiente propicio en las filas de la institución. Los Estados Unidos —Inglaterra estaba más lejos, y había dejado de ser la única metrópoli— lo veían con buenos ojos. Y en el radicalismo —¡cuándo no!— había sectores dispuestos a sostener su nombre de acuerdo a la teoría del mal menor. Por otro lado, menudeaban los contactos (desde 1942) entre el Partido Socialista, el Partido Demócrata Progresista, Acción Argentina y algunos dirigentes radicales con miras a una futura «Unión Democrática» de partidos afines.
Pero el 11 de enero de 1943 muere Agustín P. Justo, víctima de un derrame cerebral. Los conservadores parecen quedar dueños del terreno, y los ojos de muchos (de buena parte del ejército también), se fijan atentamente sobre el Partido Demócrata Nacional.
El nombre que va a imponerse es Robustiano Patrón Costas considerado pro-aliado (y más directamente pro-norteamericano) y rupturista por la opinión pública. Rodolfo Moreno se ve obligado a resignar las pretensiones a la primera magistratura y —lo que es más—, presionado por Castillo, renuncia a su gobernación provincial

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