El origen de la Mazorca no estuvo ligado
a una iniciativa gubernamental sino a una asociación política, la Sociedad
Popular Restauradora, nacida a fines de 1833. Los datos de su surgimiento son
oscuros. Según José Rivera Indarte –fanático rosista devenido en fanático antirrosista–
uno de los miembros de la facción federal apostólica, es decir rosista,
llamado Tiburcio Ochoteco le sugirió a Encarnación Ezcurra, quien la había
dirigido exitosamente en la lucha contra la facción cismática, la
formación de un club de adherentes de Rosas a semejanza de las sociedades
patrióticas españolas que él había conocido en Cádiz durante el trienio
liberal (1820-1823). Eran clubes que surgieron por toda España en 1820,
algunos más radicales y otros más moderados, que reunían a sus adherentes en
casas, tabernas o conventos desocupados; abogaban por la difusión del
liberalismo y atemorizaban a sus enemigos. Estaban dirigidas generalmente por
personas de buena posición social pero contaron con una importante
participación popular, principalmente de artesanos. Una sociedad de ese tipo
constituía una novedad en la escena política de Buenos Aires. Por un lado,
porque era un club que se afiliaba abiertamente con una facción, algo que en
las sociedades políticas porteñas se había intentando evitar explícitamente
(dada la condena discursiva a las facciones en la prensa y en los debates
parlamentarios desde 1810). A la vez, la Sociedad Popular tenía un importante
elemento distintivo: la presencia entre sus integrantes de individuos que no
formaban parte de la elite de Buenos Aires; “…muy pocas personas decentes se
inscribieron como socios de la sociedad”. Es decir que era la primera vez que la gente
decente no era mayoría en una asociación política. Esto era claro en la
adopción del término popular en el nombre de la organización. A partir
de su edición de 1803, el diccionario de la Real Academia Española definía popular
como “el que es del pueblo o de la plebe”; desde la década de 1820, en
Buenos Aires se lo usaba cada vez más claramente para referirse a los que eran
ajenos a la elite. La participación de ese tipo de personas en la Sociedad la
asemejaba a los ejemplos españoles de principios de la década de 1820, pero su
éxito obedeció a la existencia de una tradición de participación popular en
Buenos Aires. Los momentos en que la intervención de la plebe y los sectores
medios de la sociedad porteña en la política tuvieron más importancia fueron
siempre aquellos en los cuales la elite estuvo más dividida. Tal el caso de la
disputa entre federales cismáticos (o liberales) y apostólicos
durante 1833, y la Sociedad Popular Restauradora fue una de sus consecuencias.
La actividad política rutinaria de la
Sociedad consistía en reuniones de los miembros que se llevaban a cabo en una
sede, que después de un tiempo resultó ser la pulpería de su presidente, Julián
González Salomón. Los otros menesteres del club eran principalmente dar
muestras de apoyo a Rosas en distintos contextos: gritaban a su favor en las
calles, importunaban a sus enemigos, concurrían a la Sala de Representantes a
presionar a los antirrosistas. Una vez
que Rosas volvió al gobierno en 1835, la actividad de la Sociedad, importante entre
su aparición y ese momento, fue menor. Cuando estalló la crisis, Rosas comenzó a
darle órdenes directas a su fiel club de adictos. Las indicaciones eran principalmente vigilar
a personas sospechadas de simpatías unitarias o de oposición al régimen. Las
demostraciones de adhesión se hicieron más expresivas y la violencia llenó los
discursos y de a poco fue ganando otra vez las calles. La tirante situación
provocó un aumento de la membresía de la Sociedad Popular Restauradora y cambió
su perfil social. Cada vez más, eran
individuos de lo más granado de la elite porteña los que solicitaban ser incorporados.
Algunos de los nuevos adherentes debieron acercarse por su convicción en cuanto
a las virtudes del gobierno o tocados en su fibra patriótica por la agresión
extranjera. Pero, en la mayoría de los casos, la principal causa estuvo ligada
seguramente a que, con el auge de los conflictos y el consiguiente aumento de
la violencia en la ciudad, muchos miembros de la elite de Buenos Aires temieron
por sus vidas y bienes y varios de ellos consideraron que una afiliación a la
Sociedad Popular Restauradora podía ser un seguro contra cualquier duda acerca
de su fidelidad federal y la gran posibilidad de sufrir una agresión. A esto
apunta un pasaje de Amalia en el que se describe una supuesta reunión de
la Sociedad Popular Restauradora. El héroe del relato se encuentra en el mitin;
se trata de un personaje ficticio llamado Daniel Bello, al que José Mármol
presenta como un antirrosista que se hace pasar por un fanático partidario del
Gobernador para contribuir desde adentro a desestabilizarlo. Cuando en la
asamblea, celebrada en la pulpería del presidente Salomón, se lee el listado de unos doscientos
miembros de la organización pertenecientes a “todas las jerarquías sociales”,
Bello dice para sus adentros que “en esta lista hay hombres por fuerza”. Ello
fue explicitado también por el propio Salomón en una carta a Rosas escrita ese
mismo año: “En las extraordinarias circunstancias que sobrevinieron, cuando el
traidor asesino Lavalle pisó nuestra Provincia muchos ciudadanos se presentaron
voluntariamente a inscribirse en la Sociedad”. Por eso, cuando en 1841 La Gaceta
Mercantil publicó una “Lista de miembros de la Sociedad Popular
Restauradora”, una buena parte de ellos pertenecía a familias del patriciado porteño
(como Riglos, Iraola, Pereyra, Unzué y Piñeyro, entre otros). Algunos historiadores han tomado este listado
para sostener que la Sociedad estaba compuesta tanto por integrantes de la
elite como por otros que no pertenecían a ella, mientras que la Mazorca habría
sido más plebeya. En cuanto a la primera afirmación, eso fue sin duda así a
partir del período crítico. Pero 1840 no era 1833. En los inicios, los socios
tenían un origen menos lustroso. Los
mazorqueros –si no todos, al menos sus líderes– eran originalmente miembros de
la Sociedad Popular Restauradora; eran federales decididos. Lo que los
convirtió en un ala ejecutora de ella, una entidad separada, fue la reaparición
de la violencia política abierta. En 1833 y 1834, Encarnación Ezcurra le había
encargado a la Sociedad que hiciera ataques contra las casas de algunos
adversarios políticos, para intimidarlos y obligarlos a exiliarse. Ese tipo de acciones desapareció hasta el
establecimiento del bloqueo francés. Ya
en 1840 el año en el cual los
degüellos surgieron en la ciudad, hecho que dio a sus ejecutores una
macabra celebridad. He ahí lo que distinguió a los mazorqueros: ellos eran
miembros de la Sociedad Popular Restauradora, pero los otros socios no mataban.
Esto por momentos se hace confuso debido a que había integrantes de la Sociedad
que podían realizar amenazas públicas de represalias contra los unitarios y los
colaboradores de los franceses, que podían romper los vidrios de una casa o
destruir algún objeto o vestuario de color celeste. Pero las muertes eran
causadas por un pequeño grupo, que terminó siendo denominado la Mazorca, no sabemos
si por sus mismos integrantes, por otros rosistas o por sus enemigos, aunque
éstos parecen haber sido los que terminaron achacándole el nombre. ¿Cuántos
eran los mazorqueros? No es posible saberlo. Seguramente no muchos más que tres
decenas, aunque es altamente probable que no fueran un grupo monolítico sino
que a un pequeño elenco estable se sumaran en diversas ocasiones otros
individuos más periféricos e incluso ocasionales. Lo que distinguió a los mazorqueros no fue
que estuvieran dispuestos a llevar su fervor por Rosas hasta las últimas
consecuencias sino que casi todos ellos eran a la vez parte de la Policía. Mientras el jefe de la Policía entre 1835 y
1845, Bernardo Victorica, se encargó de manejar al cuerpo en sus funciones más habituales
–seguridad urbana, control, denuncia de opositores al sistema, reclutamiento de
vagos para el Ejército– los comisarios Ciriaco Cuitiño y Andrés Parra
cumplieron esas tareas pero sumaron un mayor énfasis que ningún otro comisario
en la vigilancia política. Esa rama
especial de la policía, las dos partidas volantes de Cuitiño y Parra, fueron
las que devinieron en la Mazorca. Silverio
Badía, Manuel Troncoso, Leandro Alén y Fermín Suárez, los mazorqueros más
famosos –que serían juzgados y ejecutados por eso en 1853– eran los dos
primeros vigilantes de la partida de Parra y de la de Cuitiño los otros dos. ¿Cuándo
dejaban de actuar como policías y se volvían mazorqueros? En los momentos en
que procedieron por fuera de las disposiciones o la normativa del departamento
de policía; sin órdenes o con indicaciones orales del Gobernador, algo que
nunca llegó a dilucidarse. El bloqueo
dio inicio a una pesadilla para el rosismo. Varias provincias se mostraron poco
proclives a evaluar positivamente lo actuado por el Gobernador de Buenos Aires.
Allí mismo hubo resquemores: la hasta entonces pasiva Sala de Representantes
escuchó opiniones favorables a tomar el camino de la transacción, incluidas las
de algunos diputados que hasta entonces habían formado en las filas fieles del
rosismo. Una mañana de mayo ocurrió un
hecho también impensable tan sólo un mes antes: la ciudad se pobló de pasquines
contra el gobierno. La respuesta de
Rosas al desafío interno fue medida. Rápidamente apeló a un recurso clave que
ya le había dado éxito en otras ocasiones: el apoyo popular. La clásica
animadversión hacia los extranjeros se incrementó rápidamente, en particular
hacia los franceses. Eso no lo
inventó Rosas, fue un efecto inmediato del bloqueo. Para la plebe federal era claro
que la antigua identificación que se había creado entre unitarios y extranjeros
era completamente real; Rosas sabía que podía contar con un fuerte apoyo si
buscaba abajo en la escala social. Lo que logró el Gobernador fue que el odio
popular se encauzara no contra los franceses residentes en Buenos Aires (salvo
pocas excepciones) sino en una crítica al rey Luis Felipe, a quien gritaban
“mueras” por las calles, y sobre todo a los aliados rioplatenses de los
bloqueadores, a los que se acusó de venderse al “asqueroso oro francés”. Una
agresión contra franceses residentes en la ciudad hubiera dado una excusa perfecta
para una intervención directa de Francia en el terreno militar, posibilidad que
el Gobernador obviamente quería evitar. Era,
por otra parte, una perspectiva que tampoco seducía a los franceses, quienes
esperaban imponer su posición con un costo mucho menor: apoyando a los enemigos de su enemigo.
Los que deseaban que los federales se lanzaran sobre los franceses de Buenos
Aires eran los opositores a Rosas, que también sabían que un hecho así podía
marcar su caída (de hecho, el personaje de Amalia Daniel Bello intenta
en la novela persuadir a los rosistas más exaltados de que cometan una acción
por el estilo). Sin embargo, la reacción contra los extranjeros no pasó de
amenazas verbales. Cuando unos meses
después de la instalación del bloqueo un francés pisoteó con su caballo a una
morena en una calle de la ciudad, preguntando con soberbia al oficial que lo detuvo si eso era un delito, el
comisario Andrés Parra le escribió a su superior: “Señor jefe, esta clase de
extranjeros que no temen a la justicia, ni respetan las leyes del país, es
preciso bajarles el cogote; para que aprendan a obedecer”. Pero no lo hizo.
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