Rosas

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martes, 30 de julio de 2019

Orígenes de la Mazorca

Por Gabriel Di Meglio
El origen de la Mazorca no estuvo ligado a una iniciativa gubernamental sino a una asociación política, la Sociedad Popular Restauradora, nacida a fines de 1833. Los datos de su surgimiento son oscuros. Según José Rivera Indarte –fanático rosista devenido en fanático antirrosista– uno de los miembros de la facción federal apostólica, es decir rosista, llamado Tiburcio Ochoteco le sugirió a Encarnación Ezcurra, quien la había dirigido exitosamente en la lucha contra la facción cismática, la formación de un club de adherentes de Rosas a semejanza de las sociedades patrióticas españolas que él había conocido en Cádiz durante el trienio liberal (1820-1823). Eran clubes que surgieron por toda España en 1820, algunos más radicales y otros más moderados, que reunían a sus adherentes en casas, tabernas o conventos desocupados; abogaban por la difusión del liberalismo y atemorizaban a sus enemigos. Estaban dirigidas generalmente por personas de buena posición social pero contaron con una importante participación popular, principalmente de artesanos. Una sociedad de ese tipo constituía una novedad en la escena política de Buenos Aires. Por un lado, porque era un club que se afiliaba abiertamente con una facción, algo que en las sociedades políticas porteñas se había intentando evitar explícitamente (dada la condena discursiva a las facciones en la prensa y en los debates parlamentarios desde 1810). A la vez, la Sociedad Popular tenía un importante elemento distintivo: la presencia entre sus integrantes de individuos que no formaban parte de la elite de Buenos Aires; “…muy pocas personas decentes se inscribieron como socios de la sociedad”.  Es decir que era la primera vez que la gente decente no era mayoría en una asociación política. Esto era claro en la adopción del término popular en el nombre de la organización. A partir de su edición de 1803, el diccionario de la Real Academia Española definía popular como “el que es del pueblo o de la plebe”; desde la década de 1820, en Buenos Aires se lo usaba cada vez más claramente para referirse a los que eran ajenos a la elite. La participación de ese tipo de personas en la Sociedad la asemejaba a los ejemplos españoles de principios de la década de 1820, pero su éxito obedeció a la existencia de una tradición de participación popular en Buenos Aires. Los momentos en que la intervención de la plebe y los sectores medios de la sociedad porteña en la política tuvieron más importancia fueron siempre aquellos en los cuales la elite estuvo más dividida. Tal el caso de la disputa entre federales cismáticos (o liberales) y apostólicos durante 1833, y la Sociedad Popular Restauradora fue una de sus consecuencias. 
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La actividad política rutinaria de la Sociedad consistía en reuniones de los miembros que se llevaban a cabo en una sede, que después de un tiempo resultó ser la pulpería de su presidente, Julián González Salomón. Los otros menesteres del club eran principalmente dar muestras de apoyo a Rosas en distintos contextos: gritaban a su favor en las calles, importunaban a sus enemigos, concurrían a la Sala de Representantes a presionar a los antirrosistas.  Una vez que Rosas volvió al gobierno en 1835, la actividad de la Sociedad, importante entre su aparición y ese momento, fue menor. Cuando estalló la crisis, Rosas comenzó a darle órdenes directas a su fiel club de adictos.   Las indicaciones eran principalmente vigilar a personas sospechadas de simpatías unitarias o de oposición al régimen. Las demostraciones de adhesión se hicieron más expresivas y la violencia llenó los discursos y de a poco fue ganando otra vez las calles. La tirante situación provocó un aumento de la membresía de la Sociedad Popular Restauradora y cambió su perfil social.  Cada vez más, eran individuos de lo más granado de la elite porteña los que solicitaban ser incorporados. Algunos de los nuevos adherentes debieron acercarse por su convicción en cuanto a las virtudes del gobierno o tocados en su fibra patriótica por la agresión extranjera. Pero, en la mayoría de los casos, la principal causa estuvo ligada seguramente a que, con el auge de los conflictos y el consiguiente aumento de la violencia en la ciudad, muchos miembros de la elite de Buenos Aires temieron por sus vidas y bienes y varios de ellos consideraron que una afiliación a la Sociedad Popular Restauradora podía ser un seguro contra cualquier duda acerca de su fidelidad federal y la gran posibilidad de sufrir una agresión. A esto apunta un pasaje de Amalia en el que se describe una supuesta reunión de la Sociedad Popular Restauradora. El héroe del relato se encuentra en el mitin; se trata de un personaje ficticio llamado Daniel Bello, al que José Mármol presenta como un antirrosista que se hace pasar por un fanático partidario del Gobernador para contribuir desde adentro a desestabilizarlo. Cuando en la asamblea, celebrada en la pulpería del presidente Salomón, se lee el listado de unos doscientos miembros de la organización pertenecientes a “todas las jerarquías sociales”, Bello dice para sus adentros que “en esta lista hay hombres por fuerza”. Ello fue explicitado también por el propio Salomón en una carta a Rosas escrita ese mismo año: “En las extraordinarias circunstancias que sobrevinieron, cuando el traidor asesino Lavalle pisó nuestra Provincia muchos ciudadanos se presentaron voluntariamente a inscribirse en la Sociedad”.  Por eso, cuando en 1841 La Gaceta Mercantil publicó una “Lista de miembros de la Sociedad Popular Restauradora”, una buena parte de ellos pertenecía a familias del patriciado porteño (como Riglos, Iraola, Pereyra, Unzué y Piñeyro, entre otros).  Algunos historiadores han tomado este listado para sostener que la Sociedad estaba compuesta tanto por integrantes de la elite como por otros que no pertenecían a ella, mientras que la Mazorca habría sido más plebeya. En cuanto a la primera afirmación, eso fue sin duda así a partir del período crítico. Pero 1840 no era 1833. En los inicios, los socios tenían un origen menos lustroso.  Los mazorqueros –si no todos, al menos sus líderes– eran originalmente miembros de la Sociedad Popular Restauradora; eran federales decididos. Lo que los convirtió en un ala ejecutora de ella, una entidad separada, fue la reaparición de la violencia política abierta. En 1833 y 1834, Encarnación Ezcurra le había encargado a la Sociedad que hiciera ataques contra las casas de algunos adversarios políticos, para intimidarlos y obligarlos a exiliarse.  Ese tipo de acciones desapareció hasta el establecimiento del bloqueo francés.   Ya en 1840 el año en el cual los degüellos surgieron en la ciudad, hecho que dio a sus ejecutores una macabra celebridad. He ahí lo que distinguió a los mazorqueros: ellos eran miembros de la Sociedad Popular Restauradora, pero los otros socios no mataban. Esto por momentos se hace confuso debido a que había integrantes de la Sociedad que podían realizar amenazas públicas de represalias contra los unitarios y los colaboradores de los franceses, que podían romper los vidrios de una casa o destruir algún objeto o vestuario de color celeste. Pero las muertes eran causadas por un pequeño grupo, que terminó siendo denominado la Mazorca, no sabemos si por sus mismos integrantes, por otros rosistas o por sus enemigos, aunque éstos parecen haber sido los que terminaron achacándole el nombre. ¿Cuántos eran los mazorqueros? No es posible saberlo. Seguramente no muchos más que tres decenas, aunque es altamente probable que no fueran un grupo monolítico sino que a un pequeño elenco estable se sumaran en diversas ocasiones otros individuos más periféricos e incluso ocasionales.   Lo que distinguió a los mazorqueros no fue que estuvieran dispuestos a llevar su fervor por Rosas hasta las últimas consecuencias sino que casi todos ellos eran a la vez parte de la Policía.  Mientras el jefe de la Policía entre 1835 y 1845, Bernardo Victorica, se encargó de manejar al cuerpo en sus funciones más habituales –seguridad urbana, control, denuncia de opositores al sistema, reclutamiento de vagos para el Ejército– los comisarios Ciriaco Cuitiño y Andrés Parra cumplieron esas tareas pero sumaron un mayor énfasis que ningún otro comisario en la vigilancia política.   Esa rama especial de la policía, las dos partidas volantes de Cuitiño y Parra, fueron las que devinieron en la Mazorca.   Silverio Badía, Manuel Troncoso, Leandro Alén y Fermín Suárez, los mazorqueros más famosos –que serían juzgados y ejecutados por eso en 1853– eran los dos primeros vigilantes de la partida de Parra y de la de Cuitiño los otros dos. ¿Cuándo dejaban de actuar como policías y se volvían mazorqueros? En los momentos en que procedieron por fuera de las disposiciones o la normativa del departamento de policía; sin órdenes o con indicaciones orales del Gobernador, algo que nunca llegó a dilucidarse.   El bloqueo dio inicio a una pesadilla para el rosismo. Varias provincias se mostraron poco proclives a evaluar positivamente lo actuado por el Gobernador de Buenos Aires. Allí mismo hubo resquemores: la hasta entonces pasiva Sala de Representantes escuchó opiniones favorables a tomar el camino de la transacción, incluidas las de algunos diputados que hasta entonces habían formado en las filas fieles del rosismo. Una mañana de mayo ocurrió un hecho también impensable tan sólo un mes antes: la ciudad se pobló de pasquines contra el gobierno.  La respuesta de Rosas al desafío interno fue medida. Rápidamente apeló a un recurso clave que ya le había dado éxito en otras ocasiones: el apoyo popular. La clásica animadversión hacia los extranjeros se incrementó rápidamente, en particular hacia los franceses.   Eso no lo inventó Rosas, fue un efecto inmediato del bloqueo. Para la plebe federal era claro que la antigua identificación que se había creado entre unitarios y extranjeros era completamente real; Rosas sabía que podía contar con un fuerte apoyo si buscaba abajo en la escala social. Lo que logró el Gobernador fue que el odio popular se encauzara no contra los franceses residentes en Buenos Aires (salvo pocas excepciones) sino en una crítica al rey Luis Felipe, a quien gritaban “mueras” por las calles, y sobre todo a los aliados rioplatenses de los bloqueadores, a los que se acusó de venderse al “asqueroso oro francés”. Una agresión contra franceses residentes en la ciudad hubiera dado una excusa perfecta para una intervención directa de Francia en el terreno militar, posibilidad que el Gobernador obviamente quería evitar. Era, por otra parte, una perspectiva que tampoco seducía a los franceses, quienes esperaban imponer su posición con un costo mucho menor:  apoyando a los enemigos de su enemigo. Los que deseaban que los federales se lanzaran sobre los franceses de Buenos Aires eran los opositores a Rosas, que también sabían que un hecho así podía marcar su caída (de hecho, el personaje de Amalia Daniel Bello intenta en la novela persuadir a los rosistas más exaltados de que cometan una acción por el estilo). Sin embargo, la reacción contra los extranjeros no pasó de amenazas verbales.   Cuando unos meses después de la instalación del bloqueo un francés pisoteó con su caballo a una morena en una calle de la ciudad, preguntando con soberbia al oficial que lo detuvo si eso era un delito, el comisario Andrés Parra le escribió a su superior: “Señor jefe, esta clase de extranjeros que no temen a la justicia, ni respetan las leyes del país, es preciso bajarles el cogote; para que aprendan a obedecer”. Pero no lo hizo.

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