Por Ruth Martínez
A lo largo de la historia, la Argentina ha intentado
de diversas formas recuperar las Islas Malvinas. Los argumentos soberanía son
varios y legítimos, sin embargo las grandes potencias occidentales suelen desacreditarlos
como inválidos. Uno es el geográfico, y se basa tanto en la pertenencia de las
islas a la plataforma continental argentina como en su cercanía al continente
americano. Las Islas Malvinas son un archipiélago ubicado en una de las
regiones más australes del Atlántico Sur, formado por más de cincuenta islas
(las dos más grandes son la Gran Malvina y la Soledad) y un centenar de islotes
de menor tamaño. En términos geológicos se habla de que estas Islas son
una prolongación sudoriental del continente americano y la cordillera de los Andes,
conformando “un arco que comienza en la primera de estas islas y que concluye
en las tierras de San Martín”. Asimismo, la cercanía geográfica entre las islas
y la Argentina es notoria. La Isla de los Estados, próxima a Tierra del Fuego,
se encuentra a tan solo 345 km de la Gran Malvina; Río Gallegos, a 760
kilómetros de Puerto Argentino; y la Ciudad de Buenos Aires se distancia, aproximadamente
2000 kilómetros.
La herencia del territorio insular de la Corona
española fue (y es) el argumento sobre el cual se ha respaldado mayormente el
Estado argentino. Este está amparado por tres puntos: la atribución del descubrimiento a navegantes al servicio de
España, las bulas pontificias del siglo XV, el tratado de Tordesillas de 1494, y
la ocupación efectiva de estas. El
descubrimiento de las Islas representa un hecho controversial para la historiografía
mundial, ya que tanto Portugal (Vespucio en 1501/1502) como España (Esteban
Gómez -Magallanes, en 1520; Alonso de Santa Cruz en 1540), Inglaterra (Davis,
en 1541; Hawkins, en 1594) y Holanda (Sebald de Weert, en 1600) se disputan
esta hazaña. Sin embargo, resulta casi imposible determinar con exactitud quién
fue su verdadero descubridor. Durante
la Edad Media, según postulaba San Agustín, el mundo era propiedad de Dios,
y el Papa —su representante en la tierra— era el encargado de
administrar sus posesiones. Por ello, Alejandro VI —por medio de la Inter
Caetera de 1493—, concedió a Castilla y a Portugal el derecho a conquistar y a
colonizar todas las tierras y las islas que descubrieran, fijando como límite
entre ambas potencias una línea imaginaria trazada a 100 leguas al oeste de Cabo
Verde y las Islas Azores —trasladada posteriormente 270 leguas más hacia el
oeste con el Tratado de Tordesillas—, sumado a que ambas partes se comprometían
a no entrometerse en el territorio del otro.
La legitimación papal comenzó a ser cuestionada en el contexto de la reforma,
debido a que los príncipes no católicos desconocieron la validez de las bulas y
se opusieron al monopolio hispanoportugués sobre el continente americano. Así, la necesidad de
colonizar estos territorios se convirtió en un nuevo argumento legitimador
de soberanía. Actuando en función de
esta nueva doctrina, Francia establece la primera colonia en las Malvinas de la
mano de Bougainville, quien, el 17 de marzo de 1764, fundó Port Louis,
en nombre de (y en honor a) Luis XV. La colonia y sus treinta habitantes,
establecidos en la Isla Soledad, quedaron a cargo de Nerville, mientras que
Bougainville emprendió un viaje de regreso a Francia para volver, al año siguiente,
con refuerzos para la colonia. Ante
este suceso España respondió diplomáticamente con una indemnización al
empresario francés; así, la corona hispana logró, en 1767, hacer efectivo su
dominio sobre Malvinas. A partir de ese momento, ejerció administración
absoluta e ininterrumpida del archipiélago hasta febrero de 1811, momento en
que se decidió el traslado a Montevideo de los españoles instalados allí, con
el objetivo de concentrar fuerzas militares para combatir la revolución
rioplatense. Con el nombramiento del
primer gobernador de Malvinas, representante de la Corona hispana, “las Islas
fueron declaradas dependientes y subordinadas a la Capitanía General de Buenos
Aires, lo cual significa su integración al territorio del Río de la Plata”. En
1765, el inglés John Byron arribó a las islas, las declaró propiedad del rey de
Inglaterra y fundó Port Egmont en la isla Saunders (isla Trinidad, para la Argentina),
sin establecer ninguna colonia. Al año siguiente, los representantes ingleses
formaron una colonia en Port Egmont que convivió en las Islas con la colonia
francesa durante un corto período. Cuando
la noticia de la presencia inglesa llegó a España, Carlos III ordenó al
gobernador porteño su expulsión, para lo cual el funcionario español envió una
carta a Hunt —que desde 1767 se encontraba al mando de los colonos británicos—,
que le advertía que debía retirarse de las Islas. La respuesta inglesa resultó
negativa y estuvo acompañada de la exigencia a la población hispana de
abandonar el asentamiento. Luego de varios enfrentamientos, ambas potencias acordaron
en Londres (en 1770) volver al statu quo, reafirmando cada una su derecho sobre
las islas. El abandono, finalmente, se produjo en 1774 cuando la corona
inglesa, sin tentativas de volver a establecerse y excusándose en que la
colonia le generaba muchos gastos, decidió retirarse dejando en cercanías del fuerte
una placa con una leyenda que alegaba que “the Falkland islands” se mantenían
bajo su pertenencia. Tras el abandono británico de las Islas, quedó consolidado
el dominio efectivo e indiscutido español sobre estas, desde 1767 hasta 1810.
Al separarse las Provincias Unidas del Río de la Plata
de España, y respaldadas por normas internacionales, estas se constituyeron en
herederas de todos los derechos y obligaciones que la Madre Patria tenía
respecto de estas tierras. En 1820, luego de casi diez años de la partida de
los españoles que habitaban las islas, las Provincias Unidas del Río de la
Plata enviaron una fragata al mando del Cnel. Jewett, quien logró formalizar la
posesión en nombre del gobierno rioplatense el 6 de abril de ese mismo año.
El acto se fundamentó en el principio de uti possidetis, según el cual la
soberanía se define sobre la base de los antiguos límites administrativos
coloniales. Sin embargo, el establecimiento efectivo en las Islas no se
realizó hasta 1826, de la mano de Vernet.
La irrupción inglesa no se produjo sino hasta 1833, cuando el comandante
Onslow enarboló la bandera británica y obligó a los argentinos establecidos en
Malvinas a abandonar suelo isleño. Seis meses después de este episodio, un
grupo de criollos que trabajaban en la zona se sublevó en desacuerdo con la
nueva situación: su líder era el mítico gaucho Antonio Rivero. Luego de varios
meses, la rebelión fue sofocada y sus protagonistas, juzgados. El año 1833 marcó el inicio de una
ininterrumpida presencia británica en las Islas del Atlántico Sur, reforzada
por una política de colonización del espacio por medio del transplante de
población.
De forma estratégica, el establecimiento de ciudadanos
ingleses en territorio malvinense se convirtió en el principal argumento de
Inglaterra para legitimar su derecho sobre las Islas, orientado posteriormente
hacia la idea de “autodeterminación”. El
transplante de población puede resultar un arma de doble filo para la potencia
europea, debido a que, por el simple hecho de ser habitantes no originarios de
Malvinas, queda descartado un posible reclamo de Autodeterminación, reclamo que
resulta más ilógico si tenemos en cuenta que tanto los órganos gubernamentales
—administrativos y legales— como la salud y la economía del archipiélago están claramente
influenciadas por las decisiones que toma el Parlamento. La
autodeterminación queda descartada porque quienes habitan las islas no son parte de una
etnia ya que de las 3000 personas, si bien la mayor parte son ingleses —2500—,
existe un gran número de chilenos y, en menor medida, de uruguayos; sumado a
que, una buena parte de los habitantes de cultura británica una vez que se jubilan
deciden continuar su vida en el sur de Inglaterra por lo cual no se puede decir
que exista una cultura malvinense. El
intento de lograr la autodeterminación es una estrategia clásica empleada por
las metrópolis para lograr imponer un neocolonialismo sobre sus colonias ya
independizadas.
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