Rosas

Rosas

viernes, 31 de diciembre de 2010

Saúl Taborda

 Por Luis María Bandieri

Los argentinos de hoy no recordamos ya la dimensión que el desierto tuvo en las representaciones imaginarias de la vida nacional. Nuestros compatriotas del siglo pasado sentían física y metafísicamente el desierto metido en su existencia colectiva. Nuestros literatos, ante la exigencia de transferir a su universo simbólico el paisaje nacional, supieron colocar inmediatamente ríos, mares, montañas y bosques bajo las advocaciones clásicas de rigor. Pero tropezaron con la dificultad de la falta de modelos, en el catálogo cultural europeo, para encajar desiertos. No había un patrón clásico satisfactorio para el vacío del puro espacio sin tiempo, sin historia aferrable, sin dioses tutelares, que el antiguo nombraba con una palabra fatídica: caos. Echeverría, Ascasubi, Sarmiento, Hernández, con mayor o menor fortuna o destreza, intentaron transmitir esa experiencia inédita. Frente al desierto, los primeros desembarcados “prendieron unos ranchos trémulos en la costa”. El desierto termina donde la ciudad prospera —y cuando ella muere, el desierto vuelve como un sudario, según se ve en las ruinas babilónicas. La ciudad es el remedio para la enfermedad del desierto. Pero una ciudad no es tan sólo recinto físico urbano, sino también ámbito para el ejercicio de la civilización política, es decir, polis. Nuestras polis nacieron con un mal oscuro: fueron más campamentos que ciudades, lugares de paso y de repartija antes que implantación y fundamento. Hubo intentos, claro de construir aere perennius. Pero la circunstancia —el desierto— abomba y achata las nobles tentativas: “viene uno como dormido/cuando vuelve del desierto”. Nuestra civilización consiste en levantar construcciones precarias según planos demasiado bellos y lejanos, fijar médanos cambiantes, resistir el vacío. Del fondo de ese desierto primordial emergieron dos maneras, igualmente valederas, de ser argentino. Una que lo rechaza e intenta sepultarlo definitivamente bajo cuadras y cuadras de hormigón racional. Otra, que lo acepta y pretende amansarlo, esclarecerlo, transar con su fuerza primaria. Dos maneras de ser argentino a partir del desierto.

Hace más de medio siglo, un profesor cordobés, de nombre Saúl Taborda, acuñó un término muy preciso para caracterizar la última de las actitudes arriba descriptas. La llamó lo “facúndico”. Lo facúndico es una determinada posición ante el país y ante la vida, que asoma plenariamente cuando se rasca el barniz civilizatorio del humus pampeano y asoma ese sótano pulsional que alguien llamó “la piel de dragón” que llevamos oculta. Expresa un sentimiento, que a veces se duplica en un resentimiento, ante todo de insatisfacción personal, social y económica de un sector argentino que se considera marginado de los bienes de la vida. Es un sentimiento (a veces resentimiento) que no tiene necesariamente que ver con la posición económica o la inserción social definidas en términos de estricta estadística. Casi siempre viene acompañado de un también intenso disconformismo cultural, que se presenta como enfrentamiento a lo intelectual in toto, considerado fatuo y sin arraigo, pero que, obviamente, tiene sus pensadores, generalmente epígonos de las tomas de posición nacionalistas y forjistas de los años 30.  Si llamamos lo “ilustrado” a la actividad opuesta a lo “facúndico”, y nos Proponemos un cuadrito muy simple de las apologías y rechazos de una y otra> tendremos:

Facundico                                              ilustrado       

Romanticismo                                     Ilustración

sentimiento                                       ideologia

     Vida                                                  razon  

Masas                                                   sistemas

Nación                                                 constitución

Movimientismo                                partidocracia

Distribución                                     Inversión

Me permitiré la obvia conclusión de que, siendo ambas formas válidas de ser argentino, ni lo “facúndico” ni lo “ilustrado” dan cuenta acabadamente de nuestra realidad. Ninguno de los dos términos puede ser eliminado, aunque suelen enfrentarse cada tanto violentamente como dos “países” en pugna, cada uno procurando triunfar definitivamente sobre el otro. Con la misma obviedad, señalo que lo acertado consistiría en tender un puente entre lo ilustrado y lo facúndico, entre la razón y la vida, entre las luces y el romanticismo, entre el ajuste y el reparto. El fracaso de esta operación de equilibrio entre las dos fases permanentes de nuestro compuesto nacional, nos devolvería a la intemperie del desierto originario, para la guerra de todos contra todos, otra de nuestras persistentes pesadillas. Ese puente entre ambas actitudes, como el de alguna famosa película de guerra, está aún demasiado lejano. Una posición puede, a lo sumo, disfrazarse de la otra, intentar una seudomórfosis spengleriana, pero no comprenderla. Todo ello contribuye, lamentablemente, a nuestra mentira vital, a lo que los alemanes llaman le- benslüge. Como, por ejemplo, triunfar en las elecciones con gestos facúndicos para luego aplicar el catecismo ilustrado y renegar de él discretamente y a tiempo si las encuestas se mostrasen adversas.

Saúl Taborda (1885-1944) fue, en el primer cuarto del siglo, un liberal y un reformista universitario fervoroso, a la par de su comprovinciano Deodoro Roca. El liberalismo del cordobés, en aquel tiempo, tenía casi una intransigencia de cruzado. Formado en Alemania, se deslumbra —no sin razón- con Scheler y con el ideal pedagógico de Spranger. Regresa, cambiado, para dar batalla al positivismo y al espíritu de la ilustración francesa que nos había desviado del “comunalismo facúndico” de nuestros orígenes. Hay un cierto paralelo entre el pensamiento del cordobés en ese punto y el de Angel Ganivet en “Idearium español”. Taborda critica a Sarmiento: “Se puede estar en su contra... pero no se puede estar sin él”, añade muy justamente. Critica también la ley de educación común de 1884, la 1420, que atenta, dice, contra nuestra “tesitura étnica y eterna” y procura crear un ciudadano simplemente productivo y dócil al designio del Estado. La generación del 80 se dedicó “a la extraña e inmotivada tarea de mutilar nuestra nación para arquitecturar desde arriba, desde el dogma racionalista, una nacionalidad al servicio de un Estado centralízador dueño de todos los recursos vitales”.

Como se ve, el mensaje de Taborda es fundante de la posición facúndica, aunque muchos de los seguidores actuales de ésta lo desconozcan. Su obra fundamental, “Investigaciones Pedagógicas”, fue publicada por sus discípulos después de su muerte, y es casi desconocida. El año pasado apareció una selección, muy bien compilada y prologada por Gustavo Cirigliano.

En su batalla contra el positivismo rampante, Taborda avanza la interesante idea de que la historia hace sesgos. Todos los “proyectos nacionales” tienen un ascenso y luego una caída, porque la realidad se venga, como una Némesis, de las transformaciones a que ha sido forzada. En esos “recodos neméticos”, lo que creimos triunfante para siempre muestra su faz negativa. Es el momento de proceder a una nueva empresa y no empeñarse en mantener tercamente lo que ya comienza a fracasar. Aguda observación de este grande y olvidado intelectual argentino, que todo político debiera llevar en su memoria. 



No hay comentarios:

Publicar un comentario