Por Luis María Bandieri
Los
argentinos de hoy no recordamos ya la dimensión que el desierto tuvo en las
representaciones imaginarias de la vida nacional. Nuestros compatriotas del
siglo pasado sentían física y metafísicamente el desierto metido en su
existencia colectiva. Nuestros literatos, ante la exigencia de transferir a su
universo simbólico el paisaje nacional, supieron colocar inmediatamente ríos,
mares, montañas y bosques bajo las advocaciones clásicas de rigor. Pero
tropezaron con la dificultad de la falta de modelos, en el catálogo cultural
europeo, para encajar desiertos. No había un patrón clásico satisfactorio para
el vacío del puro espacio sin tiempo, sin historia aferrable, sin dioses
tutelares, que el antiguo nombraba con una palabra fatídica: caos. Echeverría,
Ascasubi, Sarmiento, Hernández, con mayor o menor fortuna o destreza,
intentaron transmitir esa experiencia inédita. Frente al desierto, los primeros
desembarcados “prendieron unos ranchos trémulos en la costa”. El desierto
termina donde la ciudad prospera —y cuando ella muere, el desierto vuelve como
un sudario, según se ve en las ruinas babilónicas. La ciudad es el remedio para
la enfermedad del desierto. Pero una ciudad no es tan sólo recinto físico
urbano, sino también ámbito para el ejercicio de la civilización política, es
decir, polis. Nuestras polis nacieron con un mal oscuro: fueron más campamentos
que ciudades, lugares de paso y de repartija antes que implantación y
fundamento. Hubo intentos, claro de construir aere perennius. Pero la
circunstancia —el desierto— abomba y achata las nobles tentativas: “viene
uno como dormido/cuando vuelve del desierto”. Nuestra civilización consiste
en levantar construcciones precarias según planos demasiado bellos y lejanos,
fijar médanos cambiantes, resistir el vacío. Del fondo de ese desierto
primordial emergieron dos maneras, igualmente valederas, de ser argentino. Una
que lo rechaza e intenta sepultarlo definitivamente bajo cuadras y cuadras de hormigón
racional. Otra, que lo acepta y pretende amansarlo, esclarecerlo, transar con
su fuerza primaria. Dos maneras de ser argentino a partir del desierto.
Hace más de medio siglo, un profesor cordobés, de nombre Saúl Taborda, acuñó un término muy preciso para caracterizar la última de las actitudes arriba descriptas. La llamó lo “facúndico”. Lo facúndico es una determinada posición ante el país y ante la vida, que asoma plenariamente cuando se rasca el barniz civilizatorio del humus pampeano y asoma ese sótano pulsional que alguien llamó “la piel de dragón” que llevamos oculta. Expresa un sentimiento, que a veces se duplica en un resentimiento, ante todo de insatisfacción personal, social y económica de un sector argentino que se considera marginado de los bienes de la vida. Es un sentimiento (a veces resentimiento) que no tiene necesariamente que ver con la posición económica o la inserción social definidas en términos de estricta estadística. Casi siempre viene acompañado de un también intenso disconformismo cultural, que se presenta como enfrentamiento a lo intelectual in toto, considerado fatuo y sin arraigo, pero que, obviamente, tiene sus pensadores, generalmente epígonos de las tomas de posición nacionalistas y forjistas de los años 30. Si llamamos lo “ilustrado” a la actividad opuesta a lo “facúndico”, y nos Proponemos un cuadrito muy simple de las apologías y rechazos de una y otra> tendremos:
Facundico
ilustrado
Romanticismo Ilustración
sentimiento ideologia
Vida
razon
Masas
sistemas
Nación constitución
Movimientismo partidocracia
Distribución Inversión
Me
permitiré la obvia conclusión de que, siendo ambas formas válidas de ser
argentino, ni lo “facúndico” ni lo “ilustrado” dan cuenta acabadamente de
nuestra realidad. Ninguno de los dos términos puede ser eliminado, aunque
suelen enfrentarse cada tanto violentamente como dos “países” en pugna, cada
uno procurando triunfar definitivamente sobre el otro. Con la misma obviedad,
señalo que lo acertado consistiría en tender un puente entre lo ilustrado y lo
facúndico, entre la razón y la vida, entre las luces y el romanticismo, entre
el ajuste y el reparto. El fracaso de esta operación de equilibrio entre las
dos fases permanentes de nuestro compuesto nacional, nos devolvería a la
intemperie del desierto originario, para la guerra de todos contra todos, otra
de nuestras persistentes pesadillas. Ese puente entre ambas actitudes, como el
de alguna famosa película de guerra, está aún demasiado lejano. Una posición
puede, a lo sumo, disfrazarse de la otra, intentar una seudomórfosis
spengleriana, pero no comprenderla. Todo ello contribuye, lamentablemente, a
nuestra mentira vital, a lo que los alemanes llaman le- benslüge. Como, por
ejemplo, triunfar en las elecciones con gestos facúndicos para luego aplicar el
catecismo ilustrado y renegar de él discretamente y a tiempo si las encuestas
se mostrasen adversas.
Saúl
Taborda (1885-1944) fue, en el primer cuarto del siglo, un liberal y un
reformista universitario fervoroso, a la par de su comprovinciano Deodoro Roca.
El liberalismo del cordobés, en aquel tiempo, tenía casi una intransigencia de
cruzado. Formado en Alemania, se deslumbra —no sin razón- con Scheler y con el
ideal pedagógico de Spranger. Regresa, cambiado, para dar batalla al positivismo
y al espíritu de la ilustración francesa que nos había desviado del
“comunalismo facúndico” de nuestros orígenes. Hay un cierto paralelo entre el
pensamiento del cordobés en ese punto y el de Angel Ganivet en “Idearium
español”. Taborda critica a Sarmiento: “Se puede estar en su contra... pero no
se puede estar sin él”, añade muy justamente. Critica también la ley de
educación común de 1884, la 1420, que atenta, dice, contra nuestra “tesitura
étnica y eterna” y procura crear un ciudadano simplemente productivo y dócil al
designio del Estado. La generación del 80 se dedicó “a la extraña e inmotivada
tarea de mutilar nuestra nación para arquitecturar desde arriba, desde el dogma
racionalista, una nacionalidad al servicio de un Estado centralízador dueño de
todos los recursos vitales”.
Como
se ve, el mensaje de Taborda es fundante de la posición facúndica, aunque
muchos de los seguidores actuales de ésta lo desconozcan. Su obra fundamental,
“Investigaciones Pedagógicas”, fue publicada por sus discípulos después de su
muerte, y es casi desconocida. El año pasado apareció una selección, muy bien
compilada y prologada por Gustavo Cirigliano.
En
su batalla contra el positivismo rampante, Taborda avanza la interesante idea
de que la historia hace sesgos. Todos los “proyectos nacionales” tienen un
ascenso y luego una caída, porque la realidad se venga, como una Némesis, de
las transformaciones a que ha sido forzada. En esos “recodos neméticos”, lo que
creimos triunfante para siempre muestra su faz negativa. Es el momento de
proceder a una nueva empresa y no empeñarse en mantener tercamente lo que ya
comienza a fracasar. Aguda observación de este grande y olvidado intelectual
argentino, que todo político debiera llevar en su memoria.
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