En cuanto es posible fijar con precisión el nacimiento de los seres morales –dicen Rodolfo y Julio Irazusta- la oligarquía vio la luz el 7 de febrero de 1826. Ese día, las diferencias existentes desde el 25 de mayo en el viejo partido que había hecho la revolución, se definieron en una escisión irreconciliable. Una de sus fracciones se apoderó del gobierno por una conjura de asamblea, un verdadero golpe de estado. Las circunstancias injustificables en que se realiza la operación hicieron de sus autores un grupo de cómplices, en vez de correligionarios. Y esa complicidad era un mal comienzo para una tradición que estaba destinada luego a una expiación de cinco lustros, a regir el país durante más de medio siglo.’
Los elementos vitales de la
nacionalidad estaban demasiado vivos en 1826 para que la reacción no se
produjera, y al exterior huyeron aquellos rivadavianos, campeones del orden
legal, que solo demostraron serlo de la intriga, la imitación y el motín.
Atropellaron las instituciones en 1828, jugando al ejercito nacional para
defender a los mismos que, por simple ideología antimilitarista –que era la
moda después de la caída de Napoleón- habían destruido los cuadros militares en
vísperas de una guerra internacional y llegaron hasta el crimen despiadado e
inútil de Navarro, al que la historiografía liberal se apresuró a perdonar.
Lavalle no fue el hombre que aquella oligarquía necesitaba. Era preciso que, a
fuerza de pasar el cuchillo por la espalda de los gauchos, como le pedía del
Carril, hiciera ‘la unidad a los palos’, como lo proponía el siniestro Agüero;
que permitiera la entrega de las riquezas del país a Hullet y Cía. de Londres y
facilitara la amputación del territorio patrio; disminuyera la influencia de la
iglesia y creara un estado fuerte que debía colocar en manos de sus
protectores, y como Lavalle no fue hombre de tamaña empresa lo abandonaron,
exiliándose en Montevideo. No fue necesaria la llegada de Rosas para que la
vecina ciudad del Plata se viera llena de migrados políticos Argentinos. Corridos
por la propia conciencia, cuando Rosas llega Montevideo rebosa de ellos, y allí
observa la misma conducta que en Argentina. Como carecen del sentimiento de
patria y solo tienen en cuenta las ideas, lo mismo les da aplicarlas en un lado
o en otro, por lo que se entregan a la intriga para destruir un gobierno
nacional y nacionalista, apoyando a Rivera, el ‘pardejón’ hecho a la medida
pues unas veces es enemigo del Brasil y otras Barón de Tacuarembó, unas
contrario a Rosas y otras Zalamero en la tarea de procurar en el un gesto de
inteligencia que los iguale. Tarea inútil por cierto.
De las intrigas de los exiliados
de la Banda Oriental, a los que mas tarde se agregan los jóvenes de la
generación de 1837, mas ideólogos que sus antecesores los rivadavianos, surgen
dos bloqueos extranjeros a los puertos argentinos, sin que aquellos emigrados,
que practican según Vicente López y Planes la política de prosperidad ante que
patriotismo, sientan herida una sola fibra ante la prepotencia con que Francia
e Inglaterra parecen dispuestas a humillar a argentina. La voz inmaculada de
San Martín señala la traición, pero las Ideas no le permiten ver los hechos y
apoyan al enemigo y hasta aceptan su oro para cambiar el gobierno argentino, lo
que no es conveniente para que se proclamen los mejores argentinos; y que lo
son se enseña en las escuela por que así lo quisieron, después de Caseros, los
que habrían de continuar tras las huellas rivadavianas. Para lo cual se
falsifica la historia para lograr que el argentino de hoy haya olvidado el
aislamiento de 1821, la sesión del alto Perú en 1825, la sustitución de la
guerra extranjera por la civil en 1826, la pérdida de la banda oriental en
1828, el ataque Francés de 1828, el anglo-francés de 1849 y la derrota de Rosas
por fuerzas Uruguayas y Brasileras, sin dejar de lado la internacionalización
de los ríos y la pérdida del glorioso territorio de las misiones del Uruguay.
Rosas cae como consecuencia de
una conjura internacional. En Caseros los argentinos solo luchan en las filas
de los derrotados. Al frente de tropas internacionales esta Urquiza. Ha surgido
en el un afán constitucionalista que no condice ni con sus antecedentes ni con
la manera como gobierna su feudo entrerriano, pero que parece sincera. Con el
llega, entre otros, Mitre, soldado sin mayor relieve, que ha servido a Oribe
hasta su caída y seguido luego a Rivera, en el Uruguay, retirándose mas tarde a
Bolivia y Chile, donde como periodista, ha destacado una personalidad. Alienta
ambiciones respecto al futuro del país, pero nada tiene que ver ni con los
rivadavianos ni con los antirosistas de 1837. No tiene ningún motivo de agravio
hacia Rosas, pero posee ambiciones. Ni Urquiza ni Mitre tienen plena conciencia
de lo que quieren, de forma que, como saldo de sus compromisos, el país pierde
definitivamente la provincia del Paraguay y las regiones misioneras regadas con
sangre de santos y hasta la isla Martín García sufre el oprobio de llegar a ser
neutralizada, perdiendo el país la soberanía sobres sus grandes ríos navegables.
Y, como si fuera poco, a la primera complicación internacional, apoyados en la
estúpida soberbia de Solano López y en la presión deslumbrante de la Corte
imperial de Rió Janeiro, Argentina entra en una guerra injusta contra sus
hermanos en la sangre y en la historia. Ni Urquiza ni Mitre odian a Rosas.
Mitre es liberal, pero su temperamento frío le veda caer en pasiones
subalternas. Desgraciadamente, tiene que actuar con quienes no ven las cosas
como él, y cede muchas veces, pero hay siempre un sentido nacionalista en su
actuación que desespera a Sarmiento, para quien todo lo autóctono es
destruible. El sentido histórico, evidente en Mitre, le hace comprender que si
se quiere forjar la nación no hay que prescindir de todo el pasado ni admitir
todo lo foráneo como bueno. Impone el liberalismo por la fuerza porque esta
convencido de su bondad, pero coloca todavía ciertos factores espirituales por
encima de los materiales. Es así que, aprovechando su estada en el frente de
guerra paraguayo en combinación con camarillas y con el apoyo del ejercito, la
oligarquía eleva a la presidencia, para sucederle, a Sarmiento, cuyo ideal
consiste en dar vuelta al país, cambiarle las ideas y los hombres, la moral y
la religión, hasta hacer de él la mas perfecta imitación de los Estados Unidos.
La gestación de este drama, desde
1826 a 1868, interrumpido por los cinco lustros del gobierno de Rosas, es obra
de una oligarquía insignificante, pero habilísima y políticamente
inescrupulosa. No porque no lo sean sus penates, sino porque se han forjado una
doctrina del progreso en virtud de la cual quien no esta con ellos esta contra
ellos. Convencidos de que representan la civilización, cuanto les es extraño es
bárbaro. Por eso no se detienen ni ante el crimen. Dorrego, Benavides, Heredia,
Peñaloza, Lucero, marcan etapas en la labor de "liberalizar" al país,
o sea, someterlo a los intereses de Buenos Aires, para lo cual se amparan en
grandes principios. Nutridos de ideas abstractas –Razón, Ciencia, Progreso,
Educación, Civilización, Humanidad- a las que dan vitalidad, convirtiéndolas en
mitos, cuyo real contenido nadie investiga, manifiestan una fe sin limites en
el poder de la razón, pero cree que se manifiesta exclusivamente en cada uno de
ellos cuando escriben sobre cuestiones sociales o políticas. Poseen una noción
puramente intelectual del progreso social. La moral es considerada como un
elemento estático con poca o ninguna influencia en el progreso humano, al que
solo comprenden y valoran a través de los hechos materiales: más ferrocarriles,
más máquinas, más cantidad de escuelas, etc. No debe extrañar, por
consiguiente, que estimaran, en un país católico, que la religión era un
elemento retrogrado, porque así lo habían leído en algunos libros extranjeros.
Educados en momentos de agitación
del país, y en una época de profunda dispersión ideológica, carecen de cultura
filosófica, lo que disimulan embanderándose en las corrientes racionalistas,
que alivianan, por cierto, la difícil tarea de pensar. Más pese a su
progresismo son conservadores, no en el sentido noble del término, sino en
cuanto a la convicción de que constituyen la clase que debe gobernar dentro de
normas que se destacan por un casi religioso respeto por la riqueza. Tienen la
convicción de que puede descubrirse una forma natural de gobierno que
corresponda en la esfera social a las grandes leyes de Newton en la física,
pero, por singular coincidencia, esa forma natural se acomoda a sus ideas de la
sociedad y de la economía. El hombre debe ser libre para hacer y comentar sus
negocios, no para comentar los públicos. Creen estar al día, y en realidad,
viven ideas extrañas con singular atraso. El concepto que tienen de la
sociedad, del hombre y del estado, pertenece al siglo anterior. Creen, como el
deán Tucker que ‘Los estatutos para regular los salarios y el precio del
trabajo son otro absurdo y un daño muy grande para el comercio. Absurdo y
descabellado debe parecer seguramente en que una tercera persona intente fijar
el precio entre comprador y vendedor sin su mutuo consentimiento’. Estos
conceptos, escritos en 1757, son divulgados por Alberdi, un siglo mas tarde,
como la ‘ultima’ expresión de la ciencia económica, de manera que cuando Europa
comienza a registrar intervenciones del Estado en la regulación de la economía,
los triunfadores de Caseros imponen al país una libertad basada en la ciencia
de que el comerciante es una especie de benefactor publico, que cuando menos se
lo constriña en la persecución de su riqueza, tanto mayor será el beneficio que
podrá hacer a sus semejantes.
Cada uno trata de hacer del
Estado el intérprete de una ley natural que puede ser deformada, pero no
mejorada, para lo cual procura liberar al propietario y facilitar la labor del
comerciante. Ninguno cree que hace el juego a una teoría económica y a los intereses
de una clase particular, porque carecen, como hemos dicho, de cultura
filosófica; hecho común a todo el movimiento liberal que, con retraso, encarnan
en Argentina. El país había logrado saltar el siglo XVIII, pero los
triunfadores de Caseros lo obligan a vivirlo apresuradamente para que, sus
sucesores, después del presidente Avellaneda, lo pongan al día.
No repudian a Rosas porque ha
ejercido el gobierno con la ‘suma del poder público’, pues lo detentó Lavalle y
Paz. ¿No es, acaso, proceder con la suma del poder lo que hace Mitre después de
Pavón con los procónsules uruguayos que envía a las provincias para someterlas,
a fin de que le entreguen – como lo hicieron con Rosas – la dirección de las
relaciones exteriores y, mas tarde, los electores para ser electo Presidente de
la Nación? Lo que repudian es que Rosas haya empleado ese supremo poder contra
las clases pudientes, restaurando los valores tradicionales, protegiendo la
producción nacional, no dejando que los maestros ‘lancasterianos’difundieran el
protestantismo entre los educandos argentinos; lo que repudian es que Rosas
haya resistido las ‘luces’ de Europa que a ellos los ha encandilado. Son, sin
embargo, heroicos, porque son sinceros. Están, simplemente, equivocados. Son el
fruto directo de la relajación en la que cayó la enseñanza pública en el país
después de 1806, agravado por la dispersión intelectual y doctrinaria de un
siglo en que hubo de todo, y todo, sin filtrar, llegó a nuestras playas a
deformar mentes, como en el caso de Alberdi, bien dotado, que en pocos años
pasa del ideologismo al historismo, de este al socialismo y luego ¡nada menos!
que a Adam Smith. Semejante esquema intelectual, con evolución al revés,
inclusive, no podía darnos sino un hombre contradictorio en su manera de pensar
y actuar. Son, además, puros. Ninguno procura enriquecerse con la situación que
alcanza después de Caseros. Eso quedara para mas tarde; para los herederos
lógicos de sus ideologías a pesar de todo, constituyen todavía un magnífico
patriciado.
Repudian lo propio pero todos
lucen virtudes cardinales de la raza. Se creen idealistas, y lo son, pero de un
ideal materialista, aunque le imprima cierta emoción estética, una corriente
romántica que hay en todos ellos; pero, cuando la influencia del idealismo
romántico, que había dominado el pensamiento europeo durante la primera mitad
del siglo, entra en decadencia y la corriente se inclina hacia el puro
pragmatismo, como saldo de los sorprendentes desarrollos de la técnica
industrial, las cosas cambian. Ya entonces la oligarquía hace gala de su
desapego a la religión y sus penates entran a formar en las filas del
positivismo. La austeridad de vida de Mitre o Sarmiento no será entendido por
los hombres de 1890, pero llegado ese momento ya no habrá una política
internacional propia; ya no habrá posibilidad de que el argentino desarrolle un
estilo propio de vida; el imperativo será la riqueza, el plagio, la imitación,
o sea, el desprecio de lo propio y, en la misma proporción, un crecimiento de
los poderes del Estado. Puestos en esta región se tratará de gobernar sin
pueblo y sin Dios.
* Tomado del capitulo XI de la
obra "Historia de las ideas politicas en Argentina
Blog del Centro Nacionalista de Santiago del Estero
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