EL BANCO INGLES Y LA CAÑONERA
EL BANCO DE LONDRES Y RIO DE LA PLATA
En 1862 el Banker’s Magazine anunció la formación del London,
Buenos Aires & River Plate Bank (Limited), con capitales provenientes de
comerciantes londinenses. La sociedad se radicó en nuestro país con el nombre
de “Banco de Londres y Río de la Plata”; fue
el primer Banco extranjero fundado en el país e instaló su sede en la calle
Piedad (hoy Bartolomé Mitre), de Buenos Aires, abriendo luego sucursales en
Montevideo, Rosario y Córdoba. El director residente del Banco fue el doctor Norberto de la Riestra, economista
y político que emigró a Londres durante el gobierno de Rosas, regresando tras
el derrocamiento de éste como representante de los banqueros Nichelson-Green;
era un influyente político (habría de ser ministro de Hacienda durante la
presidencia de Avellaneda) que, poco antes de ser designado por el Banco de
Londres, había abandonado el Ministerio de Hacienda de la provincia de Buenos
Aires. Anota Ortiz en su “Historia Económica de la Argentina” que el Banco
inició sus operaciones con un capital de casi 300 mil libras.
En 1867 el Banco instaló su sucursal Rosario; fue la primera
casa bancaria de Santa Fe, ubicada en uno de los centros más importantes dentro
de la estrategia espacial de los capitales británicos, por ser Rosario puerto y
estación terminal (Ferrocarril Central Argentino); gozaba del privilegio de
emitir billetes, acordado ya por la Legislatura de Santa Fe el 22 de noviembre
de 1865, y servía de agente a la política comercial inglesa en esa importante
zona agropecuaria.
La formación del Banco de Londres y Río de la Plata no era
un episodio aislado, sino que respondía a una política evidenciada en la
actitud de los capitales ingleses durante los años que sucedieron a 1860. El
imperio de la Constitución Nacional y el afianzamiento del gobierno federal
dieron por ese entonces las garantías al comercio inglés, que habían consagrado
las cláusulas del Tratado anglo-argentino de 1825, pero que habían permanecido
casi en suspenso por el recelo que entre los inversores causaba la situación de
anarquía interna vivida por el país, o por las particulares características de
la política de Rosas. Comenzaba así a hacerse sentir en toda su magnitud la
“potencia expansiva” de los intereses, a la que Díaz Cisneros considera actitud
típica del concepto moderno de imperialismo: “Mantener el dominio de los medios de producción, el control de los
mecanismos creados para absorber la energía económica, concentrarla en manos de
grupos dirigentes y aplicarla a su propia reproducción financiera”; en su
apreciación, “el imperialismo es la dominación económica que origina la
dominación política, es el vasallaje económico y político”. Es —en simples
palabras— la actitud que desde otro punto de vista habrían de definir los
hermanos Irazusta: “Para los ingleses,
lo primero es que se reconozca su rango imperial, que se les rinda el homenaje
debido a su grandeza y, si es posible, sumisa pleitesía”.
EL BANCO PROVINCIAL DE SANTA FE: Pocos lustros después, en el último cuarto
del siglo XIX, los intereses económicos nacionales habían adquirido ya
fisonomía propia, creando cierta tensión con las empresas extranjeras. La producción de lanas y cueros era
excelente, y comenzaba a incrementarse la producción agrícola. Gran Bretaña no
podía absorber ya totalmente los productos argentinos, en constante aumento, y
mermaban las importaciones de manufacturas británicas. Las empresas
ferroviarias y Bancos extranjeros ocuparon el banquillo de los acusados ante la
prensa no interesada, ante el Congreso de la Nación y, en definitiva, ante la
opinión pública. Los ferrocarriles
embolsaban ganancias originadas en las cláusulas de garantía y los Bancos
servían a la política de las empresas foráneas, sin prestar apoyo crediticio en
la medida requerida por los nacionales.
Sabido es que los grupos económicos y las élites políticas
argentinas, asimilaban más la idea de “poder” a la posesión de tierras que al
poderío financiero, ejercido por la banca británica. Con excepción del Banco de
la Provincia de Buenos Aires, no había instituciones importantes argentinas.
Esto motivaba un desamparo de las empresas de origen nativo, que en la
provincia de Santa Fe el gobierno local pretendió subsanar mediante la creación
del “Banco Provincial de Santa Fe” (1874), cuyo principal accionista era el
propio Estado. La provincia mostraba al
país un novedoso impulso a la colonización agraria; en 1870 tenía 36 colonias
que orientaban al país en la explotación del trigo, maíz y lino, y eran de
fundamental importancia en el proceso emprendido hacia una producción agrícola
exportadora. La necesidad de una política crediticia que ayudara el proceso
era, pues, evidente. Respecto del
cultivo de cereales y lino en el Litoral, Sommi ha señalado que la región tuvo
dos caminos para su desarrollo agrario. En la zona de Santa Fe se destacó el de
la colonización, basada en el colono propietario de la tierra que trabajaba;
contrariamente a la zona bonaerense, estructurada en base al latifundio. Esto
indica también una contraposición entre los intereses santafesinos y los de la
oligarquía porteña, vinculada al capital inglés. Por otra parte, si bien la
producción de cereales y lino estaba destinada a abastecer el mercado del Reino
Unido principalmente, la conversión de una Argentina importadora en
exportadora, a la vez que producía una baja de precios en el mercado británico,
hería intereses creados vinculados a nuestro comercio de importación agrícola. Pese a que el Banco de Londres y Río de la
Plata era también accionista del Banco Provincial, no tardaron en chocar ambas
instituciones financieras, representativas de intereses tan diametralmente
opuestos. La sucursal Rosario del Banco
de Londres (al que se denominaba “Banco inglés”) se propuso asfixiar al Banco
Provincial, presentándole al cobro en 1875 una gran cantidad de papeles. El
propio encargado de negocios inglés en Buenos Aires habría de reprochar tiempo
después al presidente del Directorio del Banco inglés, que “en más de una
ocasión había abandonado sus prácticas ordinarias y reunido gran cantidad de
billetes provinciales, con el fin de presentarlos simultáneamente al cobro, sin
previo aviso, al establecimiento nativo y rival que, según se sabía, se hallaba
en dificultades”. La respuesta del
Banco Provincial no se hizo esperar. El 2 de junio de 1875 el gobernador de
Santa Fe, Servando Bayo, asumiendo su defensa, logró sancionar una ley de suspensión del privilegio del Banco inglés,
relativo a la emisión de billetes, quedando reservado el mismo únicamente
al Banco Provincial. Bayo no era un
enemigo fácil para el Banco de Londres. Gobernador progresista, además de crear
el Banco Provincial, promulgó la ley de colonización, creó más de 60 escuelas y
realizó innumerables obras en Santa Fe. Había sido capitán del Ejército
derrotado en Cepeda, y era un hombre querido y de carácter férreo, cuyo
prestigio se acrecentó por los auxilios prestados durante su gobierno al
sofocamiento de la revolución mitrista de 1874. Su personalidad está definida en la contestación dada al presidente
Avellaneda, cuando éste le observó que Santa Fe era la provincia que en ese
episodio había cooperado más con el gobierno nacional y la que menos gastos reclamaba: “Señor presidente —-contestó—, la cosa
es muy sencilla: ni he robado ni he dejado robar a nadie”. El
Banco de Londres no encontró mucho auspicio en su reacción contra el gobierno
santafesino. Intentó promover la solución diplomática del asunto, con el apoyo
del gobierno inglés, y la judicial iniciando litigio contra la provincia, por
entender que la medida violaba los derechos de su cédula. Momentáneamente el
eco de sus reclamos fue muy pobre, pues la propia embajada británica en Buenos
Aires entendió que no podía esperarse “ninguna intervención por parte del
gobierno de Su Majestad”; y la Corte Suprema de la Nación falló en febrero de
1876, no haciendo lugar a la demanda interpuesta, con costas. El alto tribunal
estaba integrado por los doctores Salvador M. del Carril, José Barros Pazos, J.
B. Gorostiaga y J. Domínguez. El
dictamen del Procurador General, doctor Carlos Tejedor (cuyos fundamentos
fueron admitidos por la Corte), entendía que era pertinente el rechazo de la
demanda, por cuanto “las sociedades anónimas, sea como casa principal, o como
sucursales, tienen su domicilio en las provincias de soberanía propia, donde se
hallan establecidas, y si por esta circunstancia, la de Rosario carecería de
fuero nacional, tiene que carecer también la que pretende avocarse el domicilio
y representación de aquella". Sostuvo, por otra parte, que “la emisión
de billetes con curso forzoso en las oficinas públicas, no es un simple hecho
industrial o de comercio libre”, y “no siéndolo la ley de Santa Fe de 22 de
Junio, ningún artículo de la Constitución Nacional ha violado” (“Fallos”, t8,
2* serie, páginas 156 a 160).
PROCESO DEL CONFLICTO:
A principios de 1876 el panorama financiero no era alentador en nuestro
país, al punto que el Banker’s Magazine informaba que el Banco Mercantil del
Río de la Plata (formado por capitales franceses y británicos) estaba al borde
de la liquidación, y aun el Banco de Londres pasaba dificultades, reduciendo
sus dividendos. El año anterior había terminado con quiebras que superaron 10
millones de libras en el último trimestre, consecuencia de la depresión
económica. Con un capital muchas veces inferior al de los Bancos mencionados,
el Banco de Santa Fe debía sumar a las dificultades propias de la plaza, la
competencia de la sucursal Rosario del Banco de Londres, cuya solidez y
disposición para efectuar operaciones en oro estaban lanzadas, a pesar del
momento económico, hacia el monopolio de los negocios crediticios de Santa Fe y
la destrucción del Banco Provincial. El gobernador de Santa Fe contestó las hostilidades
del Banco de Londres el 19 de mayo de 1876, con medidas valientes y drásticas:
decretó la liquidación de la sucursal Rosario, considerándola ruinosa para los
intereses públicos, y ordenó una acción criminal. Con asistencia de la fuerza
pública fueron cerradas sus puertas, sellados sus libros, arrestado su gerente,
y se ordenó un embargo, exigiéndosele depositar 50.600 pesos oro en el Banco
Provincial, en garantía del papel moneda cuya conversión la provincia había
dispuesto, sin que el Banco inglés hubiera cumplido. El Banco de Londres movió sus
influencias en el comercio rosarino, organizando una reunión “espontánea” en el
teatro Olimpo, para solicitar al gobierno de Santa Fe la derogación del decreto
de liquidación. Se nombró una comisión para acordar una entrevista entre el
ministro de Finanzas de la provincia, el directorio del Banco Provincial y el
gerente del Banco de Londres, donde el ministro propuso que éste proporcionara
soluciones, acordando un préstamo al Banco Provincial para que pudiera superar
la difícil situación financiera que vivía. Finalmente esa propuesta no tuvo
eco, y los apremios de la entidad santafesina serían solucionados con un
préstamo del gobierno nacional.
LA CAÑONERA "BEACON”: El arma más poderosa del Banco de
Londres era la gestión diplomática, que intento nuevamente por vía del
encargado de negocios británico en Buenos Aires, St. John, y del Ministerio de
Relaciones Exteriores de Alemania, dado que el gerente de la sucursal Rosario,
Mr. Maschwitz, era de esa nacionalidad. St.
John recurrió a una vía que puede considerarse insólita dentro de la dúctil
habilidad diplomática inglesa: pidió al comandante de la cañonera británica "Beacon”, capitán Dunlop, que estaba en
Montevideo, que remontara el río Paraná con destino a Rosario. Paralelamente
acordó una audiencia con el ministro de Relaciones Exteriores, doctor Bernardo
de Irigoyen, a la que acudió en compañía del doctor Manuel Quintana, consejero
legal del Banco de Londres. El doctor
Quintana —que habría de ser presidente de la Nación— era un eminente
jurisconsulto, catedrático que había ocupado el decanato de la Facultad de
Derecho y el rectorado de la Universidad, pero en la entrevista de marras le
tocó esgrimir el no muy Jurídico argumento de la cañonera. "Entonces el doctor Irigoyen —relataría
luego St. John— se volvió hacia mí y dijo que lamentaba que yo hubiera dado
semejante paso, pues éste haría más difícil un arreglo con las autoridades
provinciales”. “En seguida —agregó St. John— expliqué a Su
Excelencia que el paso que yo había dado no representaba una amenaza, sino que
era una sencilla medida de precaución, que yo había tomado en vista de la
representación que me había confiado el Banco de Londres y Río de la Plata al
enterarse de las irregularidades ocurridas, y que me parecía conveniente
ofrecer de esa manera un lugar seguro a una gran cantidad de bienes
británicos”. A la reclamación
realizada por el gobierno de Su Majestad británica, el ministro de
Relaciones Exteriores contestó con Una firme posición jurídica en notas del 23
de junio y 21 de agosto de 1876, negando para el Banco de Londres y Río de la
Plata derecho alguno a la protección diplomática británica: "El Banco de
Londres es una sociedad anónima que sólo existe con fines determinados. Las
personas jurídicas deben su existencia a la ley del país que las autoriza y,
por consiguiente, no hay en ellas nacionales ni extranjeros; no hay individuos
de existencia natural con derecho a protección diplomática. No son las personas
que se unen; son simplemente los capitales bajo formas económicas, y según el
sentido mismo de la palabra no tienen nombre, nacionalidad, ni responsabilidad
individual involucrada. El hecho de que las acciones hayan sido suscriptas por
individuos de una nacionalidad es eventual, y no puede desnaturalizar la
esencia de la sociedad. Esas acciones se transfieren, y las que hoy están en
poder de los ingleses, pueden pasar fácilmente a manos de ciudadanos de otra
nación”.
El ministro Bernardo de Irigoyen era uno de los abogados más
prestigiosos de Buenos Aires y un funcionario ponderado y prudente. Su
personalidad le permitió ser canciller de los gobiernos de Avellaneda y Roca,
desempeñar las carteras de Interior y Hacienda, otros importantes cargos y ser
una figura “presidenciable” durante largo período. Las argumentaciones
Jurídicas expuestas en este caso dieron origen a una posición sostenida casi
unánimemente por los juristas argentinos: Zeballos, Margarita Argúas, Lazcano,
Saavedra Lamas (como delegado argentino a la conferencia de jurisconsultos de
Río de Janeiro, 1927), Romero del Prado, Ennis, y otros más han defendido su
tesis. En 1888, representando a la Argentina —juntamente con el doctor Roque
Sáenz Peña— en el Congreso Interamericano de Derecho Internacional Privado
reunido en Montevideo, al sostener el principio del domicilio, el propio doctor
Manuel Quintana habría de admitir esa posición.
Estanislao Zeballos, al comentar el “Manual de Derecho Internacional
Privado” de André Weiss, decía en su glosa que dentro de los sistemas iusprivatistas
que -como el nuestro-adoptan el sistema del domicilio (lex domicilii), “no es admitida la división de las
sociedades comerciales en nacionales y extranjeras. No admiten dichas
legislaciones que las sociedades comerciales tengan nacionalidad. Su radicación
en una soberanía dada que determina la jurisdicción y la ley a que están
sometidas, depende de su domicilio general o especial. Por eso, en nuestro
Derecho solamente hablamos de sociedades comerciales locales o constituidas en
pais extranjero. El sistema de Derecho Internacional Privado sostenido por la
Escuela Argentina elimina de sus soluciones todo elemento político, para
buscarlas en el terreno exclusivamente científico”.
La posición doctrinal argentina habría de ser adoptada
finalmente por el Tratado de Montevideo sobre Derecho Civil y Comercial,
entendiéndose que atribuir nacionalidad a las sociedades implicaría —según el
criterio del delegado peruano, doctor Bustamante y Rivero— “el peligro de someter a las leyes de los países en que medra el gran
capitalismo los actos de las entidades o compañías que, teniendo en ellos una
sede directiva simplemente formal o estática, desenvuelven en realidad sus
actividades en el medio social, cultural o económico de otro u otros países
menos evolucionados. Si en el orden civil —agregaba— este criterio entraña
riesgos, pues anula la posibilidad de que cada Estado supervigile por sí las
orientaciones y los actos que dentro de su territorio desenvuelven, en materia
de fundaciones, de instrucción, de beneficencia o de agricultura, las entidades
o asociaciones cuya sede directiva radica en el extranjero, en el orden
comercial su peligrosidad es mayor aún, pues abre la puerta a la penetración
económica incontrolada de los grandes países manufactureros y del capitalismo
imperialista, en los países pequeños productores de materias primas y
consumidores de manufactura importada”.
En rigor de verdad, el Derecho Internacional Privado -aun
cuando respete principios fundamentales de Derecho natural, como entidades
permanentes— evoluciona paralelamente a los cambios políticos, económicos y
técnicos evidenciados en los pueblos; los principios particulares que puedan
discutir las naciones son meras adecuaciones, condicionadas a su interés, de
aquellos principios del Derecho natural y —como tales— son circunstanciales y
mutables. Asi como las doctrinas del ius sanguini y del ius soli dirimen la
nacionalidad de los individuos de conformidad al interés nacional de los países
que las sustentan, también en el campo del Derecho Internacional Privado se
observa que el advenimiento de naciones unificadas en la Europa continental
produjo el nacimiento del “sistema de la nacionalidad”, como superación del
“sistema territorial”, que en esos países tuvo vigencia durante la era feudal.
Procesos similares se han ido produciendo en nuestra patria. En 1825 aún no habíamos resuelto varios
problemas que demandarían todavía el holocausto de muchas vidas, y sin embargo
todo nuestro Derecho público y privado comenzaba ya a estructurarse en torno a
los compromisos contraídos en el Tratado de Amistad, Comercio y Navegación
suscripto con Inglaterra, porque nuestros gobiernos habían puesto sus
esperanzas en que el “progreso nacional” dependía de la venta de nuestros
productos ganaderos al Imperio' británico y de las inversiones inglesas en
nuestro suelo. La adopción de la
lex domicilii, por oposición al sistema de la nacionalidad, demostró cómo —no
obstante— nuestro país trataría de salvar los efectos del cosmopolitismo
resultante del aluvión humano e inversor europeo, buscando aplicar la ley
territorial a los inmigrantes que venían a trabajar nuestro suelo y a las
entidades jurídicas que darían personería al capital. El mismo Vélez Sársfield
apuntó en la nota al artículo 10 del Código Civil la esencia territorialista de
nuestro sistema, citando a Savigny, al agrupar a la ley del lugar (lex rei
sitae) y del domicilio (lex domicilii) dentro de un mismo y único principio: el
de la “sumisión voluntaria". Se trataba de una política legislativa coherente,
porque este sistema en el ámbito del Derecho privado, íntimamente relacionado
con el del ius soli para discernir la ciudadanía —impuesto por nuestros
constituyentes— conformaron el esqueleto
jurídico sobre el que habría de tomar cuerpo nuestra nacionalidad. El incidente diplomático anglo-argentino
de 1876, evidenció en el campo institucional que, aun respetando las
vinculaciones con Inglaterra, nuestros gobernantes iban advirtiendo un cambio y
asimilando una mutación doctrinaria en un país que había adquirido ya su
personalidad política, su individualidad económica y su formación jurídica; porque si Argentina hubiera aceptado el criterio de atribuir nacionalidad
a las personas jurídicas, habría dejado al descubierto los intereses nacionales
frente a las compañías formadas con fondos de origen inglés.
Jurídicamente, la posición argentina se mantuvo firme
durante el conflicto, pero los argumentos no sirvieron para alejar del puerto
rosarino a la cañonera Beacon, cuya presencia alentaba el gerente del Banco de
Londres, “en vista del efecto que un barco de guerra ejerce en esta gente”. Más
bien, desde el punto de vista británico, el planteo jurídico fue considerado
displicentemente como una “abstrusa especulación legal”. Los autores ingleses que han analizado el
episodio no se han puesto de acuerdo en las causas que llevarían al arreglo de
la enojosa cuestión. Baster (The International Banks, Londres, 1935) entendió
que la presencia de la cañonera y el “severo lenguaje” del representante de Su Majestad
en Buenos Aires, fueron las “razones” que llevarían a la solución. En cambio Ferns (Britain and Argentine in
the FAneteenth Century, Oxford, 1960), que estudió minuciosamente los hechos,
se inclinó a valorar “la acción de las fuerzas políticas argentinas que
buscaban un arreglo razonable”. Tal vez ambas cosas tuvieron influencia,
pero los mencionados autores omitieron considerar la importancia de uno de los
principales instrumentos de la política británica. Obsérvese que Ferns (cuya
obra es completa en lo que hace al estudio de documentación del Foreing Office,
del Almirantazgo, del War Office, del Board oí Trade y del Companies
Registration Office) no menciona a lo largo de su libro, en ninguna ocasión, la
trayectoria de las Logias masónicas, que tanta influencia tuvieron en nuestra
historia durante los períodos en que más se hizo sentir la política inglesa. La etapa de efectiva conciliación
comenzó en julio de 1876, con la llegada a Buenos Aires de Mr. George Drabble,
presidente del Directorio del Banco de Londres y Río de la Plata. Era el
nombrado uno de los más eficientes hombres de las finanzas británicas, con
intereses personales en Rosario y sus zonas de influencia. Llegó a nuestro país
con su hermano Alfred, para dedicarse a negocios de importación de manufacturas
de algodón hacia 1848; a ese comercio estaba ligada su familia, que era de
negociantes de Liverpool y Manchester. Poco después se incorporó a la
masonería, en la Logia distritual inglesa de Buenos Aires. En 1850 había
comprado Drabble una estancia y posteriormente acciones del Ferrocarril Central
Argentino y Ferrocarril Sur. Fue director en 1853 del Banco y Casa de Moneda.
Cuando en 1867 regresó a su país, era ya poderoso y conservaba inmensos
intereses aquí. En 1870 proyectó e instaló la Compañía de Tranvías de la Ciudad
de Buenos Aires. En 1880 habría de fundar The River Píate Fresh Meat Company
Ltd., dedicada a la carne de carnero congelada, con frigoríficos en Campana y
Colonia; luego (1882) reorganizaría la Compañía del Ferrocarril Campana
(llamado después Buenos Aires-Rosario), ocuparía cargos directivos en varias
compañías ferroviarias, etcétera. Las aspiraciones de Drabble posiblemente eran
menos rigurosas que las de otros funcionarios del Banco de Londres, pues dado
el carácter de sus negocios y su vinculación al área económica de Rosario,
había superado la mezquina competencia entre el Banco de Londres y el Banco
Provincial en la disputa de la plaza, pretendiendo —en realidad— que su Banco
prosiguiera desarrollando operaciones en Santa Fe, renunciando a otras
aspiraciones que para él eran secundarias. Dado el estado de cosas y la tensión
existente, no era fácil su empresa; pero, buen diplomático de los grandes
negocios, Drabble no podía dejar de ser amigo personal del ministro Irigoyen.
Su estrategia incluyó una visita a Rosario del gerente del Banco de Londres en
Montevideo, que era a su vez amigo personal del gobernador santafesino. Ferns relata así la culminación de las
exitosas negociaciones: “En una velada,
el encargado de negocios vio al presidente de la República, doctor Avellaneda,
y al presidente de la Cámara de Diputados. Les hizo saber que el Banco inglés,
en el caso de que se permitiera funcionar en Rosario, aceptaría los billetes
del Banco Provincial y que ello aumentaría el valor de éstos. El presidente
asintió y volviéndose hacia el congresal, dijo: «Realmente, tenemos que
arreglar este asunto». Se revocó el
decreto de liquidación. Durante algunos meses el Banco de Londres y Río de la
Plata mantuvo una posición de dignidad y afirmó que era menester no sólo una
revocación, sino además una confirmación de la cédula de privilegios del Banco.
Pero al fin se reabrió la sucursal en Rosario, el barco de Su Majestad, Beacon,
se retiró...”, y las aspiraciones de Drabble se cumplieron.
PAPEL DE LA MASONERIA:
En ésta, como en otras circunstancias de la historia, nacional, no puede
omitirse consignar el papel de las Logias masónicas, cuya importancia ha sido
analizada por Pérez Aznar al considerar las fuerzas políticas actuantes en
nuestro país hasta 1890 (“Revista de Historia”, N 1, año 1957), afirmando que
“constituyó en nuestro país una fuerza predominantemente política”. La organización de la “masonería especulativa
moderna” data del siglo XVIII; es considerada Logia-Madre la “Gran Logia de
Inglaterra”, fundada en 1717, cuya dirección asumiría la realeza británica en
1782, con la Gran Maestría de S. A. Real Enrique Federico, duque de Cumberland,
al que sucedió en 1790 el principe de Gales, quien —a su vez— ascendió al trono
en 1810, con el nombre de Jorge IV. A partir de aquel entonces, la masonería
asumió un importante rol en la política, la difusión de las ideas, la
diplomacia y el comercio británico; en breve fueron superadas las disidencias
entre las Logias, acordándose en 1813 la formación de la actual “Gran Logia
Unida de Inglaterra”. En nuestro país, a la formación de las primeras Logias
sucedió en 1857 la “Gran Logia de la Argentina” y la institución de la Gran
Logia distritual inglesa, que estableció las relaciones entre la Gran Logia
Unida de Inglaterra y la de Argentina. A consecuencia del Congreso Parcial de
Supremos Consejos Masónicos (Lausana, 1875), quedó establecido en nuestro país
el agrupamiento en la siguiente forma: dos Supremos Consejos, una Gran Logia,
Logias inglesa, francesa, alemana e italiana, y una Confederación Masónica. Al
producirse los acontecimientos consignados en este artículo, era Gran Maestre
de la Logia inglesa el príncipe Eduardo (nombrado en 1874), quien habría de
ascender al trono en 1901; durante su gestión la masonería alcanzó importancia
en el nuevo y viejo mundo, fundándose cerca de 1.300 Logias. En la Argentina,
según Lappas, hacia 1859 la Gran Logia contaba ya con 15 Logias que agrupaban
casi 900 miembros, caracterizadas personalidades de la política, las ciencias,
las fuerzas armadas, el comercio y las artes en nuestro país. Pero en 1876 la
masonería argentina estaba anarquizada en tres fracciones, encabezadas por los
Grandes Maestres Urien, Cazón y Albarellos, por lo que la masonería inglesa
destacó —para dirimir los conflictos— a su Gran Maestre Mr. Richard Briscoe
Masefield, quien ejercía su función en los momentos del acontecimiento aquí
relatado. El poderío político de la
masonería se advierte en el párrafo del significativo discurso pronunciado por Mitre en 1868: “Los otros cuatro presidentes, Hermanos, se han
encontrado una vez juntos y arrodillados al pie de estos altares; el general
Urqulza, que acababa de serlo; el doctor Derqui, que lo era entonces; yo, que
debía ser honrado más tarde con el voto de mis conciudadanos, y el Hermano
Sarmiento, que va a dirigir bien pronto los destinos de la Nación”.
En realidad, los Estatutos de la Gran Logia Argentina la definen como
institución “esencialmente filantrópica, filosófica y progresista”, cuyo
“carácter pacífico” le “prohíbe ocuparse de asuntos políticos o religiosos,
recomendando a sus miembros el respeto a las leyes del país y a la fe religiosa
y opiniones políticas de cada uno de ellos, mientras tengan por base la moral”.
Debió haber sido importante la influencia ejercida por Mr.
Richard Briscoe Masefield y sus compatriotas, integrantes de la Logia
distritual inglesa, en la solución buscada en esos momentos por el Hermano
Drabble para el Banco de Londres y Río de la Plata, junto a los gerentes y
directores de la sociedad (que en su mayoría eran también masones), el
encargado de negocios de Su Magestad, St. John, el consejero legal del Banco,
doctor Manuel Quintana —que desde 1873 era “iniciado”—.
El episodio culminó
como las novelas, especialmente porque la “amistad” anglo-argentina superó las
discrepancias y continuó por muchos años. Los personajes no tuvieron un papel
menos feliz. Don Servando Bayo salvó al Banco Provincial del desastre financiero.
El Banco de Londres y Río de la Plata, salvó a la sucursal Rosario de la
liquidación. George Drabble protegió sus intereses y volvió para Inglaterra,
desde donde ordinariamente los manejaba. Mr. Richard Briscoe Masefield cumplió
las altas funciones encomendadas. El doctor Bernardo de Irigoyen,
que defendió con firmeza su tesis juridica, pudo decir con toda dignidad en su
testamento: “He ocupado altos puestos públicos; he tenido influencia política
durante 20 años y quiero declarar en este momento, en que, pensando en una vida
futura, no es permitido apartarse de la verdad, que no he tenido directa ni
indirectamente participación en ningún negocio con los gobiernos”. Aunque se crea mentira, tampoco
apareció desmerecida la actitud del doctor Manuel Quintana, cuyos méritos le
valieran tiempo después la elección por una junta de notables para ocupar la
Presidencia de la Nación. Su fisonomía señorial, su vestimenta atildada y su
cuidadosa toilette, confirmaban a cada instante sus dotes de gran señor, aunque
esta o aquella actitud pudieran haberlo puesto en duda. En cuanto a su pecado
venial, cometido contra nuestra soberanía, fue prontamente reparado en
oportunidad de concurrir como delegado argentino a la Conferencia Internacional
Panamericana organizada por el gobierno de los Estados Unidos. Allí fue el
paladín en la defensa de los países de América Latina, proclamando que “en el
Derecho internacional americano no existen naciones grandes ni pequeñas: todas
son igualmente soberanas e independientes; todas son igualmente dignas de
consideración y respeto”; y sepultando el proyecto norteamericano de arbitraje
continental compulsivo debajo de una lápida esculpida con su talento: "No
aceptaremos forma alguna de arbitraje que acarree el predominio de una nación
fuerte de América sobre las débiles”.
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