Por José María Rosa
¡Hombre difícil el calafate.' Llevaba gravados en su sangre
catalana la independencia y el amor propio de los suyos. Se llevó mal con todo
el mundo y su vida fue un continuo deshacer amistades. No hubo hombre con quien el testarudo Ferré no acertara a encontrar
rozamientos o descubrir enconos : toda su larga carrera pública —de 1821
hasta su muerte en 1867— fue una
polémica contra alguien: Rivadavia, Rosas, Lavalle, Paz, Rivera, Madariaga,
Urquiza, Derqui o Mitre.
Su terquedad era imbatible. Sería el único
diputado echado del Congreso, por intemperante, a pesar de sus años y de sus
grandes servicios a la causa antirrosista.
Corrientes no fue en la primera mitad del siglo XIX —como
Santa Fe, Entre Ríos, Buenos Aires y el resto de la Confederación— una tierra
propicia para caudillos. Su autonomía había sido la obra de los vecinos
afincados de la ciudad, y las resistencias a Rosas preparadas en las casonas
urbanas o en las estancias de la clase señorial. En Corrientes no hubo “pueblo”
hasta bien entrada la mitad del siglo XIX, y por lo tanto faltó el caudillo que
se hiciera intérprete del espíritu popular, seguido fanáticamente por los suyos
y con igual exaltación odiado por los adversarios. Corrientes fue una
oligarquía, porque no podía ser otra cosa dado el bajo estado económico y
cultural de sus clases inferiores; y por eso resultó la, excepción en el mapa
político de la Argentina.
Pedro Ferré fue el jefe de esa oligarquía. No el señor feudal
a lo López o Ramírez sino el preboste entre sus iguales los demás señores de la
sala capitular. Y eso que no era de familia con abolengo en la fundación de San
Juan de Vera de las Siete Corrientes como los Lagraña o los Cossío, pues sus
padres fueron catalanes modestos e industriosos. Pero en el medio enervado por
la molicie de los hijos de familia que se quedaban en la ciudad, y la rudeza de
aquellos que vivían en el campo, Pedro Ferré, dueño de un astillero y con
inteligencia y hábitos de trabajo, debía necesariamente imponerse. La clase
aristocrática correntina encontró en la honestidad del calafate la mejor
conducción para la defensa de sus intereses.
Cinco veces gobernador de Corrientes, su jefatura no
entusiasmaba a nadie; pero era la única posible. Había laboriosidad, firmeza y
sobre todo amor a la tierra en los actos del gobernante. Desgraciadamente este “primus
ínter pares” tenía terquedades y enconos que sólo pueden permitirse los
auténticos caudillos. Sus paisanos lo
deponían, lo expatriaban, confiscaban sus bienes; pero a la larga volvían a
llamarlo. Retomaba sin modificar uno solo de sus puntos de vista. Era una
gran verdad que no había otro como Ferré: el viejo Atienza, con su bonhomía e
ingenuidad, había sido envuelto en las habilidades de Rosas; y la falta de tino
del joven Berón de Astrada traído el desastre de Pago Largo. Solamente el
desconfiado Ferré era el hombre para Corrientes. ¡Pero qué inaguantable era! Paz cuenta la paciencia que debía acumular
para su trato con él. Siempre quería salirse con la suya y la menor disposición
del Manco encontraba los reparos más
imprevisibles: sobre un reparto de aguardiente a la tropa anduvo rezongando
días y días. Menos mal que las necesidades del gobierno no le dejaban pasarse
la vida en el campamento pero entonces la polémica se hacía epistolar: “Nunca he
escrito tanto en mi vida y sobre tantas minucias”, dice resignado el general.
No era hombre de confesarse vencido. A Derqui, su asesor de gobierno, le sostuvo cotidianamente durante meses que
el tratado con Inglaterra de 1825 no obligaba a Corrientes: al anochecer
los argumentos de Derqui parecían abrumarlo y agachaba la cabeza, pero a la mañana siguiente volvía a la carga con
nuevos bríos y los mismos argumentos. El calmoso Derqui acabó por ponerse
en tal estado de nervios que la sola presencia del gobernador lo crispaba. Las animosidades e intemperancias de Ferré
quedaron famosas: a Lavalle, por cruzar el Paraná después de Sauce Grande lo
calificará de traidor, desertor, malvado, cuyo nombre no manchará más a
Corrientes, etc., en proclama que hizo repartir por toda la provincia; a Paz
por haberse hecho gobernador de Entre Ríos, lo acusará de desertor retirándole
el comando del ejército de Caaguazú. A
Rosas, Quiroga, López, Madariaga, a todos fustiga con duros términos cuando
media un punto de amor propio rozado. Hasta
a Manuel Leiva, el más consecuente de sus amigos —que andando el tiempo lo
haría elegir constituyente— trata en su Memoria, por haberle dado la razón a
Paz en una discusión sin importancia, de traidor y de ingrato.
Estas reacciones violentas de su temperamento guiaron más la
conducta pública de Ferré que sus propios ideales políticos. De ahí la paradoja
de que sus actos tendieran precisamente a impedir el cumplimiento de sus
propósitos. Patriota de noble integridad, tanto que en su Memoria —escrita en su época de más fervoroso
antirrosismo— reconoce a Rosas “la
firmeza de su carácter en sostener los derechos de la Nación contra miras
extrañas”; pero andaría (por estar contra Rosas) aliado a esas miras y
extrañas de las que llegará a solicitar y recibir dinero. Partidario de la protección industrial hasta
el extremo de negarse a suscribir el Pacto de 1831 porque nada decía de la
defensa de les talleres artesanales, su alianza con Rivera y con Francia fue
precisamente la causa de la ruina de los obrajes correntínos, pues debió abrir
la provincia a la producción extranjera mientras el resto de la confederación
vivía un extraordinario florecimiento industrial por la ley proteccionista de
Rosas. Líder de la libre navegación de
los ríos en 1830 y 1842, cuando Rosas no la quería, fue expulsado del Congreso por sus palabras contra los tratados de San
José de Flores que la establecieron definitivamente. Partidario de una
constitución en 1831, tal vez porque Rosas la tenía por inoportuna; se opuso a
ella en 1852, quizá porque Urquiza la creía oportuna. Y provinciano, el más localista de nuestra historia —su Patria, con
mayúscula, era Corrientes—, llegó por oposición a Derqui a colaborar en 1861
con la hegemonía porteña de Mitre que terminaría con las autonomías
provincianas. Toda su vida anduvo a contramano, haciendo, por impulso de amor
propio, lo opuesto a sus íntimas convicciones.
Hijo de catalanes establecidos en Corrientes, Pedro Ferré
nace en 1780: su niñez transcurre entre los maderos de la carpintería de ribera
de su padre y la escuela del convento' de San Francisco, donde aprende primeras
letras.
Como todos los jóvenes sienta plaza en las milicias urbanas,
que después de llevar Belgrano los veteranos al Paraguay, suplieron el orden en
la ciudad y la vigilancia en las fincas rurales. Su carrera militar íntegra
transcurriría en las milicias de reserva: será capitán en 1819, coronel en 1825
y brigadier general en 1833. Defiende
el orden contra las incursiones de los misioneros de Andresito y toma una parte
decisiva en la revolución que quiebra la República Federal Entrerriana de que
es parte Corrientes. Su compañía de
milicias es la mejor y más disciplinada y poco después de la muerte del Supremo ocupará
en 1821, en premio a su actuación, un escaño en el restablecido y señorial
Cabildo de Corrientes. El hijo del calafate podía codearse con los hidalgos de
sangre noble y actividad nula, que custodiaban los propios y distribuían
justicia en la ciudad de las Siete Corrientes.
En diciembre de 1824 lo hacen gobernador. El orgulloso.
Congreso Provincial, nombre oficial de la legislatura, lo ha designado por las
excelentes prendas de inteligencia y laboriosidad acreditadas en el cabildo.
Reunía las dos condiciones de la carta de 1821 para el cargo: correntino de nación e “hijo de legítimo
matrimonio ’ Pero es su incansable actividad y desinterés total, lo que mueve a
los aristócratas a llevarlo al gobierno. Y gran laboriosidad fue la suya: funda
Mercedes, Bella Vista, Empedrado, San Luis, San Cosme y veinte pueblos más.
Construye escuelas, trae una imprenta,
impone disciplina en las anarquizadas milicias y díscolos cuerpos veteranos. No se contenta con los límites comunes de
Corrientes y se anexa Misiones “donde no hay pueblos ni autoridades”. Con
sobrada razón podrá decir años después: “¡Yo formé esta provincia!”.
Al tiempo de asumir Ferré el gobierno de Corrientes, en
Buenos Aires se abrían las sesiones del Congreso Nacional. A Comentes la
representa el doctor José Francisco de Acosta, nativo, pero vecino de vieja
data de Buenos Aires y miembro importante del partido de los principios o de
las luces que dentro de poco se llamará “unitario”.
Las “'luces” son las luces del siglo, los resplandores
intermitentes que alumbraron en el siglo XVII las postrimerías del antiguo
régimen en París y habían vuelto con los emigrados en las primeras horas de la
Restauración, la fracción iluminada descreía de oscurantismo y esperaba todo de una Ciencia, escrita con
mayuscula, elaborada entre las probetas de Fausto y los sortilegios de
Cagliostro. Los principios eran la
Ciencia de la política y tenían su
nombre mágico de alquimia: se llamaban contituciones y harían la felicidad de
los pueblos como el elixir de Bálsami la felicidad de los hombres.
Eran pocos los alumbrados argentinos que refractaban
directamente las luces de París: el señor Rivadavia, por haber pasado seis años
allí, entre ellos. Los demás fulguraban por reflejo oblicuo: destellaban las
lumbres españolas de los últimos Carlos que, pese a Fernando VII, refulgieron
nuevamente en las jornadas de Riego y la reverberación constitucional. Pero
radiación directa o indirecta del resplandor ilustrado, los luminares criollos
de 1824, como las lumbreras del XVIII, sólo sabían de palabras y de fórmulas
para exorcizar la realidad. Más tarde se llamaron “unitarios”: la palabra
no significaba unión sino exclusividad; gobierno por un mayorazgo que no por
una cabeza. No había luces en todas partes: de allí el predominio de los
hombres de Buenos Aires o de algunas aldeas que refulgían con menor opacidad:
San Juan, Salta, tal vez Tucumán. De ninguna manera Córdoba, foco de luz negra,
o las conventuales Rioja o Catamarca. Menos, mucho menos, los aduares del
litoral, como Corrientes, donde persistía el espíritu nativo de Artigas.
Ferré era el jefe de la oligarquía de Corrientes pero no se
lo puede considerar un hombre de luces. Su espíritu era más dado a la reflexión
que a las lecturas.
Contrastaba con Ferré, el diputado José Francisco de Acosta.
Correntino de alto nacimiento, se había ido a vivir a Buenos Aires para rozarse
con hombres, como dice en sus cartas, menguando el medio selvático donde
naciera. Era el unitario típico del año
25, que Sarmiento sabía distinguir “entre cien argentinos”. Vestido severamente
de negro, marchaba derecho, la cabeza alta sin darla vuelta “aunque se
desplomara un edificio”, hablaba con desdén y sus gestos eran concluyentes.
Razonaba, pero no oía razones. Leía a Voltaire y creía en el porvenir
maravilloso. Se consideraba el “luminar” por antonomasia, aunque nacido en
Corrientes, y tenía por gran mérito “vivir en Buenos Aires”.
De ahí que chocara con Ferré —discípulo del franciscano José
de la Quintana, y testarudo en todas sus convicciones— para quien la Patria era
Corrientes, y amaba el medio donde naciera. El motivo de la ruptura fue la
designación de diputado por Corrientes del presbítero Pedro Ignacio Castro
Barros, cuya elocuencia admiraba Ferré desde los días del congreso de Tucumán.
El presbítero era enemigo de la logia gobernante en Buenos Aires: su elección,
por supuesto, disgustó al partido de los principios; Narciso Laprida lo hace
notar a Acosta:
“...¡Qué dolor, mi
amigo, yo casi no lo creo! jEs cierto que Corrientes ha nombrado al doctor
Castro Barros?... Prescindo del carácter fanático, aspirante, faccioso y
turbulento del doctor Castro... sin duda en Corrientes no tienen el menor
conocimiento de un hombre tan desacreditado... sin duda en Corrientes no saben
que el doctor Castro es un enemigo declarado de los principios ... Hasta se ha
atrevido con una insensatez maligna y ridícula a calumniar a don Bernardino Rivadavia,
el hombre más acreditado de todas las provincias unidas...”.
Acosta retiene el diploma de Castro Barros. Envía a Ferré la
carta del ex colega de Castro en Tucumán, y sin gramática pero gráficamente da
orden al gobernador: “Hay que c... esa elección por inoperante” Lo instruye en la manera de modificar el acta
“teniendo la H. Representación en cuenta circunstancias que no tuvo presente al
tiempo de la elección del doctor Pedro Ignacio de Castro Barros...”. Le pide
reserva “para no comprometerlo”. No
sabía de la testarudez de Ferré; lo supo en seguida: “Es demasiado grande el
interés que deben tener allí en desacreditar la elección del Doctor Castro
Barros... Siento por esta vez el disgusto de no haber contribuido al mejor
éxito de su ideal" Mantiene al
electo aun cuando no le guste a Acosta ni a Laprida, ni a los Cossío o Bedoya
de Corrientes.
No obstante la Ley Fundamental, proyectada por Acosta, el 7
de febrero de 1826 Rivadavia es elegido presidente “permanente” de las
Provincias Unidas. Ferré aplaude el nombramiento del “benemérito y digno
ciudadano que reanima las esperanzas de la patria”.
Esa buena concordia
no podía durar mucho. Rivadavia llegaba poseído de la importancia de su
cargo, y Ferré no-cedía en lo que respecta al suyo. “Aún no había calentado la
silla” (la frase es de Ferré) cuando se produjo un grave rozamiento: el 11 de
febrero Rivadavia delega en Ferré la
comandancia de las milicias y fuerzas veteranas de la provincia, pero Ferré no
acepta que le deleguen lo que él entiende es suyo. No hubo arreglo. Tanto Rivadavia y Ferré
estaban de acuerdo en que las tropas correntinas deberían estar bajo el mando
del gobernador, pero la formalidad de que
fuera por delegación o por derecho propio produjo el conflicto.
La ruptura final la hizo Acosta. Tuvo la poco feliz
ocurrencia de tomar a Corrientes como ejemplo de la imposibilidad de las
provincias para gobernar con sus hombres: dijo en el Congreso que el gobernador
apenas si entendía de maderas, el cura asesoraba jurídicamente a los alcaldes
del cabildo, el congreso provincial no estaba formado por gente instruida: “si
no tiene hombres, démoselos” clamaba el ex correntino en el Congreso nacional...
Con unos cuantos porteños de luces se alumbraría todo. La indignación de Ferré fue
apocalíptica. De un plumazo dejó cesante a Acosta: “Es deber de todo diputado
—rugía el decreto— defender al pueblo que representa con la energía, la
firmeza, el carácter y más que nada la integridad que requiere una comisión tan
delicada. Habiendo faltado a estos compromisos sagrados el señor Acosta,
olvidándose de su tierra natal, sofocando en su corazón todo sentimiento de
honor, patriotismo, gratitud y lealtad... ha tenido la osadía de insultar
groseramente a sus propios conciudadanos por quienes fue llamado a defenderlos...
Desde ese momento abandonó el partido de las luces y se
adhirió al federalismo. Es cierto que la bandera punzó recordaba los años
plebeyos de Andresito y Perrugorría, pero era preferible la hermandad con la
chusma que el tutelaje presuntuoso de Rivadavia o Acosta. El 28 de noviembre
(1826) Ferré llamó a plebiscito para rectificar el voto sobre sistema de
gobierno: resultó casi unanimidad en favor de que ‘ ‘ Corrientes no admitía forma alguna de gobierno nacional que no
fuera republicana federal”. Hubo solamente tres votos en disidencia: Angel
Rolón, que reservó el suyo, Angel Mariano Bedoya que “lo subrogó al
pronunciamiento del Congreso de Corrientes”, y José Ignacio Rolón, el único
partidario de la unidad. Hasta el Dr. García de Cossío votó ahora por la forma
federal “porque la solución en contrario sentido es impolítica y peligrosa en
ocasión de la presente guerra”.
Corrientes retiró sus diputados del Congreso y no aceptó la
Constitución de 1826. El 17 de mayo (1827) se. adhiere al convenio iniciado por
Bustos (y apoyado por ledas las provincias) para:
“Desechar la constitución” (art. IV).
“Poner todos sus recursos para destruir las autoridades
nacionales que están causando los males de que todo el país se resiente” (4’).
“Formar un nuevo congreso que constituyera el país bajo la
forma federal”.
“Seguir la guerra contra el Imperio de Brasil”.
“Repartir entre las provincias los impuestos de aduana”
(20)9.
En 1827 la nación apenas si existía como voluntad latente.
Al Congreso y al presidente no los obedece nadie. Ferré asume el título de Gobernador, Intendente y Capitán General de
Corrientes para expresar la totalidad de poderes de su cargo, y se maneja solo
en la guerra con Brasil. Rechaza la
invasión que Bentos Manuel lleva a las Misiones Occidentales y se sitúa en
Curuzú-Cuatiá a la expectativa de la reconquista de las Misiones Orientales que
está haciendo Fructuoso Rivera. En julio le lleva la noticia de la paz a “todo
trance” concluida por Manuel José García a nombre del Congreso y presidente in
partibus. Hace declarar por la legislatura que el Congreso nacional (el presidente ya había sido desconocido):
“...no ha hecho otra cosa que activar el fuego devorador de
la discordia, ha dado la lección terrible de la desorganización o
insubordinación a las autoridades legítimamente constituidas (las provincias)
para sostener el capricho o el engrandecimiento de una facción entronizada con
ruina y menosprecio del bien público... no coopera sino autorizando los pasos
rastreros, y anárquicos del presidente nominado de la república...” y no
reconocerá por lo tanto ‘ ‘ acto alguno del congreso titulado nacional
contraído con otro Estado o que contraiga en lo futuro Ya para entonces Rivadavia se había dado cuenta de que sus “servicios
no pueden en lo sucesivo ser de utilidad alguna” y el 27 de junio renunciaba la
Presidencia lamentando “no poder satisfacer al mundo los motivos irresistibles
que justifican esta decidida resolución”. El Congreso la acepta obligado, por
“el poder de acontecimientos singulares y la combinación extraordinaria de
circunstancias”.
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