El viejo guerrero de los Andes había concentrado sus
postreras alegrías en aquellas niñas (Maria Mercedes y Josefa). A parte alguna de la ciudad iba sin
ellas. En sus paseos de la tarde, ellas le servían de guía, y él, a su vez, de
protección. El abuelo achacoso y las nietas tenían celebrado un tácito contrato
de mutuo amor y de tiernos servicios retribuidos. Así, ambas le habían bordado
un gorro de casa, que él usaba con orgullo, dejándose llamar "cosaco” por
aquellas malvadas... que eran para su alma un solo ídolo dividido en dos existencias,
y en pago del regalo, el viejo capitán cubría de besos sus sueltas cabelleras. Habíales también puesto a ambas en represalias
de su apodo, afectuosos sobrenombres... A la menor, que es la que sobrevive, y
es hoy la señora de Gutiérrez Estrada, llamábala sólo por su infantil cautela,
“la viejita”, y solía decirle: “Tú no
morirás de cornada de toro”. Su
hermanita no tuvo igual presagio y murió por la traición de un remedio. Tal es
la existencia de San Martín en sus postrimeros años: un poco de sol, el ancho
mar y sus dos radiosas nietas en las que había vuelto a encontrar sus ojos, ya
apagados. En cuanto a su hija y a su esposo, ellos eran solamente dos
intermediarios entre aquellas sombras y esas alegrías...
MUERTE DE SAN MARTIN (17
de agosto de 1850)
El 17 el general se levantó sereno y con las fuerzas
suficientes para pasar a la habitación de su hija, donde pidió que le leyeran
los diarios. Hizo poner rapé en su caja para convidar al médico que debía venir
más tarde, y tomó algún alimento. Nada anunciaba en su semblante ni en sus
palabras el próximo fin de su existencia. El médico le había aconsejado que
trajera a su lado a una hermana de caridad. El señor Balcarce salió en la
mañana del mismo día a hacer una diligencia acompañado por don Javier Rosales,
a quien comunicó las esperanzas que abrigaba en el restablecimiento del general
y su proyecto de hacerlo viajar, tan lejos estaba de prever la desgracia que le
amenazaba, y tanta confianza le inspiraba el estado de su padre (político) en
este día y los anteriores. El señor Rosales procuró disipar esas ilusiones que
podían hacer más sensible el golpe que él consideraba inmediato, y sus tristes
predicciones no tardaron, por desgracia, en realizarse. Después de las dos de
la tarde, el general se sintió atacado por sus agudos dolores nerviosos al
estómago. El doctor Jardon (Jackson), su médico, y sus hijos, estaban a su
lado. El primero no se alarmó y dijo que aquel ataque pasaría como los
precedentes. En efecto, los dolores calmaron, pero, repentinamente, el general,
que habla pasado al lecho de su hija, hizo un movimiento convulsivo, indicando
al señor Balcarce, con palabras entrecortadas, que la alejara, y expiró casi
sin agonía. Es más fácil comprender que explicar la aflicción de sus hijos, en
presencia de esa muerte tan súbita e inesperada.
En la mañana del 18 tuve la dolorosa satisfacción de
contemplar (en su lecho) los restos inanimados de este hombre, cuya vida está
escrita en páginas tan brillantes de la historia americana. Su rostro
conservaba los rasgos pronunciados de su carácter severo y respetable. Un
crucifijo estaba colocado sobre su pecho, otro en una mesa entre dos velas que
ardían al lado del lecho de muerte. Dos hermanas de caridad rezaban por el
descanso del alma que abrigó ese cadáver. Bajé en seguida a una pieza inferior,
dominado por los sentimientos religiosos que se levantan en el corazón del
hombre más incrédulo al aspecto de la muerte. Un reloj de cuadro negro, colgado
en la pared, marcaba las horas con un sonido lúgubre, como el de las campanas
de la agonía, y este reloj se paró aquella noche en las tres, hora en que habla
expirado el general. ¡Singular coincidencia...! El reloj de bolsillo se detuvo
también en aquella última hora de su existencia.
FELIX FRIAS
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