Por Alejandro Pandra
A principios de marzo de 1812 arribó al puerto de Buenos Aires -procedente de Londres, después de dos largos meses de navegación- la fragata “de línea” George Canning (por entonces se acostumbraba bautizar los barcos con nombres de personajes vivos y actuantes). Leemos en La gazeta de Buenos Ayres sobre “el estado terrible de anarquía en que se halla Cádiz dividido en mil partidos. […] A este puerto han llegado, entre otros particulares que conducía la fragata inglesa, el teniente coronel de caballería don José de San Martín, el capitán de infantería don Francisco Vera, el alférez de navío don José Zapiola, el capitán de milicias don Francisco Chilavert, el alférez de carabineros reales don Carlos Alvear y Balbastro, el subteniente de infantería don Antonio Arellano y el primer teniente de la guardia valona barón de Holmbert.
Estos individuos han venido a ofrecer sus servicios al gobierno, y han sido recibidos con la consideración que merecen por los sentimientos que protestan en obsequio de los intereses de la patria”. Lo que no informa La gazeta es que se trataba de oficiales -todos en la jocunda edad de la aventura- iniciados en los grupos de revolucionarios militares europeos, y que habían jurado vencer o morir por la independencia de América.
San Martín había sido atraído por Miranda a la gran gesta emancipadora. Para ello había quebrado sus compromisos militares y roto el juramento de lealtad a la bandera de la patria de su sangre, para fundar la patria de su espíritu. Tenía treinta y cuatro años y -después se vería- un plan y un sistema para aplicar al cumplimiento de aquel juramento. Era Ulises retornando a su Itaca.
Muy pronto los viajeros percibieron las deficiencias y mediocridades de la política local, la falta de poder, la mezquindad y el desprestigio del gobierno del primer triunvirato y de su veleidoso secretario Bernardino Rivadavia, casado con una hija del virrey Del Pino y arquetipo perfecto del partido de las luces.
De inmediato los viajeros crearon un nuevo grupo de presión política al que bautizaron logia Lautaro, lo que ilustra que su visión americana era, desde el inicio, continental y revolucionaria, como se mostró acabadamente en su decisiva influencia sobre la marcha de los acontecimientos de los años subsiguientes.
Lautaro fue el gran cacique chileno que en 1541 incitó a su pueblo a luchar contra la opresión española y cuya historia cantó el poeta-conquistador Alonso de Ercilla en La Araucana. A diferencia de los demás ejércitos indígenas del continente -numerosos pero mal organizados, sin conducción ni estrategia militar-, el del indio Lautaro, un convertido al cristianismo que había sido caballerizo de los españoles, logró la eficaz defensa del Arauco a través de una serie de planes militares que han pasado a la historia. Infligió graves derrotas a Valdivia y reconquistó gran parte de Nueva Extremadura mediante tácticas envolventes en bien disciplinadas oleadas sucesivas, adaptándose al terreno y al clima. Lautaro utilizó los arcabuces y cañones capturados a los españoles y los combinó con cuerpos de caballería. Durante siglos no se logró acabar con la resistencia araucana -los guerreros más fieros e inteligentes de América-, y por eso Chile siempre fue una capitanía general, es decir, un gobierno militar instalado en territorio hostil. Según el jesuita Rosales, en la guerra de la Araucanía murieron cuarenta mil españoles, vale decir, más que en la suma conjunta de la conquista y la independencia. El nombre de Lautaro resultó un inspirador bautizo para los juramentados.
A escasos siete meses de aquel desembarco registrado por La gazeta, en el amanecer del 8 de octubre de 1812, aparecieron formadas en la plaza de la Victoria, las fuerzas de la guarnición de Buenos Aires conducidas por la logia: el flamante regimiento de granaderos -caballería napoleónica, la última palabra del arma- al mando de su fundador, un regimiento de artillería y un par de batallones de infantería. En actitud revolucionaria se pedía un nuevo gobierno compuesto “por personas más dignas del sufragio público” y la convocatoria de un congreso de las provincias “que decida de un modo digno los grandes negocios de la comunidad”. Bernardo de Monteagudo ofició ese día de agitador del pueblo (un par de miles de personas movilizadas en la plaza), fue el redactor del tradicional petitorio y su nombre encabezó las firmas. En el arco central de la recova se habían colocado dos obuses y en las esquinas de la plaza los cañones, como para ratificar, si fuera necesario, “la voz del pueblo”.
El movimiento produjo la caída y el reemplazo del primer triunvirato, pronunciamiento del que derivaría la asamblea del año XIII. Ya no “junta” ni “cortes” a la española, sino “triunvirato”, “directorio” y “asamblea” a la francesa: sus diputados se tratarán de ciudadanos y sus discursos responderán al gusto neoclásico puesto de moda, con alusión constante a héroes griegos y romanos y citas de Cicerón. El golpe tuvo por objeto enderezar el rumbo de la revolución -perdido desde el instante en que se eliminó a Moreno y a su plan de operaciones-, bajo la ya clásica forma de la convocatoria a un cabildo abierto a favor del tumulto, con ruido de sables y gritos en la plaza y “la voluntad del pueblo” expresada en un petitorio firmado. Pero “la voluntad del pueblo” resultaría finalmente acallada. En enero de 1813, presidida por Alvear, que ya era la figura más prominente del Plata, comienza a sesionar solemnemente en Buenos Aires la asamblea nacional, que iba a seguir al pie de la letra las resoluciones de las cortes de Cádiz. En marzo Rondeau le comunica a Artigas que el triunvirato “le ordena” a la banda oriental prestar juramento de obediencia a la asamblea. En abril “el jefe de los orientales” reúne un congreso en su campamento de Tres Cruces, en Peñarol, frente a Montevideo, con gauchos, indios, negros, mulatos, españoles y criollos, muchos analfabetos. El estilo de la asamblea del año XIII estaba en las antípodas del espíritu popular, criollo, épico, austero, valiente, libre, gaucho y combatiente encarnado por San Martín y por Artigas. Artigas confecciona en aquel congreso de Peñarol un programa extraordinario de veinte puntos para que los diputados orientales lleven a la asamblea: declaración de la independencia absoluta, sistema republicano de gobierno, régimen federal, supresión de las aduanas interiores, un plan nacional de desarrollo, prevenciones contra el despotismo militar y la sabia medida de fijar la capital de la confederación a crearse fuera de Buenos Aires. Nada se había escrito hasta entonces como ese articulado en el que se expresaba la temática de la revolución nacional con absoluta precisión y autenticidad: significaba clarificar la revolución de mayo y llevarla a la calle, sacándola del ámbito palaciego en que se manejaba. Pero en la Asamblea no había lugar para el tajante ideal revolucionario artiguista sintetizado en cinco proposiciones decisivas: independencia, república, federación, fin del puerto único y designación de una nueva capital.
El conflicto entre los intereses del país con los intereses del puerto ya no se resolvería en una asamblea, sino en el campo de batalla.
A fines de 1813 un acontecimiento imprevisto nos pondrá entre la espada y la pared: Napoleón, presionado por las circunstancias, restablece en el trono a Fernando VII, mal español, mal rey, mal hombre. Alvear pierde los estribos y postula traer “el gobierno de afuera”, implorando el protectorado británico en sendas cartas al ministro Castlereagh y a Stangford. “Este país no está en edad ni en estado de gobernarse por sí mismo y necesita una mano del exterior que lo dirija y contenga en la esfera del orden antes que se precipite en los horrores de la anarquía. […] En estas circunstancias solamente la generosa nación británica puede poner un remedio eficaz a tantos males, acogiendo en sus brazos a estas provincias, que obedecerán su gobierno y recibirán sus leyes con el mayor placer”. Parece que Alvear no fue el varón magnánimo que evoca su magnífica estatua ecuestre, el mejor monumento de la ciudad de Buenos Aires. El futuro vencedor de Ituzaingó -una de nuestras más gloriosas batallas- resultó esta vez vencido por la desesperación. Pronto el ejército del norte, destrozado en Sipe-Sipe, abandonó el Alto Perú y se replegó a Salta, cediendo a las montoneras de Güemes la guerra contra los absolutistas. Buenos Aires se desgarraba entre facciones ante la imposibilidad de imponer la autoridad del régimen directorial de la capital a las provincias, segregadas y hostiles. Los prohombres de la generación de mayo -además del eminente miembro de la logia que ya mencionamos-, para salvar al país de la anarquía, buscaban secreta y desesperadamente algún protectorado que hiciese las veces del gobierno propio que ellos no habían logrado asentar. La banda oriental era hostigada y estaba virtualmente ocupada por los portugueses al mando del general Lecor. Paraguay se había segregado. Las provincias unidas constituían por esos días el único territorio de Hispanoamérica que no había sido recuperado por las armas borbónicas. Permanecía el virreynato de Lima y había sido recapturada la capitanía general de Chile. Había caído el cura Morelos en México. Bolívar había sido derrotado en Venezuela. Fernando VII preparaba en Cádiz una poderosa expedición militar al Plata (milagrosamente diezmada a punto de embarcar por una epidemia de fiebre amarilla). Y en toda Europa prevalecía la santa alianza: Jorge III de Gran Bretaña, el zar Alejandro I de Rusia, Federico Guillermo III de Prusia y Francisco I de Austria, contraria a las ideas libertarias y republicanas.
En ese contexto de derrota comenzaron a oírse las voces de los pusilánimes y los malintencionados que, sembrando desánimo y escepticismo, pregonaban la inminencia del derrumbe de la hazaña liberadora y la conveniencia de volver al redil de la dominación española -en el mejor de los casos- o de pedir la protección de otro poder imperial, por ejemplo Inglaterra. “Cualquier amo antes que la anarquía”, se decía. De paso, claro, se insinuaba que la anarquía era el partido del pueblo, las provincias “bárbaras”, el país hispanoamericano…
Sin embargo, en medio de tales circunstancias, se iba a producir en Tucumán un acontecimiento sinceramente auspicioso. En esas condiciones desesperadas, después de viajar por más de tres meses en carretas de bueyes o -los más privilegiados- más de treinta días en galeras de cuatro caballos, a razón de un elector por cada cinco mil habitantes de ciudades y villas, con sus levitas polvorientas y sus sotanas zurcidas, pero escuchando la voz silente de la patria, “los representantes de las provincias unidas en Suramérica se declaran una nación libre e independiente del rey Fernando VII, sus sucesores y metrópoli”.
Desde Pedro de Cevallos, cabeza del partido jesuítico y primer virrey del Plata, hasta San Martín, en menos de medio siglo logramos sucesivamente expulsar del país a los portugueses, a los ingleses y a los españoles. No estuvo nada mal…
Pero en aquel momento -igual que hoy- proliferaban los operadores políticos, los agentes de inteligencia y los mariscales de la derrota. Corría el rumor de que Belgrano habría negociado en privado con los diputados para crear una monarquía, tan puesta de moda por el congreso de Viena, al servicio de los reyes de Portugal. En realidad, habiendo sido invitado por el congreso para exponer sobre las formas de gobierno en la Europa de la época, en una sesión secreta, Belgrano propone una monarquía constitucional con un heredero de la dinastía incaica. Ya no se trataba de invocar poéticamente al inca intentando conmover su tumba como una mera fantasía literaria de la inspiración de López y Planes. Tal era el prestigio que todavía conservaba el “antiguo esplendor” del nombre inca.
Los legisladores salen al paso de la campaña de trascendidos. Se reúnen en sesión secreta diez días después, el 19 de julio, y amplían un párrafo del acta de la independencia. Donde dice “una nación libre e independiente de los reyes de España y su metrópoli” (que en realidad ya lo veníamos siendo de hecho desde hacía años), agregan la frase: “… y de toda otra dominación extranjera”. La propuesta es del diputado Pedro Medrano, abogado nacido en Montevideo pero representante de Buenos Aires y debe atribuirse a una marcada influencia de José de San Martín. El texto se jura dos días después. La declaración es una especie de prólogo de la patria grande. Para divulgar la noticia, el congreso envía a todas las provincias copias del acta. Incluso se hacen traducciones en quechua y aymará, los idiomas aborígenes del norte.
Fue un acontecimiento realmente extraordinario, no sólo porque nos declaramos independientes de toda dominación extranjera, sino también por el coraje patriótico que se manifestó con plenitud en medio de una extendida mezquindad y estrechez de miras.
Lo cierto es que durante la década transcurrida desde la victoria sobre las invasiones inglesas, ya se habían consolidado formas de vida comunes y el país se había transformado en la patria de todos.
La elite de Buenos Aires y de las ciudades del litoral y del Tucumán estaba inficionada del espíritu del siglo. Sin embargo, con la independencia, que a pesar de todas las intrigas no conoció retrocesos, el Río de la Plata se convirtió en el meridiano político del destino hispanoamericano. Durante las guerras de la independencia, a lo largo de todo nuestro territorio, se levantaron las caballerías de la guerra gaucha. A pesar de las contumacias monárquicas, el acto audaz del congreso de Tucumán es testimonio del genio de la independencia americana a través de la generosa, heroica y jamás doblegada independencia argentina.
Pero mientras tanto se estaban reclutando y formando los cuadros de la patria. El intendente de Cuyo iba a hacer de aquel destierro su fortaleza y la fortaleza de la emancipación americana.
En aquel rincón de su “ínsula cuyana” -como gustaba llamarla-, con los Andes como consejeros y testigos, San Martín concibió y organizó a solas el ejército que los habría de atravesar (creación de su genio, maestro de almas y artista de voluntades); e ideó -también solo- una familia de pueblos redimidos por la espada.
En una provincia de cuarenta mil habitantes, formó en tres años uno de los mejores ejércitos del mundo, con soldados, suboficiales, oficiales y jefes de excelencia -un nuevo tipo de militar animado de un nuevo espíritu- ¡reclutando nada menos que al doce por ciento de la población! Para tener idea de las magnitudes, el conjunto de las fuerzas armadas y de seguridad norteamericanas, las más poderosas de la actualidad, incluyendo a su inmenso sector de servicios, no suman más del uno por ciento de los habitantes de ese país. El gran capitán apela a las arengas privadas o a la emulación pública con intuición de caudillo y proclama: “Tengo ciento treinta sables arrumbados en el cuartel de granaderos a caballo por falta de brazos valientes que los empuñen. El que ame la patria y el honor, venga a tomarlos”.
Además, en su ínsula, de la nada, con dotes de gran organizador, creó todas las industrias necesarias para abastecer el ejército, vestirlo y armarlo. De las botas a los cañones todo se fabricó en Cuyo. Uniformes tejidos en San Luis y teñidos en Mendoza, pólvora de la mejor calidad fabricada con el salitre de la zona por Alvarez Condarco. El poeta puntano Antonio Esteban Agüero pinta la movilización que prefigura “la nación en armas”:
Necesito las mulas prometidas;
necesito mil yardas de bayeta;
necesito caballos; más caballos;
necesito los ponchos y las suelas;
necesito cebollas y limones
para la puna de la cordillera;
necesito las joyas de las damas;
necesito más carros y carretas;
necesito campanas para el bronce
de los clarines; necesito vendas;
necesito el sudor y la fatiga;
necesito hasta el hierro de las rejas
que clausuran canceles y ventanas
para el acero de las bayonetas;
necesito los cuernos para chifles;
necesito maromas y cadenas
para alzar los cañones en los pasos
donde la nieve es una flor eterna;
necesito las lágrimas y el hambre
para más gloria de la madre América.
Criollos iletrados, algunos indios, negros y mulatos convertidos en los mejores oficiales y soldados de la época. Unos gauchos granaderos a caballo, sus negros queridos (más de la mitad de la infantería), los libertos, los quintos, los vagos. A todos convoca, reúne, forma y transforma, convirtiendo a seis mil hombres sencillos y ordinarios en heroicos, brillantes y disciplinados combatientes. Con una artillería de avanzada ¡y portátil para cruzar la cordillera más alta del continente!, ideada y fabricada por un fraile franciscano cuyano puesto de teniente-ingeniero a dirigir la maestranza, de donde salió el ejército con cureñas y herraduras, con caramañolas y monturas, granadas y fusiles, cañones y cartuchos. En su taller montado en Plumerillo trabajaban por turnos -en frenético ritmo de producción- más de setecientos artesanos y operarios formados, instruidos y dirigidos por este “Vulcano con sotanas” [Sierra], a puro grito en medio del ruido ensordecedor de metales y martillos, hasta quedar ronco para el resto de su vida.
San Martín alistó ese ejército uno a uno, hombre a hombre; él mismo les enseñó a manejar el sable; él mismo esculpió como un mármol a cada oficial y a cada soldado. Los dotó de una disciplina austera, los apasionó con el deber, les inoculó ese fanatismo frío del coraje que es el secreto de la victoria [Mitre]. Ingresaban desaliñados y toscos y él los transfiguraba en la estampa y exaltaba su ánimo. Jinetes extraordinarios, cabeza erguida, mirada en el horizonte, brazo listo para el sable.
Creó el código militar, el cuerpo médico, la comisaría, academias de oficiales “porque no hay ejército sin oficiales matemáticos”. Se sentaba paternalmente en torno del fogón junto al gaucho-soldado a tomar un mate, daba audiencia en la cocina, dormía bajo las estrellas tendido sobre un cuero. Mandaba al cura: predíqueme que es santa la independencia… ¡justo cuando una encíclica de Pío VII recomendaba a las iglesias americanas “fidelidad al monarca español”! Lo cierto es que de “nuestros paisanos los indios”, de unos gauchos analfabetos, salvajes hijos bastardos de la soledad, del desierto, de la crápula, del estupro ¡y hasta de un puñado de españoles!, sacó una extraordinaria generación de cuadros, los mejores oficiales y guerreros de todo el continente durante lustros.
El fue el primero que concibió al vocablo “gaucho” como sinónimo de paisanaje humilde, con sentido ponderativo y heroico y no peyorativo u ofensivo. Más tarde Martín Fierro condenará a los sucesores herederos del directorio que pensaban que
el ser gaucho es un delito
[…] porque el gaucho en esta tierra
sólo sirve pa’ votar.
En un tiempo de tantas defecciones y agachadas como el actual, pleno de relativismo y de compromisos efímeros, corresponde decir que aquellos héroes, hombres comunes, juraron y cumplieron. Lo cierto es que desde las guerras de la independencia ¡hasta la década de 1870!, el prestigioso himno argentino completo, aprendido en los campamentos de las campañas, se cantó en los llanos de la Gran Colombia, en las cuestas del Perú y en los fogones de toda Suramérica, con inflamado espíritu revolucionario y vocación americanista.
Se levanta a la faz de la tierra
una nueva y gloriosa nación.
[…] Buenos Aires se pone a la frente
de los pueblos de la ínclita unión.
[…] Y los libres del mundo responden:
¡al gran pueblo argentino, salud!
Y allá van hacia los Andes, organizados en seis columnas, los tres mil setecientos infantes y ochocientos jinetes, los mil doscientos milicianos, los doscientos cincuenta artilleros con las dos mil balas de cañón, los novecientos tiros de fusil y carabina, dos mil de metralla y seiscientas granadas. Adelante van los veinticinco baqueanos. Los sigue de cerca fray Beltrán con sus ciento veinte barreteros, palanca al hombro, marchando ladeados por el borde del antro o escalando pecho a tierra, con zorras y perchas para que sus veintiún cañones no se lastimen, con puentes de cuerda para atravesar ríos, con sus anclas y cables. Marchan también los cuarenta y siete de sanidad y su hospital volante. Y los carreteros y los arrieros, con seiscientas reses en pie para ser faenadas en el camino. Muchos de los mil seiscientos caballos de guerra se precipitan al vacío. Arriba resplandece el Aconcagua y entre las nubes planean los cóndores. San Martín sabe que está conduciendo una de las mayores hazañas militares de la historia universal.
Finalmente, por los barrancos occidentales de la cordillera ya asoman los regimientos. El paladín de la montaña se apea de la mula de los Andes y monta el caballo de batalla. Llora en la cuesta de Chacabuco -tendida bajo un brazo colosal del Tupungato- por sus “pobres negros queridos”, caídos por la libertad americana. En los llanos de Talca arenga a caballo, erguido en el estribo, a los chilenos abatidos en Cancha Rayada. Corona la campaña con la victoria impresionante de Maipú. Las batallas, todas, se libran con dientes apretados, a lanza y sable y entre ceja y ceja [Martí].
La aguerrida hueste fiera que va a toque de clarín,
el que guía, el héroe, el hombre;
y en los labios de los bravos, este nombre:
¡San Martín! [Rubén Darío].
En aquel glorioso ejército de los Andes no hubo limitación alguna -por razones étnicas ni de posición social- para los ascensos a grados de jerarquía. Uno de los tantos ejemplos históricos fue el de un gauchito mendocino de dieciséis años, analfabeto, llamado Gerónimo Espejo, que se le presentó como voluntario y en los campos de batalla llegó al grado de capitán. Luego, ya de viejo, se alfabetizaría y escribiría la fantástica obra El paso de los Andes. Lorenzo Barcala (1795-1835), un negro hijo de esclavos que lo acompañó en sus campañas guerreras, luciéndose por su bravura y capacidad de mando, alcanzó por sus hazañas el grado de coronel y luego llegó a general. Claro, Vicuña Mackenna dice que también el propio correntino era “un intruso, un extranjero, un paraguayo, ‘el mulato San Martín’, como llamaban al ilustre criollo, los señores vecinos del Mapocho”. O también “el cholo de Misiones”, según José Pacífico Otero. Para la “gente decente”, el propio San Martín era un cholo, un “cabecita negra”. Doña Tomasa de la Quintana nunca le perdonó a su hidalgo marido Antonio de Escalada haber permitido que la dulce adolescente María de los Remedios se casara con ese tosco y rudo soldadote plebeyo, a quien jamás trató con buenos modales. Chile quiso nombrarle gobernador omnímodo y él -prudentemente- no aceptó y propuso designar a su compañero de lucha el general Bernardo O’Higgins, reservándose la jefatura militar de la próxima campaña: asestar el golpe decisivo al baluarte de la resistencia absolutista en el Perú [Martí]. También devolvió a Buenos Aires el despacho de brigadier general “porque tenía empeñada su palabra de no admitir grado ni empleo militar ni político”. La expedición a Chile dio amplitud americana a la revolución argentina y libró de enemigos a la parte austral del continente. (También, de paso, alivió a la provincia de Cuyo con el restablecimiento del comercio trasandino).
Mientras, las fuerzas de Artigas mantenían en jaque a las pretensiones portuguesas en el litoral, al tiempo que -junto a las republiquetas de Alvarez de Arenales, Warnes y los esposos Padilla y Azurduy- las milicias gauchas de Güemes hostigaban a los absolutistas en el Alto Perú. Por su parte, San Martín fue una voluntad que se mostró más eficaz y contundente que la del propio estado argentino, cuyos agentes asistían con hostil indiferencia a “la aventura del rey José”. Un estado que se mostró inepto, impotente para preservar la paz interna y afirmar una política exterior independiente. La verdad es que el gran capitán, hombre de una pieza, creyó correctamente que perdía el tiempo ocupándose de proteger al directorio contra el caudillaje sublevado (lo que le costará el trato de “traidor” por parte de Vicente Fidel López) -tanto como de proteger a Artigas de los porteños- pues, conforme a su plan, primero había que consolidar la independencia americana, llevando la guerra al centro del poder español.
He aquí una concepción estratégica impecable, tan implacable como inclaudicable. Ese hombre, dotado como nadie con el genio de la disciplina, el más agraciado con el don de mando, el que rinde culto al orden en medio de la anarquía, en la conducción del ejército de los Andes desobedece al poder central -la oligarquía directorial porteña- que le ordena bajar a Buenos Aires ante las avanzadas gestiones en España con Fernando VII y sobre todo ante el levantamiento del litoral. Con el grito de la posta de Arequito en los primeros días de 1820 y la derrota de Rondeau en Cepeda a las tres semanas, se concretaría la disolución nacional y la larga y feroz guerra civil entre unitarios y federales. Alberdi, en Grandes y pequeños hombres del Plata, precisa: “No son dos partidos, son dos países, no son los unitarios y federales, son Buenos Aires y las provincias. Es una división de geografía, no de personas. […] La lucha no es guerra civil, es guerra internacional de estado a estado”.
El poder ya sólo quedará en el puerto o en las miserables ciudades-estado perdidas en el desierto, centros provinciales de pobreza con intereses propios. Pero sobre todo en la cantidad y bravura de las lanzas movilizadas por cada cabildo. En el arrojo de sus comandantes y el estado físico de sus cabalgaduras. Un “modus vivendi” se volvió “modus moriendi”. “Los unitarios mandaban castrar, los federales degollaban” -agrega Mansilla-.
San Martín prefiere mantener lejos de la patria, pero incólume, al ejército bajo su mando, con el cual se podría haber adueñado fácilmente de la situación política. Como César, él también cruzó el Rubicón. Pero al revés, llevando el ejército al otro océano.
Hay que prestar atención al rasgo geopolítico de este período particularmente dramático de nuestra historia. José de San Martín y Carlos María de Alvear han sido los símbolos militares y políticos de un dilema estratégico. Contemporáneos, ambos muy inteligentes, talentosos y valientes, los dos mejores militares de nuestra historia. Amigos, compañeros (incluso -para ciertos historiadores más preocupados por la filiación y el ADN que por el destino y la obra de los hombres- ¡hermanastros!), los dos jefes máximos de la logia Lautaro. ¡Y finalmente adversarios políticos a ultranza…! Cuando se analizan sus enfrentamientos se hace referencia a una serie de elementos de la personalidad, de los intereses, la ideología y la moral, pero rara vez a una vocación geopolítica y de escenario.
San Martín fue el general gaucho del frente andino, del país de la montaña, de la vocación occidental hispanoamericana para expulsar a los borbones y al absolutismo del continente. Alvear, inmediatamente después de Ayacucho, fue el general aristócrata (con sueños napoleónicos) del frente atlántico, del país de la llanura, de la vocación oriental europea, héroe vencedor de Ituzaingó y de Brasil para expulsar a los braganza del Plata. Este rasgo geopolítico dramático se reiterará a lo largo de toda nuestra historia.
Seguimos ahora con el gran capitán. Cuando el vicealmirante inglés lord Alexander Cochrane -marino de fama mundial- ya le había abierto el mar a la expedición al Perú, a punto de caer con su ejército reforzado sobre los palacios de Lima a asegurar la libertad americana y su gloria, Buenos Aires lo llama nuevamente a defender el gobierno contra los federales rebeldes. Y otra vez desobedece. Se alza con el ejército que lo proclama en Rancagua su cabeza única. Y allá se va -como cuando el Cid salió injuriado de Castilla para vencer a reyes moros y conquistarle trofeos a la cristiandad-, capitán suelto del “ejército expedicionario” bajo la bandera chilena, a sacar al español del Perú, con su país deshecho a sus espaldas y su visión ampliamente americana de la empresa.
Cuando las tropas embarcadas (cuatro mil quinientos hombres, dos tercios argentinos y el resto chilenos) zarpan de Valparaíso, él sabía bien, muy bien, cuál era su destino, que lo llamaba.
Entró silenciosamente en la ciudad de los Reyes -rendida sin sangre- justo el 9 de julio, día del aniversario de la independencia de las provincias unidas en Suramérica, dos semanas más tarde de la victoria de Bolívar en el llano de Carabobo. Ejecutó una operación magistral de movimientos y de sitio a la ciudad, hasta que el virrey la abandona con sus tropas.
Las crónicas subrayan que hubo entonces en la Lima un gran temblor de tierra, atribuible a la conmoción del inca en su tumba, como dice la letra del himno que ya cantaban todos los ejércitos libertadores americanos.
En el gobierno, San Martín redimió vientres, suprimió los azotes, abolió los tormentos y -según su ministro y mano derecha, el peruano (nacido en Tucumán) Bernardo de Monteagudo- “erró y acertó”. Pero cuando se paseaba por la ciudad en su carroza de seis caballos de protector del Perú muchos a su paso se reían, allá también, de “el rey José”.
Y así avanzan, hermanados por el caballo y la costumbre de la soledad y de los espacios infinitos, los soldados gauchos de San Martín hacia el norte y los soldados llaneros de Bolívar hacia el sur, como entre llamas, clavando de patria en patria el pabellón americano, mostrando claros los caminos allá en la cresta de los Andes. Más amigos de la montura que del gabinete, con un puñado de granaderos y lanceros, terminarán recorriendo con las banderas inflamadas de la redención más mundo que ningún otro conquistador de la historia universal. La prodigiosa gesta tiene más duración y abarca mayor amplitud geográfica que las de Alejandro, Aníbal, César y Napoleón. Las marchas a través de gigantescas cordilleras y ríos tumultuosos, de vastos desiertos ardientes, de nieves perpetuas, de alimañas feroces y de hombres más feroces que alimañas, son más largas que las del Gengis Khan y las de Tamerlán. ¡Pero aquí no se trataba de conquistadores sino de libertadores, que no encadenaban pueblos sino que los emancipaban!
Lo que sigue a continuación, demasiado poco conocido, en general acallado, bastardeado, tergiversado o minusvalorado por los historiadores, constituye una de las claves más significativas para comprender el sentido pleno de la gran epopeya continental americana y de la inquebrantable voluntad política y visión estratégica de sus jefes.
Por entonces arriba a Lima el representante de Bogotá Joaquín Mosquera, quien negocia con Monteagudo las bases del tratado de unión entre Colombia y Perú para lograr la asociación de cinco estados y formar “una nación de repúblicas, objetivo tan sublime en sí mismo que no dudo vendrá a ser motivo de asombro. ¿Quién resistirá a la América reunida de corazón, sumisa a una ley y guiada por la antorcha de la libertad?”, dicen las instrucciones de Bolívar a su diplomático y ministro. O sea que el plan incluía Colombia y Perú, pero también a Chile y las provincias unidas y, evidentemente, a Venezuela. Si se tiene presente la división política actual de esos territorios, en la negociación se abarcaba Ecuador, Panamá (por entonces provincia de Colombia), Bolivia y Uruguay, aún integrantes del ex virreynato del Plata. Es decir, toda Suramérica excepto el Paraguay -encerrado siempre en sus límites- y Brasil. El 6 de julio de 1822 se firma en la ex ciudad de los Reyes, recientemente convertida en ciudad de los Libres de Lima, el tratado según el cual “la república de Colombia y el estado de Perú se unen, ligan y confederan desde ahora para siempre, en paz y guerra, para sostener con su influjo y fuerzas marítimas y terrestres, en cuanto lo permitan las circunstancias, su independencia de la nación española y de cualquiera otra dominación extranjera, y asegurar, después de reconocida aquélla, su mutua prosperidad, la mejor armonía y buena inteligencia, así entre sus pueblos, súbditos y ciudadanos, como con las demás potencias con quienes deben entrar en relaciones”. Para el cumplimiento de este último propósito “los libertadores de Perú y Colombia se obligan formalmente a interponer sus buenos oficios con los gobiernos de los demás estados de la América antes española para entrar en este pacto de unión, liga y confederación perpetua”. El texto también establece: “La república de Colombia y el estado de Perú se prometen y contraen un pacto perpetuo de alianza íntima y amistad firme y constante para su defensa común, para la seguridad de su independencia y libertad, para su bien recíproco y general y para su tranquilidad interior, obligándose a socorrerse mutuamente y a rechazar en común todo ataque o invasión que pueda, de alguna manera, amenazar su existencia política. […] Para asegurar y perpetuar del mejor modo posible la buena amistad y correspondencia entre ambos estados, los ciudadanos del Perú y de Colombia gozarán de los derechos y prerrogativas que corresponden a los ciudadanos nacidos en ambos territorios, es decir, que los colombianos serán tenidos en el Perú por peruanos, y éstos, en la república, por colombianos. […] Los súbditos y ciudadanos de ambos estados tendrán libre entrada y salida de los puertos y territorios respectivos y gozarán en ellos de todos los derechos civiles y privilegios de tráfico y comercio. En esta virtud, los buques y producciones territoriales de cada una de las partes contratantes no pagarán más derechos de importación, exportación, anclaje y tonelaje, que los establecidos o que se establecieren para los nacionales en los puertos de cada estado, es decir, que los buques y producciones de Colombia abonarán los derechos de entrada y salida de los puertos del estado del Perú como peruanos, y los del estado del Perú en Colombia como colombianos. […] Si por desgracia se interrumpiese la tranquilidad interior en alguna parte de los estados por hombres turbulentos, sediciosos y enemigos de los gobiernos legítimamente constituidos por el voto de los pueblos, ambas partes se comprometen solemne y formalmente a hacer causa común contra ellos, auxiliándose mutuamente con cuantos medios estén en su poder”.
El tratado es dado a conocer a la prensa peruana con una introducción de San Martín que afirma: “Los territorios de América […] necesitan unirse estrechamente para sostener su esplendor y no ser sojuzgados por las potencias extranjeras”. Está claro, pues, que no se trataba meramente de una idílica hermandad espiritual, sino de una confederación político-económica-militar activa, operativa y ejecutiva. El convenio Monteagudo-Mosquera, muy bien estudiado por Norberto Galasso en Seamos libresy muy ninguneado por Ricardo Levene -que le asigna “un contenido de carácter militar”- y por Ricardo Rojas -¡que ni siquiera lo menciona en El santo de la espada!-, constituye la antesala del abrazo de Guayaquil entre ambos libertadores, tres semanas después.
San Martín a los cuarenta y cuatro años y Bolívar a los treinta y ocho habían cumplido una de las empresas más complejas y trascendentales de la historia universal: la creación política de un nuevo universo, la emancipación de un continente indigno, en las circunstancias más adversas, sin elementos y contra la voluntad de ese mismo continente, al que por fin se logró emancipar contra sí mismo y contra sus detentores.
La renuncia del protector del Perú significará -por sus consecuencias inmediatas- la renuncia a la integración territorial del virreynato del Plata. Esto revela que San Martín nunca pensó en un proyecto de nación argentina en el marco de las provincias unidas, sino que se propuso la emancipación global de nuestra América, cuyo logro requería la reorganización continental basada en la creación de nuevos organismos.
Pero pronto, la Francia de Chateaubriand enviará a “los cien mil hijos de san Luis” a cruzar los Pirineos, a aplastar la revolución liberal y a reponer en el trono a Fernando VII…
Finalmente, abandonado por Cochrane, negado por sus batallones, tras un movimiento tumultuario que depuso a su ministro Monteagudo, execrado en Santiago y en Buenos Aires (cuya sala de representantes -en forma casi unánime- resuelve negarle toda ayuda para continuar la campaña, ¡al mismo tiempo que se la brinda a los liberales de España!), corrido por el jacobinismo de la “sociedad patriótica”, al cabo debe renunciar. Y luego de la titánica entrevista con Bolívar, cede a sus oficiales la gloria de las últimas batallas -Junín y Ayacucho- contra el dominio español.
San Martín comenzó a materializar un proyecto irrealizado pero realizable, creyó que otra patria era posible y tuvo la necesaria convicción para iniciar su construcción. No desconoció los factores objetivos que lo condicionaban, y cuando uno de ellos se volvió insalvable -la acción del gobierno porteño-, tuvo la suficiente lucidez y solidaridad como para saber que en un proyecto colectivo no importa quién lo inicia ni quién lo culmina, sino la concreción de los objetivos, y por eso delegó la fabulosa odisea en manos de Bolívar.
Terminada su magnífica empresa, San Martín volverá solitario y torvo a la Argentina, camino al destierro. Se despide de Lima, sereno y en la sombra de la noche, trayendo consigo sólo un simbólico trofeo. Cuenta la tradición que Juana la loca -hija de Isabel la católica y madre de Carlos V- fue quien bordó con sus propias manos el estandarte que Pizarro trajo en 1526 a la conquista del Perú. El que despojó a Atahualpa murió a manos de sus compañeros, por disputas de poderío y rapiña, castigo inmediato de la deslealtad con que el inca fue tratado por sus vencedores.
Se cerraba el ciclo que había iniciado España en América y se iniciaba otro nuevo en la historia. Tal el significado de aquella insignia y el protector lo sabía [Rojas]. La empresa había concluído. Si es que todavía quedaban ofensas que lavar, con la recuperación de aquel trofeo se debería haber dado fin a la leyenda negra de la conquista.
El gran capitán llega a Chile para oír que lo aborrecen, sale a la calle en la resentida Buenos Aires, rica y despótica, veleidosa e insumisa, orgullosa y venal, y escucha que lo silban…
Aquel cuya vida transcurre casi por completo lejos del país, que se ha educado y hecho su carrera en España, que llega cuando el movimiento emancipador ya ha comenzado, que no tiene actuación política en el país sino una acción marginal, bordeando los límites del virreynato, que muere después de veintisiete años de destierro, es sin embargo para todos los argentinos y con toda justicia, el héroe máximo de la nacionalidad. Su genio militar y la capacidad política para formar los cuadros necesarios para el cumplimiento del objetivo de gestar un patrimonio de todos, hacen del general don José de San Martín, verdaderamente, el padre fundador de la patria.
Padre de la patria. Sí, pero padre fundador de la patria grande…
La Argentina -en cuyas guerras civiles se niega a participar- será oficialmente ajena a su gloria, ya que no se beneficiará con la campaña de Chile ni la del Perú. Los triunfos de San Martín en el exterior no son de la Argentina, su gesta y sus victorias no acrecientan la grandeza del país. Su procerato argentino -tan alejado del patriotismo mezquino de patria chica- proviene de su condición de héroe americano.
Para el libertador, el ejército de los Andes no es el ejército del Río de la Plata ni menos el de Buenos Aires, sino el ejército de “las provincias unidas en Suramérica”, es decir, el ejército de la patria grande hispanoamericana, al servicio de la revolución y del proyecto geopolítico ideado por la logia Lautaro y proclamado por el congreso de Tucumán, en busca del “antiguo esplendor”. El no va de un país a otro, sino que se sitúa en las cumbres, por encima de las patrias chicas, superando y diluyendo sus fronteras, desde las alturas.
Lo dijo desde que regresó de Europa en 1812 y lo repitió siempre. Vino para servir a la independencia de América, y ésa fue su empresa. No sintió el patriotismo estrecho de su pago, sino un vasto amor continental. Hombre de armas en tiempo de armas, sirvió con sus armas -como un asceta y un estoico- a la creación nueva del nuevo mundo.
“Yo no soy de ningún partido, soy del partido americano”. El nunca pensó en los pueblos como entes diversos; en el fuego de su pasión, no veía más que una sola nación continental. Pensaba en América más que en sí mismo. Y entendía -correctamente- que sólo la independencia de todos era garantía para la independencia de cada uno de los pueblos, que sólo de la unión de éstos surgiría la libertad y la paz. No veía los pueblos hechos sino los pueblos futuros que bullían, con la angustia de la gestación, en su cabeza [Martí]. Al leer la proclama de la independencia del Perú a los habitantes de ese país, comenzó llamándolos “¡compatriotas!”. Como esto no se comprende, ¡incluso ahora, cuando justamente debemos pensar y sentir así, nosotros mismos!, se le endilga a San Martín haber sido un agente inglés ¡o de Napoleón! o un masón manipulado o un segundón de Bolívar o cualquier otra estupidez denigratoria, delatando así la pequeñez y mezquindad del que mide sin conocer la grandeza.
No, su genio enorme se anticipa a su época -¡y a la nuestra!- con el diseño de un nuevo espacio político adecuado a la estrategia confederativa que se funda en la continuidad geográfica de Hispanoamérica.
Quien no comprenda esto, además de faltar a la verdad, está renunciando a tener un destino.
Con razón señala Mitre: “San Martín no fue un hombre sino una misión”.
Y cuenta Sarmiento: “En 1826, un día los vecinos de Buenos Aires acudían en tropel a ver entrar a ciento veinte hombres al mando del coronel Bogado, últimos restos de los granaderos a caballo, que volvían después de trece años de campaña por todas aquellas Américas, como ellos decían, a deponer sus armas en el parque donde las habían tomado, anunciando que no quedaba un español armado en todo el continente.
“Sus armas y sus estandartes formaron un trofeo en la sala de armas. La tarea estaba terminada.
“¡No sabemos si la patria les dio las gracias! Siete soldados [fundadores del regimiento de granaderos] volvieron, los únicos que quedaban vivos o reunidos en cuerpo de los que salieron del Retiro. De éstos, sí sabemos que no fueron distinguidos por pensión ni gracia alguna”.
El paraguayo José Félix Bogado -lanchero del río Paraná- se había incorporado en San Lorenzo a los granaderos, acompañando fascinado a San Martín por las campañas de Argentina, Chile y Perú. Prosiguió luego sus servicios a las órdenes de Bolívar por Ecuador y Colombia. El modesto soldado, ya ascendido a coronel, volvió al Plata casi desnudo después de Ayacucho, trayendo la bandera hecha andrajos del regimiento de granaderos, al frente de los últimos restos del ejército de los Andes. Las armas fueron guardadas en el Retiro, en una caja de cedro con una inscripción en una chapa de bronce, que dice: “Armas de los libertadores de Chile, Perú y Colombia”. Sí, Colombia también, puesto que habían triunfado en Riobamba, Pichincha, Junín y Ayacucho.
Como si el destino se hubiera empecinado en señalarnos la gran lección histórica del arquetipo de nuestra nacionalidad, luego de cien victorias, San Martín nos enseñó el desprendimiento y el renunciamiento. Después de vencer al enemigo por media América, después de vencer la intriga y la calumnia, también se venció a sí mismo (la mayor victoria que se pueda alcanzar, según don Quijote) y la que lo hace grande entre los grandes. La gloria del libertador reside, más que en sus acciones guerreras, en su silencio, en su magnífico pudor frente al triunfo.
En su destierro, finalmente, el gran capitán vivió su vejez como consagrado, sin poner mano jamás en cosa de hombre (”estoy y estaré retirado del mundo”); aquel que había alzado -al relámpago de sus ojos- a medio continente, repartiendo triunfos y gloria. Vio en sí cómo la grandeza de los caudillos no está en su propia persona, sino en servir a la grandeza de su pueblo [Martí]. Y murió en paz, en Francia, anciano y sereno, casi ciego, en una casa frente al mar llena de flores y de luz, tomado de la tierna mano de su hija.
Pero con tanta majestad como la del macizo del Aconcagua en medio del silencio de los Andes.
Por su parte, Bolívar pensaba en Suramérica como Napoleón en Europa, a la vez atraído y repelido por el esplendor imperial de la visión, con Lima por París [Madariaga]. Describirá -en la Carta de Jamaica– el sentido político de la epopeya: “Yo deseo más que otro alguno ver formar en América la más grande nación del mundo, menos por su extensión y riqueza que por su libertad y gloria. […] Es una idea grandiosa pretender formar de todo el mundo nuevo una sola nación con un solo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo; ya que tiene un origen, una lengua, unas costumbres y una religión debería, por consiguiente, tener un solo gobierno que confederase los diferentes estados que hayan de formarse. […] Es la unión, ciertamente; mas esta unión no nos vendrá por prodigios divinos sino por efectos sensibles y esfuerzos bien dirigidos”.
Sin embargo, con el exilio definitivo de San Martín y el colapso dramático de Bolívar, la revolución criolla americana -una gran epopeya continental-, ganada por el liberalismo contrarrevolucionario, librecambista, apátrida y cipayo, no fue capaz de consolidar un sistema concebido a imagen y semejanza de los libertadores. Sus “vidas paralelas” terminaron sus respectivos destinos en el desencanto: San Martín, presionado por las facciones, adelanta su renunciamiento y Bolívar -tan distinto pero tan parecido a San Martín- se precipita en el torbellino que ha desatado para terminar finalmente “arando en el mar”. Sin embargo, de hijo en hijo, mientras América viva, el eco de sus nombres resonará en lo más recóndito de nuestras almas. Desde que ellos murieron, el cielo del continente brilla más claro, como si en él la luz se hubiera multiplicado.
Por su parte, Bolívar en su lecho de muerte diría: “Veo claramente nuestra obra destruida y la maldición de los siglos caer sobre nuestras cabezas. Estos países caerán en manos de la multitud desencadenada de sus tiranuelos de todo color y de toda índole, demasiado pequeños para que se les note”. No podría haber profetizado con mayor exactitud el inmediato proceso de disgregación que se desencadenaría en Hispanoamérica. El ejemplo contrario de Lusoamérica confirmaba que su visión histórica no era desbaratada para su época. Ni para la nuestra…
Concluye José Martí: “Hay hombres que viven contentos aunque vivan sin decoro. Hay otros que padecen como en agonía cuando ven que los hombres a su alrededor viven sin decoro. En el mundo tiene que haber cierta cantidad de decoro, como tiene que haber cierta cantidad de luz. Cuando hay demasiados hombres sin decoro, siempre surgen otros que portan en sí el decoro de muchos. Estos son los que se rebelan con fuerza terrible contra los que les roban a los pueblos su libertad y su dignidad, que es robarles a los hombres su decoro. En esos hombres van miles de hombres, van pueblos enteros, va la dignidad humana. Esos hombres son sagrados”.
Por eso, estos dos nombres son sagrados en Suramérica: San Martín y Bolívar. Así lo sienten el gaucho y el llanero, el roto y el cholo, el huaso y el coya. A pesar de los denodados esfuerzos por enfrentarlos en competencia (Mitre, Rojas y otros historiadores) o -los más recientes- por banalizarlos con presuntos chismes íntimos escabrosos, cuando no por difamarlos directamente con alevosía. Por supuesto que no eran próceres de bronce, inmóviles y fríos, sino de carne y hueso, con pasiones, tentaciones y errores como todos los hombres, incluso los grandes. Pero si hay senado en el cielo, ahí estarán sentados esos dos héroes magníficos, caballeros de verdad y de la Verdad, vigilantes y ceñudos, todavía calzados con las botas de campaña, atentos al llamado del próximo clarín. Porque parafraseando a Martí -que algo sabía de eso-, cuando América se cansaba, ellos no se cansaban. Y lo que ellos no dejaron hecho, sin hacer está hasta hoy.
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