Por Rodolfo Parbst
Tan remotas como los juegos de taba y las corridas de toros, las riñas de gallos arribaron a nuestras costas en los pesados galeones de la Conquista y prosperaron hasta que la evolución de las costumbres, las leyes de “protección de animales” y las disposiciones contra los “juegos de apuestas”, comenzaron a desplazarlas y concluyeron con su prohibición absoluta.
Hasta el siglo XVIII existieron en nuestro medio algunas “gálleras” precarias, improvisadas, en realidad, en las proximidades de las pulperías o en las casas de vecinos aficionados, con una duración que no excedía la de las peleas concertadas. Entre los primeros “reñideros” estables se cita el que instaló en 1767, en la ciudad de Buenos Aires, el “gallero” José de Alvarado, cerca de la plaza Monserrat (Manuel Bilbao, Tradiciones argentinas), y existen noticias sobre los trámites que se realizaron en 1785 -en tiempos del virrey del Campo- para la habilitación de una Casa de Gallos, proyecto del que fue ferviente animador el aficionado don Manuel Melián.
Se conoce, también, lo relativo a la habilitación de “reñideros” para “pardos y gente baja, para evitar algunas discusiones que hay en el otro reñidero con los señores”, trámite que no llegó a prosperar pero, que informa con suficiente claridad sobre la existencia de “líneas” de clase y de color.
Durante el período colonial la existencia de las “canchas”, “reñideros” o “casas de gallos” estaba cuidadosamente reglamentada, y las mismas pagaban impuestos especiales, que se destinaban frecuentemente a las llamadas Rentas de Propios y Arbitrios. Entre los “reñideros” que existieron con posterioridad gozó de gran renombre el que poseía el empresario José Rivero en la calle Venezuela, con butacas y amplia gradería de tipo circense.
Para las riñas se empleaban gallos de razas especiales, como la Aseel o Calcuta, de origen indio, la de Brujas (belga), la Inglesa (traída a comienzos del siglo XIX por marineros ingleses, que vendían cada gallo a 30 ó 40 pesos fuertes) y la Malaya; puras o cruzadas entre sí, o con faisanes, para asegurar su ferocidad natural. Se trataba en general de animales de formas magras y estilizadas, de poco peso, cabeza corta, pico ligeramente corvo, ojo vivaz, cogote largo, patas robustas, provistas de fuertes espolones naturales, y plumaje brillante, duro y colorido.
Por el tipo de plumaje se los diferenciaba en giros, blancos, naranjos barbuchos, bataraces, giros reales, colorados, cenizos oscuros, overol, giros negros, congos, torcazos, pintos, giros naranjos, capelos, cenizos giros, etc. Los populares giros se caracterizaban por su reluciente plumaje amarillo oro o rojizo, con reflejos metálicos (en la golilla, dorso y parte de las alas), con zonas negras, o con pintas negras y blancas (en muslos, lomo, rabadilla y cola).
La tenencia y cría de gallos era afición tan extendida como las mismas riñas, y se los podía ver en gallineros humildes o en -las galleras de grandes criadores como los generales Angel Pacheco y Manuel Hornos, el coronel Hilario Lagos, Manuel Gazcón. Juan Salvador Boucau, Carlos María Bazo y muchos otros. La preparación de los gallos para la pelea constituía una verdadera ciencia, que requería el concurso de “compositores” experimentados y responsables. Entresacando información de diversas fuentes y procedencias, trataremos de ofrecer un cuadro sintético de los complejos y concienzudos “aprontes” que precedían a la riña propiamente dicha.
Al gallo seleccionado, por los antecedentes de su padre, por la estridencia de su canto o por sus manifestaciones espontáneas de agresividad se lo mantenía aparte, en lugar limpio y reparado, generalmente sin contacto con las gallinas, para que “juntase fuerza” y para evitar el contagio del “moquillo”, la “pepita” y las “llagas”.
Para mantenerlo en peso -entre las 4 ó 6 libras que debía pesar el día de la pelea- se le racionaban el agua y la alimentación, que según Saubidet consistía principalmente en maíz cuarentón, pizingallo blanco y algo de trigo candeal. Periódicamente se lo purgaba con aceite de castor para limpiarlo de impurezas, y se le suministraban friegas en los muslos con aguardiente o alcohol rebajado.
Una vez en estado comenzaban los “vareos”, que consistían en una serie de ejercicios que había que realizar con mucha paciencia y habilidad para fortalecerle las patas y las alas. En el “voladero”, que era una habitación especialmente dispuesta, se le hacía saltar sobre un cajón y luego se lo arrojaba hacia atrás, en dirección a un bulto de paja o bolsas ubicado a regular distancia, esto último para hacerlo “trabajar” con las alas. En otras ocasiones se lo “manteaba”, dejándolo caer sobre un bulto blando o sobre un catre, con el propósito de que adquiriese fortaleza en las patas; o se lo obligaba a caminar, describiendo un ocho, entre las piernas del “compositor”.
Un aspecto importante del entrenamiento eran Ios “golpeos” y “toreos”, que se realizaban con la participación de otro gallo, al que se designaba en algunas regiones con el nombre de “mártir”.
En Don Fidel y la muerte del general Peyegrini el cuentista jujeño Daniel Ovejero registra, entre otras, esta faz del entrenamiento:
“Cada día de por medio se lo toreaba, ejercicio que consistía en hacer que persiguiera a otro gallo que el toreador tenía en las manos y que esquivaba diestramente cada vez que el toreador iba a alcanzarlo. En el curso del tiempo que duraba el adiestramiento debía ser topado dos veces: el tope era un verdadero combate con otro gallo, pero se forraban cuidadosamente los espolones a fin de evitar las heridas. El primero era duro, o sea largo; el segundo blando, esto es, corto”.
En Buenos Aires al gallo que actuaba como “mártir” en los “topes” o “golpeos” también se le colocaba “piquera” y “vainillas”, para que no dañase con el pico y los “machos” o espolones al animal que debía combatir.
Los gallos recibían nombres muy variados, en relación con su plumaje o con alguna de sus características, pero eran frecuentes los sonoros y marciales, como Kaiser, General, Capitán, o los patrióticos, como General Belgrano y General San Martín, y no faltaban los nombres de políticos, como Alem, Ugarte y Juárez Celman, según noticia del citado Ovejero, con los que se transferían al “reñidero” las tormentas políticas de la época.
El día convenido para la pelea se transportaba al gallo con grandes precauciones, encanastado, enjaulado o simplemente bajo el brazo, con “piquera” y “manea”. Se encargaba del animal el propio “compositor” o bien un “corredor”, que hacía las veces de “segundo” del gallo. En una pequeña balanza se lo pesaba en libras y onzas, según era corriente, y se le calzaban los “puyones” o púas de metal que usaría en el combate. A continuación el juez procedía a revisarlo para descubrir algún posible “moquillo” o treta destinada a aventajar al contrario (aceite en el cogote, “unto”de zorro o león, etc.).
Antes de la pelea se advertía a los presentes sobre el estado de ambos animales, si eran tuertos o “reparados”, si eran “despicados”, esto es con el pico roto, si se trataba de u “pollo” (animal no destroncado y de pata tierna) contra un “jaca”.(destroncado), etc., y se los colocaba en el “reñidero”, cuyo diámetro habitual era de 3,50 m, para dar comienzo al encuentro.
Las apuestas se concertaban de antemano, pero entre los asistentes era frecuente que se aguardasen los primeros momentos de la riña para advertir cuál de los dos gallos era más rico” y acometedor, e inclusive que las apuestas continuasen hasta los lances finales, a favor de sus imprevisibles alternativas.
En la jerga gallera bonaerense existían numerosos modismos para designar las diversas alternativas y lances de la riña. Así, se llamaba “tope” al ataque con las patas, “puñalada” al golpe de púa, y “mordida” a los golpes de pico. “Careo” era el enfrentamiento de ambos gallos, separados por una distancia no mayor de una cuarta. “Llegar a pico” era atacarse los animales con el pico, en los momentos preliminares, y “tiro de crédito” era la maña o golpe, generalmente mortal, que constituía la fama de determinados gallos (una “puñalada de toque” o un “tiro de revoleo”, por ejemplo).
“Salidas” eran las huidas del bicho frente a un ataque a fondo, y se decía que estaba “torcido” cuando se mareaba o fatigaba por el ímpetu del contrario. “Peinar” al gallo era rascarle la cabeza para reanimarlo, maniobra que solo se podía cumplir por indicación del juez; y “hasta rematar” era hacerlo combatir hasta la muerte o fuga del adversario, para lo cual se los “rozaba”, obligándolos a embestirse y “dar pico”.
Cuando uno de los gallos quedaba ciego, por acción de los puazos y “mordidas” recibidos durante el combate, se afirmaba que estaba peleando “a oído” y si esto le ocurría a los dos, como era frecuente, se los introducía en el “tambor”, un recipiente de diámetro reducido que facilitaba el encuentro. Con la voz “tablas” se designaba al empate, y se decía que había “clavado el pico” el gallo derrotado.
Las variadas alternativas de la lucha y la participación no siempre leal de los “corredores” daban lugar, como es natural, a discusiones y protestas que los jueces del reñidero no siempre podían resolver satisfactoriamente. Para ayudarlos en su tarea y fijar, de paso, el patrón a que debía sujetarse el espectáculo, se redactaron varios reglamentos especiales, como el Oficial de 1861, el suscripto en 1870 por el Juez de Paz don Rafael Trelles u otro, que se publicó en La Plata en 1935, a manera de testimonio de la supervivencia casi clandestina del “reñidero”.
El francés Alfred Ebelot consignó, en su libro La Pampa (1890), el espectáculo vibrante y sangriento de la “gallera” rural. En nuestra literatura tocaron el tema, entre otros, Leopoldo Lugones (el capítulo “Jarana” de La guerra gaucha), Ricardo Güiraldes (Don Segundo Sombra, capitulo XIII), el ya mencionado Daniel Ovejero y Luis Franco, que lo aborda en su recomendable Desquite
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