Hay una resistencia, que se va agotando, para destacar la significación de estos hechos. En general, los hombres prefieren motivos ruines para explicar las grandes acciones, y sólo pequeños se dieron al hispanoamericano para explicarle la Conquista, a pesar de que sin el apoyo de grandes fuerzas místicas es inconcebible. ¡El oro! ¡El famoso oro de América! Dice Vasconcelos: “Si fuese exacto que los capitanes, movidos de codicia y de afanes temporales, no buscaban otra cosa que el oro de las minas y el bienestar de los mediocres, no se explica que ya que todo esto tenía, pongo por caso, un Alvarado, señor de Guatemala y de otros reinos y que de todo gozaba en paz; sin embargo, un día se le ocurriese, lleno de zozobra, convocar a sus soldados, abandonar cuanto poseía y marchar por esos durísimos caminos a lomo de mal caballo, atravesando sitios que aún hoy nadie atraviesa y recorrer Centroamérica y pasar sobre las crestas del istmo de Panamá y ascender las gigantescas serranías colombianas y cruzar al altiplano magnífico y llegar hasta cerca de Quito. ¿En busca de qué? En busca de oro, han repetido los pobres de espíritu, los que nunca acertarán a comprender el heroísmo”. Otro hecho. En Asunción del Paraguay se encuentra el grupo sobreviviente de la que fuera lucida expedición de don Pedro de Mendoza. Lo gobierna Irala. El tesorero Montalvo escribe al rey para quejarse de que el gobernador no quiere salir a buscar minas de oro, que debe haberlas, según expresa, y alega que esa conducta de Irala obedece a que, si encontrara oro, el rey mandaría gobernador de más jerarquía. Irala prefería ser cabeza de ratón que cola de león. ¡Lo que es mucho más español que lanzarse a buscar oro!
Hemos dicho que el descubrimiento colocó a España ante un doble problema: de conciencia, uno; de orden práctico, otro. El eje es la cuestión de los derechos y de la libertad de los naturales del Nuevo Mundo. La reina Isabel lo resolvió por su cédula de 1500, declarándolos vasallos de la Corona, pero no pasó de una declaración generosa que sentaba un principio, sin ahondar en la cuestión. Un largo proceso surge a su alrededor, en el que actúan teólogos, canonistas y jurisconsultos, y alcanza su punto crítico con el choque de Ginés de Sepúlveda y fray Bartolomé de las Casas.
Es preciso volver hacia atrás. Cuando se inicia la conquista, las normas vigentes sobre el derecho de guerra autorizaban la esclavización de los tomados prisioneros en caso de guerra justa. La Corona, para evitar abusos, procuró ajustar las guerras que impusieran los indios a ciertas normas, en virtud de las cuales era preciso, antes de luchar, requerirlos a que se sometieran. La buena intención del requerimiento determinó que tanto Hernán Cortés como Pedro de Alvarado, en México y Guatemala, respectivamente, hicieran esclavos no sólo a los capturados en guerra estimada como justa, sino a aquellos que, de acuerdo con las costumbres precolombinas, lo eran por compras, tributos o tratos de otra índole, y pasaron como indios de rescate de manos de sus amos indígenas a las de los europeos. Pero desde que Colón enviara los primeros indios esclavos para venderlos como tales, en las esferas religiosas y en las de gobierno se había comenzado a discutir la razón de su esclavitud. La cédula de 1500 los consideró vasallos, pero dejó subsistente la cuestión de los capturados en guerra. A raíz de la actuación de Cortés y de Alvarado, y con la experiencia desgraciada de lo ocurrido en las islas y en la costa firme, en 1530, al designarse presidente de la segunda Audiencia de México al obispo Sebastián Ramírez de Fuenleal, fue posible que el poder real pusiera alguna valla en las relaciones entre españoles e indígenas. En lo que concierne a la esclavitud, la reina Juana dio una cédula, a 2 de agosto de 1530, en que explicaba a las Audiencias de Santo Domingo y a la de México, así como a todos los gobernadores, corregidores, alcaldes mayores y otros jueces de Indias, que al principio de los descubrimentos los Reyes Católicos permitieron cautivar y hacer guerra a aquellos naturales que resistían con mano armada a los predicadores de la fe católica; que eso fue tolerado, más tarde, por doña Juana y don Carlos “como cosa por derecho e leyes de nuestros reinos se podría sin cargo de nuestra conciencia hacer e permitir”; pero considerando los muchos e intolerables daños que se les habían seguido a los indios, por la desenfrenada codicia de los conquistadores, se ordenaba que en lo sucesivo, aun en tiempos de guerra considerada justa, nadie osara cautivar a los indios y que tampoco se pudieran obtener esclavos por vía de rescate. Los dueños de indios esclavos tenían treinta días después del pregón de la cédula para manifestar ante la justicia “los que verdaderamente son esclavos, e de ahí adelante no se puedan hacer más’’. Las protestas que semejante provisión produjera fueron de tal magnitud, que los reyes, alarmados, y engañados por el procurador de Guatemala, Gabriel de Cabrera, por cédula de 19 de marzo de 1533 revieron lo sustancial de la anterior, lo que a su vez determinó que la Audiencia de México se dirigiera a la Corte diciendo que no podía creer que se hubiera dictado tal orden, por el daño que se seguiría. Los franciscanos de México, en memorable protesta, se dirigieron al rey, diciéndole: “Oh, católico Príncipe, ¿y ése es el galardón que de vuestras reales manos esperaban vuestros vasallos?; ¿y éste es el tesoro que la Iglesia esperaba de las ovejas a vos encomendadas?; no podemos alcanzar con qué espíritu fue movido el que tal relación fue a dar a vuestro Consejo para que tan gran crueldad concediese, ni podemos imaginar cuán perentorias fueron las razones de aquél, que así pudiese convencer la sabiduría de tan claros varones como hay en vuestro alto Consejo para que tal cosa otorgasen”. Los esclavos eran entonces herrados, y los franciscanos sostenían que tal cosa era contra la ley divina, la cual no consentía que los libres fuesen esclavizados y que, aun en el caso de que se dijera que sólo se herrarían los esclavizados justamente, los españoles tenían sobrada codicia e importunaban a los caciques para que les rescataran esclavos a trueque del tributo, y éstos, por verse libres, entregaban indios comunes —llamados maceguales— por esclavos; que la concesión era contra el oficio imperial, que consistía en amparar a la Iglesia y libertar a los cautivos injus-tamente, y que, finalmente, iba en contra de la condición con que S. S. Alejandro VI había hecho donación de las Indias a la Corona, así como contra el buen gobierno de las mismas. En esta ocasión, fray Bartolomé de Las Casas se dirigió al rey, desde la ciudad de Granada, de Nicaragua, a 15 de octubre de 1535, mostrando su asombro de “cómo puede tanto la malicia de los que tal informan, que baste a engañar a una tan egregia y admirable sabiduría…”, y afirma que no hay ningún esclavo indio en las Indias que lo sea justamente o que justamente lo haya sido. Los indios —dice— “son lo que fuimos en España antes que nos convirtiesen los discípulos de Santiago, y aun harto mejores en esto y más aparejados para recibir la fe que nosotros”. Por cédula dada en Toledo a 31 de enero de 1539, don Carlos y doña Juana mandan que en adelante, por ninguna vía ni forma, ningún español sea osado de rescatar ni comprar a los caciques y principales los indios a ellos sujetos y que tuvieren por sus esclavos; adoptándose, además, medidas para restringir la prerrogativa de los indios para hacer esclavos.
Estos y otros hechos similares dieron origen a la polémica Sepúlveda-Las Casas.
En muchos textos adocenados, Ginés de Sepúlvcda es presentado como el exponente del pensamiento hispánico, defensor de la explotación de los indios y declarado partidario de su esclavización. Vacas Galindo dice: “Ginés de Sepúlveda se prestó a defender… con toda su alma ardiente la acción nefasta de tan criminales españoles”, como debieron ser los encomenderos; bien que entre ellos, como ocurre siempre, había de todo, buenos y malos. Cuando a raíz de las Ordenanzas de Alfaro, Hernandarias de Saavedra dijo a sus indios de Santa Fe que eran libres y en lo sucesivo trabajarían voluntariamente a salario, aquéllos se sublevaron, creyendo que el magnífico encomendero los abandonaba. Repetimos, las generalizaciones son peligrosas en historia.
Para juzgar a Sepúlveda no se ha escuchado otra voz que la de su oponente, aunque hoy día existe una amplia corriente revisionista que tiende a colocar el episodio y a sus protagonistas en el lugar que les corresponde. Para lograrlo hay que comenzar por plantear la cuestión del indio en sus verdaderos términos, es decir, no olvidar que el descubrimiento de América creó una serie de problemas jurídicos que rebasaban los cuadros del derecho tradicional y positivo. Para suplir las fallas, los reyes recurrieron más a los teólogos que a los juristas, porque valoraban el sentido moral que debían imprimir, en base a una concepción integral del mundo, a la empresa de las Indias y al nuevo derecho que ellas imponían. La cuestión era ardua. En 1545, el obispo de Guatemala, Francisco Marroquín, admitía la mucha ciencia de los del Consejo de Indias y hasta su parte de experiencia, mas agregaba: “…pero aca hay mucha más experiencia”, señalando así la dificultad de hacer congeniar las ideas con los hechos. El debate a que estas cuestiones dieron motivo se prolongó varios años e intervinieron juristas como Palacios Rubio, Gregorio López, Vázquez de Menchaca y otros, quienes lo hicieron dentro de los principios de la teología. Ginés de Sepulveda constituye la excepción. Rompe la línea general de los jurisconsultos españoles para situarse dentro de un aristotelismo puro, hasta caer en una forma de pensar que se acerca, como lo reconoció Menéndez y Pelayo, a la de “aquellos modernos sociólogos y positivistas que proclaman el exterminio de las razas inferiores como necesaria consecuencia de su vencimiento en la lucha por la existencia.”.
Sepúlveda no fue abogado de los encomenderos ni escribió para defender los intereses de nadie. Repudió, como cualquier bien nacido, que se cometieran abusos con los indios, y sus tesis nada tienen que ver con eso. Su posición fue más formal que efectiva; más con fines doctrinarios que legislativos. Representa las normas del pensamiento clásico, revividas por el Renacimiento, en su choque con la teología. España otorgó el triunfo a ésta, es decir, a quienes proclamaban los eternos dictados de la moral cristiana y el espíritu de caridad. ¿Cómo es concebible que este episodio, fundamental para demostrar la realidad del sentido misional de la conquista, pueda haber sido utilizado para negarlo? La polémica entre Sepúlveda y Las Casas tuvo lugar en Valladolid, en junta ordenada por el rey, quien, como resultado, rechazó la tesis clásica de la servidumbre natural, defendida por Sepúlveda, y aceptó los principios de la libertad cristiana, defendidos por el dominico; de manera que presentar al primero como representante del pensamiento español y al segundo como un revolucionario es un traspié interesado. En aquella oportunidad, lo revolucionario estuvo representado por el jurista, y lo tradicional por el fraile. Sepúlveda se había iniciado en Italia con Pomponazzi y era autor de una version latina de la POLÍTICA, de Aristóteles; hombre de neta formación renacentista del cinquecento, con la pasión por la cultura antigua propia de los de su escuela y no siempre subordinado a la teología. Ésta, después de la conciliación aristotélico-tomista, lograda por la superación de Santo Tomás, se encuentra con que el renacer de la cultura clásica tiende a destruir el equilibrio que no le había sido fácil obtener, cuando la corriente renacentista toma las vías tortuosas del puro racionalismo. Es ese carácter seglar, que tuerce el sentido primitivo de aquel movimiento, el que condujo al divorcio del espíritu cristiano, hecho que debe destacarse, porque revela que si España hubiere seguido, de acuerdo al concepto del progreso que tanto emociona a cierta historiografía, las corrientes que terminaron por encauzar el movimiento renacentista, que en el debate fueron expuestas por Sepúlveda, la situación de los naturales del Nuevo Mundo hubiera sido otra de la que fue. Si la libertad del indio salió consolidada por una legislación que al final del siglo XVI logró imponer sus determinaciones, debióse a que España buscó la solución del problema en las bases del derecho natural católico. De haber seguido tras las corrientes progresistas que ideron origen a la llamada Edad Moderna, Ginés de Sepúlveda habría podido caer en algún maquiavelo ad hoc y ocurrirle a los naturales de Hispanoamérica lo que a sus hermanos de más arriba.
Sepúlveda no fue rebatido sólo por Las Casas, quien no poseía una capacidad teológica y jurídica muy desarrollada, de manera que tuvo como asesor al maestro Domingo de Soto. También las universidades de Alcalá y Salamanca se pronunciaron contra su tesis y terció en la polémica Melchor Cano, quien le reprochó la admiración que sentía por Italia, al punto de deplorar haber nacido en España. Por otra parte, la obra en que Sepúlveda expresó su doctrina no pudo ser impresa en España, por expresa prohibición que se dictó para ello, y la hizo en Roma. El punto de articulación entre el orden jurídico y la concepción general del mundo estaba constituido por el derecho natural. Sobre éste debía construirse el orden jurídico positivo que reclamaba el hecho americano. Sepúlveda identifica el derecho natural con el derecho de gentes; la raíz del derecho natural sería, por consiguiente, el común sentir de los hombres sabios y virtuosos, de donde surge esta tesis: “Por eso el varón impera sobre la mujer, el hombre adulto sobre el niño, el padre sobre sus hijos; es decir, los más poderosos y más perfectos sobre los más débiles e imperfectos”. Estamos en pleno Aristóteles y, sin forzar los argumentos, cerca del darvinismo. No se trata, por consiguiente, del derecho natural escolástico, según el cual todos los pueblos y todos los hombres participan de él por su simple cualidad de tales. Basta comprenderlo para advertir que el pensamiento de Sepúlveda no puede insertarse en ninguna de las direcciones dominantes en la España del siglo XVI. Hubiera sido, en cambio, bien recibido en Inglaterra. Pero el problema de España es que si se queda en un puro Las Casas, pierde las Indias, y si en un puro Aristóteles, las destruye. Era preciso encontrar el punto de equilibrio, tarea que realiza el padre fray Francisco de Vitoria al afirmar la peculiaridad americana y establecer, con sus RELECCIONES, las bases del derecho internacional moderno. Dijo el padre Vitoria: “…aun admitiendo que estos bárbaros fuesen tan ineptos y obtusos como se dice, no se infiere de ello que deba negárseles el verdadero dominio, ni que deba incluírseles en el número de los siervos civiles. Verdad es, no obstante, que de esta razón y título puede surgir algún derecho para someterlos, como diremos más adelante”.
El problema jurídico de la guerra era fundamental, dentro de la mentalidad de la época, a los fines de ubicar jurídicamente a los naturales de América. Sepúlveda considera que la guerra contra la herejía es causa bastante de guerra justa, pero en la conciencia de los reyes se planteó el problema de la legitimidad de sus títulos para esa guerra. No creían que fuera bastante el descubrimiento ni la conquista. La cuestión absorbió la preocupación de los más grandes ingenios hispánicos de comienzos del siglo XVI, lo que confirma el sentido espiritual que predomina en la empresa de las Indias desde el ángulo en que lo observa la Corona. ¿Cómo imaginar a la reina Isabel de Inglaterra planteándose el problema de conciencia de si el oro que desembarca Drake es de origen legítimo o ilegítimo? Para Sepúlveda bastaba, a los fines de justificar la conquista, la superioridad cultural; la ley natural, no observada por los indios. Apartar a los paganos de crímenes e inhumanas torpezas, así como de la idolatría y de toda impiedad, para atraerlos a las buenas costumbres y a la verdadera religión, era suficiente, según Sepúlveda, para justificar la conquista. La voz española de Vitoria responde: “Los príncipes cristianos, ni aun con la autoridad del Papa, pueden apartar por la fuerza a los bárbaros de los pecados contra la ley natural, ni por causa de ellos castigarlos”. Sepúlveda acepta como obligación traer a los paganos al conocimiento de la verdadera religión, y como si no se sometía a los indios esa labor era imposible, sostenía que era causa bastante para justificar el derecho de conquista la necesidad de evangelizarlos. Vitoria admite que el apostolado puede ser un título justo, pero media una diferencia: mientras Sepúlveda cree que difundir la religión entre los naturales de América es un derecho, Vitoria afirma que es un deber, y sólo como tal lo admite para justificar la conquista. Se procura hacer de estos debates, más que una lucha de doctrinas, un encuentro de intereses. Era inevitable, por cierto, que los intereses en juego emplearan todos los recursos teóricos en su apoyo, pero es torpe suponer una lucha entre los de la Corona y los de la Iglesia. El mexicano Luis Miranda, en su monografía VITORIA Y LOS INTERESES DE LA CONQUISTA DE AMÉRICA, México, 1947, dice que los intereses de la Corona, en el orden interno, eran:1. Impedir que arraigase en América el feudalismo.
- Constituir a los indios en vasallos directos del Rey; y
- Mantener en posición subordinada al poder espiritual.
Miranda dice que los intereses religiosos eran:
Constituir a los indios en fieles y miembros directos de la comunidad religiosa.
- Evitar que personas extrañas se inmiscuyesen en la administración eclesiástica; y
- Supeditar los fines temporales a los espirituales.
Basta recordar las misiones jesuíticas del Paraguay para advertir que el esquema de Miranda falla en su base, y que por muchas vueltas que se le dé, los fines de la Corona y los de la Iglesia no entraron nunca en pugna en cuanto a los fines esenciales de la empresa de las Indias. Que el Estado tuviera en cuenta más el interés que podría llamarse nacional es comprensible, como lo es que la Iglesia considerara más los espirituales que los temporales, pero de ahí a enfrentarlos dista alguna distancia. Vitoria priva al monarca de verdaderos títulos directos de conquista, pero no se puede dudar de que Carlos I no estaba muy seguro de poseerlos, como lo demuestra con su conducta en el debate de los justos títulos. “Como aquellos bárbaros no están sujetos por derecho humano —dice Vitoria—, sus cosas no pueden ser examinadas por las leyes humanas, sino por las divinas… Y puesto que se trata de algo que entra en el fuero de la conciencia, al sacerdote, esto es, a la Iglesia, toca fallar”, pero en la primera relección DE INDIS acepta que sobre la predicación de la religión cristiana “pudo, sin embargo, el Papa, encargar este asunto a los españoles y prohibírselo a los demás”. Miranda admite que el interés nacional “ciega a Vitoria”. No, ¡qué ha de cegarlo! Ocurre que no existe un interés nacional que no sea, a la vez, interés de la Iglesia y que lo del absolutismo es un traspié que no deja ver toda verdad; como lo es el de que el interés nacional “consistía en reservar el monopolio de América al Estado español“. No necesitaba el Estado español buscar doctrinas para tal seguro, y si Vitoria parece torcer su doctrina al establecer que el Pontífice podía prohibir a otros príncipes cristianos que interfirieran en la obra de España en América, “puesto que puede ordenar las cosas temporales como convenga a las espirituales”, es porque no teoriza en el aire. América era una realidad que había que enfrentar con realidades. Éstas debían acomodarse a las doctrinas, pero sin desdeñar los hechos que podían crear un nuevo Derecho. Corona e Iglesia se ponen de acuerdo en supeditar lo temporal a lo espiritual, pero dentro de límites razonables. Donde convino que tal supeditación fuera efectiva, como entre los guaraníes, se la apoyó y no se combatieron proyectados ensayos político-religiosos de carácter utópico surgidos en las mentes de misioneros que pensaron construir con los indios una nueva cristiandad, mucho más depurada y mejor que la europea. Más adelante nos ocupamos de los hospitales de Santa Fe, con los uqe Vasco de Quiroga quiso realizar los sueños de la UTOPÍA, de Tomás Moro. Corre en los primeros años de América, entre los operarios de la orden seráfica, cierto espíritu savonarolista, que se advierte en los escritos de Motolinia y Mendieta, y que este último denuncia al decir que se sienten “contentos con pobre pasadía en vestuario y comida, a ejemplo de los sagrados Apóstoles”. A tal punto llevaron la subordinación de lo temporal a lo espiritual, que no faltaron quienes creyeran que, convertidos los indios, correspondía abandonar el Nuevo Mundo. Pero la tendencia que más bregó en favor de su causa fue la de los franciscanos, empeñados en que el mundo de los indios fuera separado del de los españoles; al punto que Mendieta proponía que hubiera distintos obispos para españoles e indios, así como distinta estructura política y separación en el Derecho aplicable a ambos pueblos. Esta manera de ver surgía de que los franciscanos habían llegado a la conclusión de que se trataba de dos naciones, entre las cuales debía aceptarse una separación neta y radical; para formar con los indios una cristiandad nueva, de acuerdo con las tantas corrientes sociales utópicas que pulularon en la Europa de los siglos XV y XVI y de las que no se vio libre España, aunque en su seno ninguna dio en incursionar por la herejía, como ocurrió en otras partes. Los religiosos franciscanos introdujeron esa corriente en América al enfrentar una masa de hombres primitivos, que permitía la ilusión de poder plasmar una sociedad nueva, liberada de los defectos y vicios de la europea. Tal postura la expresa el capítulo de la orden seráfica que se realizó en México el 8 de marzo de 1594, y afirma que ningún repartimiento es lícito, porque los españoles no tienen derecho para someter a los naturales; ideología que los teólogos de la orden apoyan en las siguientes razones: “La primera, débese considerar esta república de la Nueva España, que consiste en dos naciones, Scilicet, la española y la de los Indios. La de los indios es natural que están en su propia tierra donde se les promulgó el SANTO EVANGELIO faltan dos o tres oraciones de la p.76 no pueden ser tratados como esclavos, sino qué quedaron libres como antes, y su república en sus fueros de propio útil y conservación… La nación española es advenediza y acrecentada, que ha venido a seguir su suerte en estos reinos, y de todos los que dellos se han multiplicado y multiplican de padre y madre españoles, ni de oficio ni de voluntad pertenecen a la república de los indios…” Considerando, por consiguiente, que se trataba de dos repúblicas independientes, declaraban que “es injusticia que se ordene la una a la otra y que la natural sea sierva de la advenediza y extranjera, y que el que es señor en su tierra sea compelido a servir y ser esclavo del extraño a quien por ningún título debe servirlo”. En conclusión: los españoles debían ser incorporados a la república de los indios y no éstos a la de aquéllos, revelando que para aquellos misioneros el contenido religioso era lo esencial de la empresa de Indias y, por lo mismo, debía ser el primer fin de la sociedad política a organizar en ellas. La base debía ser la separación, porque la visión utópica del problema forja la ilusa posibilidad de conservar a los indios en un estado de pureza primitivo; y este afán de librar a los naturales de todo contacto que pudiera contaminarlos no se detuvo hasta afirmar que los españoles debían ser expulsados. No fueron sólo los franciscanos quienes encararon con consideraciones utópicas el problema de las vinculaciones entre los indios y los españoles, porque en muchos de los hombres que cruzaron el mar, los problemas de conciencia eran más poderosos que las sugestiones a que podrían conducir las riquezas mineras y de todo orden del Nuevo Mundo. Cuando señalamos este hecho en nuestra obra EL SENTIDO MISIONAL DE LA CONQUISTA DE AMÉRICA, un fraile dominico, en la recensión que de ella hiciera en MISSIONALIA HISPANICA, Madrid, 1945, negó la veracidad de nuestra información. Los autores no tenemos culpa de las manos donde van nuestros libros. Cierto es que en todas las órdenes religiosas hubo quienes plantearon la cuestión de los justos títulos, llegando a la conclusión de que España no podía tener otra misión y función que la de evangelizar e irse. Cuando se realizó en 1567 el segundo Concilio Limense, el licenciado Francisco Falcón sostuvo que, una vez difundida la fe, no había razón para no devolver a los indios su plena soberanía, afirmando rotundamente que “si los señores incas de estos reinos o sus sucesores, y los mismos reinos vinieran a estado, como podrían venir y vendrán con ayuda de Dios, que se creyese de ellos que los querían y sabrían y podrían gobernar justa y cristianamente, se les han de restituir”.
El padre Juan de la Plaza, primer visitador de la Compañía de Jesús en el Perú, en la Carta Anua de 1574 muestra sus escrúpulos en el sentido de que, para entablar con base sólida su acción misionera, quiere saber si son claros los títulos con que el Rey se había sustituido a los Incas, y pide parecer al padre general y a sus principales consultores. El padre Mercuriano, general de la Compañía, contesta a 7 de septiembre de 1574: “Acerca del punto principal que V. R. consulta, deje las dudas que se le ofrecen, pues no hay que dudar en ello, habiéndose ya determinado, y reconociendo el mundo como legítimo señor al Rey”. Estos hechos poco valen en sí mismos, pero son expresión de que el sentido espiritual de la empresa de Indias era comprendido, hasta con cierto dramatismo extremista, por muchos elementos, al punto de que perdieran todo sentido de la realidad; y la realidad era que si España hubiera abandonado el Nuevo Mundo después de convertirlo, no hubiera asegurado su soberanía. Holandeses, ingleses y franceses hugonotes husmeaban las rendijas de las costas americanas para penetrar por ellas, y no con fines espirituales. La libertad del indio se salvó en aquellos debates a que consciente y libremente se entregó España, y quedó asegurada por cuanto se le abrieron todos los caminos para su perfeccionamiento. Nada ni nadie empujó a España a realizar tan inusitado examen de conciencia. Ninguna potencia exterior, ninguna fuerza material interior, ningún interés de clase o grupo, era, en la primera mitad del siglo XVI, tan poderoso como para obligar a la Corona a analizar la validez de sus títulos para proseguir la empresa americana y estudiar la posición jurídica de los indios. Es ésta una circunstancia que se olvida cuando se pretende plantear la cuestión como un juego de intereses, lo que no importa decir que no los hubiera, sino que no había ninguno tan poderoso como para que la Corona no pudiera someterlo a sus propios fines; pero como los del Estado español responden a principios éticos de origen religioso, la identificación con los de la Iglesia fue absoluta en lo esencial. Aunque pudieron existir rozamientos en cuanto a la aplicación del Regio Patronazgo, no los hubo en cuanto a la finalidad misionera de la conquista.
La dignidad de la persona es esencial en la ideología del padre Las Casas, pero sólo por desconocimiento de las ideas de los tratadistas españoles del siglo se puede estimarla como novedosa, puesto que era la ideología corriente en la mentalidad hispana. La cédula de 1500 de la reina Isabel surge de un problema moral vinculado a esa doctrina. En la misma posición del padre Vitoria no hay ideas originales. Sus principios habían sido formulados por Santo Tomás. Lo original es el rigor lógico con que las desarrolla y las aplica al caso particular que presenta la conquista de América, que le hace comprender que la conversión de sus naturales no puede llevarse a cabo sin determinados supuestos de orden temporal, que obligan a adaptar las ideas a los hechos. Toda la legislación de Indias, de un gran sentido social, está impregnada del afán de defender la dignidad de la naturaleza humana. El padre Vitoria expresa que “ni el motivo de idiotez puede alegarse para afirmar que los bárbaros no son dueños”; lo que bastó, al reconocerse la racionalidad del indio, para que terminara su esclavitud y las razas aborígenes más fuertes subsistieran hasta nuestros días.
Es un juicio acertado el del padre Vicente Beltrán de Heredia, que dice: “Frecuentemente se ha considerado a Vitoria como hombre doctrinario, cuyo pensamiento se mueve en las regiones de la especulación y de los principios, sin que llegase a influir directamente en la marcha de las cosas. Yo creo que más que a nadie, más aún que al propio Las Casas, deben los pueblos hispanoamericanos su salvación al insigne jurista. Si en un principio las luchas entabladas por los delegados de los primeros apóstoles del Nuevo Mundo ante el Consejo de Indias impulsaron a Vitoria a dilucidar con tanto empeño este asunto, los razonamientos de estos misioneros solían ir virtualmente respaldados por el dictamen de Vitoria y sus discípulos. Eso daba consistencia y autoridad a sus reclamaciones, que después se traducían en leyes humanitarias y de protección, de que hoy podemos justamente enorgullecemos como pueblo colonizador… Y las armas de que se sirven aquellos defensores de la libertad son siempre las mismas: los dictados áureos del inmortal autor de las relecciones DE INDIS. Sin ruido, desde su aula, en menos de un cuarto de siglo, Vitoria había conquistado totalmente el campo” En efecto, desde su aula, el dominico había conquistado el campo, pero ¿por qué? Simplemente, porque su voz había interpretado o, mejor dicho, concretado el pensamiento español —sobre todo el del Estado español- respecto de la conquista de América. Vitoria no fue un revolucionario que planteó nuevas cuestiones dentro del pensamiento español, sino un lógico que dio forma definitiva a ese pensamiento en sus relaciones con los problemas americanos.
De lo expuesto surgen varios hechos positivos en el orden histórico. Primero, que España encaró el problema del nuevo Derecho que imponía la realidad del descubrimiento del Nuevo Mundo, en sus relaciones con los indios, desde el punto de vista humanista del derecho natural escolástico, en base a la defensa de la libertad cristiana; segundo, que rechazó las corrientes renacentistas que apoyaban una intervención más enérgica de compulsión sobre los indios, en base a las tesis clásicas sobre la servidumbre natural; tercero, que desde el punto de vista de la explotación con sentido materialista de las riquezas de América, la adopción de las tesis de la libertad cristiana era menos conveniente que las de las aristotélicas, propugnadas por Sepúlveda, pero que España desechó los intereses materiales en favor de los espirituales; cuarto, que la legislación de Indias, desde la real cédula liberadora de 1500, siguiendo con las leyes de Burgos, las de Valladolid, las llamadas leyes nuevas de 1542, así como la extraordinaria legislación social en favor del trabajador indígena dictada por Felipe II, responde a tesis de los teólogos católicos, por lo que en algunos casos chocaron a tal punto con la realidad americana, que dieron origen a alzamientos, como en el Perú con motivo de las leyes nuevas, pues su aplicación, sin una etapa previa de acomodamiento, hubiera determinado la pérdida de las Indias; quinto, que el espíritu de dichas leyes se fue imponiendo, de manera que al final del siglo XVI habían desaparecido en gran parte del Continente los servicios personales de los indios, y el régimen de las encomiendas había perdido su tendencia a formas feudales; sexto, que el predominio de los factores espirituales predominó en tal forma, que el continente americano ha logrado salvar interregnos de descreimiento dirigido, sin que la fortaleza de su fe se debilitara y manteniendo en su estilo de vida las normas esenciales de la Hispanidad; séptimo, que la destrucción de los naturales por una explotación irracional, característica indiscutible del primer período, fue detenida verticalmente, como lo demuestra la supervivencia de los aborígenes del Continente; octavo, que del examen de conciencia a que España se somete —y en la Historia sólo España realiza semejante tipo de higiene— surgió la afirmación de la personalidad de América y el moderno derecho de gentes. En efecto, son las disertaciones de 1532 respecto del problema de la guerra y de los indios las que permiten al padre Vitoria, desde su cátedra de Salamanca, fijar las bases del derecho internacional, del que, en 1625, el holandés Groot fue el primer cultor eminente, pero no su creador. Vitoria afirmó la peculiaridad americana, afirmó que el Emperador no tenía el dominio del mundo, restringió los poderes temporales del Pontificado y sustituyó toda primacía teórica sobre los Estados por la igualdad efectiva de los mismos, grandes o pequeños, de Europa o de América. Bajo la protección de esas normas surgidas en la España del siglo XVI vive Hispanoamérica. En diversos congresos internacionales, los delegados del Continente han proclamado que la comunidad internacional se compone de naciones iguales, sujetas al derecho de gentes; cada nación con el gobierno que se dé a sí misma y en la cual el gobernante y el gobernado estén sujetos a la ley. Pues bien: tal principio fue proclamado por el padre Vitoria al considerar los problemas planteados por la conquista de América. No creemos que el actual organismo de las Naciones Unidas lo haya realizado.
El padre Vitoria fue continuado por una pléyade de pensadores como ninguna nación, en la misma época, puede exhibir, de entre los cuales se destaca el padre Francisco Suárez, S.J., que tanto influyó con sus obras en la formación del pensamiento político de América con sus rotundas tesis contra el Absolutismo, así como Ayala, Soto, Báñez y otros, a quienes une el principio esencial de situar los elementos morales como cimiento de sus tesis. Y es que no otro es el imperativo del Imperio Español en aquella hora gloriosa de la historia de la Hispanidad. Los protestantes no lo comprendieron. A Vitoria lo censuraron por estimarlo más moralista que jurista, como si el Derecho pudiera ser otra cosa —si es que aspira a ser auténtico Derecho— que un aspecto de la ética. Pero ésa es, justamente, la diferencia que España ofrecerá siempre respecto de otros pueblos: el ser más misionera que conquistadora; más moralista que comerciante; más teóloga que jurista; más generosa que ambiciosa. Pero ésa es su gloria y la razón de la perenidad de lo que llamamos Hispanidad, como denominación de un estilo característico de vida. Eso es lo que determina, finalmente, que, al final de cuentas – y vivimos una hora en que parece que se ajustan las iniciadas con la Reforma y el falso Renacimiento –, la verdad que la Humanidad ha perdido pueda encontrarla en tierras hispánicas, porque no existe una sola que ataña al al espíritu de orden moral, que no tenga alguna relacióncon la teología.
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