Por Guillermo Furlong S. J.
“En veinticuatro días hemos hecho la campaña, pasamos las cordilleras más elevadas del globo, concluimos con los tiranos y dimos la libertad a Chile..." Palabras del general San Martín en el parte detallado de la batalla de Chacabuco. Santiago de Chile, febrero 22 de 1817. Para la inmensa mayoría de los que estudian y enseñan la historia patria, el paso de los Andes es un hecho de gran realce, una empresa difícil, penosa y peligrosa, pero están muy lejos de imaginar lo arduo y sobrehumano que fue aquel cruce, único en los anales de la historia argentina y universal. Si exceptuamos a los cuyanos que contemplan, día tras día, ese imponente muro de proporciones gigantescas, y oyen a la continua las infinitas peripecias y mortales accidentes que allí tienen lugar, bien pocos han de ser los argentinos que tengan una idea, ni siquiera aproximada de lo que debió costar a San Martín cruzar la Cordillera. El viaje actual, ya sea en tren, ya sea en rápido automóvil u ómnibus de pasajeros, y ni hablar en avión, sólo muy ligeramente capacita para que pueda uno formarse alguna idea de lo que, otrora, significó cruzar aquel compacto aglomerado de gigantescos montes.. Para comprenderlo, con mayor aproximación a la realidad histórica, es menester eliminar, mentalmente, la amplia carretera que hoy existe; es menester suprimir la mayoría de los puentes, y es menester prescindir del túnel, de que se valen, así los trenes como los autos, para acortar distancias y evitar terribles ascensos y descensos. En 1817 nada de eso había. La carretera no era tal; sólo era un camino, de treinta a cincuenta centímetros de anchura, desigual y pedregoso, camino de mulas en el que había que viajar con la lentitud propia de estos animales, dado lo cual, el cruce demandó de 20 días para las tropas de la patria. Es posible que algún estudioso, al referirse al paso de los Andes no peque de esa estrechez mental, ni de esa visual miope, pero la inmensa mayoría de quienes no hayan pasado la Cordillera o, a lo menos no se hayan internado en ella hasta Uspallata, por ejemplo, o hasta un punto análogo, forzosamente han debido formarse, y se forman, una idea harto inadecuada de lo que fue la hazaña sanmartiniana. El coronel Leopoldo R. Ornstein ha escrito, con sobrado fundamento, que “algunos tratadistas han establecido un parangón entre el paso de los Andes con el de los Alpes por Aníbal, primeramente, y por Napoleón después. La similitud es muy relativa, por cuanto difieren en forma muy pronunciada las dimensiones y características geográficas del teatro de operaciones, como también los medios y recursos como fueron superadas en cada caso ambas cadenas orográficas. Esas diferencias son, precisamente, las que presentan la hazaña de San Martín como algo único en su género. En efecto: Aníbal cruzó los Alpes por caminos que ya en esa época eran muy transitados, por ser vías obligadas de intercambio comercial. Y aunque no puede afirmarse que su transitabilidad fuese fácil, tampoco debe considerarse que pudiera presentar grandes dificultades, puesto que el general cartaginés pudo llevar consigo elefantes, carros de combates y sus largas columnas de abastecimiento. San Martín atravesó los Andes por empinadas y tortuosas huellas, por senderos de cornisa que sólo permitían la marcha en fila india, imposibilitado materialmente de llevar vehículos y debiendo conducir a lomo de mula su artillería, municiones y víveres, aparte de haber tenido que recurrir a rústicos cabrestantes e improvisados trineos para salvar las más abruptas pendientes con sus cañones. Habría podido Aníbal franquear las cinco cordilleras de la ruta de Los Patos, escalando, con elefantes y vehículos, los 5.000 metros del Paso Espinacito? Relatos vagos, imprecisos y descoloridos Fuera de Espejo, Mitre, Bertiling, Ornstein y alguno que otro historiador de nota, son harto vagas, imprecisas y descoloridas las frases que los escritores en general consagran a la descripción y apreciación del paso de los Andes. Nada digamos de los pintores o dibujantes, inspirados sin duda en los relatos que, por lo común, se encuentran en los libros de texto y en algunos otros de mayores ínfulas. Son sin duda bellos y expresivos los óleos de Scott, de Blanes, Subercasseaux, de Ballerini, de Martín Oneto, etc., en los que San Martín monta brioso corcel, y otro tanto hacen no pocos de sus generales y edecanes, y creeríase al contemplar esas descripciones pictóricas, que fuera tan fácil galopar de Mendoza a Santiago de Chile, como de Córdoba a Ascochinga, o desde Tandil a Dorrego, pero todos esos óleos no responden a la verdad histórica, sino a la poetización de la misma. Tal vez sea el cuadro de Waldemar Carlsen (1861), que conocemos por una litografía de Claisseaux, y de la que hay ejemplares en el Museo Histórico Nacional, el que más se acerca a la verdad histórica, aunque no sin incurrir en inexactitudes.
Caminos que no eran caminos Todos los pintores mencionados, con excepción tal vez de Carlsen, suponen que San Martín y sus soldados pudieron cruzar, ya a trote, ya a galope, el trayecto cordillerano, entre Mendoza y Santiago de Chile, siendo así que, ni aun hoy día, es posible ese trotar o galopar, si no es en secciones muy reducidas y tan poco aptas que pueden considerarse nulas. El caballo no podía ir sino a paso de mula, y si San Martín llevó 1.600 caballos, de los que sólo 511 llegaron con vida a Chacabuco, era exclusivamente para la batalla o batallas que forzosamente había de librar con el enemigo, al llegar a Chile. Aún en la cuesta de Chacabuco, la caballada no pudo accionar, cual quería San Martín, a causa de lo montañoso de la región. La tracción a carreta, o en carretón, fue absolutamente imposible, aunque en los caminos llanos y amplios, que son los menos, se utilizaron zorras tiradas por bueyes o caballos, en las que se transportaban los diez y ocho cañones, los dos anclotes, las cabrias y parte de los equipajes. Recordemos que sólo las mulas mansas eran adecuadas para el cruce de la Cordillera. Ya en Plumerillo había ordenado San Martín que las mulas, que habían de servir en la travesía, fueran amansadas, de suerte que no produjeran incidentes, con detrimento de la tropa. Aún así, acaeció que algunas motivaran la pérdida de no pocos equipos del ejército. Los pintores, que han consignado en sus lienzos, escenas del cruce de la Cordillera, suponen que las mulas iban con la carga sobre la línea y ampliamente extendida a los dos lados; pero no era así, ya que casi toda la carga, que podían llevar esos híbridos, había de estar colocada sobre el animal, no a los lados. Era absolutamente imposible que dicha carga se proyectara más allá de los veinte o treinta centímetros por lado. El cargar con acierto a las mulas fue una de las maniobras más delicadas, ya que en todo camino-cornisa tenían las mulas que ir casi apegadas al talud, que surgía a uno de los costados del mismo, y cualquier golpe de la carga contra aquel, causaba la caída del animal al abismo, abierto siempre al otro costado. Hoy, como otrora, los caminos tipo cornisa constituyen el 60 % de la ruta trasandina, a lo menos en territorio argentino, pero si hoy esos caminos tienen una amplitud de tres y aun de cuatro metros, en 1817 su anchura apenas llegaba, en los pasos mejores, a un metro, lo que imposibilitaba no sólo el paso de todo vehículo, sino que hacía peligroso el tránsito de los animales cargados, aun de las mulas y vacas, cuanto más el de caballos, aunque fueran mansos.
Testimonios de viajeros A mediados del siglo XVII escribía Diego de Rosales que el camino del Aconcagua es el más usado, pero de subidas altísimas y laderas donde apenas cabe el pie de la cabalgadura, y en discrepando un poco, cae en horribles profundidades y ríos arrebatados y de grandes piedras. Un siglo más tarde, a mediados del XVIII, escribía Pedro Lozano que para cruzar la Cordillera sólo hay una senda en que apenas caben los pies de una mula, a cuyos lados se ven, de una parte, profundísimos precipicios, cuyo término es un río rapidísimo y, de la otra, peñas tajadas y empinados riscos, en donde si tropieza la cabalgadura, cae volteando, despeñada hasta el río. En partes del sendero no se puede uno fiar de los pies de la bestia, ni aún apenas se camina seguro en los propios, por ser las laderas tan derechas y resbaladizas, que pone grima el pisar en ellas. Roberto Proctor, que cruzó la Cordillera en 1823, seis años después que San Martín había hecho arreglar los caminos y aun abrir algunos nuevos, según él nos informa, refiere cómo en algunos puntos y por espacio de algunas yardas la senda no tenía más de treinta y ocho o cuarenta y cinco centímetros de ancho. Mayer Arnold, que cruzó la Cordillera años más tarde, se refiere a las cortaderas o pasos con senda tortuosa de un metro más o menos de ancho, sobre la falda de un monte de greda y ripio. Si San Martín ordenó arreglar los caminos, como escribe Proctor, suponemos que ese arreglo se reduciría a hacer desaparecer el ripio, barriéndolo hacia el abismo, que siempre sigue a los caminos-cornisa, no sólo molesto para el tránsito de los hombres y de las bestias, pero hasta peligroso para éstas y para aquéllos. Otro tanto debieron de hacer en los lechos guijarrosos de ríos secos y en los pocos caminos del valle o en plano bajo, ya que todos estos son inmensos pedregales, que si no impiden, ciertamente obstaculizan el tránsito.
"El recodo de la muerte"
Aún hoy día se recuerda a los turistas el punto denominado otrora “el recodo de la muerte”, por las desgracias frecuentísimas que tenían lugar en esa curva. En 1825 la cruzó el capitán F. Bond Head y se hizo eco de la tradición de cómo la arriada de mulas pasaba con temor y temblor por aquel punto: “cuando doblaron por la senda torcida, los colores diferentes de los animales, los diferentes colores del equipaje que conducían, con la ropa pintoresca de los peones que vociferaban el extraño canto con que arrean las mulas, y la vista del peligroso paso que debían trasponer, formaban en conjunto un espectáculo interesantísimo. “Así que la mula delantera llegó al comienzo del paso, se paró, resistiéndose claramente a seguir, y es natural que todas las demás se detuvieran también. “Era la mula más linda que teníamos y, por eso, se la había cargado con doble peso que a las otras; su carga nunca había sido aliviada y se componía de cuatro maletas, dos que me pertenecían a mí y contenían no solamente una pesadísima talega de duros, sino también papeles de tal importancia que difícilmente podría yo continuar el viaje sin ellos. Los peones luego redoblaron los gritos e inclinándose al costado de la mula recogían piedras que tiraban a la mula delantera. Con la nariz en el suelo, literalmente olfateando el camino, marchaban despacio, cambiando a menudo la posición de sus patas, si encontraban flojo el terreno, hasta llegar a la parte peor del paso, donde se volvió a parar, y entonces empecé a mirar con grande ansiedad mis maletas; pero los peones le volvieron a tirar pedradas y ella siguió la senda y llegó con felicidad adonde yo estaba; varias otras siguieron. “Por fin, la mulita portadora de una maleta con dos grandes bolsas de víveres y muchas otras cosas, al pasar el mal punto, golpeó la carga con la roca, con lo que las patas traseras cayeron al precipicio, y las piedras sueltas inmediatamente comenzaron a desmoronarse a su contacto; sin embargo, la delantera se afirmó aún en el estrecho sendero, donde no tenía sitio para su cabeza, pero colocó el hocico en la senda, a la izquierda y parecía sostenerse con la boca; su peligroso destino se decidió pronto por una mulita suelta que se acercó y, como venían detrás, golpeó el hocico de su camarada, desplazándola; le hizo perder el equilibrio y, patas arriba, la pobre criatura instantáneamente empezó una caída realmente terrorífica. Con todo el equipaje, fuertemente amarrado, se precipitó por la pendiente escarpada, hasta llegar a una parte completamente perpendicular, y entonces pareció rebotar y, dando vueltas en el aire, cayó de lomo y sobre la carga en el torrente profundo. Al momento desapareció.” Tales eran los caminos que, por espacio de más de veinte días, tuvieron que recorrer los soldados del más glorioso de nuestros ejércitos. Nada extraño es, pues, que las bajas de vacunos y caballares, y aun de mulas, fuera considerable. Lo extraño es que no hubiese sido inmensamente más grande. Si se prescinde de los medios mecanizados, sería, aun hoy día, una empresa nada fácil para un ejército, cruzar la Cordillera, por el paso de Uspallata o por el paso de los Patos.Pasos que apenas dejaban pasar
Y notemos aquí, antes de proseguir adelante, que la voz “pasos” es muy inexacta. No hay pasos en la Cordillera, si por pasos se entienden callejones o desfiladeros más o menos planos entre montes. Existen sí desfiladeros, pero no es dado transitar por ellos, esto es, no en el fondo sobre suelo firme y seguro, sino en las alturas y por caminos abiertos a pico, entre los cien y los quinientos metros de altura sobre el fondo de las cortaduras o lecho de los ríos. Tanto si se va por Uspallata, como por los Patos, que son los caminos más viables, y fueron los elegidos por San Martín, sólo hay como un décimo del trayecto, donde se va en las bajuras y no en las alturas. Llevar un ejército de 5.423 hombres, con 9.280 mulas, 1.500 caballos y 16 piezas de artillería, además de sobrestantes, anclotes, vituallas, forraje y municiones, por tales sendas y con todas las dificultades causadas por la estrechez e inseguridad de las mismas, a las que hay que añadir la falta de agua, en unas ocasiones, el exceso de agua en otras, los intensísimos fríos de noche, y aún en pleno día, el mal de montaña o soroche, la falta de pastos para el ganado y de leña para hacer fuego y para disponer el rancho, etc., etc., y todo esto, no por espacio de uno o dos días, sino por espacio de unos veinte días, es algo superior a toda ponderación. Es una hazaña que raya en la esfera de lo impracticable, de lo imposible. Es el ya citado Lozano que había cruzado la cordillera a mediados del siglo XVIII, quien pudo decir con toda verdad que “La inmensa altura de estos disformes montes parece competir con el cielo. Ni Pirineos, ni Alpes, ni otros de los más elevados montes, que sabemos, pueden correr pareja con ellos y quedaría vanaglorioso el Olimpo tan celebrado, de merecer le admitiesen por competidor.La falta de agua y de leña
Y Rosales, a quien también ya hemos citado, está en lo cierto al describir la Cordillera como “una muralla de soberbios montes amontonándose unos sobre otros, de tal arte, que el primero sirve de escala o de grada para el segundo, hasta subir a tan grande altura que sobrepuja con mucho las nubes... y son en su comparación niños o pigmeos los Alpes, los Pirineos y Apeninos de Italia y otros gigantes de soberbia grandeza”.Pero nada arredró a San Martín. Nada de eso le arredró, pero todo esto le conturbó. El mismo lo escribía así a Tomás Guido, en carta del 14 de junio de 1816: “lo que no me deja dormir es, no la oposición que puedan hacerme los enemigos, sino el atravesar estos inmensos montes”. Como el camino, así por Uspallata como por los Patos, supone el cruzar cuatro cordilleras, son otros tantos los empinados ascensos y otros tantos los precipitados descensos, casi siempre por rutas, hoy discretamente anchos, pero otrora, inconcebiblemente estrechos, por las que tiene que andar el viajero. Pero no era el camino, aunque tan abrupto y rebelde, tan traidor y falso, la única dificultad que hubo que vencer el gran soldado de la Patria. Estaba también la falta de agua. Singular paradoja: abunda el agua en la Cordillera, y es precisamente costeando ríos de buen caudal y de excelente calidad, que se hallan los caminos, y, no obstante, no hay agua, o sólo la hay en contados puntos. Es que en la Cordillera, sobre todo del lado argentino tiene lugar el tormento de Tántalo: estar al lado, a pocos metros, de abundante agua y no poder beberla. La razón es muy sencilla: entre la senda que lleva el viajante y el río, hay 100, 200, 500 o más metros de montaña tan perpendicular que no hay cómo bajar, y en caso de bajar, no hay cómo subir otra vez. Si no es en algún que otro punto, donde el río y camino se encuentran a igual o casi igual nivel, no hay que pensar en utilizar el agua del río Mendoza, si se hace el viaje por Uspallata, o el agua del Río de los Patos, si se toma la otra ruta principal. San Martín conocía esta realidad y por eso reguló las jornadas según hubiese, o no, posibilidad de agua. He aquí algunas líneas del itinerario a seguir, por el grueso del Ejército: “1ª jornada... con monte y agua a una legua, antes de la parada; 2ª jornada... sin agua alguna; 3ª jornada... con agua dos leguas antes, en el carrizal; 4ª jornada... sin agua en toda la tirada; 5ª jornada... poca agua; 6ª jornada... sin agua; 7ª jornada... sin agua toda [la jornada]; 8ª jornada... con agua, etc.” Haciendo la travesía por jornadas, según los sitios donde había agua para saciar la sed de más de 5.000 hombres y de más de 10.000 bestias, quedaba eliminada una de las dificultades más grandes.
No hay agua, sino en contadas ocasiones, pero no hubo entonces, ni hay al presente, pasto alguno adecuado para las bestias ni leña alguna para los fogones, fuera del valle de Uspallata y del Valle Hermoso, en los que el ejército podía estar acampando durante algunos días. En todos los restantes nada podría hallarse a uno y otro fin, ya que el clima desértico de la Cordillera hace que ésta sólo ofrezca rocas desnudas de toda vegetación y valles cubiertos de inmensos pedregales. En la aridez de las laderas sólo se ve, de vez en cuando, unos arbustos espinosos y retorcidos, entremezclados con pastos duros que hasta los 4,000 metros constituyen el tapiz vegetal como estepa arbustiva. A excepción del valle del Uspallata y del Valle Hermoso, no había que pensar en hallar forraje para los animales, si bien en algunos puntos existía y existe el pasto puna, gramínea tan dura como poco digerible.
El recuerdo del pasado y la vigencia de sus enseñanzas determina nuestro origen y otorga al presente elementos fundamentales para comprender y actuar en nuestras vidas. Solo los pueblos con conciencia política pueden ser artífices de su propio destino. Muy buen artículo.-
ResponderEliminar