Era
hijo de inmigrantes italianos de Liguria, su padre — Benito Magnasco —
había sido un importante capitán naval del Río de la Plata, y había
mediado entre el presidente Sarmiento y José Hernández, aliado de la
rebelión jordanista. Estudió
en el Colegio Nacional de Concepción del Uruguay y se doctoró en
Jurisprudencia en la Universidad de Buenos Aires en 1887. Polemizó a
través de la prensa con Cesare Lombroso, que pretendía determinar
físicamente la conformación psíquica de las personas inclinadas
naturalmente a cometer delitos. En
1890 fue elegido Diputado Nacional por el Partido Autonomista Nacional
de su provincia de origen. Apoyó la presidencia de Miguel Juárez Celman,
pero se incorporó sin problemas al régimen político dirigido por su
sucesor, Carlos Pellegrini. Dirigió durante pocos meses la repartición
encargada de controlar los ferrocarriles de capital extranjero y
administrar los nacionales. Fue
el primer diputado nacional que se pronunció abiertamente en contra de
la administración privada de los ferrocarriles y la forma en que
aplicaban sus tarifas. Descubrió, por ejemplo, que las tarifas para el
mismo viaje eran absolutamente diferentes para distintas cargas, o para
el viaje hecho en distintas direcciones. En un debate parlamentario de
1891 defendió sus posturas y atacó la evasión sistemática de la
devolución de los aportes estatales a que estaban obligados por ley. Fue
el mentor del Reglamento General de los Ferrocarriles, del 24 de
noviembre de 1891, que de todas formas no logró controlar eficazmente la
poderosa influencia de los ferrocarriles.
Enfrentó
firmemente la política nacional en materia de intervenciones federales a
las provincias, orientadas exclusivamente a fortalecer en las
provincias la posición del gobierno central y su partido. Al
llegar por segunda vez a la presidencia el general Roca, lo nombró su
Ministro de Justicia e Instrucción Pública; posiblemente, su
nombramiento fue iniciativa del ministro de Obras Públicas, Emilio
Civit. Su principal preocupación era modernizar el sistema de educación
pública, especialmente la secundaria y técnica. Consideraba la educación
secundaria que se impartía como carente de vinculación con la realidad
social y económica del país, reservado solamente para las elites. Se
esforzó en crear escuelas secundarias técnicas, tanto industriales como
agropecuarias.
Propuso
una ley de educación técnica y secundaria; pero afectaba demasiados
intereses creados, ya que pretendía reemplazar varias escuelas normales —
dedicadas a formar maestros — en escuelas técnicas. Su principal rival
en la Cámara de Diputados fue Alejandro Carbó, entrerriano como
Magnasco, y tanto o más elocuente y vehemente que éste; egresado,
además, de la Escuela de Paraná, centro importantísimo de la enseñanza
"normal". Éste se apoyó en el principio del igualitarismo para rechazar
diferentes tipos de escuelas; además, rechazaba que la educación
secundaria pasara a ser controlada por las provincias, como proponía
Magnasco. El proyecto fue rechazado.
Como
el ministro insistiera en desarrollar su proyecto sin sancionar la ley,
el diario "La Nación" lanzó una campaña contra el proyecto, atacando en
todas formas la idea, y reclamando la renuncia de Magnasco. A pesar de
eso, Magnasco se presentó en el Congreso, y logró la aprobación tácita
del mismo para seguir adelante sin pasar por el Congreso. Pero la prensa
dirigió una campaña en su contra, que incluyó manifestaciones
callejeras con gritos en contra del ministro. Y "La Nación" acusó a
Magnasco de no saldar sus deudas comerciales, como medio de debilitarlo
en la opinión pública. Incluso se lo acusó de haber pagado con fondos
públicos sus gastos propios en muebles personales.
Un
acercamiento político entre el presidente Roca y Mitre, a quien
Magnasco había atacado en la prensa, lo obligó a renunciar como ministro
en junio de 1901.
Desde
entonces abandonó la política y enseñó derecho en la Universidad de
Buenos Aires. Dedicó una parte importante de su tiempo a construir una
fastuosa quinta en la localidad de Temperley, cercana a la capital,
donde falleció en mayo de 1920.
Durante la segunda presidencia de Julio Argentino Roca] En su gabinete figura
el doctor Osvaldo Magnasco, orador de palabra mordiente, un
parlamentario excepcional en una época de cultores del verbo.
Era
hijo de un marino mercante de origen italiano radicado en Entre rios;
si el padre, como cumplía a un garibaldino, era mitrista, el hijo, ya
argentino, educado en el colegio de Concepción del Uruguay por cuyas
aulas habian pasado roca, Andrade, Fray Mocho y tantos otros, seria
roquista. Una gran sombra vela la posteridad de Magnasco; hay que
explicar este silencio y terminar con él. Magnasco
habitase vinculado desde muy joven (nació en 1864) al Partido
Autonomista Nacional, como casi todos los provincianos pobres. Bajó a
Buenos Aires con su postura no exenta de cierta grandilocuencia, bien
plantado y seguro de su valía, dispuesto a ocupar su lugar en la altiva
ciudad porteña. Integró el círculo político del juarismo en auge, pero
no se encadenó a la adulación organizada y ciega. Si participó del
banquete de los "incondicionales", en vísperas del 90, siempre actuó con
plena independencia en la Cámara, donde adquirió fama de un hombre que
supo conservar el sentido del interés nacional en el torbellino áureo
del 90. sabía bien su latín y nadie pudo asombrarse de su versación
jurista y humanista; pero concentro la atención general cuando formuló
un certero ataque a las tropelías del capital ferroviario británico,
considerado en esos momentos la varita mágica del progreso argentino.
En
un trabajo sobre Magnasco, Julio Irazusta transcribe algunos fragmentos
pronunciados por Magnasco en la Cámara de Diputados con respecto al
tema antes aludido. Miembro de la Comisión Investigadora de los
Ferrocarriles Garantidos, este "incondicional" diría sobre el capital
británico palabras que no han perdido actualidad:
¿Han cumplido las compañías privadas los nobles propósitos que presidieron estas concesiones de ferrocarril, tan prodigiosas en estos últimos años?El espíritu civilizador, que animó las disposiciones legislativas, ¿ha sido satisfecho por las empresas? ¿Han servido como los elementos de un progreso legítimamente esperado, o por el contrario, han sido obstáculos, obstáculos serios, para el desarrollo de nuestra producción, para la vida de nuestras industrias y para el desenvolvimiento del comercio? Mejor sería, señor, que no contestase tales preguntas, porque aquí están los representantes de todas las provincias argentinas, que experimentalmente han podido verificar, con los propios ojos, el cúmulo de pérdidas, de reclamos, de dificultades y de abusos producidos por esto que en nuestra candorosa experiencia creíamos factores seguros de bienestar general...
Ahí están las provincias de Cuyo, victimas de tarifas restrictivas, de fletes imposibles, de imposiciones insolentes, de irritantes exacciones, porque el monto de esos fletes es mucho mayor que el valor de sus vinos, de sus pastos y de su carnes. Ahí están Jujuy y Mendoza, sobre todo la primera, empeñadas desde hace 12 años en la tentativa de la explotación de una de sus fuentes más ricas de producción: sus petróleos naturales. Pero no bien llegas a oídos de la empresa la exportación de una pequeña partida a Buenos Aires o a cualquier otro punto, inmediatamente se alza la tarifa, y se alza como un espectro, y se alza tanto, que el desfallecimiento tiene que invadir el corazón del industrial más emprendedor y más fuerte. Ahí están Tucumán, Salta y Santiago, especialmente Tucumán lidiando por sus azúcares, por sus alcoholes y por sus tabacos, con una vitalidad que, a no haber sido extraordinaria, habríamos tenido que lamentar la muerte de las mejores industrias de la República, porque habrían sucumbido bajo la mano de hierro de estos israelitas de nuevo cuño...
Magnasco
agregaba a este discurso memorable e inédito que el Ferrocarril del
Este Argentino costó menos de la suma que percibió la compañía inglesa
en concepto de garantía; que un ferrocarril mantenía en Londres un
directorio con un presupuesto anual de 124.000 pesos oro, mientras que
el directorio local sólo costaba 27.000 pesos oro al año; que las
diferencias de remuneración entre los empleados ingleses y argentinos
eran enormes: un jefe de almacenes extranjeros ganaba 505 pesos oro, y
su segundo, que era el que trabajaba, solo 20 pesos oro. Añadía que la
política ferroviaria británica saboteaba la producción argentina en
todos sus rumbos: azúcar, cereales, ganado del interior y petróleo. En
esa época se ensayó el empleo de petróleo argentino en las locomotoras y
dio excelentes resultados y rendimientos; pero las empresas británicas,
dice Magnasco, interesadas en la importación de carbón, sabotearon el
petróleo argentino. "Una de ellas consumía leña y revendía el carbón importado con exenciones impositivas"
De
este género de "incondicionales" del juarismo poco han dicho el
cipayaje mitrista y los radicales habladores de todas la épocas,
usufructuarios históricos del 90. Pero esto no es todo. Cuandose
debatía en la Cámara, en 1892, durante el gobierno del Dr. Luis Sáenz
Peña, circunstancialmente dominado por los mitristas, entre ellos
Quintana, una intervención a Santiago del Estero, se escuchó la voz de
Magnasco:
Porque lo que se está perfilando y me temo mucho que suceda, es que los hombres arrastrados, señor presidente, por corrientes históricas conocidas, me temo —Dios quiera que me equivoque— levanten de nuevo aquella vieja tendencia de otros tiempos, que tantos dolores nos cuestan: del gobierno de Buenos Aires sobre el gobierno de las 14 provincias… El Poder Ejecutivo, el gabinete, no es solamente un ejecutivo y un gabinete reclutado en Buenos Aires, casi exclusivamente en Buenos Aires, sino un ejecutivo y un gabinete de barrio”
¡Un
ex “incondicional”, un adversario del capital británico, y para colmo,
un enemigo del mitrismo localista! ¡Cuánto puede aprenderse de la
significación histórica del roquismo a la luz del destino corrido por
uno de sus voceros más notables! Magnasco ha sido borrado de la
nomenclatura política del país en mérito a dichos antecedentes.
Precisamente porque la burguesía comercial porteña, con su gran vocero
“La Nación”, ha hecho un matrimonio morganático con los ganaderos
bonaerenses, fusionando así definitivamentelos elementos de la
oligarquía, es que Magnasco, como tantos otros,es un desconocido para
las nuevas generaciones argentinas. Sería injusto atribuir a ese hecho
un designio puramente personal: el mitrismo ha sido glorificado como una
necesidad de clase, y sus adversarios no asimilados a la oligarquía
fueron reducidos a la obscuridad.
Pero
faltaría a la personalidad de Magnasco un rasgo esencial para
comprenderla en su totalidad: su proyecto de reforma de la enseñanza,
que fue al mismo tiempo la razón de su eclipse político. Entramos aquí a
la consideración de uno de los fenómenos más reveladores del roquismo
en el cuadro de la historia argentina: el primer intento de transformar
desde la raíz el sistema universalista, verbal y enciclopédico de
nuestra enseñanza, pertenece a Magnasco, ministro de Instrucción
Pública de Roca.
El
audaz proyecto le costó su carrera. El ministro Magnasco propuso en su
reforma educacional sustituir el “Colegio Nacional”, ese semillero de
bachilleres que aprenden Historia Universal en Jujuy como en Buenos
Aires, Química y Física en Junín como en Chilecito, y Filosofía en
Berisso como en Trelew, por una organización descentralizada de
colegios secundarios que reflejara en sus programas las características
geoeconómicas de su ciudad o provincia, reduciendo la enseñanza
humanista a lo necesario. Magnasco concebía la enseñanza secundaria como
la palanca para construir un país moderno, y como el medio de modificar
las condiciones atrasadas de cada región argentina, proporcionándoles
los técnicos requeridos. En el fondo de esta reforma radical, se
encontraba la antítesis del universalismo abstracto que desvincula
actualmente estudiante de su tierra, su historia y su tiempo, y que
conforma la masa del estudiantado cipayo.
Era
un proyecto revolucionario de la burguesía intelectual provinciana en
una hora irrepetible. El insigne latinista suprimió la enseñanza del
latín, con el apoyo de Lugones, y así como los clericales lo acusaron de
anticlerical por esa medida, los mitristas combatieron su proyecto de
ley en nombre del verbalismo clásico de loscolegios Nacionales, fundados
por Mitre de acuerdo a su política europeizante, que complacían su
inclinación natural.
Todo
esto ocurría en 1901 y la oposición porteña y mitrista a las medidas
renovadoras del joven ministro propendían a transformar el debate en un
escándalo que reuniría nuevamente en un bloque a los masones mitristas, a
parte del roquismo liberal y a los clericales más fanáticos. Ante el
anuncio de Magnasco de que ninguna extorsión lo haría renunciar, el
diario “La Nación” publicó una denuncia según la cual Magnasco se habría
hecho fabricar en la cárcel y con fondos oficiales, algunos muebles de
uso personal. ¡El noble general Mitre no alteró nunca su estilo
político! El traductor del Dante cumplía el 26 de junio de ese año 80
años, y la máquina de prestigio ya estaba montada. Se preparaba un
fastuoso jubileo, con la participación de esa camarilla inamovible de
viejos campanudos que surten desde entonces nuestras academias y
magistraturas. En tales circunstancias, el ministro Magnasco,
desbaratando con dos frases aclaratorias la mezquina intriga urdida
entre “La Nación” y el director de la cárcel, funcionario incompetente
en vísperas de ser removido, lanzó en la Cámara estas palabras dirigidas
al austero Mitre: “Quizás haya llegado a oídos del señor general mi
desafecto por la ceremonia de su deificación. Quizás, señor, yo profeso
principios republicanos, por lo menos trato de ajustar a ellos mi
conducta. Puede que haya también llegado a sus oídos la frase acaso
festiva —que me debía disculpar y que puedo repetir porque no hablo en
nombre del poder Ejecutivo: Después de la ceremonia tendremos que
llamarlo como a los emperadores romanos: Divus Aurelius, Divi Fratres
Antonii, Divus Bartolus”.
Según
el diario “La Prensa”, Mitre, que era senador, dijo: “Magnasco está
muerto”. A su vez, “La Nación” defendió, al turbio director de la
cárcel. Y en el debate parlamentario, púdose “observar” la
descomposición mortal del roquismo, que ya empezaba a perder su
nacionalismo para quedarle tan sólo su liberalismo; cuando los roquistas
fueron sólo liberales, se hicieron conservadores, sobre todo los
ganaderos y la gente de pro. La resistencia a la Ley Magnasco, pues, no
fue sólo de los mitristas; también partió de numerosos parlamentarios
roquistas, puramente anticlericales e influidos por los debates de
Francia, quienes pensaban que de prevalecer la ley propiciada por
Magnasco, los colegios nacionales subsistentes, con su humanismo
abstracto, quedarían en manos de los curas. Por lo cualmasones,
mitristas y clericales— adversarios estos últimos de la expansión de la
enseñanza técnica— se unieron (como en el 80, y el 90) contra Magnasco.
El
general Roca demostró en la emergencia que su época había concluido. No
sostuvo a Magnasco el soldado lúcido del 80, y lo dejó caer, cediendo a
la campaña difamatoria de “La Nación”, que todavía se daba el lujo de
voltear ministros, ya que no podía nombrarlos. Roca estaba acabado,
como lo diría su antiguo amigo Pellegrini, él mismo envejecido y
desengañado ante las poderosas fuerzas económicas y sociales de una
oligarquía que se consolidaba rápidamente. La desaparición del joven
Magnasco de la vida pública fue total, y ése fue el epitafio de Roca. El
ex Ministro se recluyó en su casa, tradujo a los clásicos y cuando
murió en el más completo aislamiento, el diario “La Nación”, que es
habitualmente un verdadero fascículo necrológico, fue sobrio por una
vez, y sólo dijo: “Ha fallecido esta mañana en Buenos Aires el Dr.
Osvaldo Magnasco”.Desde entonces, y han pasado sesenta años, Magnasco
fue un personaje inexistente, porque Mitre tenía razón al afirmar en el
Senado: “Magnasco ha muerto”;ya había demostrado su pericia como
sepulturero al lapidar a Rosas, al Chacho y a los caudillos populares.
Comenzaba la edad glacial de nuestro pasado; Magnasco fue su primera
víctima. ¡Cuántos siguieron después!: Ernesto Quesada, David Peña, Juan
Bautista Alberdi, Manuel Ugarte y, como era de esperar, el propio Roca,
ahogado en la mortaja de bronce que fundió, irónicamente, la oligarquía
victoriosa.
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